Paraíso (VII)

Toni Morrison

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Steward recordaba cada detalle de la historia que contaban su padre y su abuelo y no le costaba imaginar aquel sentimiento de vergüenza. Dovey, por ejemplo, antes de cada uno de los abonos, con la mano sobre los riñones, los ojos entornados, mirando hacia dentro, mirando siempre hacia la criatura que tenía dentro. ¿Cómo se habría sentido si unos hombres pomposos vestidos con cuello duro y zapatos de calidad le hubieran dicho «Lárgate de aquí», y él, Steward, no hubiera podido hacer nada? Incluso ahora, en 1973, mientras recorría a caballo sus propias tierras y el viento agitaba las crines de Night, al pensar en semejante indefensión le daban ganas de pegarle un tiro a alguien. Setenta y nueve. Con todas sus pertenencias a la espalda o sobre la cabeza. Los jóvenes se turnaban en el uso de los zapatos. Sólo paraban para aliviar sus necesidades básicas, dormir y comer basura. Basura y carne hervida, basura y pastel de carne, basura y algo de caza, basura y diente de león. Mientras soñaban con tener techo, pescado, arroz, fruta en almíbar. Vestidos con andrajos, soñaban con ropas limpias con botones, camisas con las dos mangas. Caminaban en línea: Drum y Thomas Blackhorse en cabeza; Big Papa, cojo ya, a la cola, llevado sobre un tablón. Después de Fairly, no supieron hacia dónde ir y no querían conocer a nadie que se lo dijera o tuviese otros planes para ellos. Se mantenían alejados de las pistas para carromatos, intentaban seguir los pinares y los arroyos, y se dirigían hacia el noroeste sólo porque les parecía que así se alejaban más de Fairly.

A la tercera noche, Big Papa despertó a su hijo, Rector, e hizo que se levantara. Cojeando pesadamente sobre dos bastones, se alejó mucho del lugar donde habían acampado y susurró: «Tú, sígueme».

Rector volvió para coger el sombrero y siguió los pasos lentos y dolorosos de su padre. Pensó, alarmado, que el viejo iba a intentar encontrar una población en plena noche, o llamar a una de las granjas donde las oscuras casas hechas con tepes se acurrucaban junto algún montículo. Pero Big Papa lo llevó hacia el interior del pinar, donde el olor a resina, al principio agradable, pronto le dio dolor de cabeza. El brillo de las estrellas en el cielo encogía la luna hasta convertirla en una pluma suspendida en el aire. Big Papa se detuvo y con un gruñido de esfuerzo, se arrodilló.

—Padre —dijo—, aquí está Zechariah.

Después, tras unos segundos de total silencio, se puso a canturrear los sonidos más dulces y tristes que Rector había oído en su vida. Rector se arrodilló junto a Big Papa, que permaneció así durante toda la noche. No se atrevía a tocar al anciano ni a interferir en la oración que canturreaba, pero el dolor que sentía en las rodillas se hizo insoportable y tuvo que ponerse en cuclillas para aliviarlo. Al cabo de un rato se sentó por completo, con el sombrero en la mano, la cabeza inclinada, intentando escuchar, permanecer despierto, entender. Finalmente, se tendió boca arriba y contempló el paso de las estrellas por encima de los árboles. La desgarradora música lo absorbía y se sentía suspendido sobre la tierra. Más tarde, juraba que no se había dormido. Que había pasado toda la noche escuchando y mirando. Rodeado por los pinos, sentía, más que veía, cómo el cielo empezaba a desvanecerse en el horizonte. Entonces fue cuando oyó los pasos, fuertes como los de un gigante. Big Papa, que no había movido un músculo ni había dejado de cantar, calló al instante. Rector se sentó y miró alrededor. Los pasos eran atronadores, pero no atinaba a saber de dónde procedían. A medida que la franja de luz se hacía más ancha, fue distinguiendo las siluetas de tres troncos.

Lo vieron al mismo tiempo. Un hombre menudo, que parecía demasiado pequeño para el sonido de sus pasos. Se alejaba de ellos. Vestido con un traje negro, la chaqueta sobre el hombro, colgada en el índice de la mano derecha. Su camisa blanca brillaba entre los anchos tirantes. Sin la ayuda del bastón y sin un gruñido, Big Papa se puso de pie. Contemplaron juntos al hombre que se alejaba de la zona más pálida del cielo. En una ocasión, se detuvo para volver la mirada hacia ellos, pero no consiguieron ver los rasgos de su cara. Cuando empezó a andar de nuevo, advirtieron que llevaba una cartera de colegial en la mano izquierda.

—Corre —le indicó Big Papa—, reúne a la gente.
—No puede quedarse solo, padre —dijo Rector.
—¡Corre!

Y Rector lo hizo.

Cuando todos estuvieron en pie, Rector los condujo al lugar donde él y Big Papa habían pasado la noche. Lo encontraron allí mismo, más derecho que los pinos y de espaldas al sol naciente; sus bastones estaban en el suelo, a cierta distancia de él. Del hombre no había ni rastro, pero la paz que reflejaba el rostro de Zechariah se extendió a sus espíritus, calmándolos.

—Él está con nosotros —anunció Zechariah—. Él nos marca el camino.

A partir de aquel momento, el viaje tuvo un objetivo indiscutido. De vez en cuando, el caminante reaparecía: junto al lecho de un río, en la cima de una colina, apoyado contra una formación rocosa. Sólo en una ocasión alguien se atrevió a preguntar a Big Papa cuánto duraría el viaje.

—Este tiempo es de Dios —contestó—. Uno no puede empezarlo ni detenerlo. Y otra cosa: él no hará tu trabajo por ti, así que camina deprisa.

Si los fuertes pasos continuaron, ellos no los oyeron. Sólo Zechariah y, en alguna ocasión, un niño vieron nuevamente al caminante. Rector nunca volvió a verlo, hasta el final. Hasta veintinueve días más tarde. Después de que los ahuyentaran a tiros, de que unas mujeres negras les ofrecieran comida en un campo, de que dos vaqueros les robaran sus rifles —nada de lo cual alteró su paso decidido—, Rector y su padre lo vieron.

Ya era septiembre. Otros viajeros habrían dudado antes de adentrarse en el territorio indio sin un destino concreto y con el invierno en camino. No obstante, si se sentían inquietos, no se notaba. Rector estaba tendido sobre la alta hierba, junto a una tosca trampa —esperaba que cayese en ella un conejo, una marmota o, incluso, una ardilla de tierra— cuando, justo delante, a través de un hueco en la hierba, vio al caminante de pie, mirando alrededor. Después el hombre se acuclilló, abrió su mochila y se puso a hurgar en su interior. Rector lo miró durante un rato, después se deslizó hacia atrás, entre la hierba, antes de ponerse de pie de un brinco y correr de regreso al campamento, donde Big Papa estaba terminando de tomar un desayuno frío. Rector describió lo que había visto y los dos se dirigieron hacia el lugar donde estaba la trampa. El caminante todavía se encontraba allí, sacando cosas de la mochila y volviendo a guardar algunas de ellas. Mientras lo observaban, el hombre empezó a desvanecerse. Cuando se hubo disuelto por completo, oyeron de nuevo los pasos, que resonaban en una dirección indeterminada: detrás, a la izquierda, ahora a la derecha. ¿O era por encima? Después, de repente, se hizo el silencio. Rector se arrastró hacia delante; Big Papa también se arrastraba para ver lo que el caminante había dejado atrás. No habían avanzado dos metros cuando oyeron un ruido de pelea en la hierba. En la trampa, sin ayuda de cuerda o de mano, había una pintada. Se trataba de un macho, cuyo plumaje golpeaba contra el aro. Tras mirarse, la dejaron allí y se dirigieron hacia el lugar donde creían que encontrarían los objetos que había sacado de su mochila. No había nada a la vista. Sólo una depresión en la hierba. Big Papa se inclinó para tocarla. Apoyó la mano con fuerza sobre la hierba aplastada y cerró los ojos.

—Aquí —dijo—. Éste es nuestro sitio.

Naturalmente, no lo era, al menos por el momento. Pertenecía a una familia de indios reconocidos por el estado, y tenerla les costó un año y cuatro meses de negociaciones, de ofrecer su trabajo a cambio de la tierra.

Puesto que venían de una zona de vegetación exuberante, aquel espacio desmesurado en que la hierba les llegaba hasta las caderas podría haber hecho que se sintieran pequeños al ver más cielo que tierra. Para los Viejos Padres aquello era un símbolo de lujo: una amplitud de alma y de talla que suponía libertad sin fronteras y sin profundos bosques amenazadores en los que pudieran esconderse los enemigos. Allí, la libertad no era una diversión, como una feria o un baile que se celebra una vez al año, ni las sobras de la mesa de los que tenían derechos auténticos. Allí, la libertad era una prueba a la que el mundo natural los sometía y que un hombre debía superar a diario. Y si superaba suficientes pruebas durante el tiempo suficiente, era rey.

Quizá Zechariah ya no quisiera comer más conejo asado o carne de búfalo fría. Quizá, después de que los blancos los hicieran huir y los de color les negaran tierra para trabajar, quisiera establecerse de manera permanente en aquella tierra abierta, tan distinta de Luisiana. En cualquier caso, cuando instalaron viviendas temporales — cobertizos, refugios subterráneos— y transportaron madera en un carro tirado por dos caballos que los indios les habían prestado, Zechariah apremió a algunos de los hombres para que construyeran un horno para cocinar. Estaban orgullosos de que ninguna de sus mujeres hubiera trabajado nunca en la cocina de un hombre blanco ni hubiese alimentado a un niño blanco. Aunque el trabajo del campo era más duro y no tenía la menor consideración social, creían que la violación de las mujeres que trabajaban en las cocinas de los blancos era, si no segura, por lo menos una posibilidad bien cierta, y ambas ideas les resultaban insoportables. De manera que cambiaron ese peligro por la relativa seguridad de un trabajo brutal. Fue eso lo que hizo que la idea de una «cocina» comunitaria resultase tan atractiva. Eran extraordinarios. Habían servido, cosechado, arado y comerciado en Luisiana desde 1755, cuando este estado incluía el actual de Misisipí; cuando lo fragmentaron, colaboraron en el gobierno de los nuevos estados entre 1868 y 1875, y a partir de entonces quedaron reducidos a mano de obra. Durante más de doscientos años habían conservado el fruto de sus entrañas. No se habían negado nada mutuamente, no se habían inclinado ante nadie, sólo se habían arrodillado ante su Creador. Ahora, al recordar su vida y su obra, Steward se sentía más tranquilo, su determinación se fortalecía. ¿Qué pensarían Big Papa o Drum Blackhorse o Juvenal DuPres de aquellos cachorros que querían cambiar palabras de hierro batido?

El sol aún tardaría en salir y Steward no podía seguir cabalgando, de manera que hizo que Night girase en redondo y se dirigiera hacia la casa mientras él se preguntaba qué podría decir o hacer para impedir que Dovey pasara las noches en la ciudad. Era imposible dormir sin la fragancia de su cabello al lado.


En ese mismo momento, antes de que llegara la luz del amanecer, Soane estaba de pie en la cocina de la casa más grande de Ruby, susurrando a la oscuridad que se extendía al otro lado de su ventana.

—Cuidado, codornices. Deek quiere cazaros. Y, cuando vuelva, arrojará un morral lleno de vosotras a mi suelo limpio y dirá algo así como: «Aquí tienes la cena». Orgulloso. Como si me diera un regalo. Como si estuvierais desplumadas, limpias y guisadas.

Dado que la cocina estaba inundada de la luz de los fluorescentes recién instalados, Soane no podía ver en la oscuridad del exterior mientras esperaba a que hirviese el agua de la tetera. Quería que la infusión tonificante reposara adecuadamente antes de que su marido estuviese de regreso. Sostenía con la punta de los dedos uno de los preparados de Connie, un saquito doblado dentro de un paquete de papel encerado. Su contenido simbolizaba la segunda vez que Connie la había salvado. La primera había sido un error terrible. Tremendo. No, un error no: un pecado.

Le pareció que era medianoche cuando Deek salió de la cama y se puso ropa de caza. Pero cuando él bajó por las escaleras en calcetines, ella miró el reloj luminoso: las tres y media. Dos horas más de sueño, pensó; sin embargo, cuando se levantó eran las seis de la mañana, y tuvo que darse prisa. Preparar el desayuno, sacar la ropa de trabajo de Deek. No obstante, antes de todo eso, su tónico; ahora lo necesitaba más que nunca, porque el aire volvía a estar enrarecido. Había empezado a hacerse más tenue, como si estuviera gastado, dos semanas después de que mataran a Scout, antes de que enviaran su cadáver, cuando les comunicaron que Easter también había muerto. Eran niños. Uno diecinueve, otro veintiuno. Qué orgullosa y feliz estaba ella cuando se alistaron; los había animado a que lo hicieran. Su padre había estado en el ejército en los años cuarenta. Sus tíos también. Jeff Fleetwood ya había regresado de Vietnam, y tan entero como al marcharse. También Menus Jury había vuelto vivo, aunque parecía un poco alterado. Como una idiota, había creído que sus hijos estarían seguros. Más seguros que en cualquier otro lugar de Oklahoma que no fuera Ruby. Más seguros en el ejército que en Chicago, adonde Easter quería ir. Más seguros que en Birmingham, que en Montgomery, en Selma, en Watts. Más seguros que en Money, Misisipí, en 1955, y en Jackson, Misisipí, en 1963. Más seguros que en Newark, Detroit, que en Washington, D. C. Ella creía que la guerra era más segura que cualquier ciudad de Estados Unidos. Ahora, tenía cuatro cartas sin abrir enviadas en 1968 y entregadas en la oficina de correos de Demby cuatro días después de que enterrara al último de sus hijos. Nunca había sido capaz de abrirlas. En 1968 estuvieron en casa con permiso para el día de Acción de Gracias. Habían pasado siete meses del asesinato de King, y Soane lloró como una Magdalena al verlos vivos. Sus chicos de bonita piel oscura, a los que nadie había disparado, linchado, molestado, encarcelado. «¡Mis ruegos han sido oídos!», gritó cuando bajaron del coche. Fue la última vez que los vio sanos y salvos. Connie le había vendido suficientes pacanas peladas para hacer dos pasteles de Acción de Gracias. Aquel día, había una chica con el coche estropeado y, aunque Soane la acompañó a comprar la gasolina que necesitaba para ir a donde se dirigía, la chica se había quedado. Aunque debió de marcharse a algún sitio antes de que la madre muriera, de lo contrario Connie no habría tenido que encender una hoguera en el campo. Nadie se habría enterado si no hubiera sido por la columna de humo negro. Anna Flood la vio, se acercó con el coche y trajo la noticia.

Soane tuvo que darse prisa, hablar con Roger, ir al banco para telefonear a unos desconocidos del norte, recoger comida de las mujeres del vecindario y guisar algunas cosas. Ella, Dovey y Anna lo llevaron todo, aunque sabían que sólo estarían ellas para comérsela. Deprisa, deprisa, porque el cadáver tenía que enviarse al norte. En hielo. Connie parecía rara, destrozada, y Soane la añadió a la lista de personas que le inquietaban. Junto con K. D., por ejemplo. Y Arnette. Y Sweetie. Y ahora se preocupaba por el horno. Según decía la gente, alrededor de él se reunían unos pocos jóvenes para beber cerveza de 3,2 grados de alcohol y habían dicho a los niños que gustaban de jugar por la zona que se marcharan a casa, o eso decían sus madres. Después, unas pocas chicas (que, según Soane, necesitaban un par de bofetadas), habían encontrado pretextos para quedarse allí. Como solían hacer Arnette y Billie Delia.

La gente decía que aquellos jóvenes necesitaban algo que hacer, pero Soane, que sabía que había mucho por hacer, no creía que fuera eso. Algo estaba sucediendo. Además de lo del puño, negro como el azabache, con las uñas rojas, pintado en la pared posterior del horno. Nadie se declaró autor, pero más sorprendente aún que esa ausencia de reconocimiento fue la negativa a quitarlo. Los chicos que estaban por ahí holgazaneando dijeron que no, que no lo habían hecho ellos, y que no, que no querían quitarlo. Aunque al final Kate Golightly y Anna Flood lo hicieron desaparecer con Brillo, disolvente y un cubo de agua caliente con jabón, durante cinco días los dirigentes del pueblo, furiosos, prohibieron a todo el mundo, excepto a los chicos, que lo borraran. El puño de dedos doblados, con las puntas rojas y colocado de lado, no hacia arriba, dolió más que un golpe y duró más tiempo. Produjo un dolor persistente, odioso, que la limpieza llevada a cabo por Kate y Anna no logró borrar. Soane no podía entenderlo. No había blancos (moralizantes o malévolos) que los irritaran, que hiciesen que ensuciaran el horno y desafiasen a los adultos. Lo cierto era que los ciudadanos del lugar prosperaban, hacía más de una década que tenían una buena racha: buenos dólares a cambio del ganado, del trigo; se habían vendido los derechos de explotación del gas, se habían producido compras como consecuencia del petróleo y la correspondiente especulación. Sin embargo, durante la guerra, mientras Ruby prosperaba la rabia castigaba otras zonas como una enfermedad. Tiempos funestos, decía el reverendo Pulliam desde el púlpito de la Nueva Sión. Los últimos días, decía el pastor Cary en el Santo Redentor. No se dijo nada en la iglesia del Calvario porque la congregación todavía estaba esperando al nuevo predicador, que por fin llegó en 1970, con buenas noticias: «Venceré a tus enemigos ante tus ojos», dijo el Señor, Señor, Señor.

Eso había sido tres años antes. Ahora estaban en 1973. Su niña —¿era niña?— tendría diecinueve años si Soane no hubiera ido al convento a buscar la ayuda que el pecado siempre necesitaba. Poco tiempo después, mientras estaba junto al tendedero luchando contra el viento para tender las sábanas, Soane levantó la vista y descubrió a una señora en el patio. Llevaba un vestido de lana marrón, un gorrito de lino blanco anticuado y un cesto grande, y sonreía. Cuando la señora la saludó con la mano, Soane devolvió el saludo lo mejor que pudo, con la boca llena de pinzas, confiando en que un movimiento de la cabeza fuera suficiente. La señora dio media vuelta y se marchó. Soane advirtió dos cosas: el cesto estaba vacío, pero ella lo llevaba con las dos manos, como si estuviese lleno, lo cual, ahora lo sabía, era una señal de lo que iba a venir: un vacío que la aplastaría, una ausencia demasiado pesada. Y sabía quién había enviado a la señora para decírselo.

El siseo del vapor interrumpió su retahíla de lamentaciones. Soane echó agua caliente en una taza, sobre la bolsita de gasa. Puso un plato sobre la taza y dejó que el medicamento reposara.

Quizá deberían volver a hacer las cosas igual que cuando sus niños eran pequeños, cuando todo el mundo estaba demasiado ocupado construyendo, almacenando, cosechando, como para pelearse o tener malos pensamientos. Tal como eran las cosas antes de que se terminara la iglesia del Calvario. Cuando se bautizaba con agua potable. Hermosos bautismos, conmovedores, llenos de acordes mayores, lágrimas y la emoción de la salvación. El pastor sostenía a las niñas en sus brazos y las sumergía una por una en el agua recién bendecida, sin soltarlas. Conteniendo la respiración, los demás miraban. Conteniendo la respiración, las niñas salían, una por una. Sus ropas mojadas, blancas, se hinchaban en el agua iluminada por el sol. Con el pelo y el rostro chorreando, miraban el cielo antes de agachar la cabeza para oír la orden: «Ahora, vete». Y, después, la tranquilizadora frase: «Hija mía, estás salvada». La nota más suave vibraba, resonaba al chocar con el agua; otras notas procedentes de otras gargantas salían y se elevaban con la primera. Tres pájaros, ahora callados, intentaban aprender. Entonces, lentamente, cogidas de la mano, la cabeza apoyada en un hombro consolador, las benditas y salvadas caminaban por el agua hasta la orilla y se dirigían hacia el horno. Para secarse, abrazarse, felicitarse mutuamente.

Ahora, el Calvario contaba con una piscina interior; Nueva Sión y el Santo Redentor tenían pilas especiales para derramar un poco de agua sobre la cabeza erguida.

Aparte de los bautismos, el horno carecía de cualquier valor real. Lo que se necesitaba en los primeros días de Haven nunca había sido necesario en Ruby. Los camiones en que llegaron también traían cocinas. La carne que comían cloqueaba en el patio, o caía bajo el peso de una maza, o chillaba a través de un tajo en el cuello. A diferencia de lo que sucedía al principio en Haven, cuando se fundó Ruby la caza sólo era un juego. Las mujeres asintieron cuando los hombres desmontaron el horno, lo embalaron, lo trasladaron y volvieron a montarlo. En privado, sin embargo, lamentaban el espacio del camión que se le había destinado, donde podría haber más sacos de semillas, algún cochinillo o incluso la cuna de un niño. Lamentaban también las horas malgastadas en montarlo, horas que podrían haberse dedicado a colocar antes la puerta del retrete. Si la placa era tan importante —y, a juzgar por la parte de la reunión que había presenciado, Soane suponía que lo era—, ¿por qué no se habían limitado a llevársela suelta y dejar los ladrillos allí donde habían estado durante cincuenta años?

Oh, qué bien se lo pasaron los hombres montándolo de nuevo; qué orgullosos se sintieron, con qué dedicación se entregaron a ello. No era mala idea, pero la habían llevado demasiado lejos. Un objeto funcional se había convertido en un santuario (el Levítico prevenía contra eso) y, como cualquier cosa que ofendía al Señor, destruía su propia esencia. Nadie mejor para advertirlo que los jóvenes caprichosos que lo habían transformado en otro tipo de horno. Un horno donde la carne que se calentaba era humana.

Cuando Royal y los otros dos, Descry y una de las hijas de Pious DuPres, solicitaron que se celebrara una reunión, rápidamente se les dijo que sí. Hacía años que nadie solicitaba una reunión de la población al completo. Todos, incluida Soane y Dovey, pensaron que los jóvenes empezarían por pedir disculpas por su conducta y después prometerían limpiar el lugar y conservarlo en condiciones. En lugar de ello, llegaron con un plan propio. Un plan que completaba lo que habían empezado los primeros. Royal, al que llamaban Roy, subió al estrado y, sin llevar ninguna nota con él, pronunció un discurso perfecto en todos los sentidos, aunque ininteligible. Nadie sabía de qué estaba hablando y los fragmentos comprensibles eran rematadamente disparatados. Dijo que estaban pasados de moda, que las cosas habían cambiado en todas partes menos en Ruby. Quería dar un nombre al horno, reunirse allí para hablar de lo hermosos que eran mientras se adjudicaban nombres feos. Como si no fueran americanos. Como si fueran africanos. Todo lo que Soane sabía acerca de África se limitaba a los setenta y cinco centavos que daba a la colecta de las misiones. Sentía el mismo interés por los africanos que éstos por ella, ninguno; pero Roy hablaba de ellos como si fueran vecinos o, peor aún, parte de la familia. Y hablaba de los blancos como si acabara de descubrirlos y pareciese creer que lo que había aprendido era una noticia de última hora.

Con todo, había algo más en su discurso. No se trataba de un argumento sobre el que pudiera estarse de acuerdo o en desacuerdo, sino de una especie de acusación velada. Contra los blancos, efectivamente, pero también contra ellos: la gente del pueblo que escuchaba, sus propios padres, abuelos, los mayores de Ruby. Como si hubiera un modo nuevo y más viril de tratar a los blancos. No como habían hecho los Blackhorse o los Morgan, sino un modo africano, lleno de palabras nuevas, combinaciones de color nuevas y nuevos cortes de pelo.

Sugerían que eludir a los blancos era una cobardía. Había que enfrentarse abiertamente, porque la vieja manera de relacionarse con ellos era lenta, estaba limitada a unos pocos y resultaba débil. Esta última acusación hizo que a Deek se le hinchara el cuello y que, en un día laborable, saliera a volarle el cerebro a las codornices para evitar que le estallara el suyo.

Estaba a punto de llegar con un morral lleno y, más tarde, ella le serviría una fuente llena de medias codornices tiernas y doradas. Mientras el contenido de su taza reposaba, Soane se preguntaba si poner arroz o boniatos. Cuando bebía la última gota, la puerta trasera se abrió.

—¿Qué es eso?

Le gustaba cómo olía. A viento húmedo y hierba.

—Nada.

Deek arrojó el morral al suelo.

—Entonces, dame un poco.
—Vamos, Deek. ¿Cuántas?
—Doce. Dale seis a Sargeant. —Deek se sentó y, antes de quitarse la chaqueta, se desató las botas—. Tienes para dos cenas.
—¿K. D. ha ido contigo?
—No. ¿Por qué? —Deek gruñó a causa del esfuerzo de quitarse las botas.

Soane recogió las botas y las puso en el porche trasero.

—Últimamente, es difícil encontrarlo. Supongo que estará ocupado con algo.
—¿Me sirves café? ¿Con qué?

Soane olfateó el aire oscuro, comprobando su densidad.

—No lo sé exactamente, pero lleva zapatos de suela delgada.
—Supongo que andará detrás de algunas faldas. ¿Te acuerdas de la chica que se arrastró por la ciudad hace un tiempo y se quedó en ese convento?

Soane se volvió hacia él, con la lata de café apretada contra el pecho, mientras abría la tapa.

—¿Por qué dices «se arrastró»? ¿Por qué tienes que decir «arrastró» de esta manera? ¿Tú la viste?
—No, pero otros, sí.
—¿Y?

Deek bostezó.

—Y nada. Café, mujer. Café, café.
—Entonces, no digas que «se arrastró».
—De acuerdo. No se arrastró. —Deek rió y dejó caer la ropa de abrigo al suelo—. Llegó flotando.
—¿Qué le pasa al armario, Deek? —Soane miró los pantalones impermeables, la chaqueta negra y roja, la camisa de franela—. ¿Y qué se supone que significa eso?
—He oído que llevaba unos tacones de quince centímetros.
—Mentira.
—Y que volaba.
—Bien. Si todavía está en el convento, debe de ser buena chica.

Deek se dio un masaje en los dedos de los pies.

—Eres parcial con las mujeres de ese sitio. Yo, en tu lugar, me andaría con cuidado. ¿Cuántas hay? ¿Cuatro?
—Tres. La señora mayor murió, ¿no te acuerdas?

Deek la miró, después apartó la vista.

—¿Qué señora mayor?
—La reverenda madre, quién sino.
—Ah, claro. Sí. —Deek siguió dándose un masaje en los pies para reactivar la circulación. Al cabo de un momento, se echó a reír—. La primera vez que Roger pudo usar su gran camioneta nueva.
—Ambulancia —lo corrigió Soane al tiempo que recogía la ropa.
—Al día siguiente, me pagó tres plazos. Espero que pueda pagar el resto. No hay suficientes enfermos ni muertos por aquí para justificar el cochecito enorme que se ha comprado.

Empezaba a oler a café y Deek se frotó las manos.

—¿Le van mal las cosas? —preguntó Soane.
—Todavía no, pero, puesto que sus beneficios dependen de los enfermos y los muertos, pronto se arruinará.
—¡Deek!
—No pudo hacer nada por mis chicos. Enterrados en un saco como crías de gato.
—¡Tuvieron unos ataúdes preciosos! ¡Preciosos!
—Sí, pero dentro…
—Basta, Deek. Basta ya. —Soane se llevó la mano a la garganta.
—Espero que salga adelante. Si me voy antes que él, claro. En ese caso, bueno, ya sabes lo que tienes que hacer. Aunque no me imagino por nada del mundo en esa camioneta, pero quiero un ataúd de primera, para que él también obtenga algún beneficio. Ahora es Fleet quien tiene problemas. —Se acercó al fregadero y se enjabonó las manos.
—No es la primea vez que lo dices, ¿por qué?
—Las ventas por correo.
—¿Qué es eso? —Soane echó café en la gran taza azul que prefería su marido.
—Todas vosotras vais a Demby, ¿verdad? Cuando queréis un tostador o una plancha eléctrica, lo pedís por catálogo y vais a buscarlo. Y eso, ¿en qué situación lo deja a él?
—Fleet nunca tiene gran cosa. Y lo que tiene, lleva mucho tiempo en la tienda. La butaca del escaparate se ha desteñido hasta cambiar de color.
—Ése es el motivo —dijo Deek—, si no puede vender la mercadería vieja, no puede comprar nueva.
—Antes no le iba mal.

Deek derramó un poco de café en el plato.

—Hace diez años. Cinco.
—El charco oscuro tembló bajo su aliento—. Los chicos venían del Vietnam, se casaban, se instalaban. Dinero de la guerra. Las granjas iban bien, a todo el mundo le iba bien. —Sorbió el borde del platillo y suspiró con placer—. Ahora, bien…
—No lo entiendo.
—Yo sí. —Deek le dirigió una sonrisa—. No hace falta que lo entiendas.

Ella no había querido decir que no entendiera de qué le estaba hablando. Quería decir que no entendía por qué no se preocupaba lo bastante por los problemas monetarios de sus amigos como para ayudarlos. Por qué, por ejemplo, Menus no había podido quedarse con la casa que había comprado. Pero Soane no intentó explicárselo; se limitó a mirar atentamente su cara. Tersa, todavía hermosa tras veintiséis años y, ahora, resplandeciente de satisfacción. El haber disparado bien aquella mañana lo había tranquilizado y devolvía las cosas al lugar donde debían estar. El café tenía el color y la temperatura adecuados. Y más tarde, ese mismo día, las codornices sin cerebro se fundirían en su boca.

Siempre que el tiempo lo permitía, Deacon Morgan cogía su brillante sedán negro para recorrer poco más de un kilómetro. Desde su casa, situada en St. John Street, giraba en la esquina hacia Central Avenue, dejaba atrás las calles Luke, Mark y Matthew, y aparcaba pulcramente delante del banco. La tontería que suponía ir en coche a un lugar donde podía ir andando en menos tiempo del que tardaba en fumarse un puro quedaba compensada, bajo su punto de vista, por la importancia del gesto. El coche era grande y todo lo que hiciese en él era digno de comentario: cómo lo lavaba y enceraba él mismo, sin permitir que lo tocara K. D. ni ningún joven con iniciativa; cómo mascaba los cigarros en él, sin encenderlos; cómo nunca se apoyaba en él, pero si uno sostenía una conversación cerca del coche, se dedicaba a pasar los dedos por la capota para quitar motas de polvo que sólo él veía y frotar manchas invisibles con el pañuelo. Se reía con sus amigos de su vanidad, porque sabía que la gracia que les hacía esa debilidad iba pareja con el respeto que les inspiraba el modo mágico en que él y su gemelo acumulaban dinero. Su sabiduría profética. Su memoria, que abarcaba toda clase de recuerdos, el más poderoso de los cuales era uno de los primeros.

Recordaba que, cuarenta y dos años antes, había luchado por tener un poco de espacio en la ventanilla trasera del Ford T de su padre, Big Daddy Morgan, para decir adiós con la mano a su madre y a su hermanita, Ruby. El resto de la familia —papá, el tío Pryor, su hermano mayor, Elder, y Steward, su gemelo— estaba apretujado entre dos grandes cestas de comida. El viaje que iban a emprender duraría días, quizá dos semanas. El Segundo Gran Viaje, había dicho su padre. El Último Gran Viaje, añadió entre risas el tío Pryor.

El primero había sido en 1910, antes de que nacieran los gemelos, mientras Haven todavía luchaba por sobrevivir. Big Daddy Llevó a su hermano Pryor y a su primogénito, Elder, por todo el estado, e incluso más allá, para examinar, repasar y juzgar otras ciudades habitadas por gente de color. Tenían intención de visitar dos fuera de Oklahoma y cinco dentro: Boley, Langston City, Rentiesville, Taft, Clearview, Mound Bayou y Nicodemus. Al final, sólo llegaron a cuatro. Big Daddy, el tío Pryor y Elder hablaron sin cesar de ese viaje, del modo en que habían hablado de igual a igual con predicadores, farmacéuticos, tenderos, doctores, directores de periódico, maestros de escuela, banqueros. Conversaron acerca de la malaria, el proyecto de ley sobre la bebida, la amenaza de los inmigrantes blancos, los problemas con los indios creek liberados, la honradez de los tenderos que cobraban precios abusivos, la utilidad del estudio de la Biblia, la necesidad de recibir una formación técnica, las consecuencias de que un territorio tuviera la categoría de estado, las tiendas de los indios y la violencia de los blancos, tanto fortuita como organizada, que giraba alrededor de ellos. Se detuvieron junto a los campos de maíz, caminaron entre hileras de algodón. Visitaron imprentas y aserraderos; precisaron clases de dicción y ceremonias religiosas; observaron métodos de irrigación y sistemas de almacenamiento. Sobre todo, miraron tierras, casas, carreteras.

Once años más tarde Tulsa estaba destruida y habían desaparecido varias de las ciudades que Big Daddy, Pryor y Elder habían visitado. Pero en 1932, contra todos los contratiempos, Haven prosperaba. La crisis de 1929 no la había afectado: los ahorros personales eran importantes, el banco de Big Daddy Morgan no había corrido riesgos (en parte, porque los banqueros blancos no habían permitido que se integrara en su sistema, y en parte también porque las acciones suscritas habían estado bien protegidas) y las familias lo compartían todo y garantizaban que todo el mundo tuviera lo suficiente. ¿Qué se echaba a perder la cosecha de algodón? Los cultivadores de sorgo repartían sus beneficios con los del algodón. ¿Que ardía una cabaña? Los leñadores se aseguraban de que unos cuantos troncos cayeran «accidentalmente» de los carros en determinados lugares para que, esa misma noche, alguien los recogiera. ¿Qué los cerdos hozaban en el huerto del vecino? Todo el mundo Le ofrecía algo y se le aseguraba un jamón el día de la matanza. Antes de que quien se había herido la mano cortando leña hubiera tenido tiempo de cambiarse el vendaje, una fila de troncos cortados aparecía delante de su casa. Después de que el mundo los rechazara en 1890 en su viaje a Oklahoma, los residentes de Haven no se negaban nada los unos a los otros y permanecían atentos a cualquier necesidad o estado de escasez.

Los Morgan no reconocían que se alegraran del fracaso de algunas de estas ciudades habitadas por gente de color, aunque llevaban el rechazo de 1890 como una bala en la cabeza. Se limitaban a comentar el misterio de la justicia de Dios y decidieron llevar a los jóvenes gemelos a hacer otro viaje para verlo por sí mismos.

Lo que vieron fue, en ocasiones, triste; en otras, no vieron nada. Y Deek se acordaba de todo. Poblaciones que parecían barrios de esclavos, trasladadas a otro lugar. Ciudades embriagadas por la riqueza. Otras poblaciones que simulaban dormir mientras escondían su dinero, certificados y escrituras en casas sin pintar y calles sin asfaltar.

(Continuará…)

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