John Huston

Capítulo 11
La caza de brujas de los comunistas al final de los cuarenta y principios de los cincuenta fue un horrible período de la historia de este país, una auténtica vergüenza nacional. La «Amenaza Roja» que pesaba sobre Hollywood —y finalmente sobre el país entero— produjo un miasma de miedo, histeria y culpabilidad. Había un comunista debajo de cada cama y todo el mundo parecía ansioso por sacarle de allí a rastras. Era una lucha de hermano contra hermano, amigo contra amigo. Gente inocente fue llevada a la cárcel. Muchos perdieron su empleo —o incluso su vida— simplemente porque creían en lo que sabían que eran sus derechos constitucionales y los ejercían: libertad de expresión y de afiliación política. En mi opinión, el comunismo no era nada comparado con el daño hecho por los cazadores de brujas. Ellos eran los verdaderos enemigos de este país. Y lo que lo convertía en algo tan disparatado, tan increíble, era el hecho de que los peores malhechores contra todo lo que este país representa eran miembros de una comisión del Congreso de los Estados Unidos, que habían jurado proteger y defender la Constitución. Estos hombres operaban bajo la insignia y la protección de algo llamado Comité de Actividades Antiamericanas de la Cámara: el CAAC.
El CAAC, que había sido una operación escasamente reconocida desde 1938, adquirió una importancia nacional en 1948 gracias a sus éxitos en el proceso del caso Hiss. Este comité, bajo la dirección de hombres tales como su presidente, J. Parnell Thomas, y el consejero general Robert Stripling, y constituido por ambiciosos congresistas jóvenes como Richard Nixon, recibió un arma terrible en 1947, y desde entonces la manejó con aterradores resultados. Esa arma —que les dio el presidente Truman, el fiscal general, Tom Clark, y J. Edgar Hoover— era la llamada Lista del fiscal general, una lista de organizaciones que supuestamente mantenían posturas totalitarias, fascistas, comunistas o «cualesquiera otras ideas subversivas». Esta lista, que originalmente se había hecho como una guía de uso interno para cribar a los empleados federales, se convirtió luego en la columna vertebral de un «programa de lealtad nacional» y, junto con otras varias listas, fue utilizada por el CAAC en sus interrogatorios a los testigos. A partir de 1950, cuando el senador Joseph McCarthy se subió al carro, el Senado empleó estas listas del modo más injustificable, llevando la «caza de brujas» a todo su apogeo.
Pero las cazas de brujas comenzaron en 1947, cuando el CAAC eligió a la comunidad cinematográfica de Hollywood como su principal objetivo. No me cabe la menor duda de que los comunistas se habían propuesto hacer proselitismo en Hollywood, ganar conversos. Pero tampoco me cabe la menor duda de que esa actividad no representaba, ni por lo más remoto, una amenaza para la seguridad nacional. Los comunistas que yo conocía eran liberales e idealistas, y se hubieran quedado horrorizados ante la idea de intentar derribar al Gobierno de los Estados Unidos. En aquella época nadie sabía nada del archipiélago Gulag ni de los asesinatos en masa de Stalin. Estos «estudiantes» de marxismo celebraban reuniones, con veinte o treinta asistentes, en casas particulares. Asistí a estas reuniones dos o tres veces, por pura curiosidad. Había un jefe que dirigía las sesiones de estudio. Los estudiantes recitaban sus lecciones de El capital o de los libros de texto y panfletos que le proporcionaba el partido. A veces había una función para recaudar fondos, en la cual cantaba Paul Robeson o algún otro. No me sentí asqueado. Por el contrario, todo ello me pareció muy infantil. Me asombré de la inocencia de estas personas, buenas pero sencillas, que creían que ésta era una forma de mejorar las condiciones sociales de la humanidad.
Pero pocos años después el CAAC no lo veía de esa manera. El CAAC estaba convencido —junto con Edgar Hoover— de que existía una «quinta columna» comunista que subvertía a la comunidad cinematográfica. Habían seleccionado los nombres de unas cuantas personas a quienes consideraron sospechosos —Bob Rossen, John Wexley, Lester Cole, Dalton Trumbo, Clifford Odets, entre otros— y se proponían «hacer una limpieza». Yo conocía a algunos de estos hombres y les apreciaba, como personas y por el trabajo que hacían. No me interesaban en absoluto sus creencias políticas personales.
El primer aviso de lo que se estaba gestando llegó cuando un grupo de congresistas vinieron a Los Ángeles para llevar a cabo una serie de entrevistas políticas con gente de la industria cinematográfica. Invitaban a la gente a ir a declarar en privado respecto a lo que sabían de las maquinaciones de los comunistas. La mayoría de los directivos del estudio acudieron.
Recuerdo que hablé con Jack Warner después de que le hubiesen entrevistado.
—¿Qué clase de preguntas te han hecho? —le dije.
—Querían saber los nombre de personas de aquí que yo pensara que podrían ser comunistas.
—¿Qué les dijiste?
—Pues… les dije los nombres de unos cuantos.
—¿Sí?
—Sí… Sospecho que no debería haberlo hecho, ¿verdad?
Le dije que pensaba que había cometido un error.
Jack parecía preocupado.
—Supongo que soy un chivato, ¿no?
Un ambiente general de histeria y culpabilidad se extendió por la industria a medida que continuaban las investigaciones. En un esfuerzo por salvar sus propias carreras, la gente acudía en manada para ser testigos «amistosos» dando nombres de personas que ellos pensaban que podrían ser comunistas… o, en otras palabras, de personas a las que ellos deseaban poner en una lista negra.
Un amigo mío, Philip Dunne, un buen guionista de la 20th Century Fox, estaba almorzando con Willy Wyler y conmigo un día. Estábamos de acuerdo con que la cosa se estaba poniendo muy fea. Muy poco antes, Lewis «Milly» Milestone —el director de Sin novedad en el frente y Dos caballeros árabes, entre otras grandes películas— había sido acusado por Sam Wood de ser comunista. Sam Wood también era un director de gran reputación, pero era un anticomunista rabioso. La mejor manera de describir su actitud es recordar que en su lecho de muerte hizo un testamento dejándole a su hija la mayor parte de su finca… siempre y cuando no resultara ser comunista. Sospecho que Sam estaba ligeramente trastornado.
Yo era vicepresidente de la Asociación de Directores Cinematográficos en esa época, y en una reunión de la junta directiva propuse que enviáramos un telegrama al Comité de Actividades Antiamericanas manifestando nuestro desacuerdo con la opinión de Wood. George Stevens era el presidente de la Asociación y también tomó una postura firme respecto a este asunto.
Esto fue la calma que precede a la tormenta, sólo un pequeño relámpago en el aire. Cuando vimos que no iba a alejarse, empezamos a hablar con otros, y finalmente creamos un grupo llamado Comité para la Primera Enmienda. Además de Philip Dunne, Willy Wyler y yo mismo, este grupo incluía a figuras tan destacadas como Edward G. Robinson, Burt Lancaster, Gene Kelly, Humphrey Bogart, Billy Wilder y Judy Garland. Hollywood estaba justamente indignada. En nombre de nuestro comité, compramos espacio en las revistas profesionales —el mejor lugar en Hollywood para dar publicidad a nuestra opinión— y publicamos una declaración de principios. Deploraba la investigación del Congreso, y predecía que pondría en peligro los puestos de trabajo y la subsistencia de muchos americanos leales, provocaría la angustia de otros y causaría el desprestigio de la industria cinematográfica en su conjunto. Luego señalaba que el Comité de Actividades Antiamericanas constituía una violación de la Carta de Derechos y sugería que los cargos que se estaban presentando equivalían en realidad a acusaciones criminales y, sin embargo, se les negaba a los acusados el derecho a someterse a juicio. Afirmábamos nuestra oposición al comunismo, pero argumentábamos que la histeria colectiva no era forma de combatirlo, porque la histeria del tipo que provocaba la acción del Comité podría destruirlo todo: nuestra industria e incluso el país. Por último, invitábamos a otras personas de Hollywood a unirse a nuestra postura. Era una declaración fuerte y bien fundada.
Nuestra posición fue recibida con unánime entusiasmo en Hollywood, pero el CAAC no se desalentó. En el curso de las investigaciones de Hollywood, el Comité envió las infames citaciones a los Diez de Hollywood. Eran más de diez, pero la etiqueta permaneció, y cuando fueron a Washington para comparecer ante el Comité era como llevar a los corderos al matadero. Empezamos a recibir llamadas de los abogados que les representaban —Bartley Crum era uno de ellos— rogándonos que realizáramos alguna acción positiva a su favor.
Así que un grupo representativo de nosotros decidimos ir a Washington y asistir a los juicios orales. No estábamos seguros de lo que podríamos hacer, pero al menos demostraríamos nuestro apoyo. Yo estaba cenando una noche en el Wilshire Brown Derby cuando Howard Hughes me telefoneó y me dijo:
—John, tengo entendido que estáis planeando un viaje a Washington, y quiero decirte que podéis usar uno de mis aviones. No gratis, porque por ley tengo que cobraros algo, pero podéis contar con él con la tarifa mínima legal… y es todo vuestro.
Y eso hicimos. En este grupo, además de yo mismo y Evelyn, estaban Phil Dunne, Bogie y Betty, Ira Gershwin, Gene Kelly, Danny Kaye, Sterling Hayden, John Garfield, June Havoc, Jane Wyatt, Paul Henreid, Larry Adler, Richard Conte y algunos otros.
Nuestro avión hizo un par de escalas camino de Washington, y en ambos casos nos recibieron periodistas simpatizantes. Tuvimos la impresión de que el país estaba con nosotros, de que el estado de ánimo nacional se asemejaba al nuestro: indignado y condenatorio de lo que estaba sucediendo.
Tardamos bastante en llegar a Washington y a la llegada estábamos agotados. Pero había una conferencia de prensa en nuestro hotel inmediatamente. La prensa se portó bien con nosotros. Las preguntas revelaban una disposición generosa, y Phil Dunne y yo las contestamos en representación de todos. Phil ha estudiado a fondo la Constitución y se expresa con gran claridad. Él me había preparado respecto a los puntos más sutiles del caso, que era un buen caso. No estábamos allí para defender a los Diez de Hollywood. Estábamos allí porque nos parecía que se estaba violando la Constitución de los Estados Unidos —y especialmente la Carta de Derechos— y solicitábamos un desagravio. Estábamos seguros de que se estaba juzgando a estos hombres de forma inconstitucional, no por un tribunal de justicia por un delito, sino por el Congreso (cuya misión era hacer las leyes, no hacerlas cumplir) por ejercer la libertad de expresión y la libertad de creencias políticas.
Faltaban dos días para los juicios orales del Comité. La noche siguiente, a Phil y a mí nos pidieron que asistiéramos a una reunión de los que habían recibido citaciones junto con sus abogados. Nos pidieron que no llevásemos a nadie más. Camino de la reunión le dije:
—¿Sabes, Phil? Lo que creo que deberían hacer es reunirse en las escaleras del Capitolio antes de ir a prestar declaración y decirle a la prensa lo que son exactamente. Si son comunistas o no. Desde luego nosotros no lo sabemos, y nadie lo sabe. Luego, después de haber hecho declaración pública, deberían comparecer ante el Comité y negarse a declarar alegando que el procedimiento es inconstitucional.
Phil lo pensó un rato y luego estuvo de acuerdo en que era una buena idea.
Llegamos a la reunión y yo hice la propuesta. Fue recibida con un silencio mortal. La mayoría de los citados miraron a Bartley Crum. Él parecía azorado, igual que los otros abogados. Bartley balbuceó un poco y dijo que era una buena idea, pero que sería imposible porque les pondría en una posición más débil ante los tribunales posteriormente. Habían acordado entre ellos pleitear contra las compañías cinematográficas en los casos en que los individuos hubieran sido despedidos o suspendidos de empleo temporalmente por la sospecha de su militancia comunista.
—¿No creen que éste es un asunto de mucha más trascendencia que las indemnizaciones por daños y perjuicios que se pudieran obtener en estos pleitos? — dije yo.
No me respondieron a eso. Phil y yo salimos de la reunión sintiéndonos inquietos. No es que mi idea fuera tan buena; era más bien que la respuesta había sido débil y titubeante.
Al día siguiente asistimos a la vista como grupo representativo: el Comité para la Primera Enmienda en acto de protesta. Uno tras otro, los acusados fueron interrogados. Daban su nombre y su dirección y luego usaban las preguntas como punto de partida para hacer declaraciones, nunca contestaban a las preguntas, sino que daban vueltas en torno a ellas. Luego venía la gran pregunta: «¿Pertenece usted, o ha pertenecido alguna vez, al Partido Comunista?» No daban una respuesta directa. Parnell Thomas golpeaba con el mazo y el testigo alzaba la voz invariablemente. Parnell Thomas golpeaba más fuerte, y el testigo, generalmente, estaba gritando cuando se le condenaba por desacato. Fueron condenados uno tras otro. Era un espectáculo lamentable. Se te ponía la carne de gallina y sentías náuseas. Yo desaprobaba lo que les estaban haciendo a los Diez, pero también desaprobaba su reacción. Habían desperdiciado una oportunidad de defender un principio de la máxima importancia. A mí me pareció que se trataba de un caso de pésima estrategia.
Antes de este espectáculo, la actitud de la prensa había sido sumamente solidaria. Ahora cambió. La información sobre las actividades de nuestro comité en Washington, favorable a nosotros hasta ese momento, ahora era contraria. Había incluso citas equivocadas e interpretaciones manipuladas. No obstante, varios sindicatos y otras asociaciones nos enviaron telegramas de apoyo.
Habíamos ido juntos a Washington, pero volvimos por separado. Al regreso, Bogie vio a unos amigos en Chicago que le insistieron en que se retirara del comité. Entonces hizo una declaración pública en el sentido de que había sido «mal aconsejado» para hacer este viaje. El columnista George Sokolsky tomó esto como pretexto y escribió: «El señor Bogart dijo que había sido mal aconsejado. Nos gustaría saber quién le aconsejó…» Phil y yo le enviamos un telegrama a Sokolsky diciéndole que le habíamos aconsejado nosotros. Sokolsky informó de ello en su columna, preguntando: «¿Quiénes son Huston y Dunne? ¿Cuál es su relación con el Partido Comunista?».
Lo siguiente que leí sobre mí estaba escrito por Frank Conniff, un anti– izquierdista que escribía en la cadena Hearst. Creo que Conniff estaba tratando de no ser menos que Westbrook Pegler. Escribió que «¡hay buenas pruebas de que John Huston es el cerebro del Partido Comunista en la Costa Oeste!». Después de esto yo esperaba una citación, pero tuvieron el sentido común de no enviármela. Aunque conocía algunos de los hombres del grupo de los Diez, mi contacto con ellos no estaba en absoluto relacionado con la política. Yo tenía un buen historial de guerra y nada que temer de una investigación. Había permitido que mi nombre fuera utilizado por organizaciones que defendían principios en los que yo creía, y algunas de ellas fueron acusadas más tarde de ser tapaderas del Partido Comunista, pero yo no tenía vínculos con ningún grupo u organización que estuviera afiliada al Partido Comunista, que yo supiera. Me hubiera encantado recibir una citación.
Después de este juicio, nuestro Comité para la Primera Enmienda empezó a ser descrito como una organización paracomunista. El hecho de que no lo fuera, y de que yo supiera que no lo era, no servía de nada. Más tarde llegó a ser conocida como la organización paracomunista.
Lo que me resultó más decepcionante fue la sumisión del pueblo americano. Ninguna voz con autoridad se alzó para protestar. Tiempo después, J. Parnell Thomas fue encontrado culpable de engordar las nóminas y de recibir sobornos, y fue condenado a prisión. Pero muy pocas personas parecieron escandalizarse por el hecho de que este hombre —enviado a la cárcel como un delincuente común— hubiese encarcelado anteriormente a un buen número de ciudadanos honrados por el «delito» de defender unos principios en los que creían. Desaparecido Parnell, Joseph McCarthy tenía vía libre para ocupar el centro del escenario. Desde ese momento, las cosas sólo podían empeorar.
Para conservar sus puestos, se le exigió a la gente que hiciera un juramento de fidelidad. Esto me parecía infantil e insultante a un tiempo, así como un precedente extremadamente peligroso. Evidentemente, cualquier comunista haría el juramento inmediatamente. En una junta general de la Asociación de Directores Cinematográficos, un tipo maquiavélico llamado Leo McCarey —un director irlandés de comedias sofisticadas— propuso que la cuestión de si debíamos hacer el juramento o no se decidiera a mano alzada, en lugar de por votación secreta, para que nadie se atreviera a oponerse. Contemplé asombrado cómo todo el mundo en la sala, excepto Billy Wilder y yo, levantaba su mano en un voto afirmativo. Incluso Willy Wyler, que estaba sentado fuera de mi vista, hizo lo mismo que los demás. Billy estaba a mi lado, y siguió mi ejemplo. Cuando le tocó el turno al voto negativo, yo alcé la mano, y Billy, vacilante, hizo otro tanto. Dudo de que supiera por qué, pero por el sordo rugido que se produjo a continuación, se dio cuenta de que iba a tener graves problemas. Estoy seguro de que fue uno de los actos más valerosos que Billy, como alemán nacionalizado americano, había realizado. Había entre ciento cincuenta y doscientos directores en esta reunión, y aquí estábamos Billy y yo, los únicos, con la mano alzada en protesta contra el juramento de lealtad. ¡Yo sentía ganas de volcar la mesa sobre aquel atajo de cretinos! Pasó mucho tiempo antes de que yo volviera a asistir a otra reunión de la Asociación y, cuando lo hice, fue en circunstancias bien distintas.
El país estaba enfermo. Nadie acudía en defensa de quienes eran perseguidos por creencias personales garantizadas por nuestra más sagrada ley, la Constitución de los Estados Unidos. Unos cuantos se negaron a unirse a la chusma, pero incluso ésos, en su mayoría, tomaban una actitud pasiva en lugar de luchar contra la ola de histeria. Recuerdo que L. B. Mayer se acercó a mí un día, cuando la caza de brujas estaba en todo su apogeo, y me dijo que pensaba que Joe McCarthy era uno de los hombres más grandes de nuestro tiempo. Luego me miró especulativamente.
—John —me dijo—, tú has hecho documentales… ¿Qué te parecería hacer uno que fuera un tributo a McCarthy?
—L. B., ¡estás rematadamente loco!
Me eché a reír y me alejé.
Después del estreno de We Were Strangers, en mayo de 1949, el Hollywood Reporter me acusó inmediatamente de ser un propagandista rojo. El periódico no se andaba por las ramas al calificar la película de «vergonzoso manual de dialéctica marxista…, el plato más fuerte de teoría roja que se le ha servido nunca al público fuera de la Unión Soviética…». Una semana más tarde el Daily Worker condenaba la película por ser «propaganda capitalista». Todo el asunto era tan perfectamente absurdo que me reí.
Pero no era cosa de risa. Algunas carreras profesionales se habían destruido por menos. En 1952, José Ferrer y yo nos metimos de cabeza en un lío cuando trajimos de París la copia de Moulin Rouge para su estreno en Los Ángeles. Joe tenía fama de ser muy izquierdista, pero no era más comunista que mi abuela. No obstante, cuando estrenamos en Los Ángeles, algunos grupos de la Legión Americana —inspirados, sin duda, por Hedda Hopper, que me despellejaba vivo en su columna constantemente — desfilaron delante del cine con pancartas afirmando que José Ferrer y John Huston eran comunistas. Debo reconocer que aquello aguó la fiesta.
Yo estaba de paso en Nueva York, camino de Europa para escribir el guión de La burla del diablo, cuando me llegó el aviso, a través del representante de la Columbia Nueva York, de que Sokolsky —y un grupo extraoficial del cual él era un miembro destacado— deseaban conocerme. Acepté. El grupo de Sokolsky estaba compuesto por otros periodistas, dos representantes sindicales, alguien que después descubrí que pertenecía al Departamento de Estado, miembros anónimos del FBI y otros varios. La reunión se celebró en casa de Sokolsky. Supongo que me estaban juzgando, pero no me dieron en absoluto esa impresión. ¿Soy un ingenuo aún ahora? Me hicieron preguntas, pero no me pidieron que diera nombres. Querían saber cosas del Comité para la Primera Enmienda, y parecían sinceramente interesados en averiguar si realmente tenía conexiones comunistas. Yo iba preparado para salir del atolladero peleando, pero me sorprendieron agradablemente. No vi la necesidad de adoptar una postura defensiva ni beligerante, me limité a responder a sus preguntas lo más sinceramente que pude.
Sin embargo, algunas de las preguntas eran absurdas. Me preguntaron sobre Salka Viertel, la madre de Peter. Les dije que era una de las personas más generosas, hospitalarias y civilizadas que yo conocía, una especie de madre universal.
Las actividades «izquierdistas» de Salka consistían principalmente en haber convertido su hogar en Santa Mónica en un lugar de reunión para intelectuales europeos, tales como Thomas Mann, Bertolt Brecht y Aldous Huxley, y para jóvenes escritores americanos como James Agee y Norman Mailer. Así se había ganado un puesto en la lista negra.
Me preguntaron qué pensaba de Chaplin, e incluso surgió la cuestión de Einstein. No se les podía calificar de inquisidores, pero me asombraba oírles hablar de Einstein de la forma en que lo hacían. Finalmente se pusieron de acuerdo en que no era un comunista, sino más bien «un liberal descarriado». Le consideraban infantil por sus creencias y declaraciones, lo cual me pareció bastante presuntuoso por su parte.
Respecto a mis propias opiniones, les aseguré que estaba en contra del comunismo internacional y de todo lo que Rusia representaba, pero que principalmente me desagradaban los dictadores y los matones.
—No me gusta tener miedo —dije— ni ver a otra gente asustada. Lo que de verdad me gusta son los caballos, las bebidas fuertes y las mujeres.
Más tarde leí en la columna de Sokolsky una descripción de nuestra reunión, seguida de una afirmación de que estaba seguro de que yo era buen americano. ¡Por supuesto, me sentí aliviado al leer eso!
Hubo pocos que no sucumbieran al miedo general. Varios de los Diez, que al principio se habían mostrado valerosos, se lo pensaron dos veces y declararon, dando nombres. Incluso se rumoreaba que hacían tratos entre ellos: «Tú das mi nombre, y yo doy el tuyo.» Este tipo de corrupción moral se extendió ampliamente en el mundillo del teatro y la televisión, y a mí me entristecía ver a quienes tenía en alta estima, personas íntegras, cediendo a este obsceno juego del chantaje. Lo que hacían era comprensible, supongo, pero difícil de aceptar. No es fácil saber cómo se comportaría uno bajo semejantes presiones. Afortunadamente, nunca tuve que comprobarlo.
Pasé fuera la mayor parte de esa época. En 1951 me había ido a África para hacer La reina de África, y después estuve en París haciendo Moulin Rouge. No sentía grandes deseos de regresar a Estados Unidos. Había dejado —temporalmente, al menos— de ser mi país, y estaba encantado de permanecer alejado de él. La histeria anticomunista ciertamente fue un factor importante en mi decisión de trasladarme a vivir en Irlanda poco después. Cuando pasé una temporada allí, me alegró descubrir que los irlandeses tenían una pésima opinión de McCarthy y de lo que estaba haciendo. Esto los hizo aún más entrañables para mí, pero cuando intenté que un periodista de la Prensa Asociada Americana transmitiese esta información, él no se atrevió a hacerlo.
Todavía ahora se siente vergüenza al pensar en la gente que cedió ante los cazadores de brujas. Sterling Hayden es uno de los pocos entre ellos que no intentó disculparse, ni justificar sus actos. En una época había sido comunista de carnet, pero, bajo la presión del «Terror Rojo», cambió de opinión y decidió que el comunismo representaba un peligro para su país. Procedió a dar nombres… incluyendo el de su mejor amigo. A consecuencia de ello, este hombre fue a la cárcel y luego murió. Conociendo a Sterling, estoy seguro de que en aquel momento creía que estaba haciendo lo que tenía que hacer. Pero cuando se dio cuenta plenamente de lo que significaba ese acto, experimentó un profundo remordimiento. Declaró abiertamente que se avergonzaba de lo que había hecho, escribió un libro en el que contaba el episodio y se lo dedicó a su amigo. Sterling es uno de los pocos actores que yo conozco que ha continuado madurando con los años. Siempre sentí comprensión y pena hacia él al no haber podido estar a la altura de la idea que tenía de sí mismo. Pero aprendió aún de esta experiencia y supo aprovecharla. Hay ahora cierta nobleza en Sterling.
(Continuará…)
