John Huston

Capítulo 9
En el otoño de 1943, mis «vacaciones» en Inglaterra tocaron a su fin. Recibí órdenes de dirigirme a Italia para rodar la triunfal entrada de las fuerzas americanas en Roma. Yo había conocido en una fiesta en Londres al gran escritor de novelas policíacas Eric Ambler, y —siguiendo el principio de que nuestros dos países deberían aunar sus esfuerzos para realizar documentales sobre la guerra— le propuse que se viniera conmigo y él aceptó con entusiasmo. Partimos inmediatamente, pero, al llegar a Italia, nos encontramos con que nuestras fuerzas aún estaban muy lejos de Roma.
La campaña de Italia se había detenido después de nuestros iniciales éxitos, que empezaron en Salerno y continuaron en Nápoles. Después de llegar a Caserta, al norte de Nápoles el mal tiempo fue constante, los alemanes se hicieron fuertes y el ataque aliado se fue a pique.
Nápoles parecía una puta que hubiera recibido una paliza de un bruto: le faltaban dientes, tenía los ojos morados y la nariz rota, y olía a suciedad y a vómitos. Había una carencia de jabón, y hasta las piernas desnudas de las chicas estaban sucias. Los cigarrillos eran la moneda de intercambio comúnmente utilizada, y se podía conseguir cualquier cosa por un paquete. Los niños ponían en venta a sus hermanas y sus madres. Por la noche, durante el apagón, las ratas aparecían en manadas delante de los edificios y se quedaban allí, mirándote con sus ojos rojos, sin moverse. Tenías que caminar entre ellas. Salían humos de los callejones, en los que había establecimientos que ofrecían «actos carnales» entre animales y niños. Los hombres y mujeres de Nápoles eran un pueblo despojado, hambriento y desesperado, que estaba dispuesto a hacer absolutamente cualquier cosa para sobrevivir. Las almas de esas gentes habían sido violadas. Era verdaderamente una ciudad maldita.
Una de las pocas ocasiones en que tuve que sacar mi pistola fue en Nápoles. En una piazza en las afueras de la ciudad me encontré con un tumulto, en medio del cual estaba sitiado un policía militar con la porra en la mano. La multitud rebullía en torno a él y todos parecían estar peleándose con la persona que tuvieran más cerca. El policía estaba en apuros, así que mi chófer y yo fuimos en su ayuda. Cuando llegamos a su lado, el tumulto alcanzó su punto culminante y empezó a apaciguarse. Los ancianos que estaban en las puertas hacían esos típicos gestos napolitanos: golpearse el pecho y la frente con los puños y luego alzar los brazos en alto hacia Dios.
Por el rabillo del ojo capté una escena surrealista. Un hombre y una mujer estaban de pie, abrazados, inmóviles en medio de toda aquella frenética actividad. Dirigí la vista a la pareja un par de veces, y cuando cesó el tumulto, observé que seguían allí parados, al parecer, ajenos a todo lo que les rodeaba. Finalmente les separaron, y se descubrió que la mujer había tenido la nariz del hombre entre sus dientes. Le había mordido la nariz de tal modo que le colgaba hacia un lado sobre la cara.
El tumulto había comenzado, según descubrí, por una pelea relacionada con cigarrillos.
En Nápoles me encontré con el fotógrafo Bob Capa. Ya le había conocido en una fiesta de Nochevieja en Nueva York algún tiempo antes de la guerra, y durante años le había visto de vez en cuando, pero fue en esta ocasión cuando nos hicimos amigos. Un día íbamos paseando juntos por una calle cuando comenzó un ataque aéreo. Estos bombardeos eran esporádicos y no muy efectivos, pero los italianos se los tomaban muy en serio; al primer aviso de una incursión aérea, las calles se vaciaban, y si por casualidad estabas sentado en un restaurante, los camareros desaparecían sin más. Cuando empezó este bombardeo, Bob y yo nos metimos en un portal para escapar a los fragmentos de bomba que llovían del cielo por el fuego de nuestra propia artillería antiaérea.
Había mucho tifus en Nápoles entonces, y se oía el rumor de una epidemia de cólera. Finalmente ambas enfermedades fueron controladas, pero al principio murió mucha gente. Los muertos eran enterrados en pequeños ataúdes prefabricados, todos del mismo tamaño. La ciudad mantenía en servicio las tradicionales carrozas fúnebres barrocas, que eran grandes, de ébano y tiradas por un tronco de caballos negros, con plumas y adornos. Desde el portal, Bob y yo vimos a una de estas carrozas fúnebres dar la vuelta a la esquina a toda velocidad, inclinándose hacia un lado. El cochero iba de pie, fustigando a los caballos, que galopaban sobre el empedrado. Llevaba un tricornio, calzones, casaca de seda y zapatos con hebillas; las sirenas de la alarma aérea aullaban, los cañones tronaban, y justo cuando la carroza pasaba por delante de nosotros, las puertas traseras se abrieron de golpe y empezaron a soltar féretros. Los féretros se rompían al chocar contra el empedrado y la calle quedó salpicada de cadáveres, que se estiraban lentamente después de haber estado encogidos. Era grotescamente divertido. ¿Qué podíamos hacer sino reírnos?
Nuestro cuartel general en Caserta era un gran palacio de cuatro o cinco plantas, con un enorme patio central que debía de tener cien metros de lado. Delante del palacio había varios estanques largos. Los diminutos aviones de reconocimiento con pontón solían aterrizar en estos estanques que no medirían más de ocho o diez metros de ancho. El palacio estaba abarrotado de tropas del ejército, y nosotros, los del Servicio Gráfico —incluyendo a mi superior inmediato, el coronel Gillette—, dormíamos todos en una habitación grande con nuestros petates en el suelo. Eso era soportable, pero no así los ronquidos de Eric Ambler.
Eric roncaba más fuerte que ningún otro hombre que yo haya oído. Era espantoso. Sus ronquidos resonaban por los vestíbulos y se oían hasta el patio. Había veinticinco o treinta hombres durmiendo en la misma habitación, y a la mañana siguiente se levantaron todos como un solo hombre —sin haber podido pegar ojo en toda la noche — y me miraron. Comprendí que tenía que sacar a Eric de allí… y rápido.
Me habían asignado para la filmación un grupo de combate de seis hombres… y Eric. Poco después llegaron nuevas órdenes. Teníamos que continuar hasta el frente y hacer un documental que explicara al público americano por qué las fuerzas de Estados Unidos en Italia ya no estaban avanzando.
A principios de diciembre de 1943, nuestras fuerzas habían alcanzado una posición en el valle del Liri, situado a noventa kilómetros al noroeste de Nápoles y unos sesenta al sureste de Roma. Mi unidad estaba adscrita al 143 Regimiento de Infantería de la 36 División de Infantería de Texas. El 143 había participado en el Día D en Salerno, fue el primero en entrar en Nápoles, el primero en cruzar el Volturno y el primero en entrar en combate en el valle del Liri.
La carretera seis, la única arteria principal que conducía a Roma, atravesaba el valle del Liri. A la entrada del valle estaba el pueblecito de San Pietro, que se convertiría en uno de los hitos más ferozmente disputados de la campaña de Italia. El 143 se enfrentaba a cuatro batallones enemigos, atrincherados en una línea de trincheras conectadas y de puntos fuertes antes de San Pietro y que se extendía a través del valle desde una masa montañosa a la otra. Otro batallón alemán defendía los altozanos al noroeste de San Pietro: todos los accesos a estas posiciones estaban fuertemente minados y cruzados por redes de alambre de espino y trampas. Los oficiales de campaña experimentados decían que la posición alemana era inexpugnable en un ataque frontal. No obstante, lo que recibieron los oficiales y los hombres del 143 fue una orden de ataque frontal. La decisión costó cara.
La noche anterior al ataque nuestra artillería lanzó contra los alemanes todo lo que teníamos, pero, a juzgar por lo que siguió, con escaso resultado. Los alemanes estaban bien atrincherados y sus puntos fuertes eran inmunes a todo lo que no fuera un impacto directo. A los doscientos metros, el ataque quedó casi detenido al encontrarse nuestras tropas con el alambre de espino, un denso fuego automático y las minas. Luego vino el fuego de mortero y de artillería: el enemigo tenía un excelente puesto de observación desde el Monte Lungo que dominaba nuestro ataque, y las bajas fueron enormes. Muchos hombres dieron su vida tratando de saltar sobre los alambres de espino, alcanzar los puntos fuertes y arrojar granadas de mano por las estrechas rendijas de los emplazamientos de las ametralladoras. El ataque no llegó nunca más allá de los seiscientos metros desde la línea de partida.
Posteriormente lanzamos dos ataques frontales más contra San Pietro. Ambos fueron repelidos con elevadas bajas. Los alemanes levantaron una muralla de armas automáticas, fuego de mortero y de artillería, tanto a lo largo de la sierra como sobre los accesos a San Pietro. De las patrullas de voluntarios que intentaron abrirse paso y alcanzar las posiciones enemigas, nadie volvió con vida.
Entonces se decidió atacar San Pietro con tanques. Este era un plan aún peor concebido, sin duda por alguien que estaba detrás de las líneas y no tenía la más remota idea del terreno que rodeaba al pueblo. Se dio la orden de que dieciséis tanques atacaran desde el este, avanzando por un estrecho camino de tierra lleno de curvas cerradísimas, y bajo la observación directa del enemigo. Dos coches pequeños sólo podían pasar casi rozándose por este camino, pero ciertamente no había espacio suficiente para que un tanque maniobrara. El lado derecho del camino era la ladera de la montaña, y el otro era una pendiente. Una vez en el camino, los tanques no podían dar la vuelta.
Los alemanes dejaron que los tanques se acercaran hasta los cien metros del pueblo antes de destruir los dos de la cola con cañones antitanque ocultos entre los cascotes. Tres tanques dieron con minas en el camino y fueron abandonados. Entonces la artillería y los cañones antitanque se dedicaron a destruir a los demás uno por uno. Sólo cuatro tanques volvieron al vivac.
Veíamos a los tanques ardiendo y estallando, y a los hombres corriendo y tratando de ocultarse. Cuando todo terminó, fuimos y rodamos los desastrosos resultados. No era agradable. Había una bota aquí —con el pie y parte de la pierna todavía dentro—, un torso abrasado allí, y otros pedazos de lo que habían sido cuerpos humanos vivos, esparcidos por todas partes. Estos planos estaban en la versión íntegra del documental.
Antes de nuestro primer ataque yo había entrevistado ante la cámara a varios hombres que iban a participar en la batalla. Algunas de las cosas que dijeron eran bastante elocuentes: luchaban por lo que el futuro les reservara, por su país y por el mundo.
Más tarde se veía a los mismos hombres muertos. Antes de colocar los cadáveres en los féretros para enterrarlos, se los ponía en hilera sobre sus petates, se hacía la identificación —si era posible— y luego se les cubría. En ese momento era preciso levantar el cuerpo, y yo tenía colocadas mis cámaras de tal modo que los rostros de los muertos se acercaban al objetivo. En la versión íntegra puse sus voces hablando de sus esperanzas para el futuro acompañando sus rostros muertos.
Considerando el impacto emocional que tendría sobre sus familias, y también la reacción del público norteamericano de la época, más tarde decidimos no incluir este material. Puede que la generación actual esté en condiciones de verla; se ha vuelto inmune casi a cualquier cosa.
El punto muerto militar se resolvió al fin cuando cayó Monte Lungo ante nuestras tropas el 16 de diciembre. Monte Lungo resultó ser la clave del plan de defensa del enemigo. Incluso mientras caía, percibimos señales de que los alemanes se preparaban para retirarse.
Ya sabíamos previamente que podíamos esperar una contraofensiva alemana para cubrir su retirada. Nuestro servicio de inteligencia informó que ya habían evacuado el pueblo de San Pietro. Me dirigí allí inmediatamente con otros dos oficiales y mi equipo de trabajo; queríamos estar ya allí cuando empezara nuestra ocupación para poder rodar todo el proceso.
Fuimos pasando por la zona de las ofensivas y contraofensivas y nunca he visto tantos muertos como ese día. Había llovido durante la noche. Vimos emplazamientos de ametralladoras, cañones y armas limpias y relucientes, con las municiones brillando a la luz del sol de primera hora de la mañana, mientras todo alrededor yacían los muertos. Recuerdo que le comenté a alguien que habíamos visto más muertos que vivos ese día.
Finalmente llegamos a las afueras del pueblo. San Pietro estaba sólo a unos doscientos metros más arriba, y un poco más adelante veíamos el camino que unía la carretera principal con el pueblo. Discutimos sobre la conveniencia de trepar por la colina hasta el pueblo o continuar hasta el camino. El camino podía estar aún en manos del enemigo, aunque los alemanes hubieran abandonado ya el pueblo. Por otra parte, la colina estaba minada, sin duda. Mientras estábamos tratando de decidirnos, una ametralladora abrió fuego sobre nosotros desde arriba. Nos apresuramos a buscar refugio en un muro de contención y, afortunadamente, ninguno de nosotros resultó herido. Los servicios de inteligencia se habían equivocado: era evidente que los alemanes seguían ocupando San Pietro. Nos quedamos allí agachados, intentando averiguar cómo demonios podríamos salir de allí. Entonces los alemanes nos lanzaron una andanada de mortero. Afortunadamente, esto levantó tanto polvo y humo que dejó sin visibilidad al hombre que manejaba la ametralladora, y así pudimos salir corriendo, uno a uno.
Poco después de esto, los alemanes se retiraron realmente de San Pietro. Mi equipo y yo —junto con Eric y otro oficial— fuimos los primeros que entramos en este pueblo, y pudimos rodar la entrada de las patrullas de avanzadilla de las tropas americanas. Además, tomamos a los hombres, mujeres y niños italianos que bajaban de las cuevas de la montaña donde se habían refugiado durante la batalla. No había hombres jóvenes entre ellos; hacía mucho tiempo que se los habían llevado para combatir en otra parte.
No hacía mucho que estábamos allí cuando los alemanes comenzaron a bombardear el pueblo desde tierra, y luego desde el aire. Sólo había pequeñas patrullas de avanzadilla en San Pietro, pero los alemanes debieron de pensar que estaba allí el grueso de nuestras fuerzas. El mismo error cometió la artillería americana y pensó que los alemanes seguían allí, así que también abrieron fuego y enviaron bombarderos. Ambos bandos arrojaban sobre el pueblo todo lo que tenían y la tierra temblaba literalmente. Los habitantes volvieron corriendo a sus cuevas y nosotros nos apresuramos a hacer otro tanto.
Dentro de la cueva, miré a mi cámara y vi que temblaba de pies a cabeza. Se dio cuenta de que le estaba mirando y me dijo:
—Ya se me pasará, capitán. Me ocurre esto a veces, pero luego se me pasa. No se preocupe por mí, capitán. Estaré bien dentro de poco.
Pero sus temblores no cesaban. Después de un rato hubo una pausa en el bombardeo, y nos asomamos. Tanto los americanos como los alemanes habían pasado de bombardear el pueblo a bombardear el campo que lo rodeaba. Yo sabía que tenía que hacer algo respecto a mi cámara y le dije:
—Vamos, sargento, tenemos que tomar unos planos ahí fuera. Salimos y le hice tomar una panorámica. Seguía temblando, así que le dije que hiciera otra. Esta vez salió mucho mejor. Entonces le pedí que tomara una tercera y esta vez él estaba ya firme como una roca; una panorámica completa de 360 grados de un círculo de fuego de artillería.
En la cueva en la que nos habíamos refugiado junto a alguno de los aldeanos había una niña de siete u ocho años que se sentó en mis rodillas. No paraba de pasarme la mano por la mejilla, acariciándome la cara. Me pregunté por qué hacía esto, y luego pensé que no había visto a un hombre afeitado desde que tenía memoria. Sólo había hombres viejos en el pueblo y todos se habían dejado crecer la barba.
Después de un rato, vimos que la humareda se despejaba y, mirando hacia abajo, observamos que los alemanes contraatacaban por el fondo del valle. Sabíamos que no se limitarían a avanzar por allí, sino que también habría un movimiento por los flancos. Ya era hora de que saliésemos pitando de San Pietro; y eso hicimos. Esta vez habíamos venido en jeep, pasando a duras penas junto a los tanques inutilizados que habían quedado en el camino, y volvimos por el mismo sitio, con el rabo entre las piernas. Eric y yo íbamos en un jeep conducido por un teniente. Nuestro equipo nos había precedido y ya se había perdido de vista. Cuando pasamos junto a los tanques, vimos un coche de los nuestros que venía hacia nosotros. De repente, el coche se detuvo y permaneció, perfilado, a unos cincuenta metros. Sabíamos que el camino estaba bajo observación directa del enemigo, así que les gritamos que siguieran adelante. Un momento después, el coche —que estaba lleno de soldados— recibió el impacto directo de una bala de cañón del calibre 88. Se desintegró. Cuando pasamos por su lado no había ni rastro de él. Simplemente se había desintegrado.
Continuamos hasta llegar a un puente metálico construido con dos vigas «I» que dejaban un espacio entre sí. La separación de las dos vigas estaba pensada para que pasaran fácilmente las ruedas de un camión, pero como el chasis del jeep era más estrecho, las ruedas corrían sobre el borde saliente interior de las vigas por ambos lados. Al teniente que conducía se le atascó una rueda en este borde saliente…, y el motor del jeep se paró.
—¡Dios, teniente! —dije—. ¿No ha visto usted lo que le acaba de pasar a ese coche del ejército? ¡Sáquenos de aquí como sea!
El teniente se volvió y me dijo:
—¿No le gustaría conducir, capitán?
Entonces Eric Ambler se volvió al chófer y, con un tono despreocupado y mesurado, le dijo:
—Realmente, teniente…, esto es sumamente precario. Deberíamos salir de este puente lo más rápidamente posible.
El jeep seguía sin arrancar, y yo sabía que aquello era el fin. Los alemanes tenían aquel camino controlado al milímetro de modo que podían darle a una moneda, y a mí me parecía que estaban teniendo más tiempo para apuntarnos del que habían tardado en volar el coche. Finalmente el teniente consiguió que el coche arrancase, tomamos una curva y salimos del campo de visión de los alemanes. Disculpé a mi cámara por temblar dentro de la cueva.
Eric Ambler era uno de los hombres más serenos que he visto bajo el fuego. «Despreocupado» es la palabra adecuada para él. Cuando todo empezaba a saltar y a estremecerse bajo el fuego de artillería, yo miraba a mi alrededor y allí estaba Eric sacudiéndose el polvo de la bota. Aparte de sus ronquidos, era un buen compañero.
El 17 de diciembre los alemanes se retiraron definitivamente de San Pietro, y el pueblo quedó a nuestra disposición. Cuando volvimos, busqué, y al fin encontré, a la niña de la cueva. Yo había entendido que era huérfana, y había pensado en adoptarla. Me alegré de saber que me había equivocado. Cuando volví a encontrarla estaba bien y contenta, con sus padres.
¡Qué recibimiento nos hicieron en San Pietro! Quesos enteros y botellas de vino aparecieron Dios sabe de dónde, porque el pueblo había sido saqueado por los alemanes. Mirando las ruinas que había a mi alrededor, no pude por menos de preguntarme cómo podrían haber encontrado los habitantes algo con qué celebrar.
Pero los italianos tienen una alegría natural, una capacidad de reírse de sí mismos en los momentos más negros. Recuerdo que cuando pasamos por las estrechas calles de Migrano después de que la hubiéramos tomado, los chiquillos ya habían aprendido algunas palabras de nuestras tropas, y corrían junto al jeep gritando:
—¡Joder a los alemanes!
Nuestro chófer, que tenía un oportuno sentido del humor, contestó:
—¡Joder a los americanos!
Los chiquillos no podían creer que dijésemos eso de nosotros mismos. Parecían confusos y dijeron:
—¡No, no! ¡Joder a los alemanes!
El chófer volvió a gritar:
—¡No! ¡Joder a los americanos!
Y entonces uno de los chicos entendió la broma. Sonrió y dijo:
—¡Joder a los italianos!
Y todos nos echamos a reír.
Durante la operación de San Pietro quedamos atrapados durante algún tiempo en la diminuta aldea de Prata. Llegamos a conocer bien al dueño de la taberna, Pietro, y a su mujer y sus cuatro hijos. Pietro medía aproximadamente un metro cuarenta y tenía un enorme bigote que debía de medir casi treinta centímetros. Le entregábamos nuestras raciones a su mujer y ella las utilizaba para preparar una comida para todos. Su contribución era la pasta italiana y el vino de su pequeño comercio. Hice más de un intento de recompensar a Pietro por su amabilidad, pero él se negó.
Prata estaba situada entre colinas, de tal modo que las bombas de la artillería pasaban por encima de ella, pero esta protección no existía cuando el bombardeo era aéreo. La mujer de Pietro fue herida una vez durante un ataque aéreo, y uno de sus hijos pequeños se lanzó sobre su cuerpo para protegerla. Pasamos allí las Navidades y yo grabé las voces de los hijos de Pietro cantando villancicos con el acompañamiento de fondo de los cañonazos.
Llegué a sentir un gran respeto por los italianos, en especial por los labradores. En los vuelos de reconocimiento se veían a los labradores empezando a arar los campos no bien tomábamos las tierras a los alemanes. Más allá de nuestras líneas, nada estaba cultivado. A veces se les veía arando una tierra que estaba bajo el fuego de artillería, caminando trabajosamente detrás de sus bueyes blancos, y en ocasiones tirando del arado ellos mismos. Los campos habían sido minados, y ellos lo sabían. Todos los días llegaban heridos al hospital de campaña. Pero nada les desalentaba. Había que arar la tierra.
Por esta época me enteré de que Bogie y Mayo estaban en Nápoles haciendo una gira para las tropas. La noticia de su llegada recibió más atención que la contraofensiva rusa. Volví a Nápoles para verles y tuvimos un grandioso reencuentro. Lo primero que Bogie me dijo fue:
—¡John, hijo puta! ¡Mira que dejarme atado en una silla!
No iba a olvidar Al otro lado del Pacífico.
Bogie ya se las había arreglado para meterse en líos en Nápoles. Le encantaba beber y hacerse el pendenciero. En realidad, creo que nunca vi a Bogie borracho. Sus borracheras eran siempre medio fingidas, pero le encantaba montar el número. En esta ocasión dio una fiesta en su habitación para un grupo grande de hombres alistados, y aquello se desmadró. Un general que intentaba dormir al otro lado del vestíbulo vino a la habitación y protestó por el ruido, y Bogie le contestó, muy adecuadamente, algo así como:
—¡Ande y que le den por el culo!
Poco después embarcaron a Bogie y lo alejaron de Italia.
Después de tomar San Pietro, la lucha continuó por el valle del Liri hasta Cassino. Los intentos de tomar Cassino fueron desastrosos. Habíamos logrado cruzar el río Rápido, pero nos obligaron a retroceder con fuertes bajas. A estas alturas de la campaña, la 36 División de Infantería estaba bastante deshecha. Sólo el 143 Regimiento necesitó 1.100 reemplazos tras la batalla de San Pietro y ahora estaba compuesto casi por entero de reclutas bisoños.
Recuerdo estar de pie al lado de una carretera con un comandante de West Point que había atravesado el Rápido en ambas direcciones en pocas horas. Llevaba la mano derecha envuelta en un sanguinolento vendaje improvisado, y más tarde supe que había perdido la mitad de esa mano. Cuando sus tropas pasaban ante nosotros en grupos dispersos, le saludaban. Y el comandante, mortalmente cansado, se ponía firme y se llevaba la mano al casco en un saludo perfecto. Después de presenciar eso, nunca volví a hacer un saludo descuidado.
La moral de nuestras tropas estaba muy alta, a pesar de que había sobrados motivos para la amargura. En Monte Cassino, como en San Pietro, se ordenó un asalto frontal tras otro, aunque era evidente que este método era deplorable… e inútil. Por último se dieron órdenes de bombardear el monasterio benedictino que tenía 1.400 años de antigüedad.
El monasterio se alzaba en lo alto de la montaña y era evidentemente un excelente puesto de observación para los alemanes. Pero, al parecer, a nadie se le ocurrió que toda la montaña podía servir al mismo fin. Se ordenó el bombardeo: oleada tras oleada de bombarderos lanzaron toneladas y más toneladas. Debe de haber sido espantoso estar debajo, pero creo que no había muchos alemanes en el edificio. No sólo las bombas, sino también la artillería, lo machacaron sistemáticamente. El monasterio quedó completamente destruido. El resultado fue que los escombros proporcionaron a los defensores mejor protección que el propio edificio. No quisiera parecer excesivamente sentimental respecto a un monumento antiguo, pero lo único que logramos hacer fue destruir innecesariamente Monte Cassino junto con su biblioteca; una de las más importantes del mundo y totalmente irreemplazable. Y todo para nada. Después del bombardeo la 36 atacó de nuevo y de nuevo fue repelida. Esto no sorprendió a quienes estaban combatiendo. Volví a Caserta para tomarme un descanso.
Yo había estado en primera línea de fuego durante varias semanas, y en esas condiciones el instinto de conservación se agudiza notablemente. Los reflejos también se vuelven rápidos y automáticos. Un jeep dio la vuelta a una esquina con un chirrido de neumáticos, y yo me tiré al suelo. Sonaba igual que el silbido de una bala de cañón del calibre 88. Me levanté avergonzado, me sacudí y me dije: «¡Dios! No puedo permitir que me vuelva a ocurrir esto». Otro jeep volvió la esquina y yo me tiré al suelo por segunda vez.
Mientras estaba en Caserta me invitaron a una fiesta que daban en Nápoles las U.S. Rangers, las fuerzas de asalto, que celebraban su próxima partida para establecer una cabeza de playa en Anzio. La fiesta se celebró en lo que había sido una sala de fiestas en una colina que miraba sobre la bahía. Había una rotonda con una balconada que daba sobre la pista principal y del techo, que tenía varios pisos de altura, colgaba una enorme lámpara de cristal con brazos. Los rangers estaban en buena forma, excitados y ansiosos de partir. Después de unas cuantas copas, comenzaron los juegos, y uno de ellos se centraba en la lámpara. Los mejores atletas de los rangers empezaron a echar una carrera, dar un salto y agarrarse a la lámpara, columpiándose de ella. Eso dio pie para que todo el mundo le arrojara platos al que colgaba de la lámpara, que se mantenía agarrado hasta que un plato lo golpeaba en la cabeza. Siempre había un par de hombres inconscientes tirados en el suelo debajo de la lámpara.
Por todo el local estallaban peleas. Había unas pesadas cortinas de oscurecimiento que colgaban alrededor de toda la sala a un metro de las ventanas, de modo que quedaba un espacio detrás de las cortinas. En una abertura de las cortinas apareció de pronto una cara, como en un espectáculo de feria. Pero en lugar de arrojarle una pelota, uno de los rangers se acercó y le dio un puñetazo. La cara desapareció. Luego volvió a aparecer. Entonces se aproximó otro y le pegó. Esto se repitió una y otra vez. El aspecto de la cara iba de mal en peor, pero no dejaba de reaparecer. Al final tenía los ojos cerrados y la nariz partida y le faltaban todos los dientes, pero seguía reapareciendo.
El fin de fiesta se produjo cuando la enorme lámpara se vino abajo. Juro que debía de pesar por lo menos media tonelada. Debió de matar a algunos de los que había debajo tirados en el suelo. No me quedé para descubrirlo.
Al día siguiente, los rangers salieron para Anzio. Nunca sabré cómo es posible que los alemanes no se enterasen, porque en Nápoles desde luego no era ningún secreto. Cuando los rangers iban en convoy para subir a los transportes, los chiquillos corrían a su lado gritando:
—¡Hasta la vista, Anzio! ¡Adiós, Anzio!
Sin embargo, cogieron a los alemanes totalmente por sorpresa. Mientras tanto, yo regresé al frente.
La principal estrategia de los desembarcos de Anzio era obligar a las tropas alemanas que estaban en Cassino a acudir a Anzio. Esto había dado resultado antes, especialmente en la campaña de Sicilia. Esta vez no lo dio. Los alemanes se negaron a moverse de Cassino, y después del éxito inicial del desembarco de los rangers en Anzio, no continuamos para entrar en Roma, como muy bien hubiéramos podido hacer. De hecho, tuvimos motoristas a las afueras de Roma que tuvieron que dar media vuelta y regresar. Sospecho que si hubiésemos continuado nuestra ofensiva desde Anzio, quizá abríamos concluido la campaña italiana entonces… o, por lo menos, nos habría ido mucho mejor que quedándonos quietos y permitiendo que los alemanes se reagruparan y consolidaran su posición. Si Patton hubiese estado a cargo de esa operación, habríamos tomado Roma algunos meses antes. Pero no lo estaba y no la tomamos. Los alemanes resistieron en Anzio y conservaron su posición en Cassino, y estábamos en tablas en dos frentes. Finalmente Monte Cassino cayó a finales de mayo de 1944 ante tropas de la Resistencia polaca que cruzaron aquellas altísimas montañas y atacaron a los defensores por la retaguardia. Entonces comenzó la retirada de los alemanes y una vez iniciada, fue precipitada.
Pero antes de esto, cuando todavía estábamos al sur del Rápido, recibí órdenes de volver a Estados Unidos. Yo tenía todo lo que necesitaba para montar la película sobre San Pietro, así que emprendí el regreso, pasando primero por Nápoles, luego por Orán, y deteniéndome en Londres para una breve estancia. En Londres, me encontré con Willy Wyler, y fuimos a almorzar al Claridge’s e intercambiamos historias de guerra. Con él estaba una actriz inglesa, joven, delgada, pecosa, que, a pesar de haber pasado en Londres los peores días de la guerra relámpago, estaba alegre, contenta y sonriente. Se llamaba Deborah Kerr. Después volví a Astoria para empezar a montar la película sobre San Pietro.
Astoria tenía su propio reglamento. Ahora estaba a cargo de un tal coronel Barret, que era un hombre sufrido. Antes de la guerra había sido el jefe del laboratorio técnico del Cuerpo de Transmisiones en Washington. El coronel no tenía la preparación adecuada para enfrentarse a las personalidades que los avatares de la guerra habían depositado en Astoria, pero hacía lo que podía.
Rey Scott estaba allí. Él también había estado en Italia, pero no con mi unidad. El ambiente de Astoria no le iba a Rey. Había pasado años en sótanos y tiendas de campaña y se sentía incómodo en este entorno más civilizado.
Finalmente se le vino encima. Una noche en que estaba de guardia como Jefe de Día, Rey se dedicó a emborracharse. Hizo las rondas tres veces durante la noche con su escolta, y llamó por teléfono a su casa al coronel Barret cada vez, cosa nunca vista, naturalmente, salvo en caso de absoluta emergencia. La primera vez dijo:
—¿Coronel Barret? Informa el capitán Scott. Las doce y ¡sin novedad!
Antes de que el atónito coronel pudiese responder, Rey le colgó. Exactamente tres horas más tarde volvió a llamar.
—¿Coronel Barret? Informa el capitán Scott. Las tres y ¡siiiin novedaaaad!
A estas alturas el coronel estaba furioso. Cuando Rey llamó por tercera vez empezó a disparar su 45, eso fue la gota que colmó el vaso. El coronel hizo que se pusiera al teléfono el sargento de Rey y le ordenó que el capitán Scott fuera puesto bajo arresto. Fue una escena terrible. La 45 de Rey tenía cartuchos reales cuando la disparó y los cargos eran bastante graves. No se pudo silenciar el asunto porque había demasiados testigos.
El coronel Barret tenía cierta idea de la hoja de servicios de Rey, y yo le informé de los puntos que él ignoraba. La realidad era que Rey mostraba signos de agotamiento; había sufrido demasiado. Le enviaron al Hospital Militar Mason, en Brentwood, Long Island, para una temporada de reposo y para un examen siquiátrico. Luego fue recomendado para un licenciamiento honorable, y a su debido tiempo se lo concedieron.
Después de eso, perdí la pista de Rey durante algunos años. Luego, un buen día, recibí una llamada telefónica suya pidiéndome que fuera padrino de su boda. Yo estaba rodando exteriores y me fue imposible complacerle. Esa fue la última vez que supe de Rey hasta hace unos meses, cuando me llamó mientras yo estaba rodando en Macon, Georgia. Me sorprendió descubrir que uno de mis hombres preferidos seguía vivo. Esto desafía todos los cálculos de probabilidades.
(Continuará…)
