John Huston

Capítulo 18
Desde París fui a Londres, donde me reuní con Ricki y Tony y tuve por primera vez en mis brazos a la pequeña Anjelica. Tomamos un piso en Grosvenor Square, y me dediqué a hacer el montaje de La reina de África.
Jimmy Woolf me regaló un ejemplar de Moulin Rouge de Pierre La Mure, una novela muy fabulada sobre Toulouse–Lautrec. Después de leerla, se me ocurrió una idea para el final que hizo que me apeteciera realizar una película basada en la novela. Imaginé a Lautrec en su lecho de muerte del château en Toulouse, con su padre y su madre presenciando cómo el sacerdote le da la extremaunción. Él sonríe y abre los ojos. Tiene alucinaciones: los fantasmas de su amado Moulin Rouge entran en la habitación, vienen a despedir al amigo que se va. Se empieza a oír la música del cancán y Lautrec expira. Sería un auténtico final feliz.
Sam Spiegel y yo no habíamos estado demasiado contentos el uno con el otro durante el rodaje de La reina de África, y no me apetecía empezar otra película con él enseguida. Los términos de mi contrato con Horizon me permitían hacer una película con otra productora por cada una que hiciera para ellos. Así que les dije a los hermanos Woolf que preferiría producir y dirigir Moulin Rouge. Ellos aceptaron, y Jimmy Woolf y yo nos fuimos en avión a Nueva York para adquirir los derechos del libro, negociar un trato con la United Artists y contratar a José Ferrer. Conseguido todo esto, fui a buscar un domicilio adecuado en Francia, un lugar cerca de París donde Ricki y los niños estuvieran cómodos y donde yo pudiera escribir y quizá montar a caballo de vez en cuando. Lo encontré en Chantilly —una pequeña villa propiedad de los La Rochefoucauld— y nos trasladamos allí.
Tony Veiller, mi guionista norteamericano preferido, y yo habíamos trabajado juntos en Forajidos y también habíamos colaborado en el documental angloamericano durante la guerra. Yo estaba todavía bajo contrato con la Warner cuando Tony y yo escribimos Forajidos para Mark Hellinger. Yo estaba seguro de que la Warner no iba a armar jaleo por eso, pero no firmé el guión debido a mi compromiso con ellos. El guión fue nominado para los Óscar de la Academia. Nuestra colaboración había resultado tan satisfactoria que le pedí a United Artists que contratara a Tony para que viniera a trabajar conmigo en el guión de Moulin Rouge. Él, su esposa y sus dos hijos se hospedaron en un hotel no demasiado lejos de mi casa. No recuerdo un verano más agradable. Por la mañana temprano me iba a cabalgar por alguno de los infinitos caminos de herradura del bosque de Chantilly o salía a los prados y contemplaba a los puras sangres entrenándose entre la neblina matinal. Era una forma maravillosa de empezar el día.
Al escribir el guión, Veiller y yo conservamos el sentimentalismo de la versión que La Mure daba de la vida de Lautrec; su cariño por una prostituta era una concesión a los tiempos. Los censores de los primeros años cincuenta no hubieran permitido hacer una película contando la verdadera vida de Toulouse–Lautrec.
Mi constante preocupación mientras estábamos escribiendo Moulin Rouge era el dinero: no tenía. Mis asuntos financieros eran una calamidad. Mi divorcio de Evelyn dos años antes me había dejado arruinado. Ella se lo llevó todo: el rancho, el ganado, los cuadros, las obras de arte… y, encima, una pensión. Además, tenía otras deudas, entre ellas, los 150.000 dólares que la Metro me había prestado. Por La reina de África yo debía cobrar dietas y un sueldo nominal que me permitiera satisfacer a mis acreedores. Aunque los diversos promotores pusieron fondos a disposición de Horizon, yo nunca vi un céntimo. Durante más de dieciocho meses no hubo ningún ingreso en mi cuenta corriente. Ahora todo lo que me pagaban por Moulin Rouge, aparte de las dietas, se iba en liquidar la pensión atrasada de Evelyn y otras deudas.
Sin embargo, La reina de África ya se estaba exhibiendo y pronto recibiría mis porcentajes. Al menos, eso es lo que me decían.
Billy Pearson estaba dando la vuelta al mundo participando en carreras. Zarpó de Los Ángeles en un crucero, se detuvo en Hawai para correr en algunas carreras. Montó en Tokio ante el emperador de Japón y en Bangkok ante el rey de Siam. De vez en cuando yo recibía tarjetas o telegramas suyos, y finalmente Billy llegó a París.
Anunció que quería montar en Francia. Uno de mis buenos amigos en París era Laudy Lawrence, que era socio de Ali Khan en una cuadra de sementales. Le pregunté a Laudy si podíamos hacer algo para que Billy participase en algunas carreras y descubrimos que Billy no era nada bien recibido: los jockeys franceses no querían que un americano montase en los hipódromos franceses. Gracias a Laudy, sin embargo, le invitaron a probar unos caballos en Chantilly para el marqués de Courtois, un buen deportista que poseía una cuadra pequeña pero selecta.
Dos días antes del entrenamiento, Billy se puso enfermo con una fuerte gripe. La mañana en que tenía que montar, Tony y yo le ayudamos a vestirse. Había pasado la mayor parte de la noche delirando. Yo estaba en contra de que fuese, pero él insistió. Le llevamos en coche a los prados. Le estaban esperando. Billy saltó del coche e hizo una increíble exhibición de buena salud y simpatía para Courtois, su entrenador y todos los presentes. Luego montaron a Billy en una potra que se llamaba Pomerey II. Billy tomó la salida el primero y llegó muy por delante del tiempo de clasificación. Lo hizo una segunda y una tercera vez con otras monturas y causó una buena impresión, tras lo cual regresamos a casa y Billy volvió a caer en el delirio.
Con aquella exhibición se ganó a Courtois, gracias al cual Billy se convirtió en el primer norteamericano que corría en Francia en algo como cuarenta años. Desde la primera carrera quedó claro que los jockeys franceses tenían más interés en impedirle a Billy que ganase que en ganar ellos. Otras cuadras le pidieron a Billy que montase sus caballos. Luego, una tarde, me dijo:
—John, ¡se han propuesto matarme! Paul Blanc ha intentado echarme contra la barrera en la última carrera.
Esto era muy grave; echarle contra la barrera es lo último que un jockey le puede hacer a otro. Es una buena manera de matarle. Yo me indigné y, como un manager que le dice a su boxeador «No pueden hacernos esto», yo le dije:
—¡Se van a enterar, Billy!
La semana siguiente Billy iba a montar a Pomerey II para Courtois en el Grand Prix de Saint James. Él se había formado en México montando sacos de pulgas, y allí todo vale. Acordamos que en el Prix de Saint James iba a meterles el miedo en el cuerpo a los otros jockeys.
Yo reuní a mis amigos de la colonia norteamericana en París: Gene Kelly, Irwin Shaw, Art Buchwald, John Steinbeck, Anatole Litvak, Bob Capa y otros. Llevamos refuerzos reclutados entre los botones del Hotel Lancaster y los camareros de los restaurantes que yo frecuentaba. Juramos defender a Billy del público francés si le agredían. Creo que incluso teníamos un plan para prender fuego a las tribunas con el fin de distraer la atención, si la cosa se ponía realmente fea. Afortunadamente, eso no fue necesario. Billy lo hizo bien. Salió coceando. Puso zancadillas, dio tirones a las riendas, se echó encima de todos los caballos que se le acercaron, haciéndoles trastabillarse. Dio con las espuelas a un par de ellos y a otros con la fusta. Cometió todas las faltas conocidas y algunas otras que jamás se habían visto en la historia de las carreras en Francia. El gong empezó a sonar casi enseguida que los caballos tomaron la salida. Había doce caballos en la carrera. Seis terminaron con jinetes: Billy había desmontado a los otros seis uno por uno.
Ganó la carrera, por descontado, y nuestro grupo defensivo se había reunido en el círculo del ganador para darle la bienvenida. Formamos una barrera entre él y la multitud, que agitaba los puños enfurecida. Naturalmente, Billy fue descalificado. Le llevaron apresuradamente al despacho de los organizadores, donde le pidieron explicaciones de su conducta. Por supuesto, los jueces conocían los antecedentes de la situación, e hicieron todo lo posible por ser justos. Trajeron a los otros jockeys para que declarasen, y entre ellos estaba Paul Blanc, que tenía la marca de un latigazo que le cruzaba los ojos y el puente de la nariz. Dijo que Billy le había atizado con la fusta cuando pasaban por detrás de Le Petit Bois, donde los caballos desaparecían de la vista de las tribunas durante unos momentos. Billy lo negó rotundamente.
—¿Cómo puede usted negarlo —le preguntaron los jueces— ante semejante evidencia?
—¡No sólo lo niego, sino que puedo demostrar que es falso!
Pidió permiso para quitarse la blusa. Billy tiene un alambre de platino que le va desde la clavícula, pasando por el hombro, hasta el codo derecho; se lo pusieron después de una caída tremenda varios años antes. Tal y como Blanc lo contaba, Billy le había asestado el fustazo con la mano derecha, golpeando horizontalmente a la altura de los ojos.
—Yo no puedo levantar el brazo por encima de un ángulo de cuarenta y cinco grados. ¡Es imposible que le golpeara de esa manera! —protestó Billy.
Un médico francés confirmó la afirmación de Billy, lo cual fue una suerte, porque hubieran podido prohibirle correr para siempre. Lo único que hicieron fue apartarle de los hipódromos por tres días y ponerle una multa de unos pocos miles de francos. Recuerdo que le pregunté luego a Billy si era cierto que no podía levantar el brazo.
—¡Y un cuerno! —afirmó, y entonces alzó el brazo e hizo el más perfecto revés que se pueda imaginar.
Tres días después, Billy montó a Ilu, un caballo de Courtois, en Saint Cloud. Antes de la carrera, Billy le preguntó a Courtois si tenía algunas instrucciones que darle. Courtois sonrió.
—Sí, Billy. ¡Revanche!
Billy realizó una magnífica carrera. Se quedó tan atrás que pensé que nunca podría recuperar el terreno perdido, pero él sabía exactamente lo que estaba haciendo y ganó la carrera por medio cuerpo. Entregó su parte de la bolsa a la Asociación Francesa de Jockeys. Al cabo de un mes, le eligieron presidente honorario a perpetuidad. Se ganó tanto a los jockeys como al público francés y se convirtió en el niño mimado de París.
Roger Poincelet era entonces el mejor jockey de Francia y él y Billy Pearson se hicieron amigos. Un día, en los entrenamientos matinales de Chantilly, vi a Poincelet montando un soberbio caballo de dos años que yo no conocía. El nombre del caballo era Thunderhead II, y cuando vi la forma en que se movía, me quedé positivamente impresionado. Poincelet le dijo a Billy que Thunderhead II estaba inscrito en la Dos Mil Guineas, la primera de las tres grandes carreras inglesas, y le aseguró a Billy que este caballo la ganaría. Decidí apostar algún dinero a Thunderhead II, llamé a Ladbroke, mi corredor de apuestas en Londres, y le di la orden. Las apuestas estaban 30 a 1; un buen precio. Luego, cada vez que me tomaba una copa de más o cuando sentía el impulso, llamaba y volvía a apostar. Finalmente había apostado mucho dinero a ese caballo. Yo no tenía fondos, pero faltaban varias semanas para la carrera y yo suponía que recibiría las primeras liquidaciones por La reina de África en cualquier momento y que tendría suficiente para pagar mi deuda si perdíamos.
Thunderhead II hizo su primera aparición en Longchamps. Corrió en buena compañía, aunque la carrera no era una de las importantes, y ganó fácilmente. Esto me tranquilizó.
Ricki y yo fuimos a Londres el día de la carrera y nos dirigimos al hipódromo de Newmarket, donde Billy nos esperaba. Él había venido en un avión de carga con Poincelet y Thunderhead II. Nada más llegar, Billy nos dijo:
—Tengo otro caballo para nosotros.
Yo sólo tenía 30 ó 40 libras en el bolsillo —o en cualquier otra parte, en realidad — y las aposté al caballo que recomendaba Billy. El caballo ganó con muy buenos puntos de ventaja, así que ahora teníamos unos cientos de libras en metálico, que rápidamente apostamos a Thunderhead II.
Llegó el momento de la carrera y Billy, Ricki y yo nos fuimos a las tribunas para verla. Hay un largo tramo en la pista de Newmarket en el que se ve a los caballos viniendo hacia las tribunas de frente, y a través de los prismáticos es terriblemente difícil saber cuál va en cabeza. Los caballos parecían flotar, como vistos con el objetivo largo de una cámara. Yo ni siquiera podía distinguir a Thunderhead. Ricki chillaba, animando al caballo. Billy se impacientó y me arrebató los prismáticos. Él tampoco pudo ver a nuestro caballo. Yo tenía un nudo en la boca del estómago. Pero lo que pasaba era que Thunderhead II iba tan por delante del resto de los caballos que le habíamos perdido. Estaba al menos ocho cuerpos por delante y así llegó a la meta.
Billy y yo recogimos nuestras ganancias, y los tres nos sentamos en una pequeña extensión de césped frente a las tribunas de los jockeys y entrenadores para celebrar con cualquiera que deseara pararse y compartir nuestras botellas de champán. Después de un par de carreras más yo miré hacia la explanada de ensillado, a unos cincuenta metros, donde estaban los caballos que iban a correr la última carrera. Me fijé en un potro que me pareció bueno. Me gustaba la forma en que se movía. No sabía su nombre, pero pude ver su número, y le pedí a Billy que fuese a hacer una apuesta por este caballo. Hizo una apuesta bastante alta, ¡y que me aspen si este caballo no entró también el primero! Sencillamente no podíamos perder… ese día.
La gran apuesta que yo había hecho por medio de Ladbroke —varios miles de libras con una ventaja de treinta a uno— me la trajeron al Claridge’s en una maleta negra llena de billetes de cinco libras. Incluso me dejaron la maleta. Eso fue lo que más me impresionó. Era mucho dinero: la apuesta más grande que he ganado nunca.
Antes de que recogiésemos nuestras apuestas de esa carrera, los Pearson y los Huston estaban totalmente arruinados, pero ahora empezamos a vivir a todo tren. Queta Pearson vino de Pasadena. Tomamos unas suites en el Hotel Claridge’s. Dábamos cenas todas las noches. Ricki y Queta se dedicaron a agotar las existencias de Asprey’s y aparecían vestidas con conjuntos de las mejores casas de modas. Los niños y su niñera recibieron regalos caros. En aquella época era ilegal sacar de Inglaterra más de diez libras, así que Billy y yo, además de encargar zapatos y botas en Maxwell’s y trajes y atuendos de montar en la sastrería Tautz, invertimos en bronces de Benim y otros objetos artísticos.
No me llegaba el dinero de La reina de África. Nunca me llegó el dinero de La reina de África. Me lo prometían. No lo recibía. Me daban excusas. Me hacían más promesas. Telefoneé a Bogie y le pregunté qué tal le iba a él. Me dijo que su administrador, Morgan Maree, había descubierto ciertas irregularidades en los libros de contabilidad de la Horizon. La participación de Bogie en la película no estaba en orden. Le debían una buena cantidad, y si no se la pagaban inmediatamente, él iba a demandar a Horizon. Maree estaba en Londres y vendría a París a la semana siguiente. Bogie era partidario de que nos uniéramos y de que yo siguiese los consejos de Maree.
Así fue como conocí a Morgan, que iba a ser mi amigo y administrador durante muchos años. Maree me puso al corriente de algunos de los tratos que había hecho Sam —todos a su favor, por supuesto— y me aconsejó que me desligara de Horizon y de sus embustes sin dilación. Ese fue el peor consejo bien intencionado que he seguido nunca. Rompí mi contrato con Horizon. Se acabó mi participación en la sociedad. Se acabó mi participación en los posibles beneficios.
La reina de África fue una de las películas de mayor éxito que yo he realizado… y Sam se llevó todos los beneficios. Dejar Horizon es uno de los «¿qué hubiera pasado si…?» de mi carrera. ¿Qué hubiera pasado si yo hubiese esperado? ¿Cuánto habría ganado? En realidad, lo sé: una suma más que considerable. Quizá habría cambiado mi vida.
Mientras Billy ascendía trabajosamente a la cima y Thunderhead II era el receptor de muchos actos de fe por mi parte y yo renunciaba a una fortuna, en el plano profesional la vida continuaba según lo previsto: Tony Veiller y yo terminamos el guión; Paul Sheriff construyó los decorados; Elsa Schiaparelli diseñó el vestuario, y yo acabé de seleccionar el reparto. Estábamos casi listos para empezar.
Yo iba a intentar utilizar el color en la pantalla de la misma forma en que Lautrec lo utilizaba en su pintura. Nuestra idea era allanar el color, presentarlo en planos de tonos sólidos, eliminar los toques de luz y la ilusión de tercera dimensión que había introducido el modelado. Contraté al fotógrafo de Life Eliot Elisofon para que experimentase con el uso de ese tipo de color en la fotografía fija, y él y Oswald Morris, el operador, trataron de obtener con la cámara de cine los mismos efectos que teníamos en las fotos.
Antes de empezar el rodaje, hicimos unas últimas pruebas de color. Usamos para los interiores un filtro que hasta entonces sólo se había usado en exteriores para simular la niebla, y aumentamos ese efecto poniendo humo, de modo que las escenas adquirían una tonalidad plana y monocromática.
El resultado fue tan sorprendente que los laboratorios de Technicolor no querían saber nada de ello. Nos dijeron que rodáramos de la manera habitual y que ellos crearían esos efectos especiales en el laboratorio. Les contestamos que nos lo demostraran. Rodamos unas escenas de la manera habitual, y ellos trabajaron el color en el revelado. No quedaba como nosotros deseábamos. Entonces declaramos que teníamos intención de hacerlo a nuestro modo. Technicolor escribió a Romulus y United Artists, rechazando toda responsabilidad. Pero Romulus y United Artists nos respaldaron, y seguimos adelante.
Resultó que este insólito uso del color fue lo mejor de la película. Era la primera película que lograba dominar el color en lugar de que éste la dominara a ella. Era la primera película occidental desde Becky Sharp de Robert Edmond Jones que tenía una «paleta», por así decirlo. Los japoneses habían realizado un interesante trabajo experimental en Las puertas del infierno, pero ellos eran los únicos, además de Jones y nosotros, que habían intentado conseguir en cine colores que no fueran los tonos chillones de un mal cartel.
En varias ocasiones durante el rodaje de Moulin Rouge, tomé primeros planos de «la mano de Lautrec» dibujando una escena que se desarrollaba en segundo término. La mano pertenecía al pintor Marcel Vertès, que había sobrevivido los duros años que siguieron a la primera guerra mundial a base de hacer unas falsificaciones muy convincentes de los cuadros de Lautrec, antes de crearse una reputación por su propia obra. Dibujaba a tal velocidad que podía terminar un dibujo de una escena en movimiento en el tiempo que tardábamos en rodarla.
Hoy en día es prácticamente imposible obtener permiso para rodar en París, pero en aquellos días las autoridades fueron muy amables. Colaboraron hasta el punto de cerrar el paso a una extensión de más de un kilómetro cuadrado delante del Deux Magots, en la orilla izquierda del Sena, durante toda la tarde de un sábado, para que pudiésemos reproducir de modo realista el ambiente de la belle époque. Dejamos la zona libre de coches, autobuses, motocicletas y peatones y metimos coches de caballos y otros elementos de la época. A la derecha de la plaza había una confluencia de cinco calles, en la cual unos treinta gendarmes bloquearon el tráfico durante horas. No pueden imaginarse la indignación de los conductores franceses. Todos tocaban las bocinas al unísono. El ruido era tan ensordecedor que los actores no conseguían oírse en absoluto. Tenían que leer los labios del otro para saber cuándo tenían que empezar a hablar. Luego doblamos el diálogo. Y, una vez que estaban parados, los conductores —con lógica gala— se negaban a ponerse en marcha. El atasco fue colosal.
Las demostraciones de individualismo francés constituyeron un problema constante durante el rodaje. Un francés que regresara a casa después del trabajo con su cartera en una mano y una bolsa del mercado en la otra cruzaba justo por en medio de una calle iluminada con focos en la que unos actores estaban interpretando una escena. Las señales y el aviso de tres campanillazos le tenían sin cuidado. Él, faltaría más, estaba haciendo lo mismo que había hecho durante los últimos veinte años, y ni los vientos ni las mareas ni los realizadores de cine iban a obligarle a detenerse o a desviarse. Era como intentar parar a un tanque. ¡Él iba a su casa!
Recuerdo una escena en que Toulouse–Lautrec va andando por la calle de noche. Camina hacia la cámara, pasa por delante de ella y se pierde en la oscuridad. Para los primeros planos usábamos a José y para los planos largos a un verdadero enano. El enano desaparecía brevemente detrás de un barril o algún otro objeto y José aparecía en un primer plano, de modo que no se le vieran las piernas. Todo esto en un solo plano. Quedaba muy bien. En el curso de esta escena hay un encuentro con la prostituta interpretada por Colette Marchand. Cuando empezamos el diálogo, sin embargo, comenzamos a oír un martilleo en una escalera de incendios cercana. Resultó ser una francesa que nos declaraba la guerra, haciendo imposible que grabáramos el diálogo.
Nuestros ayudantes franceses trataron de razonar con ella, pero sin éxito. Quería que le pagásemos por dejar de hacer ruido. Hubiéramos estado encantados de pagarla para que se fuera, pero si lo hubiésemos hecho, habría comenzado un estruendo en todas las escaleras de incendio de la zona. Llamamos a la policía, pero no podían hacer nada.
—¿Que alguien está golpeando en una escalera de incendios, monsieur? ¿Y qué? ¡Es su escalera de incendios!
El código de individualismo galo toleraba este tipo de cosas. Tuvimos que interrumpir el rodaje. Sólo cuando uno de nuestros ayudantes franceses descubrió a la echadora de cartas del barrio y la pagó para que fuese a ver a la mujer y le dijese que desistiera del martilleo porque de lo contrario la mala suerte la perseguiría para siempre, solucionamos al fin el problema.
Más tarde descubrí que esa misma noche Picasso estuvo observándonos secretamente. Le interesaba mucho la película y había alquilado unas habitaciones en un pequeño hotel que daba a la calle para ver el rodaje. Tengo entendido que luego imitaba a José Ferrer andando de rodillas.
Una noche en París —creo que era el día de la conmemoración de la toma de la Bastilla— José dio una pequeña cena en la Torre Eiffel. Entre los invitados estaban Ali Khan, Zsa Zsa Gabor, Bob Capa y su prometida, Suzanne Flon, y yo. José se había tomado muchas molestias eligiendo el menú y los vinos. Ali Khan se levantó de la mesa un momento durante la cena, y cuando José fue a pagar la cuenta, le informaron de que ya la había pagado Ali. José se lo tomó como una ofensa y se lo dijo en términos inequívocos. Ali se retiró, muy incómodo. Alguien en la mesa de al lado que había presenciado esto comentó que le estaba bien empleado al moro ese. Aquel comentario me molestó a mí. El caso es que la cena fue un desastre en lugar de una fiesta como José había planeado. Luego las cosas fueron de mal en peor.
Llevé a Suzanne Flon a casa en un taxi y nos detuvimos delante de su edificio en Montparnasse para despedirnos. De pronto la puerta del taxi se abrió violentamente y alguien se metió dentro y empezó a darme una paliza. Yo había bebido demasiado y tardé un poco en reaccionar, pero finalmente le di un rodillazo en la entrepierna. Entonces el hombre salió del coche encogido y entró en el edificio corriendo y gritando. Yo le seguí. Suzanne venía detrás de mí, chillando:
—¡Vete, John, por el amor de Dios, vete!
Estábamos de pie en el patio mal iluminado cuando el hombre bajó corriendo las escaleras con una pistola en la mano. Se paró al pie de la escalera y me apuntó al corazón. Suzanne gritó. Él apretó el gatillo. Oí el clic pero la pistola no disparó. En ese momento el taxista y un transeúnte se interpusieron entre el hombre y yo. Mi agresor corrió escaleras arriba, y me impidieron ir tras él. Suzanne me rogaba que me fuera. Me llevaron al taxi a la fuerza, me metieron dentro y, antes de que la puerta se hubiese cerrado del todo, el taxi salió disparado.
Yo tenía cortes, y cardenales bastante grandes y a la mañana siguiente me puse gafas oscuras, pero no ocultaban el daño. Estábamos rodando en la Place Vendôme, justo delante del Ritz, donde la compañía había alquilado una suite para que sirviera de camerinos a los protagonistas. Suzanne y yo subimos a la suite. Seguía estando muy afectada. Me dijo quién era el hombre y que vivía en el piso debajo del suyo. Había sido una gran ayuda para ella y para su familia durante la guerra. Ella le estaba agradecida y se sentía protectora hacia él, pero sus celos y su afán de posesión constituían un problema creciente. Me suplicó que olvidara el asunto, pero yo no estaba dispuesto a dejarlo correr.
Había un antiguo boxeador, fuerte y capaz, que trabajaba en el equipo de rodaje como guardaespaldas general. Solía darme masajes.
—Quiero que vengas conmigo esta tarde —le dije—. Tenemos que hacer un trabajo.
Esa noche fuimos al piso del hombre. Llamé a la puerta. El hombre abrió una rendija, y yo empujé con fuerza, haciéndole retroceder. Mi amigo tenía instrucciones de permanecer al margen a menos que el otro sacara una pistola, así que se quedó a un lado mientras nosotros nos atizábamos. El tipo no era muy bueno y después de recibir unos cuantos golpes, dejó de defenderse y sé echó a llorar. Yo estaba demasiado furioso para preocuparme por eso, pero mi amigo me agarró y me sujetó los brazos.
Entonces el hombre contó una historia tan patética que empecé a calmarme. Conocía a Suzanne desde hacía muchos años. Sabía que lo que hizo era terrible, pero era el acto de un hombre enloquecido por los celos. Cuando terminó le dije:
—¿Dónde está su pistola? Déme su pistola.
El hombre fue al dormitorio y trajo una 22. Le quité las balas a la pistola y la pregunté si tenía más municiones. Me dijo que no. Entonces llamaron a la puerta. Eran los gendarmes, llamados por unos vecinos que habían oído la pelea. Al hombre le sangraba la nariz, pero convenció a los policías de que no nos habíamos peleado, que había sido solamente una trifulca. En cuanto la policía se marchó, le devolví la pistola al hombre y nos fuimos. Más tarde miré las balas que había sacado de la pistola. Una de ellas tenía una muesca en el borde, donde el percutor la había golpeado. Yo había supuesto, cuando oí el clic, que el arma no estaba cargada. Esto demostraba que sí lo estaba. A esa distancia, apuntada directamente a mi corazón, incluso una bala del calibre 22 me hubiera matado. Volví a enfurecerme y tiré las balas al Sena.
Al día siguiente supimos que el pobre diablo se había pegado un tiro y estaba en el hospital. Había apuntado a su corazón, pero la bala debió chocar con una costilla y se le alojó justo debajo del corazón. La próxima noticia fue que se había escapado del hospital. Pensé que era capaz de planear llevarse a alguien por delante si tenía que irse, por lo tanto le encargué a varias personas que mantuvieran los ojos abiertos por si aparecía alguien que respondiera a su descripción. Nos marcharíamos de París al cabo de dos o tres días y no quería que esto saliese en los periódicos. Nadie sabía lo ocurrido salvo Suzanne, el antiguo boxeador, Bob Capa y yo, y quería que siguiera siendo así. Cuando al fin nos fuimos de París, le pedí a Bob que se ocupara de ocultarlo. Incluso cuando estaba subiendo a bordo del avión yo seguía mirando por encima del hombro.
Eliot Elisofon era un supremo egotista. No ocultaba que se consideraba el mejor fotógrafo vivo. Con Eliot nunca se sabía dónde terminaba la ingenuidad y empezaba el egotismo. Yo le apreciaba enormemente y le encontraba insoportable.
Cuando estábamos en Londres, dando los toques finales a Moulin Rouge, Eliot me habló de que se había llevado al cuarto oscuro a una jovencísima actriz inglesa para enseñarle unas transparencias en color de ella. Le mencioné esto a José y decidimos escribirle a Eliot una carta de la «madre» de la chica. Joe la escribió a mano y la dirigió al director del estudio. La «madre» afirmaba, en resumen, que un tal señor Elisofon se había llevado a su hija a un cuarto oscuro y se había propasado con ella. La chica era menor de edad, y aquello equivalía a un intento de violación. Ella tenía intención de demandar al estudio. Recibirían noticias de su abogado.
Cuando llegó Eliot al día siguiente, le informaron de que el jefe de seguridad deseaba hablar con él. Todo el mundo estaba comprometido en esto, y cuando Eliot fue a ver al jefe de seguridad, el director del estudio estaba también allí con la carta en la mano. Ambos le aseguraron a Eliot que no daban crédito a estas acusaciones, pero que de todas maneras les gustaría que él les contara exactamente lo que había ocurrido.
—¡Absolutamente nada! —exclamó Eliot—. La dejé entrar para que viese unas fotos que le había hecho. Eran muy favorecedoras, y la chica estaba encantada con ellas. No puedo entender qué pretende su madre.
Le dijeron que le creían y él se marchó, tranquilizado.
Eliot tenía pasajes para volver a Nueva York con su mujer y su niño pocos días después. Al día siguiente acordamos que el director volviera a llamarle a su despacho y le dijera que el incidente se había complicado un poco. AI parecer, el Ministerio del Interior había sido informado. ¿Era cierto que pensaba marcharse de Inglaterra dentro de unos días? Sí. ¿Tenía su marcha algo que ver con el incidente con la chica?
—¡No! ¡Claro que no! ¡Compré esos pasajes hace semanas!
—Bien, desgraciadamente, parece que está usted metido en un pequeño lío. ¿No podría retrasar su viaje una semana, por ejemplo?
—¡Completamente imposible! Tengo compromisos de trabajo en Nueva York. Además…, ¡Dios mío! ¿Qué pensaría mi mujer? Tendría que explicarle la razón del retraso.
—¿Tiene usted algún motivo para pensar que su esposa no le creería?
—Por supuesto que no, mi mujer tiene confianza absoluta en mí, pero sería…, ah…, violento…
El director aceptó hablar con el Ministerio del Interior para informarles de las circunstancias de Eliot.
Llamaron de nuevo a Eliot más tarde, ese mismo día, y le comunicaron que el Ministerio del Interior era de la opinión de que si dejaba el país antes de que se aclarase el asunto, se iría bajo sospecha y podría tener dificultades para regresar a Inglaterra. Alarmado, Eliot se fue a ver a Jack Clayton, el jefe de producción de Moulin Rouge.
—Eliot, ¿se lo has contado a John?
—¡No! ¡No quiero que se entere!
—Pues creo que deberías decírselo a John. Es más, tienes que decírselo.
Convencido al fin de que no tenía elección, Eliot vino a verme, pero ya habíamos terminado el rodaje de ese día y yo me había ido.
—Bueno, no dejes de hablar con John a primera hora de la mañana —le dijo Jack.
Cuando Eliot se presentó a la mañana siguiente, sólo le quedaba un día antes de tomar el barco. Yo había advertido a todos en el plató de que cada vez que Eliot se me acercase tenían que apartarme de él, consultarme algo urgente, lo que fuese. No debían dejarme hablar con él. Eliot se me acercó inmediatamente.
—John, tengo que hablar contigo.
—Por supuesto, Eliot. ¿Qué…? ¡Oh! Perdona. Sí, Jack, ¿qué pasa?
Volví a donde estaba Eliot, pero otra persona vino corriendo a buscarme. Yo observaba a Eliot por el rabillo del ojo, y cada vez que empezaba a aproximarse, yo me mostraba terriblemente atareado con algo. A la hora de comer me llamaron para asistir a una reunión. Vi a Eliot moviendo la cabeza como si pensara «¡No! ¡Esto no puede sucederme a mí!». A medida que avanzaba el día, el movimiento de cabeza se hizo más pronunciado y empezó a murmurar para sí.
Al final del día de rodaje, Eliot aún no había tenido la oportunidad de hablar conmigo, así que me siguió a la sala de proyección. A estas alturas el movimiento de cabeza era constante. Si al principio había sido una apenada negación, ahora era una serie de sacudidas rápidas. Se había convertido en un tic. Se sentó a mi lado mientras yo veía las tomas del día. No pudo hablarme entonces, pero cuando terminamos dijo:
—¡John, tengo que hablar contigo! ¡Tengo que hablarte! ¡Tengo que hablarte!
—Desde luego, Eliot.
Fuimos al despacho de Jack Clayton y allí Eliot me contó toda la historia de principio a fin. Cuando acabó, asentí.
—Bueno, Eliot, sincérate conmigo. ¿Qué pasó realmente en ese cuarto oscuro?
—¡Te juro por Dios que no pasó nada! Te lo juro, ¡nada!
—Eliot, todos hemos hecho cosas de las que no nos enorgullecemos. Si me cuentas la verdad, yo también te confesaré algo de lo cual me avergüenzo.
—Pero, John, ¡si es que no sucedió nada! ¡Te lo juro por Dios! ¡Nada! ¡Nada!
Se puso de rodillas y me lo juró por su mujer y por su hijo. Yo había estado tratando de contenerme, y lo mismo le sucedía a Jack. Si yo hubiese sido mejor persona, aunque sólo fuera un poco, me hubiese invadido la compasión en lugar del regocijo. Pero no lo era, y no fue así. Me eché a reír, y Jack también.
Eliot nos miró, y sé que vio a dos diablillos del averno riéndose de su tormento. Seguramente me abrasaré en el infierno durante algunas eras más por esto. Luego la mirada de Eliot empezó a revelar comprensión. Al ver que caía en la cuenta, retrocedí unos pasos y me parapeté detrás de una mesa. No sabía qué podría ocurrir cuando lo comprendiera totalmente.
Pero no tenía por qué haberme preocupado. De repente Eliot sonrió. Era como si saliera el sol.
—¡Era una broma! ¡Era una broma! —exclamó.
Había despertado de una terrible pesadilla, y lo único que experimentaba era alivio. Se puso de pie de un salto.
—¡Es una broma! Os invito a unas copas. ¡Invitaré a todo el mundo!
Hubiese preferido que me diese un puñetazo.
(Continuará...)
