John Huston

Capítulo 15
Como yo estaba terriblemente endeudado después de hacer We Were Strangers, Paul Kohner consiguió que la Metro–Goldwyn–Mayer me diera un préstamo de 150.000 dólares como parte de mi contrato por dos películas con ellos. En ese momento me pareció la salvación, sin darme cuenta de lo poco rentable que iba a resultar. Pagar el préstamo, junto con los impuestos de mi sueldo, era como la historia de la rana que salta por el palo. Cuanto más dinero ganaba, menos tenía.
Esta era mi primera experiencia con la Metro, y debo decir que me quedé impresionado. Cada estudio tenía su propio ambiente, pero la Metro se preciaba de ser la mejor en todo. El lugar tenía un aire de elegancia casi lánguida. Los despachos estaban estupendamente amueblados, como correspondía a la dignidad de los ejecutivos de la Metro. El departamento de publicidad se encargaba de que sólo las glorias de la Metro aparecieran en la prensa. De hecho, controlaban a la prensa a base de amenazas y sobornos. Los periodistas que cumplían el programa de la Metro recibían por Navidad regalos y exclusivas. Los que no lo hacían no recibían nada. El estudio tenía un poder considerable en la ciudad y en el estado. Quienes trabajaban para la Metro eran tratados de manera acorde, lo cual contribuía a mantener el espejismo de la reputación del estudio por su excelencia en todos los aspectos, incluyendo, naturalmente, sus películas. Cada jefe de departamento era supuestamente el mejor en su campo, y lo mismo ocurría con los productores de MGM. En la Metro había una nómina de más de cincuenta estrellas, todos ellos dioses y diosas, desde los hermanos Marx a Greta Garbo. La mitología del glamour, puedo jurarlo, tuvo su origen en la Metro. El estudio opinaba que la imagen de una estrella fuera de la pantalla era tan importante como la que daba en ella. Había reuniones para decidir cosas tales como qué ropa debían llevar las estrellas femeninas fuera de la pantalla, incluyendo las pieles, y qué coches debían conducir las estrellas masculinas. Nunca se había sabido que un actor fuera suspendido en sus funciones. La Metro constituía una gran familia feliz. Había un aire de superioridad en el estudio que resultaba impresionante… y también ligeramente absurdo.
Todo esto era en la superficie, naturalmente. Se trataba de un sistema patriarcal, y la imagen del padre la daba L. B. Mayer. Mayer había consolidado su posición después de una lucha por el poder con Irving Thalberg. Thalberg había sido el príncipe del cine, un genio precoz que había dejado una huella indeleble en la industria cinematográfica. Su forma de enfocar la producción era diferente de la de los demás productores. Su nombre nunca aparecía en pantalla. Su única función, al parecer, era educar y estimular al público aficionado. Tenía un éxito enorme…, tanto que empezó a constituir una amenaza para L. B. Mayer. Eso fue su perdición. Thalberg hizo un viaje a Europa. Cuando se marchó, prácticamente tenía el control de la Metro. Cuando regresó, era sólo un productor más de la Metro. L. B. había tomado posesión de todo. Desde entonces, no hubo príncipe en la Metro, solamente el rey y sus señores feudales.
El segundo de a bordo en el estudio era Eddie Mannix, el vicepresidente de MGM, un hombre como un toro, conocido por sus terribles ataques de ira. Creo que llegó al cine después de ejercer de chulo en un parque de atracciones de Nueva Jersey. A Mannix se le conocía como el ministro sin cartera; una descripción que nunca entendió.
La primera película en la que yo trabajé en la Metro fue Quo Vadis?, con Arthur Hornblow. Hugh Gray, un erudito en clásicas que trabajaba en el departamento de investigación, había hecho un considerable trabajo de documentación para esta película. Gray podía muy bien haber sido un profesor de Oxford. Era un hombre excepcionalmente culto, con una personalidad encantadora. Pedí que colaborara conmigo. Escribimos como la mitad del guión, y a mí me parecía bastante bueno, pero no era lo que L. B. Mayer quería. Mayer deseaba que la película fuera una epopeya religiosa al estilo de DeMille. Gray y yo le estábamos dando un tratamiento moderno al tema de Nerón y su fanática determinación de eliminar a los cristianos, algo parecido a como su contraparte histórica y compañero en la locura, Adolf Hitler, intentó destruir a los judíos dos mil años después.
Arthur Hornblow, que estaba dispuesto a hacer la película como L. B. quería, expresó sus reservas cuando se enteró de lo que Gray y yo estábamos haciendo. Pero a medida que avanzábamos, se interesó cada vez más en nuestro concepto y acabó defendiéndolo con uñas y dientes.
Un día recibí una llamada de L. B. Mayer.
—John, ¿podrías venir a mi casa el domingo? Ven a desayunar conmigo.
Esto era bastante insólito, y Arthur Hornblow estaba ansioso por saber por qué me había citado L. B. Fui a su casa. L. B. ya había leído parte de nuestro material, y no era lo que él deseaba. Me contó que durante el rodaje de una película con Jeanette MacDonald y Nelson Eddy, él le había enseñado a Jeanette MacDonald cómo cantar «Oh, Sweet Mystery of Life» cantándole el «Eli, Eli» judío. Ella se conmovió tanto, dijo L. B., que lloró. ¡Sí, lloró! ¡Ella, que tenía fama de orinar agua helada!
Me cantó la misma canción para demostrarme lo que quería decir. Luego afirmó que si yo conseguía que Quo Vadis? fuera así, él se arrastraría de rodillas y me besaría la mano…, cosa que hizo en ese momento. Yo estaba allí sentado pensando: «Esto no me está sucediendo a mí. ¡Yo no tengo nada que ver con esto!» L. B. insistió en que le diera una respuesta. Le dije que no estaba nada seguro de poder darle lo que quería.
—¡Pero puedes intentarlo! —dijo él—. ¡Inténtalo, John! ¡Inténtalo!
Salí de allí bañado en un sudor frío y me fui derecho a casa de Arthur. Le dije que estaba seguro de que nunca aceptaría nuestra versión de la película. Pero Arthur dijo:
—Bueno, no vamos a renunciar todavía. Quizá podamos convencerle.
Comenzaron los preparativos. Primero hicimos pruebas de Peter Ustinov para el papel de Nerón, de Gregory Peck para el protagonista y de Elizabeth Taylor para la protagonista. Luego Arthur y yo nos fuimos a París para elegir todo el reparto. Le había cobrado afecto a Arthur y trabajábamos bien juntos.
Me alojé en el Hotel Ritz, donde tenía concertadas una serie de citas para entrevistar a actrices aspirantes para la película. Subían a mi suite del hotel a intervalos de media hora. A los dos días noté que el personal del Ritz me miraba con considerable respeto. Iban apareciendo más y más chicas y las reverencias se hacían cada vez más profundas. Entonces caí en la cuenta de lo que ocurría: ellos no sabían que yo estaba seleccionando el reparto de una película.
Regresamos a Los Ángeles. En la Metro vieron las pruebas y les dieron el visto bueno. La película tenía que empezar a rodarse en Roma en el mes de julio, pero la producción no estaba lo bastante avanzada como para permitir que nos adelantáramos a la época lluviosa. Luego Gregory Peck se cogió una infección en los ojos, y la Metro decidió retrasar el rodaje un año. Entonces, Arthur decidió que no quería hacer la película. Había recibido algunas críticas porque la producción no estuvo lista a tiempo y se molestó. Pidió que le relevasen, y yo dije:
—En ese caso, yo haré lo mismo.
A partir de ese momento, no tuvimos nada que ver con la película. L. B. nombró productor a Sam Zimbalist y director a Mervyn Le Roy, y consiguió el guión que había querido desde el principio. Era otra espantosa película espectacular, dirigida a un público que L. B. pensaba que la acogería bien. L. B. tenía razón; el público la acogió bien.
Después de renunciar a Quo Vadis?, Arthur y yo pedimos hacer una película basada en La jungla de asfalto de W. B. Burnett. Consulté con Burnett varias veces mientras preparaba el guión, y él aprobó la versión final, que escribí con Ben Maddow.
Mi viejo amigo Sam Jaffe interpretó al criminal que planea el golpe, y por este papel recibió el premio del Festival de Cannes a la mejor interpretación masculina. La película tenía un reparto perfecto. Sterling Hayden era el personaje principal, el bandido con mala suerte Dix Handley, y Louis Calhern hacía del abogado sinvergüenza de la banda. Una de las frases que dice Calhern expresa el tema de la película: «El crimen no es más que una forma torcida del esfuerzo humano». Ese es el tono de toda la película. Había varias interpretaciones de virtuoso en La jungla de asfalto y fue, como se sabe, la película donde empezó Marilyn Monroe. La jungla de asfalto se convirtió en el modelo de muchas películas del género.
Gottfried Reinhardt, el hermano pequeño de Wolfgang, era uno de los productores de la MGM. Hablamos de hacer una película juntos. Yo propuse la novela de Stephen Crane, Red Badge of Courage, le gustó la idea y se la propusimos a Dore Schary. Schary había sido nombrado recientemente vicepresidente a cargo de la producción. Se suponía que contaba con la bendición de L. B., pero todo el mundo sabía que L. B. también «había sido como un padre» para Thalberg.
A Schary también le agradó la idea, así que escribí el guión. El guión pasó por distintos despachos del estudio —el procedimiento normal— y finalmente llegó a la mesa de L. B. A éste no le gustó en absoluto. No encajaba con sus conceptos de lo que era «espectáculo». Qué era y qué no era espectáculo había sido la discusión fundamental entre Thalberg y L. B. Ahora, años después, Dore Schary representaba la misma amenaza. L. B. dijo «¡No!». Schary dijo «¡Sí!». La palabra de L. B. había sido ley hasta ese momento. Ahora alguien desafiaba su autoridad. De ese modo, una película comparativamente menor, con un presupuesto moderado, se convirtió en una causa célebre. Las películas de esa escala normalmente se aprobaban y pasaban a producción sin comentarios. Pero Red Badge se convirtió en pretexto de un tremendo debate. Quien venciese obtendría el control del estudio, mientas que el perdedor quedaría relegado al limbo.
La decisión final dependía de un hombrecito que estaba en un despacho en Nueva York, Nicholas Schenck, el presidente de Loew’s, Inc. L. B. se llevaba toda la gloria —y el sueldo más alto de los Estados Unidos—, pero era Nick Schenck el que decía la última palabra en la Metro. A Schenck se le conocía como El General, pero no había nada de aparatoso en él. Su nombre raras veces aparecía en Variety o en Reporter; sólo salía en el Wall Street Journal. Tenía fama de tener sangre de temperatura hiperbórea. Inspiraba un miedo mortal. Dore Schary, decidido a hacer Red Badge, llevó el asunto al General.
Yo pensé que esto era llevar las cosas demasiado lejos y, como no tenía ningún deseo de que rodaran cabezas, fui a ver a L. B. Mayer.
—L. B., si estás tan firmemente en contra de esta película, vamos a olvidarnos del asunto, y se acabó.
—John Huston, ¡me avergüenzo de ti! ¿Crees en esta película? ¿Tienes alguna razón para querer hacerla aparte de creer en ella?
—No.
—¡Entonces, defiéndela! ¡Que no vuelva yo a oírte hablar así! No me gusta esa película. No creo que dé dinero. No quiero que la hagamos, y continuaré haciendo todo lo que esté en mi mano para impedirte que la hagas. Pero tú…, tú tienes que hacer todo lo que esté en tú mano para hacerla.
El asunto quedó zanjado cuando Schenck le dio a Schary luz verde para realizar The Red Badge of Courage. Dore Schary había ganado; L. B. Mayer había perdido. Sospecho que todo el asunto había sido arreglado de antemano por Schenck. Mayer había derrocado a Thalberg, y ahora le tocaba a él. Había llegado a tener demasiado poder. Red Badge entró en proceso de producción, y poco después L. B. Mayer abandonó el estudio… y pasó al retiro y al olvido.
Mientras yo estaba aún preparando el guión, Lillian Ross vino a verme para decirme que quería escribir la «historia» de la producción de Red Badge de principio a fin. Lillian ya había escrito un artículo corto sobre mí en la sección «Comentarios de la ciudad» de The New Yorker. Me gustaba todo lo que ella escribía y acepté.
Lillian hizo un trabajo maestro. Su reportaje apareció primero como una serie de artículos en The New Yorker y más tarde en forma de libro con el título Picture: A Story About Hollywood. No era halagador. Reducía a buen número de «famosos» — incluyéndome a mí— a sus justas dimensiones por medio de retratos claros y precisos. Los lectores de Hollywood hacían cola ante los kioscos de periódicos para comprar un ejemplar de The New Yorker, ansiosos de ver quién era el siguiente que caía, y a menudo descubrían con horror que el blanco eran ellos mismos.
Lillian poseía una increíble habilidad para recordar palabra por palabra lo que se decía en una conversación. No hay nada especialmente llamativo en su aspecto. Es una persona menuda, agradable, suave, callada y discreta. Después de un rato la gente se olvida de que ella está presente, y se expresan con absoluta libertad. Lillian estuvo presente durante todo el rodaje de la película. Nos hicimos grandes amigos, y todavía lo somos.
L. B. Mayer tuvo razón al decir que Red Badge no daría dinero y hay algo más que un punto de ironía en ello. Plantea la cuestión de «aceptar» y «equivocarse» en contraposición a la búsqueda de la verdad. Fue bien recibida por la crítica cuando se estrenó, pero el público la rechazó desde el principio.
El público es un enigma. Se han realizado experimentos técnicos y científicos dirigidos a analizar la reacción del público, incluyendo mediciones del ritmo cardíaco, temperatura de la piel, etcétera. Ninguno de estos experimentos explica por qué el público tiende a reaccionar como si tuviera un solo cuerpo y una sola mente. Cuando aceptan la película, cuando simpatizan con ella y se dejan prender en su ritmo, el público, como grupo, puede mostrar un grado de percepción y sensibilidad superior al de cualquiera de los individuos que lo componen. Una vez que están prendidos, el público captará y reaccionará al humor más sutil. Es como si los miembros del público adquiriesen una sensibilidad colectiva.
Por el mismo motivo, pueden ser absolutamente monolíticos en su resistencia a lo que aparece en la pantalla. Pueden levantar una barrera tan sólida que ni siquiera oigan lo que se dice en la película. Eso sucedió con The Red Badge of Courage. Durante el pase previo al estreno se notaba que el público rechazaba la película casi físicamente. Es una experiencia que no me agradaría revivir, y cuando sucedió, comprendí que la película no tenía futuro.
Yo había realizado lo que me parecía que era una buena película. De hecho, en su versión original era una película muy buena, pero el público no estaba dispuesto a aceptarlo. La escena que más les desagradaba era la que yo consideraba la mejor: la muerte del Soldado Alto presenciada por el Muchacho y el Soldado Andrajoso. Es una muerte extraña. El Soldado Alto ha subido a la colina para encontrarse con ella. Advierte a los otros de que se mantengan apartados de él a medida que la muerte se acerca más y más. Cuando finalmente cae, es como un árbol que cae.
El Soldado Andrajoso, seguido por el Muchacho, desciende la colina. Se muestra parlanchín y repetitivo. Camina en círculo, luego cae de rodillas. También él está mortalmente herido, pero no lo sabe. La escena es un anticlímax, como en la novela, pero mucho más tremenda precisamente por ser inesperada. Era, en realidad, demasiado tremenda. Me salió el tiro por la culata. Durante esta escena, magníficamente interpretada por Royal Daño, el público del preestreno empezó a abandonar la sala.
Me fui a África para preparar La reina de África antes de que se estrenara Red Badge, y Gottfried Reinhardt trabajó con Dore Schary para tratar de acortar la película y hacerla más aceptable. Metieron la voz de un narrador, cortaron (entre otras) la escena de la muerte del Soldado Andrajoso y acortaron la película considerablemente. Nunca había sido una película larga y la dejaron en sesenta y nueve minutos, lo cual es demasiado corta para un largometraje. Se exhibió en esa versión, sin embargo, como complemento en programas dobles de la Metro. No se hizo ningún intento serio de distribuirla en el extranjero.
Un crítico inglés vio casualmente una copia de Red Badge en un programa doble de un cine de las afueras de Londres. Consideró su deber reunir a los demás críticos de Londres y consiguieron un pase privado en la sala de proyección de la MGM en Londres. Luego, cada crítico escribió una columna exigiendo que la película se exhibiese en un cine de estreno del West End. La Metro no quería desperdiciar el tiempo de un cine bueno en esa película, pero la protesta era demasiado fuerte para desoírla, así que Red Badge se puso en el West End. No fue nadie. No era más aceptable en Inglaterra que en Estados Unidos.
Ahora, más de dos décadas después, esta película es aceptada por el público y muchos la juzgan un clásico del cine americano. Es un axioma decir que estos cambios en los gustos del público nunca se producen de la noche a la mañana, pero ciertamente se producen. Hoy en día se menciona Red Badge entre mis mejores películas. Recibí un telegrama de la Metro en 1975, cuando estaba haciendo El hombre que pudo reinar, preguntándome si por casualidad tenía una copia del original de Red Badge. Querían exhibirla en su forma original. No la tenía. No existe. Sin embargo, después de ver la versión cortada, di instrucciones a Paul Kohner de que incluyera en todos mis futuros contratos una cláusula de que yo recibiría una copia en dieciséis milímetros del primer montaje de cualquier película que realice.
(Continuará…)
