John Huston

Capítulo 13
Yo había decidido que mi próxima película, Cayo Largo, sería la última para la Warner Brothers. No sólo estaba enojado porque en 1946 Jack Warner se había negado a permitirme dirigir una película basada en la obra de O’Neill A Moon for the Misbegotten, sino que estaba insatisfecho con el estudio en general. El ambiente del lugar estaba cambiando. Su gran período innovador declinaba, si es que no había pasado ya. Hal Wallis se había marchado, y Henry Blanke tenía las manos atadas por el estudio. Se había convertido en uno de los productores mejor pagados de Hollywood y cuando hubo que renovar su contrato, los Warner le presionaron para que aceptase una reducción. Él se negó y desde entonces se dedicaron a hacerle la vida imposible. No era sólo mi mentor, sino un buen amigo, y me disgustaba verle aguantar un hostigamiento mezquino, únicamente por el dinero. Se portaron indignamente con él, pero él se avino a ello al negarse a dejar el estudio. En este estado de ánimo y en estas desafortunadas circunstancias, comencé a trabajar en Cayo Largo.
El productor era Jerry Wald. Me puso a Richard Brooks para que me ayudara con el guión, y nos fuimos a los cayos —mi primera visita allí— para escribirlo. Evelyn y la mujer de Dick, Harriet, nos acompañaron. Llegamos fuera de temporada y no había ningún sitio adecuado donde alojarnos, pero finalmente descubrimos un pequeño hotel que tenía un aspecto atractivo y convencimos a los dueños de que lo abrieran para nosotros antes de que empezara la temporada. Apenas habíamos empezado a trabajar cuando trajeron una mesa de dados, una ruleta y una mesa de blackjack. A partir de ese momento, cuando Dick y yo no estábamos escribiendo, yo estaba jugando.
Tenía una mala racha y perdía más de lo que podía permitirme, así que un día fui al dueño y le dije que me diera otros mil dólares en fichas y se había terminado.
—A partir de ahora —le dije— nada más.
Me dio las fichas y las perdí rápidamente. Volví a verle.
—Bueno, olvídese de lo que le dije. Déme otros mil.
—¡No puedo hacerlo! Cuando uno se fija un límite, ¡hay que mantenerlo!
Me enfadé. Él tenía toda la razón y yo ninguna, pero me sentó muy mal y desde ese momento apenas le hablé. Me porté como un imbécil en este asunto.
No obstante, el que me negara más crédito fue una suerte en realidad. Me puse a trabajar en el guión en serio.
Estábamos en el comedor la noche antes de nuestra partida y el dueño y su mujer estaban cenando con unos invitados en una mesa cercana. Le oí decir algo acerca de la Inmaculada Concepción, y yo me lancé sobre eso como un perro de presa.
—¿Sabe usted lo que la expresión «Inmaculada Concepción» significa? — pregunté.
El dueño se volvió hacia mí.
—Claro, significa que María tuvo a Jesús sin…, ya me entiende…, sin haber sido tocada por un hombre.
—No tiene usted ni idea de lo que está hablando —dije, deliberadamente ofensivo —. La Inmaculada Concepción no tiene que ver nada con el nacimiento de Cristo.
El dueño se rió despectivamente y me discutió. Cuando terminó de exponer sus argumentos, le dije:
—Le apuesto quinientos dólares a que está equivocado.
Él aceptó y llamamos al obispo de Florida. Era tarde, pero monseñor se puso al teléfono, escuchó nuestros argumentos y dijo:
—La Inmaculada Concepción no tiene que ver nada con el nacimiento de Cristo. Se refiere al hecho de que María nació sin pecado original.
Luego nos dijo cuándo se proclamó ese dogma.
El dueño me pagó los 500 dólares de la apuesta y con ellos volví a la mesa de dados y recuperé casi todo lo que había perdido. Dick, que también había perdido mucho, siguió mi ejemplo y recuperó, igualmente, la mayor parte de sus pérdidas.
Tal y como Brooks y yo lo escribimos, Cayo Largo tenía una línea dramática más fuerte que la obra de teatro original de Maxwell Anderson, escrita en la década de los treinta, y además la actualizamos. Las grandes esperanzas y el idealismo de los años de Roosevelt se iban desvaneciendo y el hampa representada por Edward G. Robinson y sus secuaces había entrado de nuevo en acción, aprovechándose de la apatía social. Convertimos esto en el tema de la película.
Robinson aceptó el papel del gángster Johnny Rocco con cierta resistencia. Nunca le había gustado la imagen del gángster. Era como si él mismo hubiera sido realmente un gángster y estuviera ansioso por reformarse; puede que esta actitud mental fuera una de las razones que le impulsaban a coleccionar obras de arte. Creo que lo que más recuerda la mayoría de la gente de Cayo Largo es la escena de la presentación, con Eddie en la bañera con un puro en la boca. Parecía un crustáceo sin su concha.
Dado que la mayor parte de la acción transcurría en un hotel de vacaciones, pudimos hacer casi toda la película en los estudios de la Warner Brothers. En Florida tomamos unos cuantos planos de ambiente. Ese año fue nominada para el Óscar a la mejor película, y Claire Trevor obtuvo el de la mejor actriz secundaria. Bogie, Lauren Bacall y Lionel Barrymore hacían buenas interpretaciones. Me gustó especialmente trabajar con Lionel. Un día me dijo que atribuía el triste final de su hermano John al hecho de que se había traído de unas vacaciones en Alaska un poste totémico y lo había colocado en su jardín. Hasta entonces a John todo le salía bien. Pero a partir de ese momento su suerte cambió. Lionel estaba convencido de que ello se debía por completo al poste totémico. John había manejado este objeto sagrado de una manera despreocupada, enojando así algún dios esquimal.
Más o menos por esa época conocí a Billy Pearson. Quizá no nos hubiéramos conocido nunca de no ser por un caballo loco y porque yo colecciono arte precolombino.
Yo tenía una pequeña cuadra de buenos caballos de carreras en California. Liz Whitney me inició con una yegua llamada Ninguna Ganga, que no cumplía los requisitos de Liz porque metía una pezuña hacia dentro. Liz prácticamente me la regaló, y yo estaba encantado de tener una yegua de tanta calidad. Ninguna Ganga era hija de Caledonio y de Omaha, de buena raza, y tenía un historial de carreras bastante bueno. Se consideraba que hubiera sido aún mejor si no hubiera tenido ese defecto en la pezuña. Ninguna Ganga era una yegua de velocidad y yo la crucé con otro caballo de velocidad de California, Lassiter, y de ese cruce nació la potranca Moza Ganga. Lo único que saqué de Ninguna Ganga fue un ganador.
Yo siempre había poseído un caballo cuando las circunstancias me lo permitían, pero ésta era mi primera aventura con puras razas. Poco después, mis caballos comenzaron a participar en carreras. Compré otras yeguas y continué aumentando la cuadra. Obtuve premios a los mejores sementales en California, incluyendo a Alabi y a Khaled. Tuve un ganador tras otro. No me daba cuenta de la suerte que tenía.
En varias ocasiones he apostado fuerte. Creo que mis pulsaciones nunca han aumentado notablemente, cuando tenía puestos unos miles de dólares en la nariz de un caballo, ni siquiera cuando malamente podía permitirme el perderlos. Pero ver a tus crías, nacidas en tus establos, entrar en las puertas de salida adornadas con tus colores es una historia bien diferente. Nunca consigo mantenerlas enfocadas con mis prismáticos. Saltan fuera de cuadro con cada latido de mi corazón.
Moza Ganga era una potranca muy rápida, pero me dio problemas. Había sido una favorita en los establos, pero algo le sucedió durante el entrenamiento. Se ponía nerviosa en la puerta de salida, se encabritaba y reculaba. Ninguno de los buenos jockeys querían montarla. Era rápida, pero había ese peligro en la salida.
Entonces, un día, yo estaba viendo las pruebas de la mañana en Santa Anita cuando se me acercó un hombrecito.
—Creo que podría ganarle una carrera con esa Moza Ganga.
Le reconocí. Era Billy Pearson, uno de los mejores jockeys de todo el país.
—¿Quiere usted decir que desea montarla?
—Claro, la montaré… pero con ciertas condiciones.
Fuimos a desayunar a la cafetería de las pistas y discutimos el trato.
—Bueno, cuando yo gane con Moza Ganga, quiero cobrar mi parte en arte precolombino.
Comprendí que Billy sabía mucho sobre mí. Acepté sus condiciones.
Cinco días después, apunté a Moza Ganga en una carrera. En la puerta de salida, Billy le envolvió la cola a la barra trasera para impedirle que diera una sacudida, luego la soltó y ganó la carrera fácilmente. La puso a la cabeza por unos cinco cuerpos, la dominó y mantuvo esa distancia. Entró en la meta llevando una ventaja de tres cuerpos y medio en una carrera de seis estadios, lo cual es una gran ventaja, y haciendo un buen tiempo para las carreras californianas de la época. Y desde entonces, él montó todos mis caballos. Billy y yo nos hicimos grandes amigos. Corrimos muchos caballos y muchas juergas juntos. Aunque hemos reducido la marcha un poco, todavía lo hacemos. Billy no hay más que uno… ¡gracias a Dios!
Billy Pearson tiene ojo para el arte. Estaba una vez en el hospital, recuperándose de una mala caída, cuando cayó en sus manos un libro ilustrado sobre mobiliario norteamericano antiguo. Leyó el libro, le interesó, consiguió más libros sobre muebles norteamericanos y, cuando salió del hospital, empezó a visitar museos y a hablar con coleccionistas. Entonces empezó su propia colección y se convirtió en un experto en el tema. Entretanto, se convirtió también en un experto en cosas tales como veletas, mascarones de proa y cimbeles. Su interés en este campo le sirvió de puente al mundo del arte.
Billy se introdujo en el arte precolombino cuando fue a México a participar en carreras. Guiándose por su ojo, compró algunas piezas que resultaron ser auténticas, y finalmente llegó a formar una buena colección. Tenía algunas piezas soberbias de arte olmeca y chinesco. Naturalmente, nadie puede ser un verdadero experto en más de uno o dos campos artísticos, pero los conocimientos generales de Billy son realmente asombrosos. A finales de los años cincuenta ganó el máximo premio del concurso de televisión La pregunta de 64.000 dólares; se hizo tan popular que el programa realizó una serie especial sobre arte con Billy y Vincent Price como únicos concursantes. Cuando, tiempo después, los escándalos sobre la manipulación de los concursos televisivos provocó que se suspendiera La pregunta de 64.000 dólares, Billy fue llamado a Washington para declarar en la investigación que llevaba a cabo el Congreso. El senador que le interrogaba expresó sus dudas respecto a la capacidad de un antiguo jockey para responder a difíciles preguntas sobre arte.
—Póngame a prueba —dijo Billy.
—¿Qué? —dijo el senador.
—Que me ponga usted a prueba.
Pearson fue rápidamente excluido de los interrogatorios.
Billy no terminó nunca el bachillerato, pero lee cantidades prodigiosas de libros y recuerda todo. Entiende de arte primitivo, especialmente africano, precolombino e indio de la costa noroeste. Es un experto en mantas de los navajos y en pictografías sobre piel de ciervo. En algunos campos yo me quedaría con la opinión de Billy por encima de la de cualquiera.
Además de eso, Billy es una de las personas más entretenidas que existen. Posee un don especial para ir más allá de los límites de la conducta aceptable sin perder nunca su puesto dentro de la sociedad civilizada. Le encanta beber, le encanta hablar y cuenta montones de historias. Sus relatos de las experiencias que hemos vivido juntos son infinitamente más interesantes que lo sucedido realmente. Siempre contienen una semilla de verdad, pero a veces me cuesta trabajo descubrirla.
Cualquiera que no fuera Billy sería desterrado —o asesinado— por alguna de las cosas que ha hecho. A él, en cambio, le adoran. El mejor ejemplo de esto que recuerdo ocurrió durante el rodaje de El juez de la horca, en la cual hice que Billy interpretase el papel de un minero bajito. Un mal hombre le había pegado un tiro en el talón al minero años atrás y desde entonces cojeaba. Ava Gardner interpretaba a Lillie Langtry, y la escena era su llegada a Langtry, Texas, bautizada así en honor a ella por el juez Roy Bean, que se había marchado de allí hacía mucho tiempo. Sólo quedaban dos personas en el pueblo: el jefe de los vigilantes del juez, que ahora se ocupaba del museo, y este minero bajito y cojo que interpretaba Billy Pearson.
La escena estaba cuidadosamente planeada. El tren antiguo entra en la estación y vemos fugazmente a esta belleza perfecta a través de la ventanilla. Billy está al pie de los escalones para ayudarla a bajar. Le tiende la mano. Ella la coge y caminan por la calle hacia el museo con la cámara precediéndoles. Yo estaba encantado. El tren se había detenido precisamente donde debía. La señorita Gardner estaba más airosa y elegante que nunca. De repente, Billy, con su maquillaje de viejo, tambaleándose y temblando por su simulada vejez, se vuelve a Ava y le dice:
—¿Qué le parecería que un viejo se le echara encima, Miss Langtry?
Estas eran las primeras palabras que Billy le dirigía a Ava Gardner. Ella dio unos pasos más y luego se descompuso. ¡Corten! Y vuelta a empezar desde el principio. Sólo Billy podía hacer eso sin que lo estrangularan.
En general, se cree que los jockeys poseen información que podría hacerte millonario de la noche a la mañana. No es cierto; poquísimos jockeys acaban millonarios. Los grandes jockeys pueden elegir los caballos que desean montar, y les gusta montar ganadores. Su elección de montura podría indicar qué caballo creen que va a ganar. Pero de vez en cuando reciben información confidencial en el último momento sobre un probable ganador. Nunca le pedí información a Billy, pero una vez me dio un soplo no solicitado. Después de la carrera, vino a preguntar cómo me había ido.
—Diantre, Billy, no te hice caso. Aposté a otro caballo.
Me miró como si yo estuviera loco… y tenía razón. Pero, como resultado de esta experiencia, todo mi instinto adquisitivo se despertó y estaba siempre pendiente de que Billy volviera a darme un aviso confidencial.
Yo solía llegar al hipódromo bastante antes de que empezara la primera carrera para sentarme en el palco, estudiar las carreras y confabular. Generalmente Billy se pasaba por mi palco antes de ir a los vestuarios. Una mañana llegué tarde, cuando los caballos estaban ya desfilando. Los enfoqué con mis prismáticos y vi que Billy se volvía y me miraba. Luego asintió con la cabeza. Cogí todo el dinero que llevaba encima y lo aposté a su montura, observando con gran satisfacción que la ventaja era muy grande. Se corrió la carrera y el caballo de Billy entró el último. Yo tenía el bolsillo lleno de boletos de apuestas de cien dólares. Los saqué, los arrugué, los amontoné y los prendí fuego. Esa era la única carrera en que corría Billy ese día. Estaba calentándome las manos en el fuego cuando él se acercó.
—¿Qué pasa, John?
—¿Qué crees tú que pasa? Estos son los boletos de tu caballo.
—¿Apostaste a ese burro?
—¡Claro! Tú me hiciste una seña.
—Diablos, John, ¡simplemente te saludé!
En realidad, muy raras veces hay una carrera amañada. Las carreras están tan cuidadosamente controladas que es casi imposible hacer algo sin que se note. Sólo una vez tuve conocimiento directo de un verdadero tongo. Sucedió en Pomona.
Un amigo, que por razones obvias debe quedar en el anonimato, tenía algunos caballos. Un día vino a verme.
—John, va haber un arreglo. Quisiera que me prestaras algún dinero, y apostaré también por ti.
Empezó a explicarme lo que pasaba en Pomona, que era conocido como un hipódromo «amañado». Al final de la temporada, los jockeys, los dueños y los adiestradores intentaban desquitarse en Pomona. Y si para ello es preciso hacer la vista gorda, pues no se les caen los anillos por eso. En este caso, lo sabían no unos cuantos elegidos sino prácticamente todo el mundo salvo el público general. Había un caballo con pocas posibilidades en esta carrera, y todos los jockeys se habían puesto de acuerdo para dejarle ganar. Este hombre era propietario del favorito, pero, naturalmente, ese favorito no iba a ganar. Le corté y le dije:
—Mira, yo te presto el dinero pero no quiero saber más del asunto.
Le extendí un cheque y me prometí a mí mismo no ir a Pomona.
Se corrió la carrera y yo brillé por mi ausencia. Todos los participantes se esforzaban por quedarse atrás del caballo, frenando a sus monturas hasta casi arrancarles la cabeza, y el caballo corría cada vez más despacio. Resultó ser la carrera más lenta del hipódromo de Pomona. Este caballo no había ido por delante de nadie y no iba a empezar a hacerlo ahora. Quedarse detrás de él no era tarea fácil. La carrera se hizo tan lenta que aquello empezó a resultar evidente. Luego, cuando faltaba un estadio para la meta, el caballo se vino abajo. El caballo de mi amigo ganó la carrera y a él tuvieron que llevarle al hospital. Había apostado todo lo que tenía, y había pedido prestado a todas las personas que conocía. Con el tiempo pagó a todo el mundo, pero fue una tarde desdichada para él.
Yo tenía otra potranca llamada Lady Bruce, que poseía a medias con Virginia Bruce. Virginia había estado casada con Jack Gilbert, y cuando él murió ella heredó varios caballos…, de los cuales no entendía nada.
—John, ¿quieres encargarte de ellos? —me dijo Virginia—. Iremos a medias.
Acepté y Lady Bruce estaba entre estos animales. Entonces era una potrilla.
Cuando empezamos a entrenarla al cumplir un año, enseguida nos dimos cuenta de que Lady Bruce era muy rápida. La enviamos para que la adiestrara un entrenador que yo no conocía, alguien que había recomendado Virginia. La potra se convirtió en una hermosa yegua. No había duda de que ganaría carreras. Pero cuando estaba lista para empezar le salieron sobrehuesos: unas excrecencias óseas en las espinillas de las patas delanteras. Se curó (no es una enfermedad incurable), pero eso le impidió correr en Hollywood Park. Luego me enteré de que la iban a mandar a Del Mar para participar en una carrera. Fui a verla y a hablar con su entrenador. Cuando llegué ya se habían marchado. Pero alguien me dijo que recordaba que la yegua llevaba las patas delanteras vendadas.
—¿Qué? ¿Se había lesionado?
—No lo sé.
Me olí que pasaba algo raro, así que cogí a mi mozo de cuadra y nos fuimos en avión a Del Mar. Encontré a Lady Bruce en su establo. Con las patas vendadas. El entrenador no estaba allí. Le quité las vendas y vi que tenía porrillas: unas pequeñas protuberancias óseas en la cuartilla. Cogí a la yegua y me la llevé a otro entrenador que yo conocía y le pedí que me la cuidara hasta que pudiera transportarla. Las porrillas son graves, sin embargo su entrenador estaba dispuesto a hacerla correr. Quizá hubiera ganado la carrera y cobrado una buena apuesta, pero hubiera estropeado a Lady Bruce. Dejé una nota para el entrenador y otra para el Comité de Carreras explicando lo que había descubierto y por qué había retirado al animal. No volví a tener noticias del entrenador. Envié a Lady Bruce a un hospital veterinario para que le hicieran un tratamiento con agua salada y estuvo varios meses en reposo.
Lady Bruce, que ya tenía tres años, regresó en buena forma justo al principio de la temporada, y Billy Pearson y yo la inscribimos en una carrera de siete estadios. Corrió seis estadios muy por delante del resto, luego perdió ímpetu y entró la cuarta. Pero hizo un buen tiempo, y Billy y yo sabíamos que en seis estadios ganaría. Así que esperamos hasta conseguirle la carrera y la compañía adecuadas. Era una carrera de seis estadios en Santa Anita.
—¡Esto está hecho, John! —me dijo Billy.
Yo andaba escaso de fondos, como de costumbre, pero saqué todo lo que tenía en el banco, y le pedí a Anatole Litvak dos mil dólares prestados y otros dos mil a Willy Wyler. Todo sumado eran unos cuantos miles de dólares. Se lo di todo a Evelyn y la mandé al hipódromo con instrucciones precisas sobre cómo hacer las apuestas. Había allí un tipo que me hacía de corredor, y le dije a Evelyn que le diera mil más o menos para que los apostara por ella, otros amigos mil cada uno, y que hiciera algunas apuestas ella misma, pero no todas en la misma ventanilla para no llamar demasiado la atención. Yo no podía ir al hipódromo porque estaba en mitad del rodaje de Cayo Largo, pero estaba seguro de que Evelyn era sobradamente competente para cumplir el encargo.
Yo sospechaba que el favorito —un caballo llamado Seco— hubiera podido ganar a Lady Bruce en una carrera de siete estadios, pero no me cabía la menor duda de que ella le ganaría en seis. Era el debut de Seco. Sus propietarios, un sudamericano llamado Luro y su entrenador, Grillo, lo habían comprado cuando tenía un año por 20.000 dólares, lo cual era un montón de dinero en aquella época. Yo estaba tan seguro que aconsejé a mis amigos que apostaran por Lady Bruce como ganadora. Muchos de mis compañeros de trabajo en Cayo Largo hicieron sus apuestas con los corredores de Burbank, luego nos reunimos todos y escuchamos los resultados de las carreras por la radio.
Efectivamente, Billy Pearson hizo entrar a Lady Bruce en la meta como ganadora, y las apuestas se pagaron a 26,80 dólares por 2 dólares. Seco llegó segundo.
Apenas podía controlar mi alegría. Esta era probablemente la mejor noticia que había recibido. Un minuto estaba raspando el fondo del barril y al siguiente —gracias a este maravilloso animal— estaba nadando en dinero. Ahora podía librarme de las molestas deudas que estorbaban mi estilo de vida. Era el comienzo de una nueva era. Decidí celebrarlo esa noche con algunos amigos en el restaurante Chasen’s de Los Ángeles.
Media hora más tarde me llamó Art Fellows.
—John, ha ocurrido algo terrible. Pensamos que debías saberlo lo antes posible. Prepárate.
—¿De qué me estás hablando? ¿Qué ha pasado?
—Evelyn no apostó el dinero.
—¿Qué? ¿Qué quieres decir con que no apostó el dinero? ¿Cómo es posible?
—Bueno… ¿conoces a Luro y Grillo?
—Claro. ¡Por Dios santo, sigue!
—John. Evelyn no se sentó en tu palco. Se sentó con Luro y Grillo. Ella estaba a punto de hacer las apuestas como tú le habías dicho, pero ellos la convencieron de que no lo hiciese. Estaban seguros de que iba a ganar «Seco», así que Evelyn sólo apostó cien pavos a Lady Bruce. Lo siento, John…, y Evelyn, también. Está hecha polvo. Tiene miedo de hablar contigo. ¿Qué puede hacer?
Yo estaba como si me hubieran dado un mazazo, pero dije:
—Dile que no importa, Art. Y que se reúna conmigo en Chasen’s.
Acabé el rodaje de ese día, me tomé una o dos copas en mi camerino y me fui a Chasen’s. Para cuando llegué Billy Pearson ya se había enterado de lo sucedido y me esperaba allí. Al principio, sospeché que podía tratarse de una broma. Lo que me convenció de que no era así es que no se podían hacer llamadas telefónicas desde el hipódromo, así que Art tenía que haber salido para llamarme. Me dije: «John, esta es una buena oportunidad para demostrar un poco de clase. No es más que dinero.» (En realidad era tantísimo dinero que me daban mareos sólo de pensarlo.) Me dije: «No importa, John. Pórtate lo mejor que puedes, de acuerdo con lo que crees que haría un caballero».
Esperé a Evelyn. No vino. Entonces me llamó.
—Evelyn. ¿Por qué no estás aquí? —le dije.
—Oh, John, me daba miedo ir…, miedo de lo que ibas a decirme.
—¿Qué se puede decir, Evelyn? Estas cosas pasan.
—¿No estás furioso? ¿No me odias?
—Claro que no, cariño, claro que no. No es más que… dinero.
—Pero, John, quiero contarte lo que pasó. Deja que te explique. Me senté con Luro y Grillo en su palco, y dijeron que ese caballo que se llama… —Sí, ya sé. «Seco». Lo sé todo. Está bien, Evelyn, olvídalo. Olvídalo todo, y vente para acá… —Pero, John, dijeron que Lady Bruce no tenía nada que hacer. —Sí, cielo, ya lo sé. Mira, ya ha sucedido. Me imagino exactamente lo que pasó. Lo entiendo perfectamente. Cualquiera puede cometer un error. Ahora cállate y ven a reunirte conmigo. No volvamos a hablar nunca de esto…
—¡Pero, John, por favor! Déjame explicarte. «Seco» era el favorito. Era una barbaridad de dinero, ¡y me aseguraron que «Seco» no podía perder!
—¡Zorra! ¡Asquerosa y estúpida zorra! —dije.
Y allá se fue mi imagen de mí mismo. Allá se fue el caballero John. Evelyn vino a Chasen’s, pero cuando llegó yo estaba tan borracho que ni la reconocí.
Debo decir que Evelyn se esforzó para que nuestro matrimonio funcionara, pero las cartas estaban en su contra. Era alérgica a la mayoría de los animales. El rancho del Valle era perfecto para caballos y perros, y yo tenía bastantes ejemplares de ambos. Además tenía gatos, monos, loros, cabras y un burro que se llamaba Sócrates.
Evelyn sabía montar y salía conmigo en un caballo dócil, pero al poco rato se le hinchaban los ojos y tenía problemas respiratorios. Creo que ella deseaba estar con los animales —por lo menos al principio—, pero algún defecto en la química de su organismo se lo impedía. Al final llegó a considerar a todo el reino animal como su antagonista y me temo que a mí como antagonista por asociación.
Un par de mis experiencias con caballos en presencia de Evelyn acabaron por convencerla de que yo estaba loco. Un sábado por la noche estábamos cenando con Billy Pearson y su mujer, Queta. Yo me había bebido la cena más que comérmela, y de repente tuve una inspiración: iríamos al Valle, donde tenía algunos caballos en el establo de un entrenador italiano llamado Nino Pepitone. Billy no había saltado nunca, así que le dije:
—¡Venga, Billy, yo te enseñaré a saltar!
Era medianoche, pero nos fuimos y llamamos a la puerta de Nino. No le pareció muy bien lo que pretendíamos hacer, sobre todo porque estaba oscuro como boca de lobo, pero ensilló mi caballo, y mientras estaba ensillando la montura de Billy, yo monté y me alejé. Nino me contó más tarde que oyó al caballo ponerse al galope y en seguida un ruido como el de la colisión entre una locomotora y un autobús. Luego apareció el caballo sin jinete y un rato después aparecí yo baqueteado. Me había estrellado contra un coche aparcado. Billy me miró fijamente durante un momento, meneó la cabeza y se fue. Ése fue el final de la carrera de obstáculos nocturna. Billy nunca había comprendido que alguien se subiera a un caballo sin que le pagaran por hacerlo.
La peor caída que he tenido fue en esa época en California. Los Uplifters, un grupo de jinetes del Club de Campo Riviera, tenían una pista que habían convertido en una carrera de obstáculos, y estaban organizando una carrera en la que realmente me apetecía participar. El problema era que no tenía un caballo adecuado, así que empecé a buscarlo. Me enteré de que había un caballo que había corrido sin éxito en llano, pero que parecía dotado para los obstáculos. Fui a ver al animal a algún lugar del Valle y lo hice pasar sobre unas barras. Saltaba bien, así que me lo compré.
Lo transporté en un camión al Riviera, donde había quedado con mi caballerizo, Charlie Lord. Él se retrasó, y yo tenía una cita con Evelyn para desayunar en la playa, así que decidí entrenar al animal yo solo. Esto hubiera sido una decisión insensata en cualquier circunstancia. Hay muchas cosas que un ayudante puede hacer cuando estás entrenando a un caballo a saltar. Si se rebela, el ayudante puede arrearlo, o incluso tocarlo con un látigo largo si es necesario. Si el animal se pone realmente terco, tu ayudante y tú podéis hacerle acometer un obstáculo unas cuantas veces sin jinete antes de tratar de montarlo. Pero yo estaba impaciente y lo intenté solo. Los obstáculos eran setos altos, y al caballo no le gustaban ni pizca. Se negó a saltar uno. Di media vuelta, y le hice enfrentarlo de nuevo, usando la fusta. Se negó otra vez. Lo intenté por tercera vez, ahora empleando la fusta a fondo. Creo que el caballo pensó que quería matarlo. De pronto, agarró el bocado y se lanzó fieramente hacia Sunset Boulevard. Era fuerte como él solo. Yo no lograba que volviera la cabeza.
Era un domingo por la mañana, había mucho tráfico en Sunset Boulevard, y yo sabía que si llegábamos allí nos atropellarían a los dos. Intenté todos los métodos de los manuales. Tiré de las riendas con una presión lenta y larga y luego solté de golpe. Se tambaleó un poco, pero no redujo la marcha. Me levanté de la silla y le golpeé con el puño en un lado del hocico. Nada daba resultado.
Una valla circundaba la pista de obstáculos, y más allá había una talanquera que era la última barrera que nos separaba de la autopista. Para entonces yo iba de pie, inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados, tirando con fuerza de las riendas con ambas manos. El caballo continuaba al galope. Yo no podía hacer nada. Pasó sobre la valla de la pista y se dirigió hacia la talanquera. Ahora avanzaba de lado, como los cangrejos. Chocó contra la talanquera, se quedó con las patas derechas a un lado y las izquierdas al otro, y dio un salto mortal, arrastrándome a mí y varias estacas en su caída.
Cuando nos detuvimos, descubrí que no podía moverme. Entonces se acercaron Charlie Lord y algunos otros, y llamaron a una ambulancia. Al cabo de cinco o diez minutos recobré el aliento, me fumé un pitillo y me puse de pie. Pensé que no estaba herido y rechacé la ambulancia. La verdad es que estaba entumecido por el traumatismo. Ateniéndome a la norma de que no hay que dejar que un caballo rebelde se salga con la suya, dije:
—Venga, tengo que hacer que este hijo de la grandísima salte por lo menos un seto.
Con ayuda de los otros, que fustigaban sus flancos, le hice saltar un obstáculo. Salté otro más para asegurarme y luego desmonté. A estas alturas no me encontraba nada bien. Nos metimos en el coche para ir a desayunar en la playa como estaba previsto, pero en el camino dije:
—Evelyn, realmente no me apetece ir a la playa. Da la vuelta y vámonos a casa.
A medio camino, empecé a echar sangre por la boca. Evelyn paró el coche y llamó a un médico, que nos recibió en su consulta. Las radiografías revelaron que tenía cuatro costillas rotas y una fisura en una vértebra. El médico me puso un vendaje tan apretado que apenas podía respirar, me metió en la cama y me dijo que me quedase tumbado boca arriba. A los dos días tenía pulmonía. Las vendas no me dejaban toser. Estuve dos semanas en la cama, pero creo que nunca me repuse del todo de aquello.
En esa época, entre película y película, me dedicaba a la caza. Me encantaban las armas desde que mi madre me regaló mi primera escopeta del calibre 22, cuando yo era un muchacho en Arizona. Aprendí por mi cuenta hasta llegar a ser un experto con el rifle, pero nunca había tenido muchas oportunidades de ir de caza. Evelyn me acompañaba a menudo. Íbamos a cazar ciervos a las montañas de Sawtooth en Idaho. Cuando no podía practicar la caza mayor, aprovechaba cualquier oportunidad para cazar aves.
Una vez Billy Pearson y yo fuimos a una cacería de torcaces en una finca propiedad de Morgan Maree, mi representante, en el Valle de Antílope. Ocupamos nuestros puestos y las aves empezaron a entrar muy alto y rápido. Fue una buena cacería. Por la tarde teníamos un morral lleno de aves cada uno, los cargamos en la camioneta y volvimos a la casa, donde pusimos todas las aves sobre la mesa y las contamos.
Al abrir mi morral, lo primero que apareció fue un zorzal de pecho amarillo.
—¡Dios! ¿Cómo es posible? —dije.
El segundo pájaro era un zorzal de pecho amarillo, y el siguiente, y el siguiente. Los demás cazadores parecían incómodos y procuraban no mirarme. Yo no podía entender lo sucedido. Pensaba: «¿Me estaré volviendo ciego? ¿Cómo puedo haber confundido a un zorzal con una torcaz?» Repasé mentalmente cada tiro y traté de recordar cada ave cuando la recogí y la puse en el morral. Estaba asombrado y confuso. «¡Si hubiera matado un zorzal me habría dado cuenta! ¡A la fuerza!», me decía. Pero allí estaba la evidencia. En mi morral sólo había dos o tres torcaces. Todo lo demás eran zorzales de pecho amarillo.
Uno se toma estas cosas muy a pecho. Me mantuve un poco apartado de la celebración de esa noche. Los otros tuvieron una gran fiesta, pero yo no estaba de humor para unirme a ellos. Me tomé unas cuantas copas yo solo. Me gustaba mucho la caza, pero decidí que era hora de dejarla. Mi humor no mejoraba mucho con comentarios, especialmente por parte de Billy Pearson, del tipo de:
—¡John, sal a mirar la luna amarilla!
Cumpliendo con mi palabra, dejé la caza por completo. No fue hasta más o menos un año después cuando Morgan Maree me contó lo que había ocurrido: Billy Pearson había matado a esos zorzales y los había puesto en mi morral en lugar de las torcaces.
(Continuará…)
