John Huston

Capítulo 5
Cuando salí del hospital después de la operación de mastoiditis, estábamos en mitad del invierno. Mi padre pensó que podría ser una buena idea que me fuera de Nueva York durante un mes o dos; le dije que me gustaría ir a México. Me dio 500 dólares, me metió en el American Banker, y llegué a Vera Cruz después de unos días en el mar. La revolución había terminado hacía algunos años, pero todavía quedaban señales de la lucha. La ciudad estaba en ruinas y llena de agujeros. Los zopilotes se alimentaban en las calles, que tenían el mismo color apagado que las casas de adobe con tejados de lata. En la mayoría de las casas ondeaban banderas rojas, símbolo de que los peones se habían liberado de sus amos.
Había un restaurante en la plaza principal con mesas en una terraza. Cada comensal tenía un montón de monedas pequeñas al lado de su plato. Los mendigos iban de mesa en mesa, y a cada uno le iban dando una moneda del montón. Había un interminable desfile de mendigos. Los hombres te enseñaban sus muñones, y las mujeres te mostraban a sus críos, todos esqueléticos y con los vientres hinchados, escondidos bajo los rebozos. Había recorrido en coche como un curioso el lado este de Nueva York y había estado en Harlem unas pocas veces, pero nunca antes había visto la pobreza de verdad…, la horrible y absoluta pobreza que la revolución deja tras de sí.
El tren desde Vera Cruz a la Ciudad de México atravesaba valles tropicales llenos de flores, inmensos campos de maíz y caña de azúcar, luego pasaba por los bosques de pinos rodeando el monte Orizaba y por último recorría la altiplanicie de México. Nuestra locomotora de carbón tenía que ir despacio en las cuestas empinadas, convirtiendo al tren en presa fácil para los bandidos. Llevábamos cincuenta soldados, repartidos entre los vagones desde el primero al último, lo cual era un procedimiento habitual. Más tarde me enteré de que el tren anterior al nuestro y el posterior fueron asaltados.
Yo estaba fascinado por un charro mexicano que iba sentado frente a mí en el vagón. Era un tipo de buena presencia con un bigote largo y peinado horizontalmente, una chaquetilla corta de cuero con botones de plata, pantalones ajustados de cuero con dos hileras de botones de plata a lo largo de las perneras, un sombrero charro enorme y, por supuesto, la artillería sobre la cadera. Me ofreció un cigarrillo y lo acepté. El tabaco era pesado, dulce y picante. Después de éste, los cigarrillos americanos siempre me han parecido insípidos.
No conozco ninguna ciudad que haya cambiado tanto como la Ciudad de México en una sola generación; de ser un tranquilo lugar del viejo mundo ha pasado a ser el infierno vocinglero y humeante que es ahora. El paseo de la Reforma —hoy una avenida comercial bordeada de hoteles y edificios de oficinas— era entonces una calle con preciosas casas de estilo colonial emplazadas detrás de extensos jardines. Los domingos, los charros, sus señoras y los niños paseaban montados en caballos árabes, muy orgullosos y con sillas de montar repujadas en plata, recorriendo la extensa isla verde que dividía el tráfico a lo largo del paseo. El recorrido empezaba en el parque de Chapultepec, continuaba hasta el final del paseo y luego se daba la vuelta.
Solamente los autobuses eran una profecía del futuro. Estaban capacitados para llevar un máximo de veinte pasajeros, pero la gente se amontonaba sobre los techos y en los laterales por decenas. Desde ciertos ángulos apenas podías ver el autobús, sólo racimos de personas desplazándose. Había accidentes muy a menudo. Algunas veces las listas de víctimas rivalizaban con las de sus remotos parientes de desastre, los aviones, en años posteriores. Los mexicanos conducían los coches con la misma furia que empleaban al montar los caballos, como charros, pasando directamente de estar parados a ir al galope, pisando a fondo el acelerador, y tirando de las riendas o frenando para pararse bruscamente.
Todo el tiempo que estuve en México, viví en el hotel Génova, que antes era una hacienda. Estaba regentado por una tal señora Porter. Tenía un ojo de cristal, una pata de palo, y llevaba una peluca, pero su parecido con una solterona de canción o de cuento era completo. Había tomado parte en la Revolución, lo había perdido todo incluyendo los originales de los elementos mencionados anteriormente, pero todo esto no había empañado su espíritu. Sabía apreciar la buena vida, y pronto descubrí que era muy sabia. Hubo ocasiones posteriores en las que hubiera deseado tener cerca a la señora Porter para pedirle consejo. No es que se los diera a cualquiera: ella siempre tenía en cuenta a la persona a la que se los daba. Por ejemplo, cuando los turistas americanos le preguntaban por las corridas de toros, normalmente ella les recomendaba que no fueran, el espectáculo era demasiado repugnante. Pero la señora Porter nunca faltaba un domingo. Cuando descubrí esto, me permitió acompañarla. La señora Porter era una gran aficionada y me explicó la fiesta de los toros, así que en seguida supe que tenía que buscar en un torero.
Algunas veces su amiga Hattie Weldon venía con nosotros. Hattie, una maciza mujer alemana de unos sesenta años, poseía y dirigía la mejor escuela de equitación de México. Cuando descubrió mi interés por los caballos, me invitó a ir a montar. La primera vez que fui, me observó sobre el terreno, vio que yo sabía lo que estaba haciendo y desde entonces tuve los mejores caballos. Fue de esta forma como conocí al coronel José Olimbrada. Él era ya un nombre conocido en el mundillo de los caballos de exhibición. Era coronel del ejército mexicano y en su tiempo libre daba clases en la escuela de equitación de Hattie. Su especialidad era la alta escuela. Este era un aspecto en el que yo no había tenido entrenamiento. Así que decidí tomar lecciones particulares con él. Olimbrada era un jinete completísimo, en la línea del coronel Harry Chamberlain, el conde Friedrich Ledebur, Liz Whitney Tippett, el conde Piansola y el coronel Joe Dudgeon; un grupo selecto que será recordado no sólo como grandes jinetes, sino como hombres y mujeres que poseían un conocimiento de los caballos que los cualificaban como veterinarios, especialistas en la anatomía y la sicología del caballo y perfectos conocedores del cuerpo y el alma del animal.
Yo disfrutaba adquiriendo alguna pericia en alta escuela, pero pronto empezó a escasearme el dinero. Le dije a Olimbrada que tendría que dejar sus clases. Me dijo que, si era por cuestiones de dinero, él estaría contento de seguir dándomelas gratis. Rechacé esto, y me hizo otra sugerencia: ¿Qué tal si me daba un puesto honorario en el ejército mexicano? Por supuesto, no tendría paga, pero podría comer en el cuartel, tendría un lugar donde dormir si lo quisiera y los mejores caballos de México para montar. Acepté su ofrecimiento y me dieron el rango temporal de teniente. Después de esto entrené con el mermado escuadrón de Olimbrada, que era casi todo lo que quedaba de la que antaño fuera orgullosa caballería mexicana. La mecanización, como en los demás ejércitos, estaba adueñándose de ella.
Conocido como el teniente gringo, me convertí en objeto de curiosidad; luego, quizá por el hecho de la novedad, fui protegido por algunos de los militares de alta graduación. Muchos de los coroneles y generales que conocí eran indios que habían ascendido gracias a la Revolución; otros provenían de familias adineradas. Unos y otros formaban un grupo de locos. Muchos de ellos tenían coches Pierce Arrow con grandes faros de latón y pesados parachoques. A veces, para divertirse, un general invitaba a algunos oficiales amigos a dar un paseo. Su chófer iba en el asiento trasero con una caja de botellas de champán. El general se colocaba al volante, encendía el motor, pisaba el acelerador a fondo y se lanzaba a recorrer las calles, dispersando a los peatones, mientras una botella abierta de líquido espumoso iba pasando de mano en mano.
Además estaban las partidas de póker. Se organizaban en hoteles, burdeles y domicilios particulares, y, si en el transcurso de la partida había una buena mano y se traspasaba una gran suma de dinero, con frecuencia alguien sacaba una pistola y la amartillaba, apagaba las luces y arrojaba la pistola hacia arriba para que golpeara en el techo. Se disparaba al golpear en el techo o en el suelo, y luego se encendían las luces para ver quién, si le había tocado a alguno, había tenido mala suerte.
En el transcurso de estas excitantes vivencias conocí al poderoso burócrata José Avellaneda. Era un indio de piel oscura con un anillo de oro en la oreja izquierda. La piscina privada más grande que haya visto nunca estaba en su casa, situada en un barrio residencial de la Ciudad de México. Había organizado una fiesta, y la piscina estaba llena de chicas desnudas.
Avellaneda tenía una querida: Celestine de Campeamour. Utilizando su influencia, consiguió que imprimieran su cara en ciertos billetes de curso legal en México. Una razón de que los mexicanos que estaban en el poder tuvieran un nivel de vida tan alto, era que ellos conocían la improbabilidad de sobrevivir a un cambio de gobierno, o sencillamente de sobrevivir. Después de que el presidente Obregón fuera asesinado, pusieron precio a la cabeza de Avellaneda, y le asesinaron cuando intentaba huir a Vera Cruz.
El toque de queda era a las once de la noche. Si te cogían en la calle después de esa hora, te llevaban directamente a la cárcel. Mi madre había venido a visitarme desde California, y una noche fuimos invitados a una fiesta en un pequeño restaurante francés que era excelente. Nuestro anfitrión era un sudafricano llamado Alphonse de Vanderburg, un hombre de unos cuarenta años. De lo que más presumía Vanderburg —hasta donde yo sé, claro— era de haberle hecho el amor a Mata Hari, la espía alemana, y de que la persuadió de que pasara a Francia por la frontera española, donde fue capturada y ejecutada.
La fiesta era en honor de una chica irlandesa pelirroja que se embarcaba para Inglaterra al día siguiente. Los otros invitados eran el novio de la chica —un cabecilla mexicano—, Hattie Waldon y el coronel Olimbrada. Y había dos más: bull terriers blancos que pertenecían a los propietarios del establecimiento. Cada perro tenía su propia silla y su propio cuenco con champán. La chica irlandesa estaba apenada por tener que irse de México. De repente no pudo contener sus sentimientos, mientras su novio tocaba la guitarra, y empezó a tragar píldoras de un frasco. Alguien le quitó el frasco de un manotazo y las píldoras se desparramaron por el suelo. Todos nos pusimos a gatas para recoger las píldoras, incluyendo a la pelirroja, que todavía estaba intentando llevárselas a la boca. Entonces, para aumentar el nerviosismo, empezaron a sonar disparos en la calle. Era día de elecciones, y facciones opuestas se habían enfrentado. Nosotros esperábamos que terminara el tiroteo, pero continuó y cada vez se escuchaba más cerca. Entonces nos dimos cuenta de que era demasiado tarde para volver a casa, se había dado el toque de queda. Finalmente Olimbrada salió y nos consiguió una escolta militar. Una noche memorable.
Poco después de esto me encontré desafiado a un duelo a pistola al viejo estilo. Mi antagonista fue el valiente Vanderburg. Él había estado molestando a la esposa de un amigo mío durante algún tiempo. Ella no quería decírselo a su esposo, y me pidió consejo sobre qué hacer. Yo le dije:
—Déjalo de mi cuenta.
Le dije a Vanderburg que la dejara, y me dio un puñetazo. Unos amigos nos separaron, pero luego recibí un mensaje en el que me citaba en una determinada esquina del paseo de la Reforma, donde dirimiríamos nuestra discusión como caballeros. Esto quería decir con pistolas. Fui al centro de la ciudad y compré la pistola con el cañón más largo que pude encontrar. Esto tenía un propósito determinado. Yo no tenía intención de participar en un enfrentamiento armado contra Vanderburg; planeaba dispararle a las piernas en cuanto doblara la esquina. El cañón largo era para que yo pudiera apuntar mejor con la pistola a larga distancia. Esperé en el lugar acordado y a la hora acordada, pero Vanderburg no dobló la esquina. Fue mi madre quien lo hizo. Había oído lo del «duelo», así que vino y me quitó la pistola.
En mi primera visita a México me daba cuenta de que en ocasiones me encontraba frente a espléndidas obras de arte. Se había descubierto la Piedra del Sol, además de la monumental estatua de Coatlicue. En el Museo del Zócalo vi el saltamontes rojo y varias de las grandes serpientes emplumadas. Máscaras de Teotihuacán y monos de Colima, Nayarit y Jalisco aparecían de vez en cuando en las tiendas y los vendían por casi nada. Compré algunas piezas con toda tranquilidad; no existían leyes contra el comercio de estas obras. Visité las pirámides de Teotihuacán, y quedé impresionado.
Mi madre quería que volviera a los Estados Unidos y que me pusiera a trabajar en algo: pintura, teatro, lo que fuera. A ella no le gustaba la vida que yo llevaba, y en esto tenía el apoyo de la señora Porter e incluso el del coronel Olimbrada. La gente con la que me reunía estaba siempre recibiendo tiros en las partidas de póker o matándose en accidentes de coche, y ella estaba segura de que yo estaba abocado a la catástrofe. Ella empleaba todos los argumentos, incluyendo, finalmente, el único que resultó concluyente: si yo no estaba de acuerdo en marcharme, ella le diría a mi padre que dejara de mandarme dinero. Volvimos juntos en tren, creo que a Laredo y luego a Los Ángeles.
En California volví a ver a los viejos amigos, y reanudé mi relación amorosa con Prunella, la heroína de la obra de teatro del colegio a la que asistí unos años antes con Charlie y Harold. Su nombre era Dorothy Harvey, y era preciosa, con una cara en forma de corazón, y grandes ojos grises con esas largas pestañas que algunas veces tienen las irlandesas. Era una aventajada estudiante en la universidad, donde hacía filosofía, y quería llegar a ser poeta. Era la primera chica con la que había hecho el amor que me hacía sentir algo más que el deseo carnal.
Con toda la irracionalidad de la juventud —la carencia de lógica que roza la locura— le pedí que se casara conmigo. Ella tenía un poco más de sentido común que yo. Me dijo que estaba de acuerdo, pero que teníamos que esperar a que ella terminara el año y medio que le quedaba de universidad. Esto no fue suficiente para mí. Yo quería una entrega total o nada. Como un gesto para demostrarle mi independencia, me volví a México. Había oído hablar de un barco que iba a Acapulco e inmediatamente saqué un pasaje.
Desde Acapulco me uní a un tren de mulas que iba a la Ciudad de México. En seguida cogí pulgas. Estaba completamente lleno de pulgas y no había forma de desembarazarse de ellas, por supuesto, antes de llegar a la Ciudad de México. Yo iba a la cabeza de la caravana y permanecí allí durante los diecisiete días que duró el viaje.
Unos pocos días después de partir ocurrió un incidente que utilicé más tarde en El tesoro de Sierra Madre. Tres mexicanos armados con pistolas llegaron al campamento y pidieron tabaco. Les dimos algunos cigarrillos. Pidieron comida y también se la dimos. Uno de ellos llevaba un fusil de avancarga y los otros tenían carabinas del 30.30. Pidieron una caja de municiones del calibre 30. El jefe del tren de mulas se la dio. Querían otra caja. El jefe les dijo que no y que se fueran del campamento. Me di cuenta de que las armas de mis compañeros estaban preparadas para defenderse del trío y yo sabía que, si los hombres echaban mano de sus armas, los nuestros los abatirían allí mismo. Ellos también lo sabían, así que se fueron. Esa noche, cuando estábamos reunidos alrededor del fuego del campamento, las mulas alimentadas y trabadas y los fardos descargados, un disparo de rifle sonó en la oscuridad y la bala dio en el fuego. Cuando vimos saltar los carbones, nos tiramos rodando al suelo para protegernos. Entonces escuchamos el grito de uno de los invasores diciéndole al capitán que cuando nos pusiéramos en marcha por la mañana teníamos que dejarles allí más cartuchos, piezas de seda y varias cosas más que ellos sabían que llevábamos. El capitán les contestó diciéndoles que se fueran al infierno. Se hicieron más disparos, entremezclados con amenazas y maldiciones por ambos lados. Después sobrevino el silencio. El capitán designó centinelas para vigilar a las mulas, las mercancías y a nosotros mismos durante el resto de la noche.
El capitán no dejó nada. Viajamos todo el día siguiente, manteniéndonos todos alerta, pero no nos molestaron. Empezamos a pensar que lo que había ocurrido era un incidente raro y aislado.
Sin embargo, esa noche se repitió lo de la noche anterior: disparo de rifle en el fuego del campamento, tirarse rodando a la zona oscura, disparos aislados, excepto que los atacantes permanecieron en ominoso silencio, sin responder a los insultos del capitán y de sus hombres. Sabíamos lo que querían. Afortunadamente, ninguno de nosotros resultó herido en ninguna de las dos ocasiones. A la mañana siguiente el capitán ordenó que iniciáramos la marcha muy temprano, dejando a cuatro hombres para cubrir nuestra retaguardia.
El grupo rezagado nos dio alcance a media tarde, trayendo un prisionero a pie, las manos atadas a la espalda y con una cuerda alrededor del cuello. Lo reconocimos como uno de los hombres que se presentaron en el campamento.
Nuestros hombres habían estado al acecho, y los tres bribones habían caído en la trampa. Uno de ellos se escapó limpiamente; otro fue herido, pero logró huir; y teníamos al tercero, que fue entregado a los rurales en el primer pueblo al que llegamos, Chilpancingo. Pobre diablo, el castigo al que se enfrentaba era la ejecución sumaria.
En todo este tiempo, yo no había pensado en otra cosa que en Dorothy. Estaba realmente enamorado. Yo me había lanzado a este viaje, pero después de algunos días en la Ciudad de México tomé un tren de vuelta a California… y a Dorothy. Cuando volví a aparecer en escena, ella accedió a todo lo que le había pedido. Fuimos a un juez de paz para una ceremonia privada y rápida. No teníamos equipaje, así que pedimos prestada una maleta a una amiga de Dorothy y pasamos la noche en un hotel.
Lo primero que hicimos a la mañana siguiente fue ir a casa de Dorothy. Las sombrías miradas que recibimos se hicieron más oscuras cuando explicamos que todo estaba en perfecto orden: estábamos casados. Sus padres se pusieron furiosos. Luego fuimos a mi casa, donde las reacciones de mi madre y de la abuela fueron las mismas que las de los Harvey. Aunque no inesperado, fue un recibimiento absolutamente deprimente. Luego telefoneé a mi padre. Pude notar por su voz, aunque él intentaba disimularlo, que mis noticias le contrariaban también, pero, sabiendo que yo estaba sin blanca, me dijo que nuestro regalo de bodas sería un cheque.
Nos acomodamos en una casa de campo de dos habitaciones en una plantación de naranjos que pertenecía a los padres de Dorothy. La gravedad de lo que habíamos hecho nos asaltó a los dos simultáneamente. Durante cinco minutos nos odiamos mutuamente. Le dije que quizá pudiéramos conseguir una anulación; si no, el divorcio. El hecho de que tuviésemos una vía de escape aclaró el ambiente. Decidimos darnos un poco más de tiempo.
Alquilamos una cabaña en la playa cerca de la colonia de Malibú, y allí nuestro matrimonio se arregló. Creo que los dos fuimos más felices que nunca…, quizá más felices de lo que lo seríamos nunca. Como resultado de esta maravillosa experiencia, recomendé a todo el mundo que se casaran siendo jóvenes. Yo era orgulloso: no había nada que no pudiera hacer, y Dorothy compartía esta convicción. Deseaba estar siempre mirándola —nada me gustaba tanto como reflejarme en sus ojos—, y estaba decidido a ser ese modelo que ella pensaba que yo era. Hice docenas de dibujos de Dorothy mientras ella me leía en voz alta a Kant, Leibniz y otros filósofos a los que ella había estudiado en la universidad. Algunas veces yo me absorbía tanto en el dibujo o la pintura que perdía el hilo de lo que ella estaba diciendo, pero me encantaba el sonido de su voz.
Durante esa época mi madre fue a Europa y, a la vuelta, pasó de contrabando una copia de Ulysses de Joyce, el cual estaba prohibido en los Estados Unidos. Dorothy me lo leía en voz alta mientras yo pintaba. Probablemente fue la experiencia más grande que ningún otro libro me haya dado nunca. Las puertas se abrieron.
Mientras tanto, el paraíso creativo en el que Dorothy y yo nos habíamos instalado estaba siendo socavado por una dura realidad. No teníamos dinero. El único trabajo remunerado que yo había hecho hasta entonces era boxear y la breve incursión como actor en Nueva York. Estábamos sin blanca excepto por el regalo de bodas que mi padre nos había mandado, y éste se consumió rápido. Con el paso de los meses, mi padre no nos olvidó. Él nos enviaba esporádicamente cien dólares, pero esto apenas llegaba para ir tirando.
Una vez nos quedamos sin nada de dinero, ni siquiera para comida. Yo había estado corriendo y haciendo ejercicios de boxeo en la playa todos los días, y pensé que me encontraba en buena forma, así que decidí que podría ganarme algunos dólares boxeando. Hacía casi tres años que yo no me había subido a un cuadrilátero, pero me fui al Lyceum de Los Ángeles y pedí un combate. Se acordaban de mí y me pusieron en el programa. Mi oponente era un muchacho negro de Spokane, y me dio la peor paliza que me hayan dado nunca. Yo estaba desincronizado. Podía ver el puño viniendo hacia mí, pero no podía esquivarlo. Me golpeó con todo menos con los postes del cuadrilátero. Mis ojos se hincharon, mi nariz volvió a partirse otra vez, y lo único que pude hacer fue evitar que me noqueara. Este fue el último combate del muchacho.
Era hora de tomar una decisión. Me gustaba mucho pintar pero yo sabía que tenía que encontrar una forma más segura de ganarme la vida. Una de las razones más poderosas que me decidieron a renunciar a la pintura como profesión fue que conocía la miserable vida que Morgan Russell había llevado. Sólo la ayuda de Gertrude Vanderbilt Whitney le había evitado el morir de hambre. Era un gran pintor y había vivido como un animal durante años, haciendo cualquier cosa para sobrevivir. Empecé a comprender que para ser pintor tienes que tener una dedicación tan grande que incluso una esposa apenas tenga importancia. Así que guardé los pinceles y empecé a escribir. Pasaron años antes de que volviese a pintar.
Finalmente terminé una historia titulada Fool. Se la mandé a mi padre, quien a su vez se la enseñó a Ring Lardner. Lardner se la mostró a H. L. Mencken, de la American Mercury. Algunas semanas después recibí una carta de Mencken diciéndome que quería publicar Fool en la American Mercury.
Nunca olvidaré ese día. Mencken —la personalidad de Mencken— resultaba impresionante cuando yo era joven. Era árbitro e inspirador de esa generación. Era el editor por excelencia, y la Mercury no tenía competencia. Recuerdo cómo, cada mes, yo esperaba que saliera la Mercury, y cómo devoraba cada línea. Creo que la cosa más grande que me ha pasado nunca fue recibir esa carta de H. L. Mencken.
Con este incentivo me parecía que lo más lógico era mudarme inmediatamente a Nueva York y lanzarme a una carrera literaria. Yo pensaba que todas las puertas estarían abiertas para cualquiera que tuviera una historia publicada en la Mercury. Esto resultó no ser cierto. Todo lo que había recibido por Fool fueron 200 dólares, lo cual debería haberme dicho algo, pero yo estaba feliz aislado en mi propio mundo de sueños. Un día fui a las oficinas de la Mercury y solicité ver a Mencken. Estaba ocupado con alguien. Esperé y esperé y finalmente me fui. Nunca volví a intentarlo.
Lo mejor que pude hacer, por último, fue aceptar un trabajo como periodista para el Daily Graphic de Nueva York —no el World o el Times, sino el Graphic—, y esto fundamentalmente porque mi madre trabajaba allí. Mi madre —que firmaba como Rhea Jaure— era, junto con Walter Winchell, uno de los reporteros estrella del periódico.
Mi madre vivía en un pequeño apartamento amueblado de dos habitaciones de Houston Street, a un paso del Graphic. Casi no tenía más vida que su trabajo. Yo iba a visitarla de vez en cuando y siempre estaba sola, leyendo o escribiendo. Ocasionalmente ella salía a cenar con alguien, un compañero del periódico o su mejor amigo en Nueva York, Thomas Wolfe, el autor de Look Homeward, Angel. Nunca conocí a Tom Wolfe, pero mi madre me lo describió con palabras afectuosas. Cuando yo invitaba a mi madre a venir con Dorothy y conmigo a casa de nuestros amigos, siempre ponía una excusa. Yo la veía de cuando en cuando, pero vivíamos en mundos diferentes.
Sam y Lillian Jaffe nos presentaron a Dorothy y a mí a muchas personas interesantes e inteligentes, y Dorothy inmediatamente se hacía querer por todo el mundo. Creo que Sam conocía a todos los principales músicos, escritores y gente de teatro de Nueva York. A través de él conocí a Lillian Hellman, Arthur Kober, Louis Untermeyer y a otros de este mundillo, incluyendo a George Gershwin.
Había algo deslumbrante en George. Tenía las cejas muy grandes, la boca curvada, unos hermosos y amplios hombros caídos, el cuello largo y la cara alargada. Yo lo miraba de la forma en que calibras a un boxeador. Con el tiempo, las tardes de los domingos con George e Ira en sus buhardillas separadas del Riverside Drive llegaron a ser un hecho rutinario para Dorothy y para mí. Hice una caricatura de George que fue su favorita. Mandó imprimirla para usarla como tarjeta de Navidad y recuerdo que la vi reproducida en un libro sobre él.
Hacía mucho tiempo que mi padre y Bayonne Whipple se habían separado y en esta época él estaba viviendo en Nueva York con su tercera y última esposa, Nan Sunderland. Nan era una buena actriz y una persona encantadora. Un día me presentó a uno de sus amigos, Paul de Kruif, un bacteriólogo que se había dedicado a escribir. Recientemente he leído dos de sus obras más conocidas, Microbe Hunters y Hunger Fighters, y todavía hoy son tan buenas como lo eran entonces. De Kruif y yo congeniamos perfectamente, y solía ir con Dorothy a Forest Hills a pasar los fines de semana con él y su esposa, Rhea.
Estos fines de semana fueron momentos importantes para mí. De Kruif y yo teníamos largas discusiones sobre literatura. No le gustaban ni Shakespeare ni James Joyce, y tenía poco aprecio por la poesía. Para él, las palabras tenían que tener un propósito útil. Recuerdo que, defendiendo el Ulysses, le leí la primera página. No le impresionó nada. Entonces me pidió la traducción de Introibo ad altare Dei, que acababa de leerle. No pude dársela. Sus cejas se levantaron, como si se preguntara: «¿Qué clase de adversario es éste? ¡Literalmente no sabe de lo que está hablando!». Desde ese mal momento me propuse estar mejor preparado para cuando tuviera que defender algo.
Cuando de Kruif se fue a Europa, nos dejó su apartamento de Forest Hills para que lo usáramos hasta que volviera. Nos escribíamos a menudo, y normalmente recibía unas cartas estupendas de él. No se limitaba a llenar las hojas con información; planteaba interrogantes, aguijoneaba tu interés, te hacía pensar y te hacía desear comprender y aprender más acerca de ti mismo y del mundo que te rodea. Después de MacDonald–Wright, de Kruif fue la influencia formativa más importante en mi vida.
En otro momento de mi vida en Nueva York ayudé a formar un club de póker. No teníamos entre nuestros miembros nombres tan atractivos como los del famoso Thanatopsis Club, pero estoy seguro de que éramos mejores jugadores de póker. El grupo estaba formado por Bernard Bergman, George Seldes, Carleton Beals, Am Ram Scheinfeld, Sam Jaffe, yo mismo y algunos otros que venían de cuando en cuando. Uno de éstos era George S. Collins, que era el recadero del alcalde Walker. Collins le llevaba el dinero ilegal, le conseguía chicas y representaba todo lo que era sucio en la política americana. Nosotros le rendimos homenaje a George S. Collins. Hicimos un anagrama bordeado de ondeantes banderas americanas y nos pusimos el nombre del Club Atlético y Social George S. Collins. En las cenas, tanto si él estaba presente como si no, empezábamos con un brindis a este modelo de virtud, que debería haber estado en Sing Sing aunque sólo fuera por su aspecto.
Jugábamos todos los sábados por la noche, y cada miembro se turnaba para dar una cena la noche del juego. Las cenas fueron siendo cada vez más sofisticadas, ya que cada miembro intentaba eclipsar a los demás. A menudo uno de los mejores chefs de Nueva York era invitado a preparar su especialidad. Todos los miembros eran buenos jugadores y, aunque las apuestas no eran muy altas, tampoco puede decirse que fueran bajas, así como podías ganar o perder mil dólares.
Harlem se estaba poniendo de moda hacia el final de los años veinte, y yo pasaba mucho tiempo allí. Billy Pierce tenía una escuela de baile en Broadway, y yo solía ir allí a observarlo mientras hacía coreografías para las estrellas. Todos venían a él, incluyendo a Tom Patricola y Jack Donohue. Billy era negro, de unos setenta años. Trabajaba por la noche hasta las dos o las tres de la madrugada con un pianista y un bailarín llamado Buddy. Billy se sentaba en una silla y le decía a Buddy lo que tenía que hacer y la forma de dar los pasos. Nos hicimos amigos, y yo solía ir a Harlem con él. Una vez Billy me hizo una observación que se me quedó grabada hasta hoy:
—La diferencia entre los blancos y los negros es que mientras las cosas nos van bien a nosotros, los negros, permanecemos unidos; sólo cuando las cosas van mal empezamos a pelearnos. Para los blancos, es justo al contrario. Cuando las cosas van mal, se unen, pero, cuando las cosas van bien, se enfrentan.
En Harlem había varios clubs pequeñísimos que servían bebidas. La mayoría de estos sitios no tenía más de media docena de mesas, pero diferentes artistas desfilaban en el transcurso de la tarde, actuaban y luego se iban al club siguiente. Si te sentabas en un sitio durante una noche, podías ver a algunos de los mejores talentos que Harlem podía ofrecer.
Billy Pierce y el gran boxeador Jack Johnson eran viejos amigos, y una noche nos sentamos los tres en un club de Harlem donde Jack se puso nostálgico y nos habló sobre la única mujer que había amado, su primera esposa, que era negra, no la mujer blanca con la que se caso más tarde para afrenta pública.
Jack conoció a su mujer en Texas, y se casaron. Más tarde —creo que fue en San Antonio o en Galveston— fue a pelear con Joe Choynski. Se acordó que le pagarían su bolsa cuando subiera al cuadrilátero y que el combate no empezaría hasta que no tuviera su dinero, que debería ser entregado a su esposa. Jack esperó en su esquina la noche del combate hasta que su mujer le hizo la señal, y la pelea comenzó. Una vez, durante el combate, Jack echó una ojeada hacia donde debía estar su mujer y observó que su asiento estaba vacío. Ella no se encontraba en el vestuario cuando terminó el combate, y tampoco estaba cuando volvió a su hotel. Había volado con el dinero. Jack la siguió y la encontró en Los Ángeles. Ella le dio algún tipo de explicación. Cualquier excusa hubiera servido, porque él estaba enamorado de su mujer.
Las cosas se apaciguaron durante un tiempo, luego un día Jack volvió a casa y descubrió que ella se había largado otra vez. Esta vez se había llevado todas sus cosas y las cosas de él, incluidos sus trajes. Haciendo indagaciones se enteró de que se había escapado con un jockey negro llamado Kid North. Jack siguió su pista hasta un apartamento en Kansas City, pero, cuando llegó allí, ella se había marchado otra vez. Encontró sus trajes en el apartamento. Habían sido arreglados para la talla de un jockey.
Años después, estando en Chicago, leyó una pequeña noticia en un periódico que hablaba de que una mujer que decía ser la ex esposa de Jack Johnson había sido arrestada por robar en una tienda. Fue a la cárcel, y, por supuesto, era ella. Le consiguió un abogado, pagó la fianza, la llevó a la habitación de un hotel y la metió en la cama. Estaba realmente en las últimas y no tenía ropas decentes, así que Jack salió a comprarle algo. Lo recuerdo diciendo:
—Y le compré también una caja grande de lencería.
Pero cuando Jack volvió al hotel con el cargamento de ropas y regalos, ella se había ido. Nunca volvió a verla.
Mucho tiempo después de esto me presentaron a Kid North en un bar de Central Avenue en Los Ángeles. Le pregunté si era verdad lo de los trajes de Jack. ¿Fueron arreglados de verdad para adaptarlos a su talla? Él dijo que sí.
En 1929 conocí a una chica que hacía marionetas y trabajaba en un teatro de marionetas para Tony Buffano: Ruth Squires. Los números de marionetas de Ruth no eran muy buenos, así que escribí uno para ella. Frankie and Johnny tuvo bastante éxito. Sam Jaffe compuso un fondo musical para el estreno de la obra y la maldita cosa fue sobre ruedas. La editorial Boni and Liveright me ofreció un adelanto de 500 dólares por la publicación de la obra y se convirtió en un precioso librito, ilustrado por Miguel Covarrubias. George Gershwin tuvo la idea de convertir Frankie and Johnny en una ópera, y hablamos sobre ello, pero, antes de que pudiéramos poner manos a la obra, George murió.
Me quedé maravillado cuando recibí el cheque de 500 dólares. Era la mayor cantidad de dinero que yo había ganado nunca. Cogí un tren para Saratoga con un amigo que tenía un caballo corriendo allí, y mientras esperaba que empezara la carrera me metí en una partida de dados. Empecé a tirar los dados. Continué tirándolos ¡y convertí mis 500 dólares en 11.000! Algo me dijo que me olvidara del caballo de mi amigo y, por supuesto, perdió.
Entretanto yo trabajaba a temporadas en el Graphic. Dios sabe que era el peor periodista del mundo. Mi madre había dejado el periódico y yo estaba solo. Bill Plumber era el jefe de la sección de información urbana y yo le gustaba. El jefe de la noche, Scheinmark, no me podía ver… por una buena razón.
El trabajo más importante que tuve fue en Elizabeth, Nueva Jersey. Hacía algún tiempo había ocurrido allí un famoso «asesinato de la linterna», y ahora corría el rumor de que el principal sospechoso iba a ser arrestado. Era sólo un rumor, de lo contrario el Graphic no hubiera enviado a alguien tan inexperto y mal preparado como yo. Cuando llegué a Elizabeth, me metí en un hotel. Acababa de entrar en mi habitación cuando, a través de un hueco de ventilación, oí a alguien en la habitación de al lado hablando por teléfono. Me acerqué más al agujero de ventilación y escuché. El hombre podía haber estado en la misma habitación y no me costó mucho adivinar que era un investigador del New York Times telefoneando para dar su informe al periódico. El nombre del sospechoso era H. Colin Campbell. Vivía en tal y tal dirección de Elizabeth y trabajaba para una empresa de contabilidad de Nueva York. Iba y venía en tren y se esperaba que volvería pronto a casa, momento en el que se procedería al arresto. ¡Bueno, esto era un golpe de suerte inesperado! Corrí escaleras abajo hasta una cabina de teléfono y llamé al Graphic. Era demasiado para que pudieran creérselo, pero Plumber me dijo que siguiera en la brecha. Cogí un taxi para que me llevara al edificio del apartamento del sospechoso y le dije al conductor que me esperara. Encontré su nombre en el buzón: H. Colin Campbell, Apt. 1 A, subí y llamé a la puerta. La esposa de Campbell la abrió y me dijo que su marido no había vuelto todavía a casa después del trabajo. ¡Había llegado a tiempo! Le dije a la mujer que era del Graphic y le pregunté si su marido había sido testigo de un crimen. Ella no sabía de lo que le estaba hablando. Pude verlo en la expresión de su cara. Era muy agradable, pero no tenía ni idea de nada. Finalmente le pregunta directamente:
—¿Quiere usted decir que él no sabe nada acerca del asesinato de la linterna?
Me miró como si yo estuviera loco.
Bajé y me metí en el taxi. Inmediatamente fui rodeado por detectives de la policía. Tenían acordonada la zona y estaban esperando que H. Colin Campbell regresara a casa. Me sacaron del taxi de un tirón, me interrogaron acerca de lo que yo estaba haciendo allí y yo les dije que era del Graphic. Cuando les repetí lo que había hablado con la esposa de Campbell, se pusieron furiosos y me dijeron que me fuera al infierno y que no volviera nunca. Mientras estaba volviendo a meterme en el taxi, uno de los detectives cerró la puerta de golpe y me dio en la rodilla. Luego descubrí que tenía fracturada la rótula.
Fui a un teléfono y le conté a Bill Plumber lo que había pasado. Él dijo:
—¡Dios mío, John! Quédate allí y continúa. No importa lo que tengas que hacer, pero tienes que estar presente cuando lo arresten.
Así que di un rodeo, salté la verja, y a través del callejón trasero entré finalmente en el edificio de apartamentos, donde encontré al portero. Le pregunté si podía quedarme en las escaleras, fuera de la vista. Estuvo de acuerdo y me senté a esperar los acontecimientos. No pasó nada. Finalmente se hizo tan tarde que intuí que algo iba mal, así que fui a la puerta de los Campbell otra vez. Nadie contestó a mi llamada. Llamé a Plumber por tercera vez desde el teléfono del portero. Plumber me dijo:
—¿Dónde demonios has estado? El arresto ha sido hecho hace más de una hora. Mueve el culo y vete al Ayuntamiento.
Abatido, fui al Ayuntamiento sólo para encontrarme con que las puertas estaban cerradas. No había periodistas en el exterior, el edificio parecía desierto excepto por algunas ventanas iluminadas en el primer piso. Arrojé algunas piedrecillas a las ventanas, y alguien abrió una y me preguntó que quería. Le expliqué quién era y por qué quería entrar y me indicó una puerta que yo había pasado por alto. Entré cojeando y subí las escaleras y allí arriba estaba el detective que me había dado con la puerta del taxi en la pierna. Estaba de pie cerca de la balaustrada del balcón y nunca me encontré más cerca del asesinato. Un empujón y hubiera ido a parar al suelo de mármol un par de pisos más abajo. Dominando el impulso, entré en la habitación y la encontré llena de periodistas y detectives. Entonces se abrió la puerta de una habitación contigua y allí estaba H. Colin Campbell, un hombrecillo cetrino con gafas, rodeado de policías que iban abriéndole paso entre nosotros y se perdían de vista en el vestíbulo conduciéndolo a la cárcel de la ciudad. Volví para escribir mi historia y luego me fui a un hospital para que me hicieran una radiografía.
Hice mal que bien algunas tareas asignadas más antes de volver a meter la pata. En este caso estaba implicada una pareja de bailarines de Broadway, en la que el componente femenino poseía un hermoso collar de perlas. Fue denunciado el robo de las perlas, pero yo olfateé una jugada publicitaria y me fui al hotel del centro de la ciudad, donde estaban los bailarines, a interrogarlos. Les dije que yo sabía algo sobre un collar de perlas y que si estaban interesados en recuperarlo. La mujer figuró que estaba interesada y me dijo que fuera esa noche al club donde trabajaban. Fui, y cuando entré, la policía me rodeó.
Johnny Broderick era un policía de Nueva York muy duro y muy famoso. El New Yorker hizo un perfil de él en el que se citaba una frase suya:
—Denme un gángster, denle una pistola y déjenme el resto a mí.
Broadway era el distrito de Johnny, y él fue el detective que me agarró, aunque en esa época yo no sabía quién era. Broderick empezó a interrogarme sobre las perlas. Le dije:
—Soy un periodista del Graphic. Estoy intentando llegar al fondo de este asunto, igual que usted.
—Déjame ver tu identificación. Yo no la tenía.
—Bien, quizá sería mejor llamar a tu periódico —dijo Broderick.
Scheinmark estaba en el despacho y Broderick le habló primero:
—Tengo un chico aquí que dice ser reportero de su periódico. ¿Podría reconocer su voz?
—Seguro.
Me puse al teléfono y le dije:
—Hola, Scheinmark.
—¿Quién eres?
—¡Huston! ¡John Huston!
—No, tú no eres él.
—Scheinmark, ¿qué quieres decir con eso? Maldito, sabes bien que soy yo.
—Oh, no, ésa no es la voz de Huston. Déjame hablar con Broderick otra vez.
Le devolví el teléfono a Broderick. Scheinmark le dijo:
—Sí, ese hijo de puta es Huston. ¡Échalo de ahí a puntapiés!
Scheinmark me echó por esto, pero Plumber me volvió a contratar y me enviaron a Astoria para hacer la crónica de un suceso. Un trabajador de una fábrica de tabacos había apuñalado a otro compañero, y la víctima había muerto. Era un homicidio sin importancia, como son estas cosas. Fui enviado para que me informara de los hechos escuetos. Hice esto precisamente, pero luego confundí mis notas. Cuando la historia apareció impresa, yo había puesto que el agresor era el dueño de la fábrica de tabacos. Esto puso fin a mi relación con el Graphic.
En 1929 aparecí como actor en una película corta llamada Two Americans. Fue el resultado del intento de mi padre para conseguirme un trabajo de un día. Mi padre hacía los papeles de Lincoln y de Grant en la misma película. Para representar a Grant se encorvaba y echaba el humo del cigarro hacia la cámara. Como Lincoln, permanecía de pie erguido y hablaba en un tono mesurado. Fue un tour de force inigualable por su teatralidad. Todo lo que yo tuve fueron ocho líneas, dichas en el umbral de una puerta.
Herman Schulin y Sam Jaffe estaban trabajando juntos en esa época, en Grand Hotel, y Herman tuvo la idea de que yo debería dirigirla. Yo nunca había dirigido nada, pero hablamos sobre el guion y le dije:
—Herman, ¿por qué no la diriges tú mismo?
Lo cual hizo y, por supuesto, fue un gran éxito. Debido a Grand Hotel, le llamaron de Hollywood para producir y dirigir para Sam Goldwyn.
Herman no olvidó a sus amigos. Una vez instalado en Hollywood, intercedió por mí ante Sam Goldwyn, y muy pronto recibí una oferta de trabajo de los estudios Goldwyn como escritor contratado. La acepté con rapidez y grandes esperanzas.
(Continuará…)
