A libro abierto (XIII)

John Huston





Capítulo 14

En 1948, cuando había terminado Cayo Largo, Sam Spiegel se me acercó en un cóctel y me propuso que nos asociáramos y constituyéramos nuestra propia productora cinematográfica.

Mi contrato con la Warner estaba a punto de expirar, y yo había decidido no continuar allí.

—Si puedes conseguir el dinero —le dije a Sam— ya tienes un socio.

Sam negoció un crédito, y cuando quise darme cuenta ya teníamos una empresa llamada Horizon Pictures.

Sam y yo estábamos deseosos de poner en marcha la compañía, por lo que, precipitadamente, prematuramente, decidimos que We Were Strangers fuese nuestra primera película. Era un cuento largo de un libro titulado Rough Sketch de Robert Sylvester. Un columnista de Nueva York sugirió en un periódico que yo debería convertir ese cuento en una película. Sam y yo lo leímos y pensamos, «¿por qué no?». No fue una elección demasiado buena y no fue una película demasiado buena.

Adquirimos los derechos, y Sam se puso a buscar un estudio importante que nos financiara la película. Finalmente concertó una entrevista para presentarle nuestro proyecto a la Metro–Goldwyn–Mayer. De vez en cuando L. B. Mayer reunía a los distintos jefes de departamento, junto con los productores de la Metro, y discutían sobre orientación, procedimiento, etc., y, en ocasiones, escuchaban ideas que les proponían…, tales como la nuestra para hacer con ellos We Were Strangers. Esto daba un aire democrático a los métodos de la MGM, pero, por supuesto, la última palabra la tenía L. B., si no la única.

Dio la casualidad de que la noche antes de esta reunión, Bogie dio una desenfrenada fiesta de aniversario en su casa, durante la cual me cogí la mayor borrachera de mi vida. A propósito, cuando digo una fiesta desenfrenada, no quiero decir orgiástica, quiero decir que jugamos al fútbol en el salón.

Yo estaba demasiado borracho para conducir, así que me quedé a dormir en casa de Bogie. A eso de las diez, me despertó el timbre del teléfono y luego oí a Bogie decir:

—Sí, Sam, está aquí.

Sam había estado haciendo llamadas telefónicas desde las nueve tratando de localizarme.

—¡John, por amor de Dios, ven aquí inmediatamente! ¡Tenemos que asistir a esa reunión!

Yo tenía una resaca que sólo una bala podría curar. Estaba tan mareado que ni siquiera podía fijar la vista.

—¡Sam, es inútil! Tendremos que cancelar la cita.
—¡Es imposible! John, ¿te das cuenta de lo importante que es esto? ¡Nos hacen un gran favor simplemente con escucharnos!
—De acuerdo; Sam, iré a tu casa y hablaremos.

El chófer de Bogie me llevó a casa de Sam, donde me afeité y me duché y me puse una camisa y una corbata de Sam.

Sam Spiegel medía aproximadamente un metro setenta, pero insistió en que me pusiera también uno de sus abrigos deportivos. Naturalmente, las mangas me llegaban por debajo del codo. Tuve que llevar mis pantalones del smoking que tenían una cinta a lo largo de la pernera, y mis zapatos de vestir. ¡Vestido de esta guisa, me suponía que tenía que presentar nuestro proyecto de una manera convincente!

—¡Sam, no puedo hacerlo! ¡Es imposible! ¡Ni siquiera me acuerdo de qué rayos trata el cuento!
—De acuerdo, John, pero, por lo menos, tenemos que acudir a la cita.

Así que allá nos fuimos. Al llegar a la Metro, nos condujeron a una gran sala, y me presentaron a varias personas cuyos nombres me resultaban familiares, pero a quienes no conocía. Todos se mostraron cordiales y corteses, pero no efusivos, porque, después de todo, nosotros íbamos a pedir algo. Llevábamos unos cinco minutos esperando cuando entró L. B. Mayer, nos dio la mano y abrió la sesión. Nos sentamos en una larga mesa de juntas y todo transcurrió de manera solemne: directo y al grano. Luego Sam Spiegel se levantó y contó el argumento de la película que queríamos hacer. Fue una de las más perfectas demostraciones de valentía que he presenciado en mi vida. Se iba inventando la historia a medida que hablaba, y su exposición fue tan buena que hasta parecía que tenía sentido. Cuando terminó, L. B. Mayer dijo que pensarían en la proposición, y dio por terminada la reunión. Eddie Mannix nos preguntó si queríamos quedarnos a almorzar. Sam declinó la invitación con mucha cortesía, y los dos nos volvimos a su casa, donde me dio una copa para calmar mis temblores.

Estábamos seguros de que lo habíamos estropeado todo, pero nos equivocamos. A la Metro le gustó la idea y finalmente aprobó el proyecto. Pero mientras tanto, Sam había recibido una oferta mejor de la Columbia, y decidimos hacerla con ellos. Me enteré a través de terceros de que a los prebostes de la Metro les había parecido que la historia que Sam contó era bastante interesante, pero tenían dudas respecto al propio Sam. Tenía fama de ser un tanto granuja, y los jefazos de la MGM, con su esnobismo, no le encontraban digno de pertenecer a su club. Yo, por el contrario, les parecí su tipo de caballero. No creo que yo hubiera dicho más que «¿Cómo está usted?» y «Adiós», pero esto fue interpretado como distinguida reserva. De hecho, dejé tan impresionados a los de la Metro, que iniciaron negociaciones con Paul Kohner y acordaron que yo firmara un contrato para hacer dos películas cuando terminara We Were Strangers.

Peter Viertel y yo escribimos el guión de We Were Strangers. Esta era la primera vez que yo trabajaba con Peter, a quien conocía desde que era un niño. Su madre, Salka Viertel, era una amiga muy querida, cuya casa frecuentaba. Era una especie de salón para la comunidad intelectual de Hollywood y un reconfortante refugio para escapar del jaleo del mundillo del cine.

El argumento era el intento de asesinato de un dictador cubano y sus colaboradores más próximos por parte de fuerzas revolucionarias. Los protagonistas estaban bien interpretados por John Garfield, Jennifer Jones y Pedro Armendáriz, pero los actores no bastaban para sostener la película. Básicamente, We Were Strangers era una historia bastante floja.

Jennifer Jones buscaba que la dirigieran cada movimiento que hacía. Yo decía: «Siéntate allí, Jennifer». Y ella decía: «¿Cómo?». Al principio, yo estaba desconcertado, pero descubrí que Jennifer quería que le dijeran cuándo y cómo sentarse, ponerse de pie o cruzar una habitación. Se ponía totalmente en manos del director, mucho más que ninguna actriz con la cual yo haya trabajado. Pero no era una autómata. Jennifer cogía lo que le dabas y lo convertía en algo absolutamente personal.

Me habían advertido respecto a Harry Cohn, el presidente de la Columbia, que tenía fama de ser un matón y un grosero. Mi experiencia con él fue exactamente lo contrario. No pudo ser más decente ni más considerado. Puede que otros que le conocieron mejor que yo se rían, pero soy sincero al decir que Harry Cohn me pareció un hombre extremadamente bien educado.

Fui a Cuba a localizar exteriores para el material de la segunda unidad, que rodaríamos allí, y me acompañaron Evelyn, Peter Viertel y su mujer, Jigee. Allí, a través de Peter, conocí a Ernest Hemingway. Había una relación casi paterno–filial entre Peter y Hemingway. Papá leía todo lo que Peter escribía, lo analizaba y lo criticaba. En una ocasión incluso se ofreció a escribir un libro con Peter.

Poco después de nuestra llegada a La Habana fuimos a la finca de los Hemingway, en el cercano pueblo de San Francisco. Yo era un gran admirador de la obra de Hemingway, pero ese primer encuentro no resultó nada fácil. Ahora me doy cuenta de que estábamos simplemente tanteándonos. Papá al principio siempre sospechaba de la gente. Peter me dijo luego que Papá le había interrogado sobre mí con todo detalle.

A pesar de todo, fue un buen anfitrión. Nos invitó a su barco, el Pilar, al día siguiente. Vimos un tronco balanceándose en una pequeña bahía en la que estábamos anclados. Papá cogió su rifle del 22 y empezó a disparar al tronco. Era un buen tirador y le dio tres veces sobre cinco. Yo soy un buen tirador, pero fallé cinco sobre cinco.

—John, simplemente piensa: «¡Si no le atino esta vez, no volveré a joder nunca!» —me dijo Papá.

Con mi siguiente disparo, el tronco dio un salto fuera del agua.

Estábamos a mediados de verano y hacía calor, el calor de Cuba. Estábamos sentados bajo el toldo tomando una bebida fría cuando Mary vio algo que se movía encima de un montículo detrás de las primeras dunas de la playa. Nos fijamos bien y vimos que era la cabeza de una gran iguana. Papá cogió el rifle y disparó, y la iguana saltó en el aire. Claramente le había dado, y Papá declaró su intención de ir a buscarla. Mary protestó.

—No, Papá. Tú espera aquí y deja que vayan los chicos.

Así que Papá se quedó en el barco y Peter y yo nadamos hasta la playa para ir en busca de la iguana. No pudimos encontrarla. Había rocas por todas partes. Buscamos por entre las rocas y en toda la zona en torno a ellas, pero no vimos ni rastro de la iguana, salvo unas gotas de sangre que demostraban que estaba herida. Después de treinta o cuarenta minutos renunciamos y volvimos al barco a nado. Hemingway se negó a aceptar aquello. Un cazador ha de cobrar la pieza. Se levantó y cogió su rifle; iría a buscarla él. Mary no pudo disuadirle.

Estábamos anclados, como dije, en aguas poco profundas, y por un punto determinado se podía llegar a la costa andando, pero solamente por una ruta circular que te obligaba a rodear la pequeña cala. Papá decidió ir a pie. Tardó como unos veinte minutos en llegar al sitio donde le había dado a la iguana. Nosotros estábamos en el barco, observando, y finalmente le vimos allí. Su estrategia era caminar en un gran círculo en torno al punto donde había estado la iguana, y luego ir haciendo el círculo cada vez más pequeño para cubrir cada palmo de terreno. Su figura aparecía y desaparecía por detrás de las dunas, y estuvo buscando durante más de dos horas bajo un sol abrasador. Pero encontró la iguana. Oyó un silbido cuando pasaba junto a una roca, y allí estaba, dentro de una hendidura. Papá le metió una bala en la cabeza y se la trajo. Nunca he visto tal persistencia y determinación.

En la finca de Hemingway, unos días después estábamos hablando de boxeo. Anteriormente Peter me había mencionado que Papá no creía que yo pudiera ser muy bueno. Era demasiado ligero para mi estatura. Esto me irritó. Los guantes estaban allí y dije:

—Vamos a ponérnoslos, Papá.

No era mi intención desafiarle. Sólo quería ver qué tal se manejaba Papá, ver qué clase de boxeador era y cómo se movía.

—Tengo entendido que eres buen boxeador, John —dijo él—. Con esos brazos tan largos puedes mantenerte apartado y golpearme la nariz una y otra vez, ¿no? ¿Quizá machacarme?
—No se me ocurriría hacer tal cosa, Papá.

Mary nos rogó que no boxeáramos y Peter le apoyó. Pero Papá estaba decidido.

—De acuerdo, John, vamos a probar.

Papá se fue al cuarto de baño para echarse agua fría en la cara, y Peter le acompañó. Peter me contó luego que en el cuarto de baño Papá le había dicho:

—¡Le voy a bajar los humos!

Mientras tanto, Mary se volvió a mí y me dijo:

—John, Papá ha estado enfermo. No debe hacer esfuerzos físicos. Así que, por favor, ¡no boxees con él!

Era la primera noticia que tenía de la enfermedad de Papá. Mary me dijo que por eso había ido vadeando a la playa cuando se fue a buscar la iguana. Cuando Papá volvió, le rogué que lo dejáramos. Papá tenía fama de tener una buena pegada, así que en definitiva puede que fuese mejor de ese modo.

Estuve en Cuba otra vez para trabajos previos a la producción —transparencias para usarlas en planos de ambientes y vi más veces a Papá. Empezamos a estar a gusto el uno con el otro. Un día, en su barco, hablamos del proceso de escribir.

Hemingway dijo que nada le resultaba tan gratificante como el acto mismo de escribir, cuando las palabras cobraban alas, cuando la mano seguía al pensamiento, y el pensamiento remontaba y la pluma trazaba su vuelo. El único placer que yo obtengo de escribir viene cuando, después de haber escrito algo y haberlo guardado, lo releo más tarde y encuentro que tiene sentido…, es una sensación fundamentalmente de alivio. Pero me dije: «Bueno, es Hemingway el que habla. Supongo que para él sí es un gozo el escribir».

Dos días después, en la cubierta de su barco, hablábamos sobre cosas que detestábamos hacer. Tal y como lo recuerdo, Papá detestaba bailar, salir a una pista de baile con una pareja.

—¡Coño, prefiero tener que escribir a bailar! —dijo Papá.

Oí el comentario con cierta satisfacción. Creo que la enfermedad de Papá durante este período era de naturaleza histérica. Se identificaba con el personaje del coronel en Al otro lado del río y entre los árboles, que estaba escribiendo por entonces. Por supuesto, la figura del coronel era Hemingway. A veces resultaba embarazoso porque era evidente que las descripciones que Papá hacía de su héroe estaban basadas en la idea que tenía de sí mismo. Estas descripciones eran transparentes, y como el héroe del libro estaba viviendo sus últimas horas, Papá se sentía obligado a ponerse enfermo hasta estar cercano a la muerte. Vivía el papel, como un actor.

En otra ocasión Papá y yo estábamos charlando sobre cosas que nos habían sucedido durante la guerra. Lo que yo había dicho debía de ser sumamente lisonjero para mí mismo, porque Papá comentó:

—John, nosotros no proponemos un tema, ¿verdad? Quiero decir, como Chauncey Depew en un banquete…, para luego contar nuestra historia sutilmente. Nosotros fanfarroneamos abiertamente ¿eh? ¡Cómo héroes de antaño!

Bob Capa y Papá habían sido amigos desde que estuvieron juntos en la guerra civil de España, pero durante la segunda guerra mundial su amistad terminó bruscamente. Se especuló mucho respecto a la causa. Algunos pensaban que la ruptura fue debida a que Bob hizo un comentario despectivo sobre Mary y aconsejó a Papá que no se casara con ella. Capa lo negó, y me contó la verdadera razón.

Papá y Bob se dirigían a París con muchas prisas porque querían llegar allí antes de que cayera. Los alemanes estaban en plena retirada, pero aún había bolsas de resistencia a lo largo de la ruta que ellos seguían. Papá propuso un atajo, pero Bob no estaba de acuerdo porque se rumoreaba que el enemigo mantenía una posición que tendrían que atravesar si iban por ese camino. La forma en que Hemingway se lo planteó a Capa equivalía a un desafío:

—Bueno, Bob, ¿vienes conmigo o no?

Habían estado viajando en distintos vehículos, uno siguiendo al otro muy de cerca.

—Claro que voy, pero no contigo. Te seguiré a cien metros.

Así que Papá partió en su coche y Bob le siguió en su jeep.

Tomaron una curva y de pronto se encontraron cara a cara con un tanque alemán un poco por encima de ellos en una colina. El tanque les disparó inmediatamente. El proyectil dio en la carretera delante del coche de Papá y rebotó sin hacer explosión. Como Capa estaba un poco más atrás, tenía mejor perspectiva de la escena global que Papá y vio que el tanque daba media vuelta y se retiraba, desapareciendo detrás de la colina. Convencido de que el peligro había pasado, se acercó rápidamente al coche de Papá, se detuvo, sacó su cámara y le hizo una foto a Papá, que estaba de bruces en la cuneta con el culo en alto. Cuando Papá levantó la cabeza y vio a Bob allí con su cámara dijo:

—Dame esa película, Bob.

Bob se negó, y a partir de ese momento dejaron de ser amigos. Bob me contó esta historia cuando Hemingway todavía vivía, y estoy seguro de que era verdad. Cualquiera en su sano juicio se tiraría al suelo en esas circunstancias, de cabeza o como fuera.

Salí con Papá en su barco varias veces, y pasamos unas cuantas noches juntos en La Habana. En alguna ocasión vino a comer conmigo mientras estuvimos rodando en la ciudad. Una tarde descubrí un aspecto de Hemingway que se ha mencionado poco o nada, un curioso acto de bondad por su parte. Un joven cubano que frecuentaba el bar del Hotel Nacional era un racista estridente. Su prejuicio constituía una obsesión, y te agarraba por las solapas para atraer tu atención y te soltaba una diatriba contra los negros. Era absolutamente ofensivo. Un día se lo dije, y él se volvió a Papá en busca de apoyo. Noté que Papá se mostraba extremadamente complaciente. Se limitó a sonreír, asintiendo. Cuando finalmente pude hablarle a Papá, mascullé:

—¡Le voy a dar una patada en el culo a ese hijo puta!
—John, ¿no lo entiendes? Él es mulato —me dijo Hemingway.

Miré atentamente al hombre y Papá tenía razón. El hombre era mulato. Estaba intentando pasar por blanco, y Papá fue muy amable con él.

Después de esa época en Cuba vi a Mary y a Papá en varias ocasiones, generalmente en París o Londres. Una vez pensé en hacer una película basada en tres relatos de Hemingway. Mi plan era dirigir el primero, Willy Wyler el segundo y algún otro director el tercero. Mary y Papá habían hecho una visita a España, y Paul Kohner y yo nos reunimos con ellos en San Juan de Luz, Francia, para discutir el proyecto. Nosotros llegamos en tren después de viajar toda la noche y desayunamos con ellos en su habitación. Del mismo modo en que Hemingway odiaba la idea de ser la copia de alguien, odiaba que le hicieran fotografías. Pero Paul es un loco de la cámara e, inevitablemente, durante el desayuno sacó su cámara y se puso a dispararla. Y percibí la incomodidad de Papá y traté, sin éxito, de llamar la atención de Paul. Hemingway no dijo nada. Terminamos de desayunar y salimos a la calle.

Durante nuestro paseo, Paul corría delante de nosotros, tomando fotos. Yo aún no había podido llevarle aparte para decirle, «¡Por amor de Dios, basta!». Incluso a mí me molestaba. Yo estaba esperando que Papá explotara en cualquier minuto. Hemingway no dijo nada. Entonces Paul sonrió y dijo:

—John, ¿puedes hacerme una con el señor Hemingway?

Miré a Papá. Él asintió. Hice un par de fotos. Hemingway incluso le pasó el brazo sobre los hombros a Paul. Yo estaba asombrado. Nunca le había visto tan amable con un desconocido; generalmente estaba taciturno y en guardia con alguien que fuera nuevo para él, pero ese día estuvo encantador. Paul es un hombre muy familiar y está muy orgulloso de su hija. Hablando de ella le comentó a Hemingway cuánto admiraba ella su obra. De pronto Papá desapareció un momento y volvió trayendo uno de sus libros, con una expresiva dedicatoria para la hija de Paul. Se había metido en una librería para comprar un ejemplar. En el viaje de vuelta a París yo seguía perplejo. Le dije a Paul:

—No he visto cosa igual que el éxito que has tenido con Papá. Que yo sepa nunca se ha portado así con nadie.

Más tarde descubrí a través de Peter Viertel lo que había pasado. Hemingway había pensado que Paul era mi jefe. Íbamos a hacer una película, y Paul era el tipo que ponía el dinero. Yo le había llevado allí y Papá consideró que era su obligación —como un favor a mí— ayudarme a pescarlo. Algún tiempo después, cuando Paul se puso a presumir, le aclaré las razones de su instantánea popularidad con Hemingway.

Evelyn y yo teníamos problemas desde hacía tiempo, debidos a mi pasión por los nimales. Tengo que reconocer que Evelyn había intentado vivir en el rancho, pero sus alergias lo hacían insoportable para ella. Mientras yo estaba en Europa en una ocasión, decidió tomar un piso para nosotros en la ciudad. Se proponía darme una sorpresa a mi regreso. En el aeropuerto me dijo que tenía que enseñarme algo especial. Habíamos hablado de que ella cogiese un piso en la ciudad, así que adiviné de qué se trataba. Aun así, no estaba preparado para lo que vi. Estaba en el edificio de lujo Shoreham, un complejo en la parte alta de Sunset Boulevard. Lo había construido Mitch Leisen, un director de cine y decorador de interiores. Paulette Goddard y Burgess Meredith tenían su piso justo encima del de Evelyn.

No podía creer lo que veían mis ojos. La decoración era blanco sobre blanco: alfombras blancas con cojines blancos encima y cortinas de raso blanco en las ventanas. En el dormitorio había un largo mostrador de cristal oscuro cubierto de frascos de exóticos perfumes y lociones de Francia y del Lejano Oriente. Evelyn había traído del rancho algunas obras de arte, pero, aparte de eso, toda la decoración era puro Mitch Leisen. Evelyn estaba muy orgullosa del piso, y feliz porque ahora nosotros íbamos a vivir aquí, en lugar de en el Valle. Afirmé que me gustaba su elección. No le dije nada de mis alergias.

Al terminar el rodaje de We Were Strangers tuvimos una gran fiesta, como es habitual, y Jennifer —que hacía el papel de China en la película— me regaló una chimpancé que se llamaba China. Sacaron a China de su jaula para la ceremonia de la presentación. Vino inmediatamente hacia mí y me abrazó. Nos adoramos a primera vista. Esto era a eso de las tres de la madrugada. Art Fellows y yo volvimos a meter a China en su jaula y nos la llevamos al piso nuevo. Evelyn estaba durmiendo cuando llegamos. Yo no podía soportar ver a China en la jaula, así que la solté. Estaba jugando y retozando cuando Evelyn nos oyó y salió.

—¿Qué es eso? —preguntó.

Las presenté oficialmente.

—¡Dios, John! ¿Qué vas a hacer con ella? ¡No puede quedarse aquí esta noche!
—Pero, Evelyn, ¿dónde se va a quedar? —dije—. No me la puedo llevar al rancho a estas horas.

Entonces intenté volver a meter a China en su jaula. Ella no quería entrar, por lo que, finalmente, tuve que hacerle una jugada sucia. La hice saltar en el aire unas cuantas veces, cosa que le encantaba, y en el último salto la eché dentro de la jaula. Pero China, que había probado el sabor de la libertad, no aceptó el juego. Puso las palmas de las manos en un lado de la jaula y las plantas de los pies en el otro y empujó. La jaula tenía barrotes de hierro, pero se abrió por las junturas. No había forma de tener a China en la jaula esa noche; ya no había jaula. Art Fellows eligió ese momento para marcharse silenciosamente.

Mi siguiente paso fue meter a China en el cuarto de baño y cerrar la puerta. Esto la enfureció. Lanzó un grito que se oiría en el centro de Los Ángeles. Claramente, yo me había convertido en su padre, su amante y su amigo del alma y no estaba dispuesta a permitir que la separaran de mí.
—Evelyn, China tiene que dormir con nosotros —dije.
—¡No será conmigo! —chilló Evelyn.

Nos cerró la puerta del dormitorio a China y a mí y poco después se marchó al piso de arriba, a casa de Paulette, donde pasó el resto de la noche.

Entonces China y yo nos fuimos a la cama y ella me rodeó con sus brazos como una recién casada. Durante el resto de la noche, oí varias veces ruidos de cristales rotos, de telas rasgadas y de golpazos y llamé a China en la oscuridad. Cada vez que la llamaba venía rápidamente y me abrazaba. Esto se repitió a lo largo de la noche, pero yo no me desperté del todo hasta por la mañana. Entonces contemplé una escena de desolación. El mostrador de cristal oscuro estaba destrozado. Los perfumes y los ungüentos eran charquitos en la alfombra. Las cortinas parecían haber sido utilizadas como trapecios; estaban arrancadas de la pared y hechas tiras. Y por todas partes había cagadas de chimpancé, incluso dentro de los cajones abiertos. La pestilencia era insoportable. No podía creer lo que un solo chimpancé había sido capaz de hacer en una sola noche. Gracias a Dios no había obras de arte en el dormitorio.

Yo estaba tumbado en la cama fumando un cigarrillo y contemplando la espantosa escena cuando se abrió la puerta. Era Evelyn, que volvía de casa de Paulette. Echó una mirada, una larga mirada, luego lanzó un alarido, dio un portazo y se volvió a marchar. Yo me quedé allí tumbado con China entre mis brazos, pensando. No tenía sentido pegarle a la mona. Así que encendí otro cigarrillo.

La puerta se abrió de nuevo. Era Evelyn, con otra cara. Ahora estaba interpretando el papel del buen perdedor; estaba demostrando su paciencia. De pronto, vi el aspecto cómico de la situación y me eché a reír. No podía contenerme. Evelyn se quedó mirándome por un minuto, confundida, luego también ella se rió, con indulgencia.

—Venga, John. Vamos a desayunar.
—De acuerdo, Evelyn. Voy a ducharme y enseguida estoy contigo.

Cuando entré a ducharme, cerré la puerta dejando fuera a China, y los chillidos comenzaron de nuevo. Sabía que continuarían indefinidamente, así que abrí la puerta. China estaba bailando una loca danza de rabia. Estaba tan frenética que de momento no me reconoció. Finalmente conseguí calmarla y la metí en la ducha conmigo. Imitó todos mis movimientos, enjabonándose debajo de los brazos y aclarándose cuando yo me aclaré. Después de nuestra ducha la sequé y salimos a desayunar. Evelyn, que a estas alturas estaba hecha a todo, empezó a mimar y a acariciar a China. Era comedia de salón: una escena entre la esposa y la amante escrita por Noel Coward. Parecía que podían llegar a hacerse amigas… hasta que Evelyn decidió que China desayunara en la cocina con la sirvienta. Evelyn la cogió de la mano. China se resistió. Cuando Evelyn tiró de ella, China le dio un mordisco en la mano que le llegó hasta el hueso. Se había acabado su tierna amistad. Llamé al médico. Hubo que cauterizarle la mano a Evelyn.

Era evidente que no había posibilidad de tener a China en el piso. Le dije a Evelyn que no podía quedarme allí por más tiempo.

—China no puede separarse de mí, por tanto tendré que vivir en el rancho con ella.
—John, creo que ya es hora de que elijas —dijo Evelyn—. China o yo.
—Evelyn, querida —dije yo—, me lo estás poniendo tan difícil…

China y yo nos trasladamos al rancho y, aunque allí estábamos mejor, ella seguía siendo un problema constante. No podía perderme de vista. Finalmente tuve que ir a Europa y me vi obligado a tomar una decisión. Puse a China en un pequeño zoo en el Valle. Cuando regresé, iba a visitarla con frecuencia. Un domingo por la tarde la dejaron en el recinto de los chimpancés para que estuviera conmigo mientras los otros chimpancés salían fuera. Se alegró de verme, pero después de los saludos, corrió a la ventana para mirar a los de su especie haciendo su actuación vespertina. China tampoco me necesitaba ya realmente.

Mientras tanto, Ricki Soma visitaba el rancho con creciente frecuencia. Después de conocernos en casa de David Selznick, empezamos a vernos mucho. Una cosa llevó a la otra, y el 10 de febrero de 1950 obtuve un divorcio mexicano de Evelyn Keyes. El 11 de febrero Ricki y yo nos casamos en La Paz, en Baja California.

Mi divorcio de Evelyn fue un desastre económico. Mi abogado no era un conocedor de las cosas más exquisitas de la vida. Le dio poco valor a nuestra colección de pintura y objetos artísticos. Desgraciadamente, yo dejé el asunto del divorcio enteramente en sus manos y me limité a firmar cualquier documento que me presentaba. Más tarde descubrí que le había dado a Evelyn no sólo todo el dinero que tenía y los bienes inmuebles que poseíamos, sino hasta el último cuadro y la mitad de mi colección de arte precolombino.

Algún tiempo después me encontré a Evelyn en un cóctel y le dije que me parecía que la colección precolombina no debía de estar dividida, sino bajo el mismo techo. La convencí de que echáramos una moneda al aire para ver quién de nosotros se llevaba la otra mitad. Ganó ella.

(Continuará...)

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