A libro abierto (XVI)

John Huston




Capítulo 17

Mientras yo estaba terminando The Red Badge of Courage, Sam Spiegel y yo hablamos mucho de cuál habría de ser nuestra siguiente película para Horizon. Nuestra primera elección fue La reina de África. Años antes Columbia le había comprado los derechos a C. S. Forester, pensando hacer una película protagonizada por Elsa Lanchester y Charles Laughton. Por algún motivo, no llegaron a hacerla. Luego la Warner le compró los derechos a Columbia para Bette Davis. Tampoco ese proyecto se realizó.

La Warner estaba dispuesta a venderle los derechos a Horizon por 50.000 dólares. Entre Sam y yo no reuníamos esa cantidad ni por aproximación. Discutimos la posibilidad de que yo hiciese otra película primero, con el fin de conseguir suficiente dinero para el primer pago, y luego Sam pondría lo que pudiera arañar. Entonces Spiegel tuvo una inspiración. Se fue a Sound Services, Inc., y les pidió la cantidad total que necesitábamos. Sound Services, una compañía que suministraba el equipo de sonido a los estudios, no tenía costumbre de hacer préstamos, pero Sam estaba desesperado y decidido a probar con cualquiera y con todos. Creo que les dijo que, además de devolverles el préstamo, utilizaría su equipo en los exteriores, incluiría su nombre en los títulos de crédito, y no sé qué más. Milagrosamente, aceptaron, le dieron el dinero a Sam, y los derechos de La reina de África ya eran nuestros.

Katharine Hepburn y Humphrey Bogart aceptaron los papeles protagonistas. Sobre la base de sus nombres, Spiegel logró que la compañía Walter E. Heller de Chicago le diera un préstamo para el presupuesto americano. Luego hizo un trato con Romulus Films, Ltd., de Londres —John y Jimmy Woolf— para las libras necesarias. Íbamos a rodar en una región donde la moneda era la libra. A cambio ellos se quedaban con los derechos de la distribución para Europa. Los distribuidores en Estados Unidos eran United Artists.

Mientras Sam estaba ocupado persuadiendo, rogando y logrando apoyo financiero, Ricki y yo vivíamos en Malibú esperando nuestro primer hijo. Walter Anthony —por sus dos abuelos— nació el 16 de abril de 1950. Ricki llevaba su largo cabello negro con raya al medio; cuando cogía en sus brazos a nuestro rubio hijo parecía una madonna del quattrocento.

Yo había tenido muy claro que quería hacer La reina de África, y tenía igualmente claro con quién deseaba escribir el guión: James Agee.

James Agee era poeta, novelista y el mejor crítico de cine que ha tenido este país. Escribía para The Nation, Time, Fortune y Life. Todos sus libros —Let Us Now Praise Famous Men, The Morning Watch y A Death in the Family— se han convertido en clásicos.

Yo había leído todo lo que Agee publicaba. Durante la guerra hizo una crítica de La batalla de San Pietro para Time, y revelaba tanta sensibilidad y perfección que le escribí una nota de agradecimiento. La única vez en mi vida que me he dirigido a un crítico. Le conocí después de la guerra cuando escribió un artículo sobre mí para Life.

Agee medía más de un metro ochenta, tenía un torso poderoso, las manos grandes y fuertes, la cara pálida, el pelo castaño, los ojos azules, y una boca a la que le faltaban varios dientes. Recuerdo que cada vez que se reía, se tapaba la boca con la mano furtivamente. Cuando le conocí mejor, traté de convencerle de que fuera al dentista, decía que sí, pero nunca llegó a ir, a pesar de que le concerté varias citas.

Jim llevaba siempre la ropa sin planchar; que yo sepa, sólo tenía una corbata, y sus zapatos nunca estaban limpios. Le encantaba hablar; y yo pensaba a menudo que juzgaba a la gente más interesante o inteligente de lo que realmente era debido a su costumbre de encontrar profundos sentidos en los comentarios vulgares.

Cuando Jim estaba escribiendo el artículo para Life, yo aún estaba casado con Evelyn Keyes. Evelyn, Gilbert Roland y yo decidimos ir de cacería a Idaho, y nos llevamos a Jim. Elegimos un lugar en las montañas de Bitterroot regentado por un piloto que se llamaba Ben Bennett. Era tan remoto y tan inasequible que, por lo que yo sé, ningún otro avión se había aventurado hasta allí.

Agee no había estado nunca en las tierras vírgenes del Oeste. Le encantaron. No quería disparar una escopeta, ni matar ningún animal, pero tampoco quería perderse nada. Vino con nosotros en todas nuestras salidas. Por las noches, nos sentábamos en corro y jugábamos al póker y escuchábamos las historias de Ben sobre sus tiempos de piloto en los páramos de Alaska. Agee escuchaba con interés, y dudo que olvidara nada.

Durante este viaje me confesó tímidamente que le apetecía escribir para el cine. Por eso, un año y pico más tarde, cuando llegó el momento para preparar el guión de La reina de África, le llamé a Nueva York y le pregunté si quería colaborar conmigo. Aceptó y se vino a Los Ángeles. Nos fuimos juntos de vacaciones a un hotel cerca de Santa Bárbara y empezamos a trabajar.

El hotel funcionaba más bien como un club. Tenía bungalows individuales, un buen restaurante, una piscina, pistas de tenis y establos. Sólo mi familia inmediata y unos cuantos amigos sabían dónde estábamos. No queríamos que nos molestaran ni nos distrajeran y, una vez que nos instalamos, raramente salíamos de los terrenos del hotel.

Pensé que ésta era una buena oportunidad para hacer una vida sana y ponernos en forma, así que le propuse a Jim que siguiéramos un régimen de trabajo y ejercicio severo. Decidimos jugar uno o dos sets de tenis cada mañana antes de desayunar y por lo menos dos sets por la tarde después del trabajo. Nadábamos dos veces al día, evitábamos las actividades nocturnas y las fiestas y, que yo supiera, Jim, igual que yo, se acostaba antes de las diez.

David Selznick y Jennifer Jones aparecieron por allí unas semanas después de nuestra llegada. Les presenté a Jim y enseguida le cobraron afecto. Cenamos con ellos unas cuantas veces, pero siempre nos retirábamos temprano. Estábamos decididos a no quebrantar nuestro horario.

Jim era un buen colaborador. Encontramos rápidamente un método de trabajo. Discutíamos una secuencia, luego la dejábamos a un lado y escribíamos escenas alternativas. Entonces intercambiábamos las escenas y reelaborábamos el material del otro. El método funcionaba bien, salvo que Jim iba muy por delante de mí. Me asombraba el volumen de material que producía. Entonces descubrí que no se acostaba a las diez, sino que trabajaba hasta altas horas de la noche.

—Dios mío, Jim…, ¡eso es una barbaridad de trabajo!

Me aseguró que no pasaba nada, que su horario normal era por la noche. No discutí con él. Pensé que, probablemente, sin presiones y sin fechas límites, poco a poco iría dejando la antigua rutina por la nueva. Sólo necesitaba tiempo para adaptarse.

Billy Pearson me llamó una mañana. Quería que viese una colección de arte precolombino que se había puesto a la venta. Volé a San Francisco, admiré las piezas —había algunas hermosas figuras colima— y estaba disfrutando de unos agradables días de descanso en casa de Billy y su mujer cuando Jennifer me telefoneó para decirme que Jim había tenido un ataque al corazón. Cogí el primer avión.

Cuando llegué al hotel, David me estaba esperando. Me dijo que Jim había estado en peligro de muerte y que ahora estaba bajo el efecto de sedantes. Que estaba recibiendo atención médica constante. Por el momento, los médicos habían decidido dejarle en su habitación, porque no se atrevían a trasladarle a un hospital. Su situación era muy grave.

Cuando fui a ver a Jim al día siguiente, le encontré despierto y, por increíble que parezca, sintiéndose culpable. Consideraba que me había fallado y empezó a disculparse por estar enfermo. Me llevé un dedo a los labios, rogándole que no hablara. Luego le aseguré que no había ningún problema. La colaboración continuaría cuando él pudiera trabajar. Todavía no habíamos escrito el final, pero yo escribiría uno temporal y se lo enviaría para que él lo aprobase. Cuando los médicos le dieran el alta, podría reunirse conmigo en África y reanudaríamos el trabajo. Esto pareció tranquilizarle.

Uno de los médicos me preguntó qué género de vida hacía Jim. Le dije que Jim fumaba empalmando un cigarrillo con otro y bebía una botella diaria. El médico dijo que si seguía así no viviría mucho. Tendría que dejar de fumar y de beber y ser moderado en todo, incluyendo el número de horas de trabajo.

Cuando informaron a Jim de esto, él dijo:

—No tengo la intención de cambiar mi forma de vida.

Y, efectivamente, unos días después, cuando estábamos solos, me pidió un pitillo.

—Diantre, Jim, debes seguir las órdenes del médico. Es un profesional igual que tú, y su reputación está en juego. ¿No querrás matarte y ponerle en una situación embarazosa?

No volvió a insistir.

Cuando Jim sufrió el ataque al corazón, nuestro guión no estaba totalmente terminado. Escribí un final un tanto chapucero, pensando rehacerlo, y me fui a Inglaterra con Sam.

Transcurrió año y medio antes de que volviera a ver a Jim. Nos encontramos en el Club 21. Me saludó con una copa en la mano; sus dedos estaban manchados de nicotina como siempre. No había cambiado su ritmo de vida. En 1955 tuvo otro ataque al corazón y ése le mató.

Jim Agee era un Poeta de la Verdad; un hombre que no se preocupaba en absoluto por su apariencia, solamente por su integridad. Ésta la preservaba como algo más valioso que la vida. Llevaba su amor por la verdad hasta el extremo de la obsesión. En Let Us Now Praise Famous Men su descripción de los objetos de una habitación era detallada hasta el punto de constituir un homenaje a la verdad. Durante una fracción de eternidad esos objetos existieron en una colocación determinada dentro de un espacio circunscrito; eso era verdad. Y la verdad era digna de ser contada.

C. S. Forester me había dicho que nunca había quedado satisfecho con la forma en que terminaba La reina de África. Había escrito dos finales diferentes para la novela; uno se había usado en la edición americana, el otro en la inglesa. Ninguno de los dos le parecía satisfactorio. Yo pensaba que la película debía tener un final feliz. Como la salud de Agee nunca le permitió venir a África, le pedí a Peter Viertel que trabajara conmigo en las escenas finales. Él y Jigee se reunieron con nosotros en Entebbe antes de que empezáramos a rodar, y juntos escribimos mi final, el que realizamos después.

Sam Spiegel, Wilfred Shingleton —nuestro director artístico— y yo fuimos desde Londres a Kenya para localizar exteriores. Yo nunca había estado en África antes. En Nairobi alquilamos un avión de una compañía de vuelos charter y Alec Noon, uno de los propietarios, y John «Hank» Hankins fueron nuestros pilotos desde entonces.

En la selva del Congo había pequeños claros que habían sido hechos durante la guerra para servir de pistas de aterrizaje de emergencia. Muchas de ellas nunca se habían usado. Obtuvimos permiso para aterrizar en ellas.

Al principio, Sam, Wilfred y yo nos dedicamos sólo a buscar sitios desde el aire, principalmente siguiendo el curso de los ríos. Seguimos la costa hasta Mombasa, volamos sobre Tanganyika, luego fuimos a Entebbe y a Stanleyville. A Sam no le agradaba mucho este tipo de actividad y se volvió a Londres. Wilfred y yo continuamos: el norte de Rhodesia, el Congo, Uganda. Cuando veíamos un lugar posible, encontrábamos la pista más cercana a un río, aterrizábamos y luego íbamos a explorar en lancha o en piragua. Wilfred y yo disfrutábamos, pero creo que no más que Hankins. Era la clase de vuelo que más le gustaba. Hank tenía ojos como prismáticos. Juro que era capaz de distinguir al elefante con los mejores colmillos dentro de una manada antes de que yo hubiera visto la manada. Veía cosas que ni siquiera veían los cazadores negros.

Durante esta primera localización, hicimos un viaje por el río Congo en una piragua que debía medir ciento cincuenta metros. Llevaba cincuenta remeros, y en la proa había un Danzarín del Diablo para inspirar a la tripulación, que iba cantando. En aquella época todo se hacía al ritmo de los cantos. Siempre había un tamborilero en las piraguas, por muy pequeñas que fueran, que anunciaba nuestra proximidad a las aldeas de la ribera, y los tambores de las orillas sonaban incesantemente en respuesta.

Una tarde, Alec Noon, Singleton y yo llegamos a una aldea del Congo belga, llamada Ponthierville, y nos llevaron a casa del comisionado local. La casa era imponente, un hermoso edificio de una planta con una amplia galería y varias habitaciones grandes y frescas. Puertas y ventanas estaban cerradas.

Esperamos un par de horas en la galería hasta que se presentó el comisionado. Llegó en una litera cerrada transportada por cuatro porteadores. Nos dio la bienvenida y nos ofreció un whisky y charlamos. Había estado celebrando juicios en varias aldeas de su enorme dominio. Era un hombre joven y por su actitud era evidente que gozaba con su posición de poder y autoridad.

El tiempo pasaba. Yo esperaba que nos invitara a cenar, y me sorprendió que no lo hiciera. Finalmente le pregunté que si había algún sitio donde pudiésemos pasar la noche.

—Por supuesto —respondió el comisionado, y dio instrucciones a uno de sus criados para que nos llevara a nuestro alojamiento, que yo supuse que estaría cerca.

Nuestro guía nos condujo a través de la selva. Caminamos por lo menos media hora. Estábamos completamente perdidos cuando llegamos a una pequeña cabaña justo al anochecer. Entramos a inspeccionar el lugar y decidimos enseguida que no podíamos quedarnos allí. Al parecer había sido una cárcel de una sola celda. Había barrotes en las ventanas, el suelo era de tierra, y el techo se estaba hundiendo. Me volví para hablar con el guía; había desaparecido. Estábamos solos en mitad de la selva, de noche y sin ninguna posibilidad de encontrar el camino de vuelta.

En esa jungla no podía uno quedarse quieto un minuto porque las hormigas te subían por las piernas y te picaban, así que tuvimos que quedarnos dentro de la cabaña. Había un viejo asiento de coche en el suelo, y ésa era la única «cama». Teníamos una baraja de naipes, una linterna y un par de botellas de whisky…, así que encontramos una tabla, la colocamos sobre un barrilito, y Alec Noon y yo nos pasamos toda la noche jugando al póker. Wilfred se tumbó en el asiento.

A medida que la oscuridad se hacía más profunda, nos invadieron los insectos. No teníamos defensa contra ellos. Sin las dos botellas de whisky para ayudarnos a pasar la noche, creo que nos habríamos vuelto locos.

Al amanecer nos miramos. Alec y yo teníamos muchas picaduras, pero yo algo menos que él. Miramos a Shingleton, que había logrado dormir un par de horas. Todo su cuerpo estaba cubierto de picaduras. Había picaduras sobre picaduras. Se puso tan enfermo que tuvimos que enviarle a un hospital de Nairobi, donde permaneció ingresado durante semanas. Para cuando el guía vino a buscarnos y nos condujo de nuevo a la casa, el comisionado se había marchado. Me temo que si le hubiera puesto las manos encima, le habría estrangulado.

Volví a Londres y acabé de elegir el reparto. Katie Hepburn estaba allí y la vi una vez. Luego regresé a África para continuar localizando. No volví a Inglaterra hasta después de terminar La reina de África.

Jinja está en la orilla ugandesa del lago Victoria Nyanza. Uno de los brazos del Nilo empieza aquí. El pueblo es una terminal importante del ferrocarril Kenya– Uganda. El superintendente del ferrocarril nos recomendó a un tal señor Wilson, un hombre de toda confianza, que nos enseñaría cualquier cosa que deseáramos ver.

Cuando nos presentaron al señor Wilson, éste tendió la mano y se quitó el sombrero, todo al mismo tiempo. Su madre era ugandesa y su padre inglés; un cónsul inglés, según me informaron luego. Por el corte de su traje completo con chaleco, con el último botón correctamente desabrochado, el señor Wilson debía llevar la ropa de su padre. En la mano tenía un paraguas. Estaba recién afeitado y olía a colonia. Contrariamente a lo que sucede con la mayoría de los africanos, el blanco de sus ojos era muy limpio. Con él estaba un niño de unos diez años inmaculadamente aseado, vestido estilo inglés, con medias blancas hasta la rodilla. La camisa del niño estaba recién planchada y almidonada, y llevaba corbata.

El señor Wilson nos llevó río arriba en una lancha motora, y por el camino nos enseñó su casa, un bungalow a unos cien metros del río. Tenía una cuidada extensión de césped delante y en las ventanas había latas con plantas llenas de flores. El señor Wilson nos invitó a detenernos para tomar el té en su casa. Le di las gracias y le dije que me encantaría hacerlo, pero a la vuelta.

Nada de lo que vimos en esta localización nos convenía para la película. El terreno era demasiado abierto y el río demasiado ancho. Necesitábamos jungla espesa y un río estrecho donde pudiéramos rodar de cerca.

Al regreso nos detuvimos a tomar el té en casa del señor Wilson. La casa estaba impecablemente limpia y meticulosamente ordenada. La señora Wilson nos recibió con una encantadora sonrisa.

Había muchas fotografías familiares. Le pregunté al señor Wilson por sus hijos. Tenía tres hijos y una hija. La hija enseñaba en una escuela próxima. La mayoría de sus alumnos eran hijos de empleados del ferrocarril. Había una foto suya con muchas niñas vestidas con faldas–pantalón y blusas marineras.

Uno de los hijos era cazador de elefantes por cuenta del ferrocarril, entre otros cazadores contratados para eliminar a estos animales, que tenían la costumbre de derribar puentes y postes telegráficos. Mientras el señor Wilson me hablaba de sus hijos, me fijé en una gran piel de leopardo que había en la pared y dije que me gustaría cazar un leopardo. El señor Wilson tardó un momento en contestar.

—Oh, sí. Hay muchos leopardos por aquí —dijo luego.

Había un hijo al que no había mencionado. Miré su fotografía. Había sido tomada cuando él tenía más o menos la misma edad que el niño que nos había acompañado todo el día. Señalé la foto y pregunté:

—Y este hijo ¿qué hace?
—Ese hijo murió. Lo mataron hace algunos años.
—¿Cómo sucedió?

El señor Wilson me miró fijamente por un momento, luego dijo en voz baja:

—Lo mató un leopardo.

Me contó la historia. Un deportista americano apareció por allí un día con su porteador y le pidió al señor Wilson que le hiciera de guía en una cacería de leopardos. Ya había cobrado piezas de cuatro de las cinco especies de caza mayor clasificadas como peligrosas: rinocerontes, elefantes, búfalos y leones. Aún le faltaba la quinta: el leopardo. El señor Wilson aceptó ir con él.

En esa época, en África, a los negros —incluso a los mulatos— no se les permitía poseer rifles que no fueran de avancarga. Dado que el señor Wilson se consideraba inglés, no estaba dispuesto a aceptar la humillación de llevar un avancarga; por lo tanto, no llevaba ningún arma. Acompañado de su hijo, que entonces tendría unos once años, el señor Wilson llevó al cazador y al porteador al interior de la selva.

De todos los animales de caza mayor, el leopardo es uno de los más peligrosos, porque nunca se sabe lo que va a hacer, especialmente si está herido. Un león se retira cuando está herido. Generalmente se retira dos o tres veces antes de hacer su última carga; pero con un leopardo no tienes ni idea. Puede dar media vuelta y no volver a aparecer, o puede lanzarse sobre ti. El cazador debe estar completamente seguro de que va a matarlo antes de disparar el primer tiro a un leopardo.

Poco después de entrar en la selva, encontraron un leopardo. El señor Wilson, su hijo y el porteador lo vieron y se lo indicaron al cazador. Éste no lo vio hasta que el animal había empezado a alejarse, y le disparó cuando el leopardo estaba en movimiento. El animal cayó por el impacto de la bala, rodó, se levantó, dio un salto y se metió en la maleza.

Mientras el leopardo corría, el cazador se lanzó tras él. El señor Wilson le gritó que esperara, pero el cazador siguió como si no lo hubiera oído.

Cuando un animal peligroso está herido, debes darle tiempo para que se envare. Luego sigue su rastro.

No habían avanzado cincuenta metros cuando el leopardo cargó. El cazador levantó el rifle, apretó el gatillo. Nada. El arma no disparó.

Un león ataca a una persona de un grupo y luego se va corriendo. Un leopardo a menudo se abalanza sobre todos, como hizo éste. Hirió al cazador, al señor Wilson y al porteador y huyó con el niño. Lo cogió en la boca y se lo llevó.

El señor Wilson le arrebató el rifle al cazador y lo examinó. Tenía el seguro puesto. El hombre había perdido la cabeza. Había apretado el gatillo repetidas veces sin quitar el seguro.

Inmediatamente fueron en persecución del leopardo y un poco más allá encontraron el cuerpo del hijo del señor Wilson. El señor Wilson les dijo a los otros que se llevaran a su hijo a casa. Él fue tras el leopardo y lo mató. Esta era la piel de leopardo que estaba en la pared, la única piel que había en la casa. Renuncié a la idea de matar a un leopardo.

Butiaba era una terminal de ferrocarril en las orillas del lago Alberto en Uganda. Allí fue donde Wilfred encontró el casco del Reina de África. Lo llevó a un taller y los carpinteros locales se pusieron a trabajar en él.

Para entonces ya habíamos elegido los exteriores. El primero iba a ser en el río Ruiki y el segundo cerca de Butiaba; terminaríamos la película en las cataratas Murchison. Había comenzado la construcción en los dos primeros lugares y yo tenía tiempo libre antes de empezar el rodaje.

Hank Hankins me llevó en avión al lado congolés del lago Alberto, donde había un campamento regentado por un polaco y su hermana. Consistía en un pequeño bar y algunas cabañas donde podían dormir los viajeros que esperaban para cruzar el lago. Les dije que quería cazar un elefante. No quería participar en un verdadero safari, sino que quería ir yo solo con un cazador negro experto. Pusieron a mi disposición al mejor hombre. Se llamaba Mascota. Llevaba un fez turco y unos pantalones cortos caqui, lo cual le situaba muy por encima de sus congéneres. Su cara estaba marcada por las cicatrices tribales más profundas que he visto. Uno esperaba encontrarse a un salvaje detrás de la máscara del salvaje, pero era uno de los hombres más inteligentes y entrañables que he conocido. Estuvimos juntos casi constantemente durante unas tres semanas. Pasábamos cuatro o cinco días seguidos en la selva, durmiendo al raso. Estuvimos casi todo ese tiempo siguiendo las huellas de un viejo elefante macho, al que al final no conseguí disparar.

Hay unas señas de caza en África que es preciso aprender. A menudo es imprescindible que no haya el menor intercambio de palabras y el mínimo de movimientos. Levantar el labio superior para mostrar los dientes, como en una onrisa —pero no es una sonrisa—, indica la presencia de caza. Mover una mano lentamente de arriba abajo, con la palma hacia abajo, significa «No te muevas». Echar un hombro hacia adelante quiere decir «Muévete».

Un día estábamos cerca de un pequeño calvero en la selva cuando Mascota me hizo una demostración. Me hizo la señal de «Presencia de caza» y luego la de «No te muevas». Me quedé inmóvil. Entonces Mascota se arrastró sobre el vientre como una serpiente, cruzó el calvero, que tendría unos diez o doce metros, y apartó la maleza con ambas manos para que yo pudiera ver. Allí, a escasos centímetros de su mano, estaba la pata de un elefante. Estaba justo debajo de él. Luego volvió reptando y murmuró:

—Era sólo una hembra.

No maté ningún elefante mientras estuve con Mascota. Nunca he matado un elefante, a pesar de que ciertamente lo he intentado. Nunca he tenido a tiro uno cuyos trofeos valieran la pena de cometer ese crimen. No, no crimen, pecado. Hoy día no se me ocurriría matar un elefante —en realidad, he abandonado por completo la caza con rifle— pero en aquella época la caza mayor era muy importante para mí.

Me reuní con el equipo de construcción en la localización del Ruiki, no lejos de Ponthierville. El Ruiki es uno de los pequeños afluentes que desembocan en el río Congo. Estrecho y serpenteante, con árboles y densas lianas formando arco por encima de su cauce, era ideal para nuestros propósitos.

Estábamos construyendo un campamento que tenía restaurante, bar y bungalows de una sola habitación con terraza. El rodaje aquí tenía que estar terminado en treinta días. Todo estaba hecho con hojas de palma y rafia de la selva circundante. Como esta materia vegetal se descompone, atrae a las hormigas soldado. Cavamos trincheras en torno al campamento y las llenamos de keroseno, al que podíamos prender fuego en caso de que nos atacaran. Según los nativos, las hormigas soldado son endiabladamente listas. Se dice que esperan el tiempo necesario hasta que todas las hormigas de un ejército están en posición de ataque. Entonces, como si hubieran recibido una señal, todas pican simultáneamente a la presa asignada. No puedo jurar que así sea por experiencia personal, gracias a Dios, pero sí sé que dondequiera que llegan, se comen todo lo que encuentran, incluso el papel de las paredes. Si una cabra está atada, no dejan de ella más que los huesos. Destruyen una aldea tan eficazmente como el fuego, y si lanzan un verdadero ataque, no hay defensa posible. Es preciso huir.

El rey Paul, el jefe negro de la comarca, nos ayudó muchísimo mientras contraíamos el campamento y durante toda nuestra estancia. Era un tipo robusto con un aspecto fantástico, y le utilizamos en la película. La piel de leopardo que llevaba no formaba parte del vestuario. Era su insignia real, que se ponía en ceremonias de gala.

En este primer grupo éramos entre ocho y diez personas. Aún no teníamos establecido nuestro servicio de intendencia, así que contratamos a un cazador negro para que nos llenara el puchero. Yo salí a cazar con él varias veces. Sólo tenía un rifle de avancarga, y no podía dar en el blanco a menos que estuviera prácticamente encima de la pieza. La caza era escasa, y yo me preguntaba cómo demonios se las arreglaba para abastecernos de suficiente carne para el puchero, que estaba siempre en el fuego. El puchero consistía en una especie indiscriminada de estofado compuesto de mono, cerdo de la selva, ciervo y quién sabe qué. Finalmente alguien lo supo.

Una tarde llegó al campamento un grupo de soldados y arrestó a nuestro cazador negro. No nos dijeron por qué. Se negaron a dar explicaciones. Pero más tarde el rey Paul me dijo confidencialmente que algunos habitantes de la aldea habían desaparecido misteriosamente. Parece ser que cuando el cazador no encontraba animales para nuestro puchero, conseguía la carne de la manera más sencilla. Debo reconocer que yo no notaba la diferencia de sabor. El cazador negro fue ejecutado unos días después. Yo me alegré de que el mayor «cerdo largo» se sirviera antes de que llegara la mayor parte del equipo. Sólo unos pocos tuvimos el privilegio de una alimentación tan exquisita.

En medio del campamento había una tina grande en la cual alguien había metido a una cría de cocodrilo. Cada vez que uno cruzaba la plaza del campamento tenía que recordar que el cocodrilo estaba allí, porque siempre se precipitaba hacia tus piernas, dando dentelladas. De vez en cuando se oía un grito de dolor y las maldiciones de alguien que estaba tratando de librar su tobillo de las mandíbulas del pequeño cocodrilo.

Los nativos celebraban danzas en su campamento. A menudo íbamos allí por las noches para verlos danzar. Nosotros les suministrábamos la cerveza, y el rey Paul hacía los honores, repartiendo una botella a cada hombre, tras lo cual la animación aumentaba. Noche tras noche, yo permanecía despierto en mi hamaca escuchando el sonido de los tambores y los cánticos, sucumbiendo al hechizo del lugar.

Al fin llegó el Reina de África. Lo habían transportado desde Butiaba al lado congolés, luego en camión hasta el Ruiki, y desde allí hasta nuestro campamento había venido navegando.

Se fijaron las fechas y se hicieron los últimos preparativos. Se cortaron hojas de palma verdes y se colocaron sobre las estructuras que íbamos a usar para la película. Katie y los Bogart llegaron junto con Sam Spiegel y el resto de los actores y del equipo técnico. Ricki había esperado poder dejar a Tony con sus padres y venir a hacerme una visita, pero como estaba embarazada otra vez, eso no fue posible.

Muy temprano por la mañana del primer día de rodaje vino a mi cabaña un nativo muy excitado. Lo llevé a ver al rey Paul, quien me tradujo el mensaje al francés. Al parecer, en la zona había una manada de elefantes que había destrozado parte de una plantación cercana y algunas chozas de los nativos. Sabían que yo tenía armas y por eso venían a buscarme. Si actuábamos con rapidez, podíamos alcanzar a la manada. Describió a uno de los elefantes como de grandes colmillos, y pensé que ésta era mi oportunidad de conseguir un trofeo.

Los miembros del equipo estaban levantándose. Fui al comedor y pedí que alguien me acompañara. Quería un segundo tirador, y también alguien que supiera manejar una cámara. Después de unos minutos de conversación entre ellos, decidieron que el mejor para esta misión era el jirafista, Kevin McClory. Me aseguraron que McClory me serviría para cubrirme y además tenía una cámara fotográfica. El fotofija oficial no quiso saber nada del asunto.

Llamaron a Kevin McClory. Yo no le conocía más que de vista. Era un hombre joven y guapo, con un pronunciado tartamudeo. Kevin aceptó venir y tomamos una pequeña piragua con tres nativos y navegamos río abajo. Nos metimos por un brazo del río y cuando éste se hizo demasiado estrecho, dejamos la piragua y continuamos a pie. Finalmente llegamos a un sitio donde había hierba muy alta y una plantación de café y de plátanos. Pasamos por delante de las chozas que los elefantes habían derribado, y había señales de una manada considerable. Seguimos adelante, y al pasar de un terreno de hierba a selva espesa y de nuevo a hierba y cenagales, el rastreador se puso en cabeza. Yo le seguía con mi rifle rápido Rigby 470. Luego iban los otros dos nativos, y Kevin a la cola. El terreno que atravesábamos estaba poblado de pequeños búfalos rojos, que son muy veloces y agresivos y a veces atacan sin provocación. Se lo expliqué a Kevin y le aconsejé que mirara hacia atrás de vez en cuando. Esta advertencia le hizo más impresión de lo que yo había previsto, porque cuando poco después me volví, le vi que iba andando hacia atrás. Él llevaba mi rifle ligero, listo para disparar. A estas alturas estaba claro para mí que Kevin tenía sus dudas respecto a esta aventura. Lo único que le hacía continuar —según me dijo después— era su confianza en mis conocimientos sobre la selva.

Por fin nos acercamos a la manada. Llegamos a una extensión de terreno abierto justo a tiempo de ver a los elefantes meterse en un lago grande y poco profundo, vadearlo y entrar en una zona boscosa. El lago era demasiado grande para rodearlo y no teníamos tiempo para hacer una balsa. Yo tenía un equipo de actores y técnicos esperándome a pocos kilómetros y era el primer día de rodaje —que es sumamente importante para establecer el espíritu y el método de una empresa como la nuestra—, así que tuvimos que renunciar y dar media vuelta.

En medio de todo esto, Kevin me preguntó cuántos elefantes había matado.

—Pues, en realidad, ninguno —confesé.

La mayor parte de la erudición cinegética que le había estado exponiendo a Kevin venía directamente del libro Caza mayor y rifles de caza mayor de Pondoro Taylor, un famoso cazador blanco en África. Al oír a Kevin contar la historia más tarde — con un tartamudeo que la hacía más graciosa— todo el asunto cobraba un aspecto diferente de pronto. Ahora no sabía si darme la espalda a mí o a los búfalos rojos.

En el campamento del Ruiki teníamos la que debe de haber sido la flotilla más extraña que hayan conocido las vías fluviales africanas. El Reina de África proporcionaría la potencia necesaria para arrastrar cuatro balsas… o eso esperábamos. En la primera balsa —esto fue idea mía— construimos una réplica del Reina de África. Esa balsa se convirtió en nuestro escenario. Podíamos colocar las cámaras y el equipo en ella y movernos de un lado para otro, fotografiando a Katie y a Bogie con la misma facilidad que si estuviéramos en un estudio. La segunda balsa llevaba todo el equipo, las luces y la utillería. La tercera era para el generador. La cuarta era para Katie, equipada con un retrete, un espejo de cuerpo entero y un camerino. Cuatro balsas resultó ser más de lo que el pequeño Reina de África podía remolcar, así que tuvimos que abandonar la de Katie. Ella tuvo que usar la selva como retrete, igual que los demás. Su espejo de cuerpo entero se rompió pronto; las dos mitades se rompieron nuevamente y al final se vio obligada a usar trozos de espejo para maquillarse.

Cuando Katie se reunió con nosotros al principio, parecía un poco escéptica respecto a todo el proyecto. Me consideraba un director joven e inexperto, y yo percibía sus reservas. Creo que Katie contemplaba a la mayoría de la gente con considerable desconfianza hasta que demostrasen lo que valían. Lo más importante en relación a la película, sin embargo, era que su interpretación no era adecuada.

En mi opinión, parte de la educación de «Rosie» era, sin duda, no ser nunca grosera con sus inferiores a menos que realmente merecieran una reprimenda. «Charlie Alnutt» no hacía nada, según su propio criterio, para ofenderla. Él era así, simplemente. Una dama no discutiría con un hombre por eso. Pero en la actitud de Rosie hacia Charlie no había el menor intento de mostrarse cortés. En realidad, le trataba con abierta hostilidad. Le hice algunas sugerencias, pero Katie las ignoró. De hecho, hacía exactamente lo contrario de cualquier cosa que le indicara.

Al tercer día yo no había logrado ningún progreso y estábamos a punto de entrar en escenas que eran fundamentales. Así que esa tarde le envié una nota a Katie preguntándole si podíamos hablar en su cabaña después de cenar. No era preciso preguntárselo, naturalmente, pero yo quería darle al asunto cierto aire de gravedad.

Katie me envió en seguida su consentimiento, y esa noche fui a verla y la encontré sentada en su veranda.

—¿Bien, John? ¿De qué querías hablarme? —dijo.
—Katie, no deseo que esto se convierta en una discusión. Por favor escucha lo que tengo que decirte sin hacer comentarios y, cuando yo haya terminado, decide si tengo razón o no.

Katie asintió.

—De acuerdo.

Le dije que su interpretación de Katie estaba perjudicando a la película y al personaje. Que su actitud hacia Charlie la ponía a la misma altura que él, mientras que debería considerar a Charlie tan por debajo de ella que le tratase como una señora trata a su criado. Esto, y no la grosería, es lo que pondría una verdadera distancia entre ellos.

—¿Una señora? —dijo Katie como si yo no me diera cuenta de que precisamente estaba dirigiéndose a una auténtica señora—, ¿qué señora? ¿Estás pensando en alguna señora concreta, John?

Lo pensé un poco.

—Eleanor Roosevelt. Ella ha de ser tu modelo. Buenas noches, Katie.

Dio resultado; Katie entendió lo que yo pretendía. A partir de ese momento estuvo perfecta.

Aproximadamente dos semanas después de que empezáramos el rodaje, las hormigas soldado realizaron una irrupción en nuestro campamento; no fue un ataque en serio, sino más bien exploratorio. Todo el mundo corrió a combatirlas y encendimos el keroseno de la zanja que rodeaba al campamento. Todo este ruido despertó a Katie, la cual pensó que se trataba de una algazara de borrachos. Salió y se puso a regañar a todos.

—¿Qué significa esto? Tenemos que trabajar mañana. Deberían estar todos en la cama… ¡y debería darles vergüenza!

Pero cuando se enteró de que era una invasión, se puso a la cabeza de la lucha contra las hormigas…, la Juana de Arco de Ruiki.

Tanto Bogie como yo fastidiábamos a Katie sin piedad al principio. Ella pensaba que éramos bribones, granujas, golfos. Nosotros hicimos todo lo que pudimos para confirmar esa creencia. Fingíamos emborracharnos estrepitosamente. Incluso escribimos con jabón palabras obscenas en su espejo. Pero finalmente ella se dio cuenta de que eran bromas y aprendió a confiar en nosotros como amigos.

Pusimos a un guarda negro en el Reina de África y le dijimos que vigilara atentamente y no permitiera que nadie robase nada. Una mañana descubrimos que el Reina de África se había hundido durante la noche.

—¿Por qué no nos lo dijiste? —le pregunté al guarda.

Se encogió de hombros.

—No había nada que decir. —Señaló el sitio donde el barco descansaba en el fondo del río—. Está ahí mismo. ¡Nadie ha robado nada!

Ese mismo día hablé por radio con Sam Spiegel.

—¿Cómo va todo? —me preguntó.
—Todo bien, salvo una cosa. El Reina de África se ha hundido anoche.

Hubo un silencio, luego Sam se rió.

—Creí que habías dicho que el Reina de África se había hundido.
—Eso es.
—¡Dios!

Finalmente conseguimos sacarlo a flote a base únicamente de fuerza humana, parcheamos los agujeros y siguió navegando.

Solíamos ir río arriba a una distancia considerable, luego dábamos media vuelta y hacíamos la mayor parte del rodaje dejándonos llevar por la corriente. El primer día nos atacaron las avispas negras de la selva. Picaron a casi todo el mundo. En el viaje de vuelta esa tarde, en el mismo sitio, las avispas se lanzaron otra vez sobre nosotros. Eran pilotos de caza atacando a una flota invasora. A la mañana siguiente nos asediaron de nuevo, pero no con tanta furia, y a la vuelta apenas nos molestaron. Al parecer, se estaban acostumbrando a nosotros. A partir del tercer día, no nos hicieron el menor caso.

Algo menos de la mitad del rodaje se hizo en el Ruiki. Terminamos en la fecha prevista, antes de que volvieran las hormigas soldado, y luego nos trasladamos a la localización cerca de Butiaba. El guión exigía que la colonia donde el hermano Samuel (Robert Morley) y su hermana Rosie dirigían una misión fuese quemada por los alemanes. El poblado que construimos con el propósito de quemarlo no tenía habitantes, naturalmente, así que contratamos a un rey local para que nos proporcionase aldeanos para la filmación. Hubo un pequeño tropiezo; el día en que tenía que comenzar el rodaje no se presentó nadie, lo cual nos sorprendió hasta que descubrimos que había corrido la voz de que quien viniera corría el riesgo de que se lo comieran. El canibalismo era todavía una realidad en esa zona. Tuve que ir a ver al rey y darle mi palabra de que su gente estaría segura. Aun así, un par de voluntarios vinieron primero a comprobar.

La diarrea era un mal común en el campamento de Butiaba. A todas horas había tres o cuatro personas esperando para entrar en nuestro retrete portátil. Un día Kevin McClory salió de allí como una flecha con los pantalones en los tobillos y gritando:

—¡Una mamba negra! ¡Una mamba negra!

Estaba allí sentado cuando levantó la vista y vio un cilindro negro que se movía sobre su cabeza. La mamba negra es una de las pocas serpientes realmente agresivas que hay en esa región, y su veneno es mortal. Todos la vimos deslizarse por la pared del retrete y perderse entre la hierba. Efectivamente era una mamba. Yo nunca he visto a una serpiente moverse tan rápido. Se sabe que las mambas negras van en parejas. Desde ese momento todos los síntomas de diarrea desaparecieron del campamento.

Después de una semana, poco más o menos, en Butiaba, nos fuimos a las cataratas Murchison para terminar la película. La última parte de este viaje la hicimos en un gran buque de ruedas, el Isla de Murchison.

Fue una hermosa travesía a lo largo de kilómetros y kilómetros de bajíos de papiros. Al llegar, continuamos viviendo en el buque de ruedas, construimos otra réplica del Reina de África en una balsa y reanudamos la filmación.

Yo solía salir muy temprano por la mañana, y a veces a última hora de la tarde, a cazar ciervos, cerdos y otros animales para el puchero. Katie meneaba la cabeza con desaprobación ante mis cacerías. Lo soportó en silencio todo el tiempo, pero al fin me dijo:

—¡Oh, John! Tú pareces una persona sensible. ¿Cómo puedes matar algo tan hermoso como estos animales? ¿Eres un asesino en el fondo?
—Katie, es algo que no se puede explicar. Para comprenderlo tendrías que venir y verlo por ti misma.
—¡De acuerdo, iré!

Así que Katie se vino conmigo de caza, y de una hora a la siguiente su actitud cambió. Se convirtió en la encarnación de Diana. No es que quisiera cazar nada ella misma; eso sería excesivo. Pero llevaba mi rifle ligero. Venía a despertarme por la mañana temprano para que nos diera tiempo de cazar una hora antes de empezar el trabajo del día.

Un día nos metimos en un lío terrible por mi culpa. Estábamos con un autodenominado «cazador blanco» (puso eso como profesión al registrarse en un hotel de Stanleyville) respecto al cual yo tenía mis dudas. Era un poco demasiado teatral para ser auténtico. El caso es que vino con nosotros un día que salimos a la caza del elefante.

Encontramos el rastro de una manada y lo seguimos durante cierto tiempo. Yo no paraba de comprobar la dirección del viento: quería asegurarme de que teníamos el viento a favor. Entramos en una zona donde la vegetación era muy densa y nos íbamos abriendo paso lentamente por entre el follaje cuando oí el ruido de las tripas de un elefante. El ruido venía de una distancia de muy pocos metros. Unos momentos después lo oí de nuevo —esta vez proveniente del otro lado— y comprendí que, por error, nos habíamos metido en medio de la manada de elefantes. Lo que hay que hacer en semejante situación es volver sobre tus pasos lo más silenciosamente que puedas, apartándose de la manada. Empezamos a hacer esto, pero los elefantes nos olfatearon, se asustaron y, barritando, echaron a correr aplastando la vegetación como grandes locomotoras. Uno se abalanzó hacia nosotros. Al cazador blanco le entró el pánico y puso pies en polvorosa. La situación era extremadamente peligrosa, pero yo sabía que lo mejor que podíamos hacer Katie y yo era permanecer inmóviles. El elefante te ve mejor si estás en movimiento, y si se fija en ti, es probable que te levante y te lance por los aires.

Me volví para ver cómo estaba tomando Katie la situación. Ella llevaba un pequeño rifle Manlicher; un arma que hubiese podido sacarle un ojo a un elefante, pero nada más. Allí estaba Katie, un pie adelantado, el rifle levantado, y la mandíbula firme. Era enormemente valiente. Yo llevaba el Rigby 470, pero no me importa reconocer que, aun así, no me sentía nada seguro. Estaba sumamente alterado. La única cosa en que podía pensar era en que yo había puesto a una mujer —la estrella de mi película— en esta situación. Era imperdonable. Finalmente la manada se dispersó, y nosotros emprendimos el camino de vuelta. Con aire avergonzado, reapareció el cazador blanco. Fue pura suerte el que los tres estuviéramos ilesos.

En el camino de regreso al campamento, Katie iba caminando delante de mí por el sendero cuando la vi detenerse, dejar el rifle apoyado en un árbol y levantar su cámara de ocho milímetros para tomar algo que había más adelante. Apreté el paso para alcanzarla, y descubrí que iban andando hacia el jabalí más grande que yo haya visto. Debía de pesar una doscientos kilos y sus colmillos eran enormes.

—¡Párate, Katie! —dije muy bajito.

Pero ella siguió avanzando hasta que se le acabó el carrete y se paró para rebobinar. Estábamos ya tan cerca que me daba miedo disparar al jabalí porque, aun con una bala en el corazón, estos animales pueden mantener la embestida. Estaba seguro de que iba a atacarnos, y estaba ya apretando el gatillo. En ese instante, la familia del animal cruzó corriendo un espacio abierto por detrás de él. El jabalí volvió la cabeza para mirarlos, luego nos miró de nuevo a nosotros y de repente se dio la vuelta y se metió entre los matorrales para seguir a su familia. Ese fue un día de caza con Katie. Ella estaba encantada con la película que había tomado. Yo estaba casi desvanecido.

Recuerdo las muchas noches que pasé sentado con Katie en la cubierta superior del buque de ruedas observando los ojos de los hipopótamos en el agua a nuestro alrededor; todos los ojos parecían estar mirando en dirección a nosotros. Y charlábamos. Hablábamos sobre cualquier cosa y sobre todas las cosas. Pero nunca hubo la menor insinuación de una relación amorosa entre nosotros; Spencer Tracy era el único hombre en la vida de Katie.

Angela Allen era mi secretaria de rodaje. No sólo era experta en su trabajo, sino que era capaz de trabajar en condiciones muy duras sin protestar nunca. Un día estábamos en una barquita de fondo plano justo debajo de las cataratas Murchison. Los cocodrilos que había por allí eran los más grandes que he visto en mi vida. Un cocodrilo viejísimo debía de medir unos diez metros de largo. Mientras flotábamos en la barca río abajo, veíamos a los cocodrilos deslizándose por las orillas y metiéndose en el agua, y los hipopótamos se sumergían cuando nos acercábamos. De repente chocamos con algo. La barca comenzó a elevarse lentamente hasta que estuvo completamente fuera del agua. ¡Estábamos sobre la espalda de un hipopótamo! Tuvimos suerte y no volcamos —el agua estaba llena de cocodrilos que no hubieran desperdiciado esa oportunidad—, sino que nos elevamos despacio sobre el lomo del hipopótamo, como si subiéramos en un ascensor, y luego descendimos de la misma manera. Angie ni siquiera pestañeó. Continuó tomando notas y creo que no se le escapó ni una coma.

África me seguía encantando. Un día estábamos en la balsa muy cerca de la ribera, rodando unas escenas en la réplica del Reina, cuando una gran familia de babuinos salió de la espesura para observarnos. Los pequeños se subieron a los árboles, pero los mayores llegaron hasta la orilla, a pocos metros de nosotros. Un babuino viejo se sentó en un tronco caído y se cruzó de piernas. Nosotros reanudamos el trabajo y ellos se quedaron mirando lo que hacíamos. Cuando terminamos la escena, le pregunté a Katie y Bogie si les gustaba trabajar para un público vivo. Durante los próximos tres días, los babuinos venían a vernos todas las tardes. Era como si estuvieran en el teatro viendo una obra. El viejo babuino ocupaba siempre su sitio en el tronco. Comentamos lo que harían cuando terminásemos el rodaje diario. Yo me los imaginaba subiendo a la balsa e imitando la escena que habían visto: Bogie y Katie abrazándose.

A Bogie no le agradaba África. Al contrario que Katie, él no consideraba esto como una aventura. Nunca salió de caza conmigo. Prefería sentarse en el campamento, con una copa en la mano, y contar historias. Sospecho que jamás habría ido a un lugar como África de no ser conmigo. A Bogie no le importaba tanto dónde actuaba sino cómo actuaba, y desde luego hubiese preferido estar en su casa. Le gustaba la vida nocturna de París o Londres, pero a la hora de trabajar, no veía por qué no podía hacerse cómodamente en un estudio.

Cuando empezamos a Bogie no le gustaba especialmente el papel de Charlie Alnutt, pero poco a poco le hice entrar en él, mostrándole con la expresión y el gesto cómo creía yo que era Alnutt. Al principio me imitaba, luego, de pronto, se metió en la piel de ese hombre desdichado, débil, absurdo y valiente. Se dio cuenta de que era algo diferente e importante.

—John, no dejes que se me escape el personaje. Vigílame. Que no se me escape —me dijo.

Y desde luego estuvo magnífico en su papel. Merecía plenamente el Óscar que la Academia le concedió por él.

Tuvimos muchas enfermedades en las cataratas Murchison. Yo hacía una ronda todas las mañana para asegurarme de que todo el mundo tomaba las píldoras de paludrina, e inspeccionábamos continuamente la cocina, pero, a pesar de ello, la gente caía enferma. Finalmente descubrimos que los filtros del agua no funcionaban bien. Entonces hicimos traer agua embotellada por ferrocarril desde Nairobi, pero la enfermedad continuaba. Resultó que el agua de las botellas estaba tan contaminada como la del río. Bogie y yo nunca enfermamos, probablemente porque siempre bebíamos el agua con whisky. Una tarde yo estaba trabajando en una escena con Katie y Bogie cuando apareció un mensajero trayendo un mensaje de Butiaba. Había tardado tres días en llegar a nuestro campamento; no teníamos otro medio de comunicación con el mundo exterior. Me entregó un sobre y yo leí el telegrama que había dentro. Venía de California. Ricki había tenido una hija; tanto ella como la niña estaban bien. Me guardé el papel en el bolsillo sin decir nada y continué con la escena. Como yo esperaba, Katie no pudo aguantarlo.

—John —estalló al fin—, ¡por Dios santo, dinos qué es!

Y se lo dije.

En conjunto, teniendo en cuenta que todo lo que necesitábamos había de ser traído en avión o por transporte terrestre con grandes dificultades, el rodaje fue muy bien. No teníamos lujos, pero sí las comodidades básicas, y comíamos bien, fundamentalmente gracias a Betty Bogart, que se encargó de la cocina. Siento especial ternura por La reina de África y todas las personas relacionadas con ella. Me dio cierta pena cuando llegó el momento de abandonar las cataratas Murchison y regresar a Entebbe… y a la civilización.

(Continuará…)

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