A libro abierto (VII)

John Huston




Capítulo 8

Entré en el ejército por medio de mi amigo Sy Bartlett, un escritor que conocía desde los tiempos de la Universal. Sy estaba en la reserva. Después de Pearl Harbor le llamaron y le destinaron como capitán al Cuerpo de Transmisiones. Al principio de la guerra hacía de intermediario entre el ejército y Hollywood. Me visitó un día en el estudio mientras rodábamos Al otro lado del Pacífico —una película que era casi una consecuencia de El halcón maltés, más o menos con el mismo reparto—, y me preguntó si me interesaría aceptar un destino en el Cuerpo de Transmisiones. Por supuesto, dije que sí y firmé un papel. Pocas semanas después recibí por correo una lista de nombres de personal militar y varios puestos dentro del Ejército de los Estados Unidos. La examiné brevemente y la tiré a la papelera. Más tarde descubrí que esta era la manera que tenía el ejército de enviarte órdenes. Se suponía que uno tenía que recorrer la lista por orden alfabético hasta encontrar su nombre y leer las instrucciones abreviadas que estaban impresas al lado.

Algún tiempo después yo estaba en el estudio cuando me llamaron por teléfono y alguien me dijo:

—Teniente Huston, ha de presentarse para recibir órdenes en Washington el… —y me dio una fecha y una hora, como cuatro días más tarde.
—¡Pero estoy en mitad del rodaje de una película! —dije.
—Teniente Huston, ¿desea usted renunciar a su destino?
—Por supuesto que no.
—En ese caso, preséntese en Washington como se le ordena.
—Sí, señor.

En realidad, estábamos terminando la película. El argumento trataba de un plan japonés para realizar un «Pearl Harbor» en el canal de Panamá. Bogart había sido capturado por los japoneses —guiados por el gran espía Sydney Greenstreet— y estaba prisionero en una casa cerca del canal. Puse a Bogie atado a una silla, y coloqué aproximadamente tres veces más soldados japoneses de los que eran necesarios para mantenerle prisionero. Había guardias con metralletas en cada ventana. Lo hice de tal modo que no existiera medio humano por el que Bogie pudiera escaparse. Rodé la escena y luego llamé a Jack Warner y le dije:

—Jack, me marcho. Estoy movilizado. Bogie sabrá cómo escapar.

Pusieron a Vincent Sherman como director. La Warner no estaba dispuesta a correr con los gastos de volver a rodar nada de lo que yo había hecho, así que Vincent se encontró con la papeleta de tener que hallar un medio de sacar a Bogie de aquella casa. Su imposible solución fue hacer que a uno de los soldados japoneses que estaba en el cuarto le diera un ataque de locura. Bogie escapaba aprovechando la confusión y comentaba: «¡No es tan fácil atraparme!». Me temo que, a partir de ese momento, a la película le faltaba credibilidad.

En abril de 1942 me presenté en el cuartel general del Cuerpo de Transmisiones del Ejército de los Estados Unidos en Washington para entrar en el servicio activo. Pasé semanas y semanas sin hacer nada. Recuerdo que era pleno verano y llevábamos guerreras de lana con cinturón Sam Browne. ¡Dios, qué calor hacía! Al final del día mi guerrera estaba oscurecida y humeante y pesaba casi un kilo más por el sudor. Y el tiempo pesaba todavía más por el aburrimiento. Rogué que me enviaran a donde hubiera acción, a la China, a la India, a Inglaterra. Busqué recomendaciones sin ningún resultado. Parecía que iba a pasarme la guerra sentado en una mesa de despacho en Washington. Recuerdo que iba paseando por una calle con Anatole Litvak y me eché a llorar de pura frustración.

Finalmente recibí órdenes. Tenía que dirigirme a las islas Aleutianas y hacer documentales sobre ese teatro de operaciones. Me reuní con los cinco hombres que constituirían mi equipo en la isla de Umnak y desde allí continuamos a Adak. Adak estaba a menos de 750 kilómetros de Attu y a sólo 375 de Kiska, ambas ocupadas por los japoneses; estaba más cerca del enemigo que ningún otro territorio americano en el mundo.

Junto con el resto de las tropas, vivíamos en tiendas de campaña. Las únicas cabañas Quonset de la isla eran para el Mando de Bombarderos, el Mando de Cazas y el hospital. Habían colocado planchas de metal entrelazadas para formar una pista de aterrizaje, a ambos lados de la cual habían construido muros de contención para los aviones. Emplazamientos de artillería antiaérea salpicaban los montes que rodeaban la zona. Aunque las operaciones nunca fueron de la magnitud de las campañas de África y Europa, la guerra en las Aleutianas fue cruel y costosa, con un número desproporcionado de bajas debido a que se combatía con aviones en las peores condiciones meteorológicas del mundo.

Hasta entonces los japoneses no conocían nuestra presencia en Adak, pero unas dos semanas después de que mi equipo y yo llegásemos allí, yo iba cruzando la pista cuando oí el ruido de un motor sobre mi cabeza. No sonaba como uno de nuestros aviones. Levanté la cabeza y vi a un Zero japonés a unos 1.500 metros de altura. Había desaparecido antes de que pudiésemos enviar aviones en su persecución o utilizar la artillería antiaérea. Ahora el enemigo sabía dónde estábamos, y no podía descartarse la posibilidad de una invasión. Había pocas instalaciones para la defensa, pero cavamos rápidamente unas trincheras y acordamos unas señales. Tres cañonazos indicaban «A sus puestos para repeler un desembarco japonés» y un cañonazo indicaba «Cese de la alarma». Mientras tanto continuábamos la escalada en nuestras misiones de bombardeo contra Kiska y Attu, y yo organicé que nuestro equipo fotográfico fuese en estas incursiones para firmar las operaciones.

A menudo los aviones despegaban con un sol radiante, pero en el tiempo que tardaban en ponerse en formación, la pista se había cubierto de nubes. La misión volaba hacia Kiska sin saber si a la vuelta tendrían un sitio donde aterrizar. La pista de aterrizaje americana más próxima estaba a más de mil kilómetros de Adak. Muchos aviones fueron derribados por las baterías antiaéreas y los Zeros japoneses, pero las condiciones climatológicas fueron responsables de la pérdida de otros tantos, si no más. Sólo contaban con brújulas y la intuición de sus pilotos como guía. Las pérdidas en aparatos que volaban desde los Estados Unidos también fueron considerables, ya que venían tripulados por pilotos y tripulaciones que carecían de experiencia en semejantes condiciones de vuelo. En una ocasión, de doce bombarderos B–26 que seguían la ruta de la costa de Alaska, solamente tres llegaron hasta Adak y los tres se estrellaron en la pista cuando intentaban aterrizar.

Más tarde apareció el B–17, o Fortaleza Volante, esa obra maestra del diseño entre los bombarderos de la segunda guerra mundial. Tenía velocidad, maniobrabilidad, blindaje protector, seis ametralladoras, tres torretas móviles y, lo más importante de todo, tenía radar. Desde que se introdujo el radar, el número de bajas descendió de manera espectacular. Ya no hubo más choques a ciegas contra las montañas.

Desde el principio adquirí fama de gafe. Cada vez que subía en un avión, ocurría algo. Mi primer vuelo fue en un B–24. El resto de la escuadrilla despegó y se dirigió a Kiska, pero nosotros despegamos con retraso porque no encontrábamos a nuestro ametrallador de cola. Cuando al fin llegó, la torre de control nos dijo que si no alcanzábamos al resto de la escuadrilla antes de 150 kilómetros debíamos renunciar a la misión y regresar a la base. Eso es lo que tuvimos que hacer.

Al regresar a Adak descubrimos que mientras estábamos en el aire había habido una gran tormenta y el aeródromo estaba inundado. Descendimos bien, pero cuando el piloto metió los frenos, no funcionaron. Atravesamos otros dos B–24. Sí, los atravesamos, arrancando las alas. Cuando al fin nos detuvimos, nuestro avión estaba destrozado, y todos miramos alrededor completamente aturdidos. Entonces alguien gritó:

—¡Dios! ¡Tenemos que salir de aquí antes de que estallen las bombas!

Intentamos la salida de combés, pero el avión estaba deformado y la puerta no abría. Todos nos precipitamos como locos hacia la salida del otro lado del aparato. Creo que fui el último de los hombres ilesos en salir.

Nada de lo que yo había rodado personalmente como cámara salía nunca bien —y me temo que eso sigue siendo cierto—, pero decidí que ésta era mi oportunidad de tomar unos buenos planos de acción real. Me fui al morro del avión y empecé a rodar a un equipo de rescate de cuatro o cinco hombres tratando de sacar de la cabina al piloto y al copiloto, que estaban inconscientes, bajo la amenaza de que las bombas estallaran. Recuerdo que me arrodillé, intentando conseguir un buen encuadre y, diciéndome: «Un gran tipo, Huston. ¡Nervios de acero!» Pero justo cuando estaba felicitándome, empecé a temblar incontroladamente. Dejé la cámara en el suelo y eché a correr. Las bombas no estallaron.

En mi segundo vuelo a Kiska, nos atacaron los Zero. Yo estaba intentando rodar por encima del hombro del ametrallador del combés. En un momento dado, se acabó el carrete y yo bajé la cámara para rebobinar. El ametrallador no estaba allí. Miré hacia abajo y le vi muerto a mis pies. El otro ametrallador me hizo un gesto indicándome que me ocupara de su ametralladora mientras él manejaba la del combés, que era más importante para la defensa. Para disparar con más facilidad tenía que apoyar un pie sobre el cuerpo de su compañero muerto. La confusión de la batalla aérea continuó varios minutos más. Habíamos recibido muchos impactos, pero logramos volver a Adak, aunque maltrechos.

En mi equipo había dos figuras destacadas: el sargento Herman Crabtree y el teniente Rey Scott. El sargento Crabtree parecía hermano gemelo de Li’l Abner; mediría un metro ochenta y cinco y pesaría más de cien kilos. Recuerdo sus enormes ojos de buey. Yo me preguntaba, a veces, cuánto pesarían sus globos oculares. También tenía la fuerza de un buey. Le cargábamos con todos nuestros aparatos — cámaras, baterías, trípodes— para que los llevara a los aviones. Juraría que si yo me hubiese subido también a su espalda, él no habría notado la diferencia.

El sargento Crabtree me rogó que le llevase en una misión. Él era el único del equipo de cinco hombres que se quedaba en tierra, y se sentía marginado. Le expliqué que en una misión no tendría nada que hacer que justificara su presencia allí. Todos los demás sabían manejar una cámara.

—Si aprendo a usar una cámara, ¿puedo ir? —me dijo.
—Claro, Herman.

Pensé que no volvería a oír hablar del asunto. Pero Herman era tenaz. Pidió explicaciones a los otros miembros del equipo, aprendió a medir la luz, a cargar y descargar la cámara y todo lo demás; luego vino un día a decirme:

—Ya sé manejar una Eyemo, teniente Huston. ¿Puedo ir en una misión?

Así que incluí a Herman en un vuelo. Fue un vuelo malo. Perdimos dos bombarderos de nuestra escuadrilla de doce, y los diez restantes fueron tiroteados y hubo varias bajas. Mi aparato aterrizó en Adak antes que el de Herman y esperé para ver si bajaba sano y salvo. Así fue. Le pregunté si había conseguido algo.

—Sí, señor. Creo que he tomado un Zero.

Esto era el principio de la guerra, y ningún Zero japonés había sido filmado por una cámara americana.

—¿Qué? ¿Estás seguro, Herman?
—Pues, sí, señor. Creo que he tomado un Zero. El Zero vino hacia nosotros y yo le veía por el visor y la cámara estaba en marcha. Estoy seguro que lo ha sacado.

No lo supimos con certeza hasta que nos llegó el informe desde Washington, donde revelaban la película. Herman había tomado un Zero.

Mientras íbamos caminando por el aeródromo, le pregunté:

—¿Qué te pareció la experiencia, Herman?
—Pues, aún no lo sé, señor.
—¿Te gustaría repetirla?

Se lo pensó un poco y dijo:

—Sí, señor. Sólo para probarle le pregunté:
—¿Cuándo?
—Pues… para el próximo martes, cuando se me haya pasado el susto.

El otro personaje del grupo, el teniente Rey Scott, llevaba barba. No se veían muchas barbas en el ejército en aquellos tiempos, excepto en el servicio de submarinos, pero esas cosas se toleraban en las Aleutianas; era difícil conseguir agua caliente, y las condiciones generales hacían que la disciplina fuera más relajada.

Rey había hecho un documental en China, por su cuenta, cuando aún era civil; una película notable sobre Shangai durante los bombardeos japoneses. Era un hombre que no sentía ningún aprecio por las apariencias, ni demasiado respeto por la autoridad. En realidad, era un bohemio de uniforme, un condenado granuja, y un tipo encantador.

Rey llevaba bastante tiempo en primera línea de fuego y había adquirido una actitud fatalista respecto a la supervivencia. Al menos esa era su excusa para jugarse la piel en cualquier oportunidad. Su forma de hablar se parecía bastante al estilo de indio pielroja que a Ernest Hemingway le gustaba imitar, sólo que Rey no pretendía ser gracioso, sino simplemente escueto; era hombre de pocas palabras. También era bebedor, de cualquier cosa que hubiera y en la mayor cantidad posible. Una noche, después de terminar una de las botellas de ron que yo había traído de los Estados Unidos —un ron negro jamaicano fortísimo, tan denso que casi era sólido— bajó a la pista y reunió a una tripulación diciendo que tenían órdenes de realizar una incursión aérea nocturna sobre Kiska. Esto era de lo más insólito, naturalmente; todavía no teníamos radar y nunca se había lanzado un ataque nocturno partiendo desde Adak. Pero había luna llena, y como las cosas eran bastante irregulares en la isla, le creyeron. Los hombres estaban subiendo al avión cuando se corrió la voz sobre lo que Rey estaba haciendo y el Mando de Bombarderos canceló el ataque nocturno a Kiska. Creo que Rey sólo estaba realmente contento cuando le disparaban. Durante los combates, cuando se le acababa el carrete de la película, tiraba a los aviones enemigos con su pistola 45.

Mientras estaba en Adak me hice amigo de Jack Chennault, el hijo del famoso general Chennault. Los aviones caza de Jack acababan de ser equipados con cámaras que iban sincronizadas a las ametralladoras del avión, de tal modo que, cuando el piloto apretaba el disparador, la cámara grababa la trayectoria de las balas hasta su objetivo.

Esto era algo nuevo y hasta ahora no se había hecho ninguna película de un combate. Las cámaras estaban preparadas para película en blanco y negro, pero yo convencí a Jack de que nos dejara modificarlas para usar película en color y supervisé la operación yo mismo con objeto de que no hubiera ningún fallo.

Se realizó un ataque, y fue un gran éxito, con intenso combate aéreo y varios Zeros derribados. Todo el mundo estaba entusiasmado. ¡El primer documental de un combate y en color! Lo envié a Estados Unidos por un correo especial para que lo revelaran. Al poco tiempo me contestaron que la película estaba totalmente virgen. ¡Al parecer se me había olvidado correr el principio del rollo —que tenía unos dos metros de largo— en todas las cámaras! Ese fue el mayor fracaso de mi carrera en el ejército.

Una noche oímos explosiones a lo lejos y supusimos que eran cañonazos de barcos japoneses que se disponían a lanzar una invasión de la isla. Efectivamente, estas explosiones fueron seguidas poco después por nuestra señal: tres cañonazos sucesivos que indicaban: «A sus puestos para repeler un desembarco japonés». Aún vivíamos en tiendas de campaña, así que corrimos a las trincheras, le quitamos el seguro a nuestras pistolas y esperamos nerviosamente a que el enemigo apareciera en la oscuridad. Aproximadamente hora y media después se oyó un solo cañonazo: la señal de «Cese de la alarma». Volvimos a las tiendas, bastante temblorosos. Luego hubo más explosiones en la lejanía, seguidas del ¡Bum! ¡Bum! ¡Bum! de nuestra señal de peligro. Corrimos otra vez a trincheras. Esto continuó durante cuatro o cinco días, y todos teníamos ya los nervios destrozados. Finalmente nos enteramos de que las lejanas explosiones que escuchábamos no eran producidas por los cañones japoneses, sino por nuestras propias minas, colocadas a la entrada de la bahía, que explotaban espontáneamente.

Luego, un día, varios buques de la armada de los Estados Unidos entraron en el puerto y echaron anclas. Subí a bordo de uno de los barcos inmediatamente para bañarme. ¡Dios, qué lujo! Era mi primera ducha desde hacía diez semanas. Fue en este buque donde oí por primera vez el nombre de «Estállalas Brown». Al parecer era el ingeniero que había puesto las minas defectuosas.

El jefe del Mando de Bombarderos en Adak era el coronel William O. Eareckson, un hombre alto y anguloso, de conducta licenciosa. Vivía igual que sus hombres, sin ningún privilegio y encabezando las misiones más peligrosas. Sus hombres le adoraban. Aspiraba a las dos estrellas de general de división, pero nunca le llegó el ascenso, aunque le condecoraron una y otra vez por su valor. Fue él quien concibió por primera vez la táctica del bombardeo a baja altura, llevando sus aviones hasta Kiska a no más de tres metros sobre la superficie del mar —tan bajos que las hélices dejaban una estela en el agua— antes de elevarse para dejar caer bombas de acción retardada sobre los barcos y las instalaciones enemigos. La guerra aérea en las Aleutianas fue la «guerra de Eareckson».

Había un periodista —creo que era del Chicago Daily News— que fue con el coronel en una misión. El avión fue gravemente tocado y una bala de ametralladora atravesó el panel de mando y cayó sobre el regazo de Eareckson, muerta. En el vuelo de regreso a la base, Eareckson se la enseñó al periodista, el cual se entusiasmó.

—Le doy cincuenta dólares por esa bala, coronel.
—Hecho —dijo Eareckson, y dio media vuelta con su avión.
—¿Qué hace usted? —preguntó el periodista.
—Volver, por supuesto. A cincuenta pavos la bala, ¡no puedo desperdiciar la oportunidad!

Recuerdo las instrucciones que dio antes de un ataque. Aclaró todos los detalles y luego dijo:

—No opten por una acción evasiva durante el bombardeo. Tienen tantas posibilidades de meterse de lleno en el jaleo como de escapar de él. Manténganse en una línea recta. Y si alguien les tira de la manga y se vuelven y es un anciano con larga barba blanca…, bueno, sabrán que ya no tienen por qué preocuparse de nada en este asqueroso mundo.

En uno de sus bolsillos traseros, el coronel llevaba una pequeña botella de whisky y en el otro un librito de pastas negras. Un día alguien le preguntó qué contenía el librito.

—Los nombres de todos los hombres que han muerto a mis órdenes y el de su pariente más próximo.

Él sobrevivió a la guerra y murió en su cama hace pocos años.

Hay una extraña belleza en las Aleutianas: ondulantes colinas de esponjoso musgo cruzadas por ríos salmoneros, sin un árbol ni nada que se le parezca en más de 2.200 kilómetros. La mayoría de las islas son montañosas, y algunas de las montañas son volcánicas, coronadas por la nieve y una columna de humo. Allá arriba, la cálida Corriente Japonesa se encuentra con el caudal ártico, lo cual explica las nieblas y las súbitas precipitaciones. En un momento estás envuelto en una manta gris y, al siguiente, los cielos están despejados y brilla el sol. Durante un período de dos o tres semanas se produjo un fenómeno que no he visto en ningún otro sitio. Todas las noches la cúpula celestial se dividía en dos: una mitad estaba cubierta de sólidas nubes y la otra era azul oscuro y llena de estrellas.

Un día rodamos el entierro de un piloto que había muerto en combate; su copiloto había traído el avión a la base. Los que portaban el féretro llevaban impermeables negros y parecían los cuervos aleutianos que ese día, como siempre, estaban suspendidos en el aire sobre nuestras cabezas, aparentemente inmóviles. Llovía con fuerza, y la niebla nos envolvía, densa y pesada. El féretro y los hombres que lo transportaban aparecieron entre la niebla y la fantasmal ceremonia dio comienzo. El capellán empezó el servicio con las palabras:

—En la casa de mi Padre hay muchas mansiones…

Y con esas palabras la niebla se levantó. En la distancia vi un volcán humeante, nubes de tormenta muy dispersas y, por último, seis arcos iris.

Después de cuatro meses consideré que teníamos suficiente película de buena calidad para montar un documental. No pudimos marcharnos en avión porque se habían recibido informes de que un huracán se acercaba a Adak, así que se decidió que regresáramos por barco. Una tarde embarcamos en el transporte de tropas Ulysses S. Grant, y apenas habíamos subido a bordo cuando el huracán golpeó. El Grant se inclinó peligrosamente por la fuerza del viento. En tierra, las tiendas flotaban de un lado para otro. Los aviones, alzados por encima de sus muros de contención, cayeron al mar.

Los vientos no habían amainado a la mañana siguiente, y estábamos en peligro de colisionar con otros dos buques que se balanceaban incontroladamente, sujetos únicamente por el ancla de proa. El capitán del Grant tomó la iniciativa y con una magnífica maniobra —aprovechando el viento y el movimiento de las olas con un perfecto cálculo— nos puso a salvo. Cuando pasamos entre los dos buques, a poquísimos metros de su casco, sus tripulaciones estaban asomadas a las barandillas y nos vitorearon. Conseguimos pasar la boca del puerto y luego soportamos la tormenta en el mar tres días más.

Cuando volvimos al puerto, las órdenes del Grant habían cambiado y nos trasladaron a un destructor que tenía que hacer un viaje rápido a Kodiak. La mar seguía gruesa cuando zarpamos en este navío. Casi todo el mundo a bordo se mareó, pero por algún motivo yo nunca me mareo. El hombre que compartía el camarote conmigo acabó encogido debajo de su litera, con los ojos en blanco. No pude soportar el espectáculo, así que me fui a la cámara de oficiales. Al poco rato se me unió un hombre delgado, con gafas, y empezamos a hablar para matar el tiempo. Me preguntó cuál era mi profesión y se lo dije. Descubrí que sabía mucho de emulsiones y de otras cosas relacionadas con la fotografía y la película, lo cual no era mi caso. Esto me intrigó y le pregunté a qué se dedicaba. Parecía resistirse a hablar de ello, pero finalmente me dijo que era un experto en minas.

—¿Cómo dijo que se llamaba? —pregunté.
—Brown.
—¿No será usted, por casualidad, «Estállalas Brown»?
—Sí, me temo que sí.

Al parecer iba camino de Washington para explicar qué le había sucedido a su minas. Pobre diablo.

Después de dos días en el mar el destructor recibió órdenes de regresar a Adak porque se le había asignado otra misión más importante. Al entrar de nuevo en el puerto de Adak, vi un barco grande que era la cosa más lisa que había visto. Era un petrolero moderno. Había venido a Adak cargado de gasolina de alto octanaje, pero al llegar se descubrió que los depósitos de Adak estaban llenos. Un error administrativo. Así que subimos a bordo del petrolero, junto con «Estállalas Brown» y otros pasajeros, y nos dirigimos a Kodiak por tercera vez.

El capitán Carter Glass nos dio la bienvenida como huéspedes de honor por haber participado en misiones sobre Kiska bajo el fuego. Él y su tripulación solamente habían estado navegando por aguas infestadas de submarinos con una carga que un torpedo —una granada, incluso— podría incendiar, y hombres y buque volarían por los aires. Recuerdo que un día estábamos jugando una partida de póker cuando se estableció contacto con un submarino. El capitán y sus oficiales pusieron una marca en sus cartas y corrieron al puente. Lanzaron cargas de profundidad. Cuando sonó la señal de «Cese de la alarma», reanudamos la partida donde la habíamos dejado.

En Kodiak nos asignaron alojamiento en la Base Naval. Yo era teniente y Rey alférez, y compartimos la habitación con un oficial que debía de ser el teniente más viejo del ejército; un caballero de Arkansas, de pelo cano y hablar suave. Una noche, cuando estábamos durmiendo, le oí llamarme, en voz muy baja.

—¿Teniente Huston?

Por un momento creí que era parte de un sueño. Luego me desperté completamente, y la voz dijo:

—¿Tiene usted su pistola?
—Sí, ¿qué pasa?
—¡Hay un oso en el cuarto!

Efectivamente, se oían gruñidos. Busqué a tientas mi linterna y cogí la pistola de la cabecera de la cama, donde siempre las colgábamos.

—De acuerdo, tengo la linterna en la mano; cuando la encienda, le disparamos los dos al mismo tiempo.

Encendí la linterna. Era Rey. Estaba a gatas en el suelo y con los ojos bizcos.

Estuvimos tres días en Kodiak, y Rey se pasó buena parte del tiempo a gatas en el suelo. El hecho de que hubiésemos estado destinados en Adak y participado en combate nos daba privilegios especiales. Coroneles y contraalmirantes daban un rodeo para no tropezar con él y, cuando era imprescindible saltaban por encima de él; nunca se dieron por enterados.

Desde Kodiak fuimos en avión a Anchorage, en Alaska, y luego a Whitehorse, en la península del Yukon. Allí el tiempo empeoró de nuevo. No teníamos ningún medio de comunicación con el mundo exterior, ni siquiera contacto por radio. Un piloto llegó a Whitehorse desde el Sur y nos informó de que el tiempo era despejado por la ruta del interior pasando por Prince George, en la Columbia británica. Así que despegamos. Fue el vuelo más horripilante en el que he estado, incluyendo cualquier misión de bombardeo. El cielo se cubrió de nuevo y empezó a llover. Las nubes estaban cada vez más bajas. Volábamos por entre montañas, por valles y gargantas. Llegó un momento en el que el piloto tenía que tomar una decisión: subir por encima de las nubes o quedarse debajo. No quería subir porque no habría comunicación por radio en el aeropuerto y no podríamos bajar, a menos que el tiempo fuese bueno allí. Así que nos quedamos por debajo de las nubes. Había cortinas de lluvia que no permitían ver nada durante un minuto o dos, luego la cortina se levantaba y teníamos que alzarnos sobre la cola o ladearnos sobre un ala para evitar chocar contra una montaña. Esto duró tanto que finalmente me cansé de tener miedo, cerré los ojos y me dije: «De acuerdo. ¡Que sea lo que Dios quiera!»

Llegamos a Prince George, hicimos una escala para reponer combustible y luego seguimos a Vancouver y, por último, a Seattle. En el aeropuerto de Seattle no había visibilidad. Tuvimos que dirigirnos hacia el mar y dar vueltas. El piloto comentó que sería una triste ironía no aterrizar en Seattle después de lo que acabábamos de conseguir, pero finalmente se abrió un claro y tomamos tierra en una pieza.

De regreso a Los Ángeles, hice el trabajo preliminar de Report from the Aleutians en el Centro Fotográfico del Ejército y, en mi tiempo libre, visité a mis amigos y acudí a todas las fiestas. Después de haber convivido con auténticos héroes, no estaba de humor para aguantar a los héroes de la pantalla. Yo me hallaba en este estado anímico cuando me encontré a Errol Flynn, de pie, en el vestíbulo de la casa de David O. Selznick, durante una fiesta.

Yo apenas conocía a Errol. Él había trabajado en los estudios de la Warner como actor contratado y yo le había visto por allí, pero él no había actuado en ninguna de mis películas. Recuerdo que en esta ocasión los dos teníamos una copa en la mano. Errol debía de estar buscando pelea, o puede que intuyera mi estado de ánimo y respondió a él, porque en seguida hizo un comentario ofensivo sobre alguien, una mujer que me había interesado mucho en una época y por la que aún sentía un gran afecto. Su comentario me enfureció y dije:

—¡Eso es mentira! Y aunque no lo fuese, sólo un hijo de puta lo repetiría.

Errol me preguntó que si quería dirimir el asunto a golpes, y yo decidí que sí. Él echó a andar y nos fuimos al fondo del jardín, los dos solos. Nadie se dio cuenta de que habíamos salido. Llegamos a un sitio lo bastante apartado como para evitar interrupciones, nos quitamos las chaquetas y empezamos. Me derribó casi inmediatamente y caí en el sendero de gravilla sobre los codos. Me levanté en seguida, y volvió a tirarme en seguida; y cada vez daba en tierra sobre los codos. Al cabo de unos meses empezaron a salirme pequeñas astillas de hueso del codo derecho y continuaron saliendo varios años, pero durante la pelea no me molestó.

Creo que yo no tenía la cabeza muy despejada cuando comenzamos, pero después de unos cuantos puñetazos, me despejé y entonces me puse a lanzar golpes. Fue una pelea larga. Yo estaba en muy buena forma y Errol era un gran atleta y un buen boxeador; sabía moverse y me llevaba unos doce kilos de ventaja. Para cuando al fin le cogí la distancia, él ya me había pegado bastante. Yo tenía un corte en la ceja y la nariz rota nuevamente. Pero encontré mi ritmo y mis golpes comenzaron a llegar a su cuerpo; sabía que le estaba castigando las costillas. Entonces empezó a agarrarse y a forcejear y, como era mucho más fuerte que yo, a mí me costaba trabajo soltarme de sus presas. Recuerdo que el lenguaje utilizado por ambas partes, aunque no acalorado, era lo más brutal que podía ser. Empezó Errol, pero yo le seguí. Y en aquellos tiempos «mamón» no era un término cariñoso.

Llevábamos ya casi una hora peleando. Era una pelea limpia. La primera vez que me derribó, rodé hacia un lado, esperando que me diera una patada. Pero no lo hizo. Se apartó y esperó a que me levantara, lo cual me pareció muy deportivo. La pelea se llevó a cabo cumpliendo el reglamento de Queensberry, por lo que me quito el sombrero ante Errol Flynn. Ninguno de los dos cometió ninguna falta y no hubo nada que pudiésemos reprocharnos luego.

La fiesta se estaba terminando y algunos invitados nos descubrieron cuando los faros de los coches nos iluminaron al dar la vuelta para salir. Todo el mundo vino corriendo y nos separaron. David supuso que Errol había iniciado la pelea, puesto que tenía esa fama, y le recriminó. Insultó a Errol y le dijo que si quería pegarse también con él. Errol se fue a un hospital esa noche, y yo me quedé en casa de los Selznick y a la mañana siguiente ingresé en otro hospital, donde recibí una llamada telefónica de Errol preguntándome cómo me encontraba. Me dijo que tenía dos costillas rotas, y yo le dije que había disfrutado mucho con la pelea y que esperaba que la repitiéramos algún día. Mi padre llegó a California unos días después y sugirió que Errol y yo celebráramos un combate vendiendo las entradas con fines benéficos. Nunca llegamos a hacerlo. Errol y yo no volvimos a vernos hasta doce años después, cuando trabajamos juntos en África en Las raíces del cielo.

Desde Los Ángeles me llevé Report from the Aleutians al Centro Fotográfico del Cuerpo de Transmisiones en Astoria, Long Island, Nueva York, para terminar el montaje antes de llevarla a Washington y enseñársela a los altos jefes militares. Mientras trabajaba en la película en Astoria, vivía en Nueva York. Las habitaciones estaban solicitadísimas, pero como yo era un cliente habitual, el Hotel St. Regis consiguió darme una suite, que pronto se convirtió en centro de reunión para amigos tales como Pete Hamilton. Nuestro pasatiempo favorito era observar a una chica preciosa que tomaba el sol todas las tardes en la terraza de su casa, unos cuatro o cinco pisos más abajo. Silbábamos, gritábamos y hacíamos gestos, pero sin ningún resultado. Ella no nos hacía el menor caso.

Entonces tuve una inspiración. Le envié un gran ramo de flores por un botones, adjuntando una nota en la que le preguntaba si podía ir a la puerta de su apartamento —sólo a la puerta— para hacerle una proposición absolutamente decente. Yo no esperaba que me invitase a entrar. Ella me contestó con otra nota diciéndome que fuese, así que la visité y le expliqué mi idea. Ella era simpática y aceptó el plan. Más tarde, cuando todos los voyeurs estaban en mi suite, yo me marché silenciosamente. No se dieron cuenta de que no estaba hasta que me vieron aparecer en bañador en la terraza de la chica y tumbarme a su lado. Los gritos de mis amigos se oían por encima del ruido del tráfico. Así fue como llegué a conocer a la muchacha, y debo decir que era una belleza, pero demasiado inocente y sencilla.

La llevé a cenar una noche al Club 21 y nos sentamos en el cuartito que hay junto al bar. Justo a nuestro lado estaba H. L. Mencken. Como ya he dicho, en mi opinión, Mencken era probablemente el hombre más importante de nuestra época, y yo vacilaba en dirigirme a él. Finalmente decidí aprovechar esa oportunidad.

—Señor Mencken, me llamo Huston.
—¿No será John Huston?
—Sí.
—¿Qué hace usted ahora?
—Estoy en el ejército.
—¿Escribe? ¡Debería usted escribir!
—He estado escribiendo guiones para el cine —contesté— y recientemente he dirigido algunas películas.
—Oh, bueno —dijo él—, ya se le pasará. Volverá usted a nosotros cuando se canse de eso. Usted ha nacido para ser un verdadero escritor.

Entonces me hizo un panegírico que me cogió completamente de sorpresa. Mencken se dirigió a mi acompañante y, oh, cómo me hubiera gustado que fuese otra persona. Dijo que yo debería estar escribiendo un libro; me comparó favorablemente con otros escritores…, nombres que no deseo repetir por lo halagadora que era la comparación.

Cuando él volvió la atención a su grupo, la chica me preguntó:

—¿Quién es?
—H. L. Mencken.
—¿Y quién es ese?

Bob Flaherty, Oliver St. John Gogarty y Jed Harris estaban también en Nueva York, y les vi con frecuencia. Pasaba la mayoría de las noches con Flaherty y Gogarty. Yo había conocido a Bob a mediados de los años treinta en una sala de proyección en Londres, donde vimos una de las primeras transmisiones de televisión. Una periodista apareció en medio de la nieve de la pantalla de televisión e informó de que hablaba desde el Palacio de Cristal, a unos cuatro kilómetros de allí. Su imagen, continuó, se transmitía a la velocidad de la luz: 279.000 kilómetros por segundo. ¿Podíamos calcular cuántas milésimas de segundo tardábamos en verla tirarnos un beso?

Yo había visto Nanook y Moana y sentía gran admiración por el trabajo de Bob. A medida que pasaron los años y llegué a conocerle bien, sentí un profundo afecto por el hombre. Bob era como un rey, o más bien, era como deberían ser los reyes: su aspecto, su porte, su valor, la amplitud de su visión, y todo eso, sin engreimiento. Una hora con Bob era un consuelo para el alma. Creía en la virtud del hombre antes de que la civilización se gangrenara. Teníamos que descubrir el camino de vuelta a los orígenes. Lo que Bob pensaba y vivía y declaraba en todas sus películas era opuesto, en todos los sentidos, al dogma del pecado original.

Gogarty era el modelo del «imponente y rollizo Buck Mulligan» del Ulysses de James Joyce. Tenía su corte en un bar cerca de Park Avenue, que era lo más próximo a un pub inglés que había en Nueva York. La clientela del local estaba constituida fundamentalmente por mayordomos, porteros, chóferes y doncellas. No tenían ni idea de quién era Gogarty, pero él siempre estaba rodeado de un círculo de admiradores. Oliver era un narrador maravilloso, pero nunca contaba la misma historia dos veces. Mejor dicho, sus historias nunca salían dos veces de la misma manera. Para él, la verdad era un tema sobre el que practicar variaciones. Mientras que los relatos de Bob sobre sus propias aventuras no estaban adornados y podían tomarse al pie de la letra, a Gogarty le encantaba fantasear o, digamos, improvisar, generalmente contando con el conocimiento y la aprobación de su público. Disfrutaban observando cómo funcionaba su imaginación.

Una noche llevé a Flaherty y a Gogarty al bar de Jim Glennon en Third Avenue: un cuchitril que era uno de mis lugares favoritos. Jim era alto y delgado, y un erudito en lenguas clásicas. La mayor parte de sus clientes no tenían ni idea de que les servía un hombre de tanta cultura, pero él mantenía el bar abierto porque le gustaba el ambiente de la gente que bebe. Él nunca probaba el alcohol cuando estaba detrás de la barra, pero a menudo pasaba al otro lado y se apoyaba en la barra. Eso quería decir que estaba dispuesto a cogérsela. Jim hablaba latín, griego y gaélico y conocía la literatura irlandesa tan bien como el mejor; era capaz de recitar páginas enteras de Finnegan’s Wake y se sabía a Yeats de memoria.

Los tres irlandeses se cayeron de maravilla. Jim estaba entusiasmado por tener la encarnación viviente de «Buck Mulligan» en su bar. Se sentó con nosotros en la misma mesa. Las cosas fueron estupendamente durante un rato. Inevitablemente la conversación giró hacia Joyce, por quien Jim sentía algo semejante a la adoración. Gogarty, que no compartía esta pasión, se retiró de la conversación. Jim estaba citando algo de Anna Livia Plurabelle cuando Oliver le interrumpió:

—James Joyce recibió una educación superior a la que le correspondía por su posición social.

Silencio mortal. La cara de Glennon se fue poniendo blanca, luego se inclinó hacia Gogarty y le habló en gaélico en voz muy baja. Ni Bob ni yo entendimos lo que le dijo. Gogarty se levantó y se marchó sin decir palabra, con la espalda rígida por la indignación.

—Perdón, John, señor Flaherty —dijo Glennon, y regresó a la barra.

Bob y yo nos fuimos poco después, pero los dos estábamos de acuerdo en que fuera lo que fuera lo que Jim le hubiera dicho, Oliver se lo había buscado.

Jed Harris era diametralmente distinto de Flaherty y Gogarty. Era cínico, agudo, amargado, agresivo y sumamente divertido. Broadway fue su primer gran éxito y, después de eso, dirigió un éxito tras otro: Primera plana, Coqueta, Nuestra ciudad, The Royal Family, Tío Vania… Dominó Broadway durante varios años. Sólo Dios sabe cuánto dinero ganó y dónde fue a parar. Había hecho una obra de teatro con mi padre, La niña de sus ojos, y él era una de las pocas personas de las que le oí hablar bien. Su cariño por mi padre casi llegaba a la reverencia y se derramaba sobre mí, a su pesar.

Como director, Jed hubiera sido perfecto para el cine de no ser porque era completamente incapaz de hacer creer a un imbécil que no le consideraba tal. Como en Hollywood nunca faltan imbéciles, las cartas estaban contra Jed. Yo hice todo lo que pude para convencer a los prebostes de que se estaban perdiendo una apuesta segura por no darle a dirigir una película, pero fue completamente inútil.

Como dije, era difícil conseguir habitaciones en Nueva York durante la guerra y, a veces, me despertaba en mi suite en mitad de la noche con la conciencia de que había alguien en mi cuarto. Lentamente, distinguía una figura en la otra cama. Nunca era quien yo hubiera deseado que fuera; siempre era Jed Harris, pálido y horrendo en el sueño, con los ojos cerrados pero, bajo los párpados, sus globos oculares se agitaban.

La ingenuidad de Bob Flaherty era desconcertante, o más bien, su total ausencia de cinismo. Fui testigo de una demostración de ello. Habíamos estado con unos amigos en un hotel hasta las tantas de la madrugada. Yo salí del hotel adelantándome a Bob y llamé un taxi. Cuando el taxi estaba dando la vuelta, un hombrecito negro corrió hacia mí amenazándome con una navaja.

—Este taxi es mío —dijo—. Lárguese o le meto un navajazo.

Era portorriqueño. Bob se apresuró a intervenir.

—Eh, muchacho, ¿qué pasa?

Mi atracador me amenazó con la navaja y dijo:

—Se cree que vale más que yo porque es blanco.

Bob respondió como si fuera mi defensor en un juicio. Aseguró que me conocía bien y que yo no tenía el menor prejuicio racista. El portorriqueño miró hacia Bob y yo aproveché para golpearle. La navaja salió disparada de su mano y él cayó de rodillas. Recogí la navaja, la cerré y me la guardé en el bolsillo. Bob no estaba nada complacido.

—Eso era innecesario —me dijo.

Ayudó al portorriqueño a levantarse y luego le preguntó a dónde quería ir en el taxi.

—A las Tumbas —dijo él.

Así era como llamaban a la cárcel. Al parecer su hermano estaba encerrado allí.

—Sólo conseguirás que te encierren a ti también —le dijo Bob—. Estás drogado, ¿no?
—Sí.
—Hay un cine en Fourteenth Street que está abierto toda la noche. Podrías pasar allí la noche. Nosotros te llevaremos.

Le llevamos. Cuando se bajó del taxi, Bob se volvió hacia mí.

—Devuélvele su navaja, John.

Me pareció lo último que debía hacer, hasta que Bob añadió:

—En su mundo hace falta una navaja.

Le vimos comprar la entrada y meterse en el cine.


La nómina del estudio de Astoria era, como mínimo, notable: Gottfried Reinhardt, Irwin Shaw, Clifford Odets, Junior Laemmle, Sidney Kingsley, Burgess Meredith, William Saroyan y otros de ese calibre. La mayoría de ellos eran soldados rasos y oficiales no comisionados. Se les había encargado escribir y realizar películas para entrenamiento. En general, hacían su trabajo con el mismo rigor que si estuvieran haciendo largometrajes, y se esforzaban por servir a su país. Había pocos que se resistieran. Bill Saroyan era uno de ellos. Finalmente convenció a alguien del Departamento de Estado de que su talento estaba desaprovechado. El resultado fue que le mandaron a Inglaterra para que captara mejor el ambiente de la guerra y escribiera una novela. Eso hizo. El héroe era un nazi y los villanos eran oficiales y políticos norteamericanos y aliados. Creo que nunca se publicó.

Cámaras, ingenieros de sonido y otros técnicos de la industria cinematográfica pasaron por Astoria y luego fueron enviados a los diferentes teatros de operaciones a disposición de los comandantes de campo. Los jefes de unidad, como yo, elegíamos a los equipos de rodaje de entre este personal. Debo decir que encontré que los voluntarios que habían sido seleccionados y formados por el ejército eran más competentes que la mayoría de los profesionales de Hollywood.

Yo iba y venía de Nueva York a Washington y a Los Ángeles con la película sobre las Aleutianas. Después del pase inicial en Washington, me llevé la película a California, incorporé los rótulos y añadí la música. La película estaba terminada. Estaba aún en California cuando recibí una llamada telefónica diciéndome que volviera a Washington en seguida para una misión especial.

Justo antes de que yo regresara de las Aleutianas, habían tenido lugar los desembarcos del norte de África, y poco después el presidente Roosevelt le dijo al general Harrison, que entonces era el jefe del Servicio Fotográfico del Cuerpo de Transmisiones, que le gustaría ver los reportajes fílmicos de la operación. No había ninguno. Anatole Litvak y su equipo habían rodado algunas escenas muy buenas, pero el barco que llevaba el material impresionado se hundió antes de hacerse a la mar. Así que no había absolutamente nada. Las altas jerarquías estaban en una situación sumamente incómoda. Si era posible ocultárselo, el Presidente no debía llegar a saber que los Servicios Fotográficos habían asignado un solo equipo a los desembarcos. No haber enviado varios equipos era un fallo inadmisible. Sin embargo, se les había ocurrido una solución: Frank Capra y yo «fabricaríamos» la película de los desembarcos en el norte de África y bien rápido. Pusieron a Frank a cargo del proyecto por ser coronel. Yo sería su ayudante. Nos fuimos a una base de entrenamiento del ejército del Mojave, donde el terreno era parecido al de Túnez. Pusimos a las tropas a subir y bajar colinas bajo falso fuego de artillería; una imitación de la peor clase. Jack Chennault ya había vuelto de las Aleutianas, y conseguimos que sus cazas P–39 nos hicieran los bombardeos.

Luego me fui a Orlando, Florida, para simular fuertes bombardeos sobre las fortificaciones en el norte de África. Lo hice de tal modo que los cazas —que figuraban aviones alemanes— se lanzaran en picado tan cerca de los bombarderos desde los cuales estábamos rodando que no fuera posible identificarlos. ¡Gracias a Dios, no hubo bajas! Fue peor que un combate auténtico. Las tripulaciones de los bombarderos sudaban sangre, y en varias ocasiones estuvieron a punto de derribar a los aviones de ataque. Mi equipo de cámaras estaba completamente desconcertado. Recuerdo que una vez le grité a mi primer cámara:

—¡Vienen a las dos!

¡Y le vi mirando su reloj! Cuando estaba rodando en el combés del aparato no sabía dónde ponerse, y los casquillos de las ametralladoras le daban en la cara.

Nos llevamos este engendro —ahora titulado Tunisian Victory— a Astoria, donde Tony Veiller y yo trabajábamos en el guión mientras se montaba la película. El material era tan evidentemente falso que yo detestaba tener nada que ver con él. Quizá el presidente Roosevelt estuviera para entonces demasiado ocupado con otros teatros de operaciones para preocuparse por los desembarcos de África. Esperaba que así fuera. Mientras tanto, ya ascendido al rango de capitán, me dediqué a pasarlo bien.

Una tarde en casa de Pete Hamilton me encontré conversando con una mujer atractiva y elegante que posteriormente descubrí que era una india americana de pura raza. Me preguntó dónde me alojaba, y luego me ofreció un piso que pertenecía a ella y a su marido, Norman Winston. Ellos acababan de trasladarse al campo; el piso —en el 270 de Park Avenue— estaba vacío y ella no veía ningún motivo para que yo no lo ocupara. A la mañana siguiente, sin que yo lo llamara, apareció un hombre para recoger mis cosas, y esa noche, después del trabajo, Frank Capra y yo nos fuimos al piso.

Al entrar, me quedé sin aliento. Era un piso de fábula. Había cuadros de Picasso, Braque y Matisse, y esculturas de Modigliani. Y cuatro sirvientes para satisfacer todas mis necesidades. Un día me llamó Norman Winston para preguntarme qué tal me iba, y me insistió en que probara su coñac de cosecha especial. ¡Tenía más de cien años! Así que, durante algún tiempo, en una época de graves escaseces a causa de la guerra, comí, bebí y viví como un rey.

Por entonces, Tony’s Place, un restaurante de West 52nd Street, era uno de los sitios de moda en Nueva York. Una noche, cuando yo estaba cenando allí, Tony me presentó a su hija. Tendría unos trece años y era una niña verdaderamente preciosa. Se sentó conmigo y tuvimos una larga conversación, durante la cual descubrí que estudiaba ballet desde hacía años pero nunca había visto una representación de ballet.

—Con tu permiso, Tony —le dije—, voy a llevar a tu hija al ballet.

Tony era un italiano loco que se ponía cabeza abajo y cantaba arias de ópera. No puso inconveniente, y yo lo planeé todo. Aproximadamente una semana después había unas representaciones de ballet y lo arreglé para que fuésemos desde Tony’s al Metropolitan en un coche de caballos y para que la jovencita recibiera un ramillete de flores. Iba a hacerlo por todo lo alto. Pero al día siguiente recibí órdenes de marchar inmediatamente a Washington y tuve que cancelar la cita para el ballet.

Unos seis o siete años después conocí a una joven encantadora en casa de David Selznick. Se sentó a mi lado en la mesa y yo estaba impresionado por su belleza y su porte. Estaba contratada por David, y yo recordaba haber visto su cara en la portada de Life, como una Mona Lisa moderna.

Charlamos un rato y luego ella comentó:

—Usted no me recuerda, ¿verdad?
—No. ¿Debería recordarla?
—Usted no acudió a una cita conmigo.
—¿De veras? ¿Cuándo fue eso?

Ella rió.

—Hace mucho tiempo.

Y entonces me dijo su nombre. Era la hija de Tony, Enrica Soma. Nunca llevé al ballet a Ricki, pero me casé con ella.

La razón de que me llamaran a Washington era que alguien había tenido la idea de que combináramos nuestro falso documental sobre los desembarcos de África con el de los británicos, que habían conseguido un buen material auténtico de esa campaña y estaban haciendo una película. Después de todo, argumentaban en Washington, eran nuestros aliados y un esfuerzo conjunto parecía lo indicado.

Frank Capra, Tony Veiller y yo recibimos órdenes de partir hacia Londres sin dilación. Yo no había traído ropa ni efectos personales de Nueva York y no me daba tiempo de mandarlos a buscar, pero esto resultó ser una suerte cuando llegamos a Inglaterra. En tiempo de guerra, allí hacían falta sellos de racionamiento para comprar casi cualquier cosa, incluyendo la ropa, y debido a las especiales circunstancias de mi partida —que expliqué a las autoridades— fueron sumamente generosos con los sellos. Pude hacerme dos uniformes en la sastrería Kilgore y French, camisas del ejército de encargo, una bata de cachemir en Harborough y zapatos en Maxwell. Nadie en el ejército de los Estados Unidos por debajo del rango de general iba tan bien vestido como el capitán Huston.

Inmediatamente se puso de manifiesto que éramos nosotros, y no los ingleses, quienes nos beneficiábamos de la colaboración.

Ellos tenían un excelente material de combate y nosotros sólo una falsificación. No obstante, los cineastas ingleses aceptaron abandonar su proyecto y trabajar con nosotros. Debo reconocer que no me tomé aquello con interés y durante los dos meses que estuvimos en Londres les dejé la mayor parte de la tarea a Frank Capra y Tony Veiller.

Estábamos en el verano de 1943 y Londres era un lugar curioso para vivir. La «pequeña guerra relámpago» estaba en marcha y había apagones todas las noches. Aún era un período crítico y los ingleses habían tenido que apretarse el cinturón otro agujero más. La noticia de que había un cargamento de naranjas en un barco en los muelles de East India produjo gran excitación. Yo me enteré por un camarero del Claridge’s que esperaba conseguir un par —o incluso una sola— para sus niños, que nunca habían visto una naranja. Todo Londres sabía la existencia de ese barco y de su carga; era uno de los temas principales de conversación. Entonces ocurrió el desastre. Una bomba cayó sobre el barco en el muelle. Había naranjas espachurradas por toda la zona. Londres lloró la pérdida de aquellas naranjas como si cada una de ellas hubiera sido un ser humano.

Pero lo que los norteamericanos y los ingleses de clase alta consideraban como casi una hambruna, o por lo menos una gran escasez, era en realidad una mejora en las condiciones de vida de muchos ingleses de la clase trabajadora con respecto a la situación de antes de la guerra. Debido a la distribución de alimentos controlada por el Gobierno, vivían mejor que nunca. El nivel de vida en Inglaterra, per cápita, mejoró durante la guerra, lo cual puede revelar algo respecto a las razones de la apatía de tantos miembros de la clase obrera hoy en día. Se había acumulado mucho odio a lo largo de los años.

Volví a ver a Gordon y Kay Wellesley —aquellos afectuosos amigos que habían sido mi salvación la primera vez que estuve en Londres— y me invitaron a cenar en su casa. Mi compañera de cena era una pelirroja diminuta que se llamaba Lennie y cantaba el papel principal en una ópera de Puccini en un teatro del West End. Me entusiasmé con ella y la vi casi todas las noches durante mi estancia en Londres. Nuestra relación progresó hasta el punto de que ella aceptó recibirme en su piso una noche después de su actuación. Ella vivía cerca de Hyde Park Gate, y dejaría abierta la puerta del portal.

Desgraciadamente yo tenía un problema con un brazo hinchado. Cuando me incorporé al ejército me pusieron la vacuna trivalente: tétanos, tifus y cólera, creo. El caso es que antes de terminar la serie de inyecciones, me mandaron a las Aleutianas. Cuando volví a los Estados Unidos, tuve que volver a empezar. Me pusieron dos inyecciones más y luego me enviaron a Inglaterra deprisa y corriendo. Al llegar a Inglaterra decidieron empezar una vez más. A estas alturas estaba atiborrado del potingue y me había vuelto alérgico a las inyecciones. Me tocaban el brazo con una aguja y comenzaba a hincharse hasta que parecía el brazo de la Mujer Gorda de un circo. Frank Capra y yo compartíamos una suite en el Claridge’s. Yo no quería que Frank me viese salir por la noche con un brazo hinchado, pero estaba decidido a no faltar a mi cita. Así que esperé hasta que él se durmió y entonces me vestí sin hacer ruido y salí de puntillas.

No había taxis en Londres durante los apagones. Tenía que ir andando desde Claridge’s hasta Hyde Park Gate. En el camino, comenzó un ataque aéreo. Para angustia mía, entonces se manifestó un nuevo efecto secundario de la inoculación: necesitaba ir al cuarto de baño desesperadamente. El ataque aéreo se hizo más intenso y yo apresuré el paso. No quería entrar en Grosvenor House con mi brazo hinchado, así que pasé de largo, pero la necesidad era cada vez más aguda. Cuando llegué al Dorchester, tenía que decidir urgentemente si entraba allí o intentaba ir hasta la casa de mi pelirroja, que no estaba muy lejos. Yo sudaba, ahora se había puesto a llover, las bombas caían, yo no veía nada y los cañones antiaéreos de Hyde Park disparaban atronadoramente. Era como un mal sueño. Lo lógico hubiera sido ir al retrete allí mismo, en la calle, durante el oscurecimiento. Pero yo no era capaz de bajarme los pantalones en aquellas condiciones, así que seguí adelante, corriendo entre retortijón y retortijón.

Finalmente llegué a casa de ella. El portal estaba abierto. Entré. Cerré la puerta tras de mí y subí las escaleras de acuerdo con sus instrucciones. Arriba había otra puerta abierta y entré. Al otro lado de un vestíbulo tenuemente iluminado vi un dormitorio, y unos rizos rojos sobre la almohada. Yo no conocía el piso, pero siempre se encuentra un cuarto de baño. Cuando al fin entré, cerré la puerta, con las manos temblando, me desabroché el cinturón, ¡y me bajé a medias los pantalones…! Había esperado demasiado.

No puedo describir el horror de lo que sucedió. Me viene a la mente la frase «La mierda dio en el ventilador». Había una fina neblina de mierda en el aire. Todo en el cuarto de baño de esta encantadora mujer estaba manchado, los frascos, las superficies… Yo estaba asqueroso, por supuesto. Hasta la gorra, que aún la llevaba puesta. Era una profanación. Me senté en el retrete, contemplé los estragos y traté de conservar la cordura mientras pensaba qué podía hacer.

Primero, abrí los grifos de la bañera y puse dentro toda mi ropa. Luego, completamente desnudo, fui limpiando el cuarto de baño con papel higiénico y pañuelos de papel lo mejor que pude. Cuando se me acabó el papel, usé las toallas. En mitad de todo esto se abrió la puerta del cuarto de baño y allí estaba ella.

—¿Qué estás haciendo, John? —dijo.

Balbuceé una débil excusa sobre haberme empapado bajo la lluvia. Ella comprendió que pasaba algo, pero, como no deseaba que me sintiera incómodo, sólo dijo:

—¡Oh!

Y cerró la puerta. Otro de los momentos más negros de mi vida. Si aún vives, querida mía, y lees esto no te enfades demasiado. Estoy seguro de que ya a nadie le importaría, excepto a ti y a mí. Ha pasado tanto tiempo.

(Continuará…)

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.