Paraíso (VIII)

Toni Morrison

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En una de las poblaciones prósperas, Steward y él observaron a diecinueve mujeres negras colocarse en los escalones del ayuntamiento. Llevaban trajes de verano de telas delicadas y suaves como no habían visto nunca. La mayoría eran de color blanco, pero había dos de color amarillo limón y uno de color salmón. Llevaban sombreritos pálidos de color beige, rosa viejo, azul pastel, que hacían resaltar los ojos grandes y brillantes de sus portadoras. Las cinturas no eran mucho más anchas que sus cuellos. Mientras reían y bromeaban, se acicalaban ante un fotógrafo que sacaba la cabeza de debajo de un trapo negro sólo para volver a esconderla. Después de posar para la foto, las señoras se separaron en pequeños grupos y caminaron cogidas del brazo mientras doblaban sus cinturas diminutas al reír. Una se colocaba el broche de otra; dos intercambiaban su bolso. Los esbeltos pies giraban y se ladeaban dentro de zapatos de piel. Su cutis, terso y luminoso bajo el sol de la tarde, los dejó sin aliento. Unas cuantas de las más jóvenes cruzaron la calle y caminaron junto a la valla, cerca, muy cerca, de donde él y Steward estaban sentados. Se dirigían hacia un restaurante situado ahí mismo. Deek oyó voces musicales, quedas, llenas de diversión y secretos, y, en su estela, una ráfaga de olor a verbena. Los gemelos ni siquiera se miraron. Sin una palabra, se pusieron de acuerdo en saltar de la valla. Mientras forcejeaban en el suelo, estropeándose el pantalón y la camisa, las mujeres negras se volvieron para mirar. Deek y Steward obtuvieron las sonrisas que buscaban antes de que Big Daddy interrumpiera su conversación y saliera del porche para agarrar a sus hijos por el fondillo del pantalón, llevarlos en volandas hasta el porche y darles un bastonazo en el trasero.

Todavía recordaba el olor a verbena con nitidez; todavía le gustaban los vestidos veraniegos, la piel tersa iluminada por el sol. Si él y Steward no hubieran saltado de la valla, se habrían echado a llorar. Así pues, entre los vívidos detalles del viaje —la pena, la terquedad, la astucia, la riqueza—, la imagen que Deek guardaba de las diecinueve mujeres veraniegas era distinta de la del fotógrafo. Su recuerdo era en tonos pastel, y eterno.


La mañana siguiente a la reunión celebrada en la iglesia del Calvario, satisfecho por el número de aves cazadas y, más que cansado, estimulado por haber dormido poco, decidió inspeccionar el horno antes de abrir el banco. De manera que, al llegar a Central Avenue, giró hacia la izquierda en lugar de hacerlo hacia la derecha y pasó por delante de la escuela, situada al oeste, ante la tienda de comestibles de Ace, la de muebles y electrodomésticos de Fleetwood, y varias casas situadas al este. Cuando llegó al horno, lo rodeó. Con la excepción de unas latas de refrescos y algún papel que se había escapado del cubo de la basura, no había nada en el lugar. Ningún puño. Ningún chico ocioso. Tendría que hablar con Anna Flood, ahora dueña de la tienda de Ace, para que fuera a limpiar las latas y la basura procedente de compras hechas en su tienda. Eso era lo que Ace, su padre, acostumbraba a hacer. Barría aquel lugar como si de su propia cocina se tratara: por dentro, por fuera y, si se le hubiera permitido, habría barrido la calle. Cuando volvía hacia Central Avenue, Deek vio el destartalado Ford de Misner aparcado frente a la tienda de Anna. Más adelante, a la izquierda, un grupo de alumnos recitaba un poema que él también había aprendido de memoria, aunque le bastó con oír una sola vez los versos de Dunbar para recordarlos siempre. Cuando él y Steward se alistaron, tuvieron que aprender muchas cosas, desde cómo anudarse la corbata del uniforme hasta el modo de preparar la mochila. Y, como en la escuela de Haven, habían sido los primeros en entenderlo todo, en recordarlo todo. Sin embargo, nada de aquello era tan bueno como lo que habían aprendido en casa, sentados en el suelo de una habitación iluminada por el fuego que ardía en la chimenea, escuchando historias de la guerra; historias de grandes migraciones, de quiénes las hicieron y quiénes no; de los fracasos y triunfos de hombres inteligentes, de su miedo, su valor, su confusión; historias de amor profundo y permanente. Todas estaban en el libro que tenían. Cubiertas negras con letras doradas; las páginas, más delgadas que las hojas jóvenes, que los pétalos. El lomo deshilachado hasta dejar a la vista el interior en la parte superior, las esquinas con la piel fina y desgastada. Las grandes palabras, que al principio resultaban extrañas, se hicieron familiares y, cuanto más las oían, más suyas las hacían y más peso e hipnótica belleza adquirían.

Mientras Deek circulaba hacia el norte por Central Avenue, esa calle y las laterales le parecían tan satisfactorias como siempre. Casas silenciosas, blancas y amarillas, llenas de actividad; y, en ellas, elegantes mujeres negras dedicadas a tareas útiles; armarios ordenados sin excesos ni mezquindades; la ropa limpia, lavada y planchada a la perfección; buena carne sazonada y preparada para asar. Y ni por un momento permitiría que K. D. o la ociosidad de los jóvenes alterara esa imagen.

Era todo muy distinto de los primeros tiempos de Haven, y su abuelo se habría burlado de sus comodidades: podían comprar propiedades con dólares en efectivo, en lugar de tener que trabajar durante años para conseguirlas. Se habría sentido azorado ante unos nietos que trabajaban doce horas durante cinco días a la semana, en lugar de las dieciocho o veinte horas diarias que la gente de Haven había necesitado en otros tiempos sólo para sobrevivir; hombres que no cazaban codornices por diversión, sino apremiados por la necesidad de sentar a una mujer y ocho hijos a la mesa sin sentirse avergonzados. Y sus ojos fríos y legañosos habrían mirado con recelo el horno, que ya no era un lugar de reunión para informar sobre lo que se había hecho o lo que se necesitaba; sobre enfermedades, nacimientos, muertes, idas y venidas. El horno que había presenciado cómo los bautizados entraban en la vida santa, ahora se limitaba a contemplar a los jóvenes perezosos. Dos de los hijos de Sargeant, tres de Poole, dos de Scawrigth, dos de Beauchamp, un par de DuPres, las hijas de Sue y de Pious. Incluso Arnette y la hija única de Pat Best se entretenían por ahí. Y todos ellos deberían estar en otro sitio cortando leña, haciendo conservas, zurciendo, recolectando. Los ladrillos del horno que, uno por uno, habían oído cantar acordes glorificando Su nombre, ahora se veían sometidos a la música de la radio, música grabada, música que ya estaba muerta cuando se filtraba a través del cable negro que llegaba desde la tienda de Anna hasta el horno, como si fuera una serpiente. Pero su abuelo también habría estado contento. Los adultos y los niños ya no se reunían por las noches para garrapatear letras y números con guijarros en trozos de pizarra, para aprender a leer de los que sabían, porque también había una escuela. No era tan grande como la que habían construido en Haven, pero estaba abierta durante ocho meses al año y no tenían que mendigar dinero al estado para mantenerla. Ni un centavo.

Y, exactamente como había predicho Big Papa, si permanecían juntos, si trabajaban, rezaban y se defendían juntos, nunca serían como Down, Lexington, Sapulpa o Gans, donde las personas de color se habían visto expulsadas de la noche a la mañana. Ni tampoco estarían entre los muertos y mutilados de Tulsa, Norman, Oklahoma City, por no hablar de las víctimas de las palizas injustificadas, de los asesinatos y la despoblación generada por los incendios provocados. Exceptuando alguna grieta aquí o allá, en Ruby todo estaba intacto. Era ocioso preguntarse si había sido un error trasladar el horno; si se necesitaba su suelo original como cimiento para obtener el respeto y el sano uso que le correspondía. No. No, Big Papa. No, Big Daddy. Hicimos lo que había que hacer.

Deek se tranquilizó con más empeño que confianza, porque cada vez se sentía más inquieto por Soane. No era nada en concreto, sólo la sensación de estar perdiendo terreno. Compartía su tristeza, creía sentir la pérdida de sus hijos de modo tan profundo e intenso como ella, aunque él sabía más cosas. Él, como la mayoría de los Morgan, había luchado en la guerra, lo que equivalía a decir que había visto la muerte en directo. La había visto cuando era infligida a otros; cuando él la infligía a otros. Sabía que los cadáveres no caían al suelo, que la mayoría volaba en pedazos y que lo que les habían enviado en aquellos ataúdes, lo que recogieron en el andén de Middleton era un montón de trozos que pesaba la mitad de lo que correspondía a un chico de diecinueve años. Easter y Scout estaban en unidades integradas, y si Soane pensaba en ello podría considerarse afortunada al saber que todo lo que faltara o sobrase era de hombres negros: una cortesía y una norma que el personal sanitario intentaba aplicar por miedo a añadir un muslo y un pie blancos a una cabeza negra. Si Soane sospechara lo probable… Lamentaba haber metido la pata mientras tomaba café y haber mencionado algo que Roger era incapaz de hacer. No quería que imaginase siquiera la pregunta que le había formulado a Roger: primero con Scout, después con Easter: ¿todos los trozos son negros? Cuando lo que quería decir era, si no lo son, tira los trozos blancos. Roger le garantizó la homogeneidad racial y los regios ataúdes fueron tanto muestra de la gratitud de Morgan como un bálsamo para Soane. Con todo, el vestigio de aquella pérdida parecía ir acumulándose de un modo que no lograba controlar. Desconfiaba de la medicina que tomaba y, desde luego, desconfiaba del origen de ésta. Pero no podía reprochar nada a su conducta. Era tan bonita como podía serlo una mujer buena; llevaba bien su hogar y hacía buenas obras en todas partes. De hecho, era más generosa de lo que él quisiera, pero eso apenas constituía un motivo de queja. No podía hacerse nada. Soane llevaba la carga de la pérdida de dos hijos; él, de todos los hijos. Puesto que su gemelo no tenía descendencia, los Morgan habían llegado al final de su línea sucesoria. Bueno, sí, estaban los hijos de Elder: una bandada que se posaba en cualquier sitio, excepto en casa, algunos de los cuales iban de visita a Ruby durante una semana que terminaban abreviando, deseosos de marcharse de una paz que encontraban aburrida, una laboriosidad que les parecía tediosa y un calor que les resultaba ofensivo. De manera que era inútil pensar siquiera en ellos como parte del linaje legítimo de los Morgan. Él y Steward eran herederos más auténticos, y ahí estaba la población de Ruby como prueba de ello. ¿Quiénes que no fuesen los herederos adecuados habrían repetido exactamente lo que Zechariah y Rector habían hecho? Sin embargo, dado que parte de la obligación consistía en multiplicarse, no resultaba sencillo aceptar que K. D. era la única manera de hacerlo. K. D., hijo de una hermana y del paisano al que la entregaron. Estaba acostumbrado a que cada vez que pensaba en ella se le hiciese un nudo en el pecho. Ruby. Aquella muchacha dulce, sencilla, que él y Steward habían protegido durante toda su vida. Se puso enferma en el transcurso del viaje; pareció curarse, pero recayó de nuevo rápidamente. Cuando resultó evidente que necesitaba que la viese un médico, no hubo manera de encontrarlo. La llevaron en coche a Demby, y de ahí hasta Middleton. A la gente de color no se les permitía la entrada en las salas hospitalarias. Ningún médico quería atenderlos. Cuando llegaron al segundo hospital, había perdido el control y la conciencia. Murió en el banco de la sala de espera mientras la enfermera buscaba un médico que la examinase. Cuando los hermanos se enteraron de que en realidad la enfermera había estado intentando encontrar un veterinario, cogieron en brazos a su hermana muerta y lloraron durante todo el camino de regreso a casa. Ruby fue enterrada, sin que se beneficiara de ello ninguna funeraria, en un bonito rincón del rancho de Steward, y fue entonces cuando llegaron a un acuerdo. Una plegaria en forma de trato, ni más ni menos que con Dios, que Él pareció cumplir hasta 1969, cuando Easter y Scout fueron enviados a casa. Después de eso, entendieron mucho mejor los términos y las condiciones del trato.

Quizás, en 1970, hubiesen cometido un error al desanimar a K. D. y a la hija de Fleet. Estaba embarazada, pero, si esto era cierto, tras una breve estancia en ese convento seguro que había dejado de estarlo. A los tíos de K. D. les preocupaba la descendencia de los Fleetwood y, además, había otras candidatas adecuadas. Pero K. D. seguía tonteando con una de las perdidas que vivía allí donde la entrada al infierno era amplia, y había llegado la hora de comunicarle que no todos los burdeles tenían una luz roja en la ventana.

Había frenado delante del banco cuando advirtió delante de él la presencia de una figura solitaria. La reconoció de inmediato, pero aun así la miró atentamente porque, en primer lugar, no llevaba prenda de abrigo y, en segundo lugar, hacía seis años que no la veía fuera de su casa.

Central Avenue tenía cinco kilómetros bien nivelados de asfalto, empezaba en el horno y terminaba en la tienda de alimentación y semillas de Sargeant. Las cuatro calles laterales, situadas al este de la avenida, debían su nombre a los Evangelios.

Cuando fue necesario construir una quinta calle, se llamó St. Peter. Más tarde, a medida que Ruby crecía, fueron abriéndose calles al oeste de Central Avenue, y aunque estas nuevas calles eran prolongaciones de las del este, situadas al otro lado de la avenida, se les adjudicaron nombres secundarios. De manera que a St. John Street, situada al este, le correspondía la Cross John Street al oeste. St. Luke se convenía en Cross Luke. A todo el mundo le gustó la sensatez de la idea, especialmente a Deek, y había sitio para más casas (financiadas, en caso de ser necesario, por el banco de los hermanos Morgan), en los solares y los terrenos situados tras las ya construidas.

La mujer que Deek estaba contemplando parecía haber salido de Cross Peter Street y dirigirse hacia la tienda de Sargeant, pero no se detuvo allí, sino que caminó decididamente hacia el norte, donde Deek sabía que no había nada en veintisiete kilómetros. ¿Qué hacía Sweetie, la más dulce de las muchachas, llamada así por su carácter, caminando sin abrigo en una gélida mañana de octubre, tan lejos de su casa, de la que no salía desde 1967?

Un movimiento en el retrovisor atrajo su atención, y reconoció el pequeño camión rojo que venía del sur del país. Su conductor seguramente era Aaron Poole, que llegaba tarde, como Deek había previsto, para hacer efectivo el último pago de su préstamo. Tras sopesar la posibilidad de dejar que Poole esperara y seguir adelante para pillar a Sweetie, Deek apagó el motor. July, su empleado y secretario, no llegaría hasta las diez. El banco de una población buena y seria jamás debía abrir con retraso.


—Mira. Mira, lo dijo Anna Flood.

El sedán de Deek pasaba lentamente por delante de su tienda tras rodear el horno.

—¿Por qué tendrá que rondar de esta manera?

Richard Misner levantó la vista de la estufa de leña.

—Sólo está mirando si todo va bien —dijo, y siguió preparando el fuego—. Está en su derecho, ¿no? Es como si el pueblo fuera suyo, ¿no? Suyo y de Steward.
—No. Pueden actuar como si lo fuera, pero no lo es.

A Misner le gustaba el fuego bien vivo y así sería el que estaba preparando.

—Bueno, lo fundaron, ¿no?
—¿Quién te ha contado eso? —Anna se apartó de la ventana y se dirigió hacia la escalera trasera que llevaba a su piso. Puso una cacerola con restos de carne y cereales bajo la escalera. La gata, a la cual la maternidad había convertido en una fiera, le lanzó una mirada de advertencia—. Esta ciudad la fundaron quince familias. Quince, no dos. Uno de los fundadores fue mi padre; otro, mi tío…
—Ya sabes a qué me refiero —la interrumpió Misner.

Anna escudriñó la oscuridad, intentando ver la caja donde estaban los gatitos.

—No, no lo sé.
—El dinero —dijo Misner—. Los Morgan tenían el dinero. Podría decirse que financiaron el pueblo, no que lo fundaron.

La gata no comería si la miraba, de manera que Anna desistió de echar un vistazo a los gatitos y volvió junto a Richard Misner.

—En esto también te equivocas. Todo el mundo arrimó el hombro. La idea del banco sólo fue una manera de hacerlo. Las familias compraron acciones en lugar de limitarse a hacer depósitos que podrían gastarse en cualquier momento. De esta manera, su dinero estaba a salvo.

Misner asintió y se secó las manos. No quería volver a discutir. Anna se negaba a entender la diferencia entre invertir y cooperar. Igual que se negaba a creer que la estufa de leña calentara más que su pequeña estufa eléctrica.

—Los Morgan tenían los recursos, eso es todo —prosiguió ella—. Del banco de su padre, en Haven. Mi abuelo, Able Flood, era su socio. Todo el mundo lo llamaba Big Daddy, pero su verdadero nombre era…
—Ya lo sé, ya lo sé. Rector. Rector Morgan, conocido también como Big Daddy. Hijo de Zechariah Morgan, a quien toda la cristiandad llamaba Big Papa. —A continuación citó una frase que a los ciudadanos de Ruby les gustaba repetir—: «El banco de Rector fracasó, pero él no».
—Es cierto. El banco tuvo que cerrar a principio de los años cuarenta, pero no liquidó. Quiero decir que tenían suficiente para que todos pudiéramos empezar de nuevo. Ya sé lo que estás pensando, pero no se puede decir que las cosas no fueron bien. Aquí la gente prospera. Todo el mundo.
—Todo el mundo prospera a base de créditos, Anna. No es lo mismo.
—¿Y qué?
—¿Qué pasa cuando desaparece el crédito?
—No puede desaparecer. Nosotros no pertenecemos al banco, sino que el banco nos pertenece a nosotros.
—Vamos, Anna. No lo ves, ¿verdad? No lo entiendes.

A Anna le gustaba su cara incluso cuando humillaba a la gente que ella quería. Por ejemplo, a Steward, a quien parecía despreciar. Fue Steward quien le enseñó la lección del escorpión. Un día, cuando Anna tenía cuatro años, estaba sentada en el nuevo porche de la tienda de su padre —corría el año 1954 y todo el mundo estaba construyendo algo—, cuando un grupo de hombres, entre los que se encontraba Steward, ayudaba a Ace Flood, su padre, a terminar de colocar las repisas. Estaban dentro, descansando tras una comida rápida, mientras Anna se dedicaba a desbaratar el camino que trazaban las hormigas en los escalones: introducía obstáculos a su paso, las observaba trepar sobre el filo de una hoja y seguir como si la montaña verde fuera una parte inevitable de su viaje. De repente, un escorpión salió disparado hacia sus pies descalzos y ella entró corriendo en la tienda, con los ojos desorbitados. La conversación se interrumpió mientras los hombres ponderaban aquella irrupción infantil, y fue Steward quien la cogió en brazos y le quitó el miedo al preguntarle: «¿Qué te pasa, bonita?». Anna abrazó a Steward, quien le explicó que el escorpión levantaba la cola porque estaba tan asustado de ella como ella de él. En Detroit, cuando veía a aquellos policías con cara de niños manejar armas, se acordaba de la rígida cola del escorpión. En una ocasión, le preguntó a Steward cómo era ser gemelo.

—No podría decirlo —contestó él—, porque nunca he sido uno solo, pero supongo que uno se siente más completo.
—¿Como si nunca pudieras estar solo?
—Bueno, sí, algo así, pero más bien… superior.

Cuando Ace murió, ella volvió a Ruby, y estaba a punto de venderlo todo —la tienda, el piso, el coche, todo— y regresar a Detroit, cuando él llegó al pueblo, solo, al volante de su destartalado Ford. Era pastor de la iglesia del Calvario.

Anna cruzó los brazos sobre el mostrador de madera.

—Soy dueña de esta tienda. Mi padre murió, es mía. No pago alquiler. Nada de hipotecas. Sólo impuestos, los municipales. Compro cosas; vendo cosas; el beneficio es mío.
—Tienes suerte. ¿Y qué pasa con las granjas? Imagina que la cosecha va mal, pongamos, durante dos años seguidos. ¿La vieja señora Sands o Nathan DuPres irán a recuperar sus acciones? ¿Las ofrecerán como garantía para un préstamo? ¿Se las venderán al banco? ¿Qué harán?
—No sé lo que harán, pero lo que sé es que el banco no gana nada si ellos las pierden. De manera que les darían dinero para que compraran más semillas, guano, lo que fuera.
—Quieres decir que les prestarían dinero.
—Estás haciendo que me duela la cabeza. Tal vez eso sea cierto en el lugar de donde vienes, pero Ruby es diferente.
—Eso espero.
—Lo es. Si se está cociendo algún problema, estoy segura de que no tiene nada que ver con el dinero.
—Bien, ¿y cuál es?
—Es difícil de imaginar, pero no me gusta la cara de Deek cuando examina el horno. Ahora lo hace cada nuevo día que el Señor nos da. Es como si en lugar de asegurarse de que todo va bien, estuviese a la caza. Sólo son niños.
—Esa pintada asustó a mucha gente.
—¿Por qué? ¡No era más que un dibujo! ¡Ni que hubieran quemado una cruz! — Enfadada, se puso a pasar un trapo por las jarras, la parte delantera de las cajas, la nevera de los refrescos—. Debería hablar con los padres en lugar de ir detrás de los chicos como si fuera el sheriff. Los chicos necesitan algo más que lo que hay aquí.

Misner estaba totalmente de acuerdo. Desde el asesinato de Martin Luther King, se habían jurado nuevos compromisos, se habían introducido leyes, pero en su mayor parte eran decorativas: estatuas, nombres de calles, discursos. Era como si, tras empeñar algo valioso, hubiera perdido el resguardo. Destry, Roy, Little Mirth y los demás buscaban precisamente eso. Quizás el pintor del puño también lo estuviese buscando. En cualquier caso, si no encontraban el resguardo siempre podían entrar a la fuerza en la casa de empeños. La pregunta fundamental era quién lo había empeñado y por qué.

—Me has contado que te marchaste por ese motivo, no había nada que hacer, pero nunca me has dicho por qué volviste.

Anna no estaba dispuesta a explicárselo, de manera que le habló de lo que ya sabía.

—Sí, bueno, pensaba que tal vez me fuese bien en el Norte, que haría algo interesante. Pero no sé, todo era hablar y dar vueltas. Me sentía confusa. De todas maneras, no me arrepiento de haber pasado una temporada allí, aunque no saliera bien.
—Bien, fuera cual fuese el motivo, me alegro de que no saliera bien —dijo él, acariciándole la mano.

Anna correspondió a su caricia.

—Estoy preocupada —dijo—. Por Billie Delia. Se nos tiene que ocurrir alguna cosa, Richard. Algo más que concursos de canto coral y clases sobre la Biblia, premios para las verduras más grandes y fiestas para niños…
—¿Qué le pasa?
—No lo sé. Vino hace un tiempo y enseguida me di cuenta de que le pasaba algo, pero el camión con la mercancía llegaba tarde y hablé poco con ella.
—¿Y qué significa todo eso?
—Se ha ido. O al menos eso creo. Nadie la ha visto.
—¿Y qué dice su madre?

Anna se encogió de hombros.

—Es difícil hablar con Pat. Kate le preguntó sobre Billie Delia, no la había visto en los ensayos del coro. ¿Y sabes qué contestó? Pues con otra pregunta —Anna imitó la voz suave y fría de Pat Best—: «¿Y para qué necesitas saberlo?». Ella y Kate son amigas.
—¿Crees que va a meterse en algún lío? No es posible que desaparezca sin que nadie sepa adónde ha ido.
—No sé qué pensar.
—Habla con Roger. Él debería saberlo. Es su abuelo.
—Yo no voy a preguntárselo. Hazlo tú.
—Dime, ¿qué pasa con Roger? Llevo casi tres años aquí y no logro entender por qué la gente se queda paralizada delante de él. ¿Es por lo de la funeraria?
—Probablemente. Eso y…, bueno, «preparó» a su mujer, no sé si me entiendes.
—Ah.
—Da que pensar, ¿no?
—De todos modos…

Permanecieron callados durante un momento, pensando en ello. Después, Anna rodeó el mostrador y se detuvo delante de la ventana.

—¿Sabes?, siempre aciertas con el tiempo. Es la tercera vez que no te creo y me equivoco.

Misner se acercó a ella. Bastaba tocar el cristal para comprobar que la temperatura había descendido repentinamente a casi diez bajo cero.

—Adelante, enciéndela —dijo ella, riendo feliz de equivocarse si eso hacía que el hombre que adoraba tuviera razón.

Otras mujeres de la iglesia reprobaban el obvio interés que él sentía por ella —por ella y nadie más—, y Pat Best disimulaba con habilidad el interés que sentía por él. Sin embargo, Anna pensaba que tal vez aquello ocultara algo más que los planes que habían hecho para aquel hombre guapo e inteligente y sus diversas hijas y sobrinas. Estaba segura de que parte de la desaprobación se debía a que llevaba el cabello sin alisar. Cielo santo, las conversaciones que se había visto obligada a mantener cuando volvió de Detroit. Investigaciones invasoras, tontas, extrañas. Se sentía como si estuvieran discutiendo sobre el vello de su pubis o sus axilas. Si hubiera recorrido la calle completamente desnuda, sólo habrían hablado de su cabello. El tema suscitaba más pasión, provocaba más opiniones y rabia que la prostituta que Menus había llevado a su casa desde Virginia. Habría terminado por estirárselo de nuevo —no se trataba de un cambio permanente ni de una declaración de principios— si no hubiera sido porque le sirvió para aclarar mucho las cosas en un momento en que se sentía confusa. Gracias a ello distinguió rápidamente a los amigos de quienes no lo eran, reconoció a los bien educados, los groseros, los amenazados, los inseguros. A Dovey Morgan le gustó; Pat Best lo encontró horrible; Deek y Steward negaron con la cabeza; a Kate Golightly le gustaba y la ayudaba a mantenerlo bien peinado; el reverendo Pulliam le dedicó un sermón entero; K. D. se echó a reír al verlo y los jóvenes, a excepción de Arnette, lo admiraban. Tenía la sensación de que su cabello registraba, como si fuera un contador Geiger, la tranquilidad o la intensidad de un desorden profundo y ruidoso.

El fuego, que olía maravillosamente, atrajo a la madre gata, que se enroscó delante de la estufa, aunque sus ojos permanecían vigilantes ante los depredadores, fueran humanos o de cualquier otro tipo.

—Voy a hacer un poco de café —dijo Anna, mirando hacia las nubes situadas sobre el Sagrado Redentor—. Esto podría ir en serio.

La fe de Ace Flood era de las que mueven montañas, de manera que había construido su tienda para que durara. De piedra arenisca. Más sólida que algunas iglesias. En el piso superior, cuatro habitaciones para su familia; en la planta baja, un amplio almacén, un dormitorio diminuto y una zona dedicada a la venta, de cuatro metros y medio de altura, llena de estantes, latas, cajas y cajones. Las ventanas eran del tamaño normal para una casa: no quería ni necesitaba un escaparate; nada de gran cristalera para mirar dentro. Que la gente entrara a ver lo que tenía. No tenía mucha variedad, pero tenía mucho almacenado. Antes de morir, vio que su tienda dejaba de ser un servicio necesario en Ruby y se convertía en un negocio dirigido a las personas leales a artículos concretos, aunque éstas se quejaban de sus precios y cada vez más tendían a ir en camioneta a Demby para comprar mercancías más baratas (y mejores). Anna lo cambió todo. Lo que ahora le faltaba a la tienda de Ace en cuestión de cantidad de mercaderías almacenadas lo había ganado en variedad y estilo. Cuando hacía frío, ofrecía café, y, en los días de calor, té helado. Había puesto dos sillas y una mesita para que los mayores y los que acudían en coche desde las granjas descansaran un rato. Y como los adultos ya no frecuentaban el horno situado junto a la tienda —excepto para los acontecimientos especiales—, preparaba comida para los jóvenes que solían reunirse allí. Les ofrecía empanadas hechas por ella, fabricaba sus propios caramelos, que vendía junto con los que traía de Demby. Tenía tres clases de refrescos, en lugar de una. En ocasiones vendía los pimientos, negros como las profundidades de una mina de carbón, que cultivaban en el convento. Guardaba el queso casero en la nevera, como su padre, junto con la mantequilla y el tocino locales. Pero la comida en lata, las judías secas, el café, azúcar, jarabe, levadura, harina, sal, salsa de tomate, productos de papel —todo aquello que nadie quería o podía fabricar en casa— ocupaban el espacio que Ace Flood dedicaba a las telas, zapatos de trabajo, herramientas ligeras y queroseno. Ahora, la tienda de alimentación y semillas de Sargeant vendía zapatos, herramientas, queroseno, y la droguería de Harper agujas, hilo, medicamentos, productos obtenibles sólo con receta, compresas, artículos de papelería y tabaco, excepto Blue Boy. A Steward se lo traía Ace, y no estaba dispuesto a cambiar de costumbres.

En las manos de Anna, la tienda de Ace creció en variedad, comodidad y flexibilidad. Al dejar que, los sábados, Menus cortara el pelo en la parte trasera, las ventas incidentales subieron. Como tenía un buen cuarto de baño en la planta baja, los que lo utilizaban se sentían obligados a convertirse en clientes antes de salir de la tienda. Las mujeres del campo pasaban a tomar licor de menta al salir de la iglesia; los hombres iban a comprar bolsas de pasas. Invariablemente, cogían algo más de los estantes.

La satisfacción que le producía el fuego de Richard hizo que sonriera. Pero no podía ser la esposa de un pastor. Nunca. Bueno, él tampoco se lo había pedido, de manera que se limitó a disfrutar del calor de la estufa, de la vista de su nuca, de la presencia de los gatitos.

Al cabo de un rato, llegó una furgoneta y aparcó tan cerca de la tienda que tanto Misner como Anna vieron la fiebre en los ojos azules del bebé. La mujer se puso al niño sobre el hombro y le acarició el cabello amarillo. El conductor, un hombre de unos cuarenta años, vestido de ciudad, bajó y abrió la puerta de la tienda de Anna.

—Buenas, ¿cómo están?
—Bien, ¿y usted?
—Me parece que me he perdido. Hace más de una hora que intento encontrar la carretera 18 oeste. —Miró a Misner y sonrió a modo de excusa por haber violado la regla masculina de no preguntar nunca una dirección—. Mi mujer me ha hecho parar.
—Está lejos, hacia el lugar de donde vienen —le informó Misner, mirando la matrícula de Arizona—, pero puedo decirles cómo se va.
—Se lo agradezco. Se lo agradezco —dijo el hombre—. Supongo que no hay ningún médico por aquí, ¿no?
—No. Tienen que ir a Demby.
—¿Qué le pasa al niño? —preguntó Anna.
—Vomita. Tiene fiebre. Llevamos muchas cosas, pero ¿quién se acuerda de llevar aspirinas o jarabe para la tos cuando va a hacer un viaje breve como éste? Uno nunca se acuerda de todo, caramba.
—¿El niño tiene tos? No me parece que necesite jarabe para la tos. —Anna escudriñó a través de la ventana—. Dígale a su mujer que entre, hace frío.
—En la droguería encontrará aspirinas —dijo Misner.
—No he visto ninguna droguería. ¿Dónde está?
—Han pasado por delante, pero parece una casa normal.
—¿Y cómo voy a dar con ella? Por lo que veo, las casas no tienen números.
—Dígame lo que quiere y yo iré a buscárselo. Dígale a su mujer que entre con el niño. —Misner cogió el abrigo.
—Aspirinas y jarabe para la tos. Se lo agradezco. Voy a buscar a mi mujer.

El portazo hizo vibrar las tazas de café. El hombre volvió a la furgoneta; Misner se marchó en su desvencijado Ford. Anna pensó en preparar unas tostadas con canela. El pan de calabaza ya debía de estar seco. Ojalá tuviera un plátano muy maduro —el niño parecía estreñido—; lo aplastaría con un poco de compota de manzana.

El hombre regresó negando con la cabeza.

—Dejaré el motor en marcha. Dice que se queda.

Anna asintió.

—¿Van muy lejos?
—A Lubbock. Oiga, ¿el café está caliente?
—Sí, ¿cómo lo quiere?
—Solo y con azúcar.

Había tomado dos sorbos cuando sonó la bocina de la furgoneta.

—Mierda. Perdón —se disculpó.

Cuando volvió, compró regaliz, mantequilla de cacahuete, galletas y tres paquetes de Royal Crown, y le llevó todo a su mujer. Después regresó para terminar el café, que sorbió en silencio mientras Anna atizaba el fuego.

—En cuanto llegue a la carretera, será mejor que se dé prisa. Se acerca una tormenta de nieve.

Él se echó a reír.

—¿Una tormenta de nieve? ¿En Lubbock, Tejas?
—Todavía no están en Tejas —le informó Anna.

Miró por la ventana y vio que se acercaban dos figuras; Misner abrió la puerta con el hombro y Steward entró detrás de él.

—Aquí tiene —dijo Misner, entregándole los frascos. El hombre los cogió y salió corriendo hacia el coche. Misner lo siguió para indicarle el camino.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó Steward.
—Unas personas que se han perdido. —Anna le tendió una lata de Blue Boy.
—¿Personas perdidas o blancos perdidos?
—Vamos, Steward, por favor.
—Es muy distinto, Anna. Muy distinto. ¿No es verdad, reverendo?

Misner regresó a la tienda.



(Continuará…)

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