A libro abierto (III)

John Huston




Capítulo 4

Durante mi adolescencia empecé a pasar cada vez más tiempo con mi padre y su familia en Nueva York. Después de la guerra tía Margaret se casó con un hombre llamado William Carrington. Carrington había amasado una fortuna siendo comerciante de cereales, y la empleaba en darle todos los lujos a su esposa. Además de un apartamento en Park Avenue, tenían una finca en Quaker Ridge, a las afueras de Greenwich, Connecticut, llamada Denby; otra finca, llamada Villa Reposa, en Santa Bárbara, California, y una villa en el lado italiano del lago Maggiore.

En el verano de 1923 fui a Denby por primera vez. Mi padre estaba allí, y también tía Nan. Además del edificio principal había tres casas para los invitados muy separadas entre sí, una de las cuales —mi favorita— estaba al lado de un pequeño lago. Toda la finca tenía un servicio formado por gente seria y amable, muchos de los cuales ya estaban con Billy antes de que él y Margaret se casaran.

La vida en Denby era metódica y diferente de cualquier otra cosa que yo hubiera conocido. Todos los días entre semana tomábamos el té en el jardín. Los domingos íbamos en coche a tomar el té con el señor y la señora Clarence Wooly o con Eugene Meyers, o ellos venían a vernos. Íbamos a una pequeña iglesia episcopaliana en Quaker Ridge los domingos por la mañana. Yo no había ido a la iglesia desde hacía muchos años. El pastor era un hombre joven interesado por los adolescentes. Contaba que había sido campeón de boxeo de los pesos medios en un campeonato intercolegial y propuso que nos pusiéramos los guantes.

Nunca terminamos el primer asalto. No hice nada más que tumbarlo. Él tenía la mandíbula de cristal y yo no sabía cómo moderar los golpes.

Íbamos a Nueva York de vez en cuando. Asistí a conciertos en el Carnegie Hall, y Billy Carrington y yo íbamos a funciones matinales de teatro, pero el punto culminante de ese verano fue el combate entre Dempsey y Firpo. Mi padre me llevó. La única cosa que he visto que pueda compararse con este combate en cuanto a impacto dramático fue el famoso mano a mano entre Lorenzo Garza y Manolete, el gran matador de toros de mi generación, en la ciudad de México, unos veinticinco años más tarde.

Mi padre y yo no estuvimos al lado del cuadrilátero, sino en la primera fila de los asientos elevados, desde donde teníamos una magnífica vista. Firpo era un tipo macizo con un albornoz marrón. Le sacaba los hombros y la cabeza a todos los que había en el cuadrilátero…, una figura inmensa e impasible. Dempsey subió al cuadrilátero vistiendo un jersey blanco, y se movía todo el tiempo. Había una tremenda diferencia de tamaño entre los dos hombres. Dempsey parecía casi un niño comparado con Firpo.

Los boxeadores fueron presentados. Sonó el toque de campana que marcaba el comienzo. Al primer intercambio de golpes Firpo cayó, y la multitud se levantó como un solo hombre y enloqueció. Un hombre pequeño que estaba sentado cerca de mí no podía ver y se subió en una estrecha barandilla de protección. Firpo se levantó, y luego volvió a caer. Yo eché una ojeada a mi vecino. Ya no estaba allí. Se había caído al pasillo de abajo. No le presté más atención y nadie más lo hizo. Probablemente estaba muerto o moribundo, pero nadie tenía tiempo para él. Esto puede dar una idea del jaleo que había en ese momento.

Firpo sabía pegar. No era sólo fachada, como había sido Jess Willard. Sabía cómo pelear, y estaba lanzando golpes largos y directos. Dempsey luchaba con una especie de desesperación, como si en ello le fuera su vida, esquivando por dentro y por fuera con esa forma tan suya de agacharse, lanzando ganchos de izquierda y derecha que parecían no venir de ningún sitio y de todos lados.

La regla por la que un boxeador tiene que colocarse en una esquina neutral cuando su oponente ha sido tumbado estaba en vigor, pero fue ignorada en este combate. Cada vez que Firpo caía a la lona, Dempsey se quedaba de pie a su lado… esperando. Cuando Firpo despegaba las manos y las rodillas de la lona e intentaba levantarse, Dempsey volvía a golpearlo. Si Firpo hubiese sido capaz de mantenerse erguido por un momento y hubiera aclarado su cabeza, muy bien pudiera haber resultado una historia diferente. Como dije antes, él sabía pegar. Hacia el final del primer asalto enganchó a Dempsey y de un golpe lo lanzó fuera del cuadrilátero. Todo el mundo en el local estaba de pie aullando, y entonces vi manos que empujaban a Dempsey de vuelta entre las cuerdas. Inmediatamente Firpo cargó. Mantuvo a Dempsey en una esquina, pero por un deseo ciego de acabar con su oponente, Firpo perdió la cabeza. Empezó a lanzar golpes con la izquierda y la derecha alocadamente. Conectó uno de esos puñetazos, que podría haber significado el final del combate. Pero aquí Dempsey demostró que era un verdadero campeón. Apenas podía mantener arriba los puños, pero aguantó en la esquina esquivando y parando puñetazos lo mejor que pudo, y resistiendo la tormenta hasta el final del asalto. En el segundo asalto salió y noqueó a Firpo. En ese momento estallaron trifulcas por todo el local. Hubo una descarga emocional en todo el público que desafía cualquier descripción, y todavía recuerdo ese momento con una sensación de pánico.

Un año más tarde, cuando mi padre estaba interpretando The Easy Mark, me dijo que la gente del hampa se estaba introduciendo en el mundo del teatro. Ahora, además de a las tintorerías, las lavanderías y los pequeños negocios, estaban extorsionando a los actores. A un cantante de un club nocturno de Chicago le habían cortado la lengua. Se rumoreaba que Al Jolson estaba pagando la cuota de protección.

Una noche mi padre volvió al camerino después de acabar la función y apoyó la espalda en la puerta con el ceño fruncido.

—¿Qué pasa, papá?
—Problemas. Hay un tipo al otro lado de la puerta que opina que necesito protección.

Engreído, salté ante la oportunidad de que mi padre me viera en acción. Le dije:

—Yo te protegeré.

Aparté a mi padre, abrí violentamente la puerta y allí de pie estaba Jack Dempsey, sonriéndome.

—Hola, John —dijo Dempsey—, tu padre me ha hablado mucho de ti.


Después de años de trabajar en vodeviles con compañías de teatro ambulantes, mi padre consiguió su primer papel de verdad en Mr. Pitt, una obra de Zona Gale, producida por Brock Pemberton y financiada en su mayor parte por tía Margaret. Yo había vuelto a la escuela en Los Ángeles. Mi padre me mandó las críticas. Una tras otra, le ponían por las nubes, diciendo que su representación marcaba el nacimiento de un nuevo e importante actor del teatro americano. Interpretaba a un hombre que es tan irremediablemente torpe que incluso aquellos que saben lo bueno y cariñoso que es en el fondo no pueden evitar tratarlo con crueldad. Él se da cuenta del efecto que produce en los demás y se desprecia por ello, pero no sabe cómo remediarlo. Al final, acepta mansamente su aislamiento como si estuviera mandado por el Todopoderoso. Nunca conseguí ver Mr. Pitt. Fue retirada de cartel antes de mi siguiente viaje a Nueva York.

El siguiente papel de mi padre, en The Easy Mark, guardaba un parecido artificial con el de Mr. Pitt. Aunque esta obra fue escrita con la misma fórmula, en comparación con Mr. Pitt resultaba vulgar en su concepción y en los diálogos. A pesar de estar claramente dirigida a la taquilla, la obra sólo tuvo un éxito moderado.

Más adelante, ese mismo año, mi padre recibió un manuscrito de Kenneth MacGowan, del grupo Provincetown Players y, cuando terminó de leerlo, me lo pasó a mí. Cuando yo lo había leído, me preguntó qué pensaba. Dije:

—Creo que es una de las cosas más grandes que he leído nunca.

Él asintió y dijo:

—Yo también lo creo.

Era Deseo bajo los olmos, de Eugene O’Neill. Mi padre fue contratado para hacer el papel de Ephraim Cabot por 300 dólares a la semana.

Asistió a todos los ensayos. Robert Edmond Jones, entonces la primera figura de la escenografía de los Estados Unidos, si no del mundo, fue el director. Algunas veces dirigía, además de hacer los decorados, vestuario e iluminación. Deseo fue una de esas ocasiones. Jones era todo cejas y bigotes, muy poblados y negros. Tenía un cuello largo y carnoso y un cuerpo robusto, pero agitaba los dedos cuando hablaba y su charla era unas veces jadeante y otras salía a borbotones. Yo me preguntaba si sería homosexual, pero a su debido tiempo supe que sus modales eran el resultado de haber sido educado por dos tías solteras. Él era en realidad un mojigato. La idea del sexo fuera del santuario de un matrimonio ortodoxo le escandalizaba. Todo esto me quedó aclarado cuando, años más tarde, se casó con mi tía Margaret y llegué a conocerle bien.

O’Neill era de aspecto delicado, con rasgos finos y regulares. Tenía una estatura media, era delgado y muy erguido. Al principio él, Jones y los actores se sentaban alrededor de una mesa con una luz de ensayo sobre ellos, mientras los actores leían en silencio la obra. De vez en cuando uno de ellos hacía una pregunta. Algunas veces respondía Jones y otras dejaba que respondiera O’Neill. La voz de O’Neill era tan baja que, sentado en el sitio de la orquesta, yo no podía oír lo que decía. En la segunda semana los actores recitaban sus textos y se movían por el escenario. En este punto O’Neill se sentaba en el sitio de la orquesta. Nunca se dirigía a un actor desde esa distancia. Algunas veces tomaba notas y se las pasaba a Jones. Pronto empecé a ver cómo los personajes cobraban vida. El diálogo claramente encendía la chispa. Escena por escena y acto por acto la obra se construía y tomaba proporciones heroicas. Para entonces me la sabía de memoria; el ritmo, la cadencia, el fluir de la obra habían penetrado en mi sangre. Lo que aprendí allí durante esas semanas de ensayos me serviría durante el resto de mi vida. En ese momento yo no era consciente de ello. Sólo sabía que estaba fascinado.

De todas las críticas que recibió Deseo bajo los olmos sólo una reflejaba mi punto de vista. Fue la de Stark Young. La mayoría de los críticos encontraban que la obra era ofensivamente lasciva. Fue denunciada desde el púlpito; un editorial de Hearst requería a las autoridades de la ciudad para que cancelaran la obra, y luego fumigaran el teatro. Los puritanos se subían a los tejados y gritaban que si Deseo no era retirada provocaría el hundimiento de una comunidad respetable. Las justicieras protestas llegaron a tal punto que el alcalde nombró un comité cívico para que juzgara si era probable que la obra contribuyera a la delincuencia del público teatral de Nueva York. Él asistió luego a una representación, junto con los miembros del comité. Emitieron un solemne veredicto: Deseo no era una obra lasciva; aún más, era una obra de arte. ¡Este comité debería haber escrito las críticas!

Pero se había levantado la liebre. No se podía engañar al público. Bloqueaban las taquillas con el dinero en la mano, convencidos de que, si miraban con suficiente atención y escuchaban cuidadosamente, descubrirían lo sucio en algún sitio. La obra llegó a tener tanto éxito que la compañía se mudó al norte de la ciudad, desde el viejo teatro Greenwich Village al Earl Carroll, y el sueldo de mi padre fue aumentando a 500 dólares por semana más un diez por ciento sobre lo que excediera de 10.000 dólares de recaudación semanal. Los ingresos brutos alcanzaban casi el doble de esta cantidad y la obra se mantuvo en cartel durante seis meses. Mi padre estaba en candelero por primera vez en su vida.

En su mayor parte, las obras de O’Neill no eran bien recibidas. Deseo bajo los olmos, The Great God Brown, Strange Interlude, El luto le sienta bien a Electra fueron todas atacadas por los críticos. Ninguna, según su criterio, llegaba a la altura de Anna Christie, la cual es considerada hoy día como una de sus obras más endebles. Ah, Wilderness!, su única incursión en la comedia, recibió el beneplácito. The Iceman Cometh fue despellejada, y la primera producción de A Moon for the Misbegotten nunca llegó a Nueva York. En el convite después del estreno de The Iceman Cometh, todos los que estaban a mi alrededor estaban de acuerdo en que era una obra aburrida, pretenciosa y en conjunto resultaba bastante funesta. Yo manifesté mi desacuerdo, y mi amigo E. E. Cummings y yo nos enzarzamos en una discusión a gritos. Mi opinión, entonces y ahora, es que, si perdura alguna obra de teatro americana, ésta será The Iceman Cometh. A ésta podría añadir Largo viaje hacia la noche.

Desde que me hice director, siempre tuve la esperanza de que algún día haría algo de O’Neill. Finalmente se me presentó la oportunidad en 1946, después de licenciarme del ejército. En esa época estaba bajo contrato con la Warner Brothers, y había obtenido permiso de ellos para dirigir la obra de Jean–Paul Sartre, Huis clos, en un teatro de Nueva York antes de volver a Hollywood. Después de retirarse de cartel Huis clos, y antes de que me fuera a la costa, recibí una llamada de Theresa Helburn, una de las directivas del Theatre Guild de Nueva York. El Guild había puesto en escena todas las últimas obras de O’Neill, y ella me invitó a comer para discutir la posibilidad de que yo dirigiera su obra más reciente, la cual no había leído nadie todavía, llamada A Moon for the Misbegotten. Lo que yo sentía por O’Neill rayaba en lo reverencial, y cuando Theresa me pidió que lo pensara, le dije:

—No tengo que pensarlo. Lo haré.

Me envió la obra. La leí inmediatamente y la llamé para confirmarle lo que ya le había dicho. Sin embargo, yo tenía un problema: en la Warner esperaban mi vuelta en una fecha determinada. Yo estaba seguro de que todo lo que tenía que hacer era hablar con Jack Warner y me daría el permiso y su bendición. No ocurrió así. Cuando fui a California y vi a Jack, me dijo que la Warner ya había tenido bastante paciencia e indulgencia al permitirme dirigir Huis clos. Quería tenerme rápidamente en Burbank, haciendo películas para la Warner y cumpliendo mi contrato.

Telefoneé a Theresa para decirle que me resultaba imposible dirigir A Moon for the Misbegotten. Le expliqué mi decepción y dije:

—No sabes la deuda de gratitud que tengo con O’Neill. Por favor, díselo en mi nombre la próxima vez que le veas.
—Espera un minuto, John. Está aquí. Díselo tú mismo.

Por una vez me expresé con claridad, y le dije a O’Neill lo que aquellos días durante los ensayos de Deseo bajo los olmos y The Fountain —otra obra de O’Neill en la que actuó mi padre— habían supuesto para mí cuando era un muchacho. Creo que no hubiera sido capaz de hablarle tan abiertamente si no hubiéramos estado hablando por teléfono. O’Neill me dio las gracias y dijo que significaba mucho para él oír esto. Dios sabe que fui absolutamente sincero.


Fue en 1924 cuando tuve mi primera experiencia como actor. Kenneth Mac Gowan me pidió que fuera al Playhouse y leyera con un grupo. El Provincetown Players tenía entonces dos teatros en el Village, el Playhouse y el Greenwich Village Theatre. Los dos eran Off–Broadway o «pequeños» teatros, como los llamaban en esos días, y el Greenwich Village Theatre era con mucho el más grande de los dos. Los Players organizaban lecturas de vez en cuando, esperando descubrir nuevos talentos.

Calculo que el aforo del Provincetown Players no superaba las doscientas localidades. Tenía un escenario minúsculo, pero Robert Edmond Jones y, después de él, Cleon Throckmorton, le sacaban mucho partido. Resultaba sorprendente cómo los Players eran capaces de moverse en un espacio tan limitado. El mismo O’Neill se había dado a conocer a través de los teatros Provincetown con producciones tales como The Long Voyage Home, Bound East for Cardiff, The Moon of the Caribbees, The Hairy Ape y The Emperor Jones.

Poco después de mi lectura en el Playhouse me ofrecieron un papel en la obra de Sherwood Anderson The Triumph of the Egg, una obra en un solo acto largo, extraída de la historia de Anderson. Con mucho maquillaje, una peluca y un bigote para disimular mi juventud, interpreté el papel principal: un anciano cuya vida ha sido una sucesión de fracasos, muchos de ellos relacionados con los pollos, es decir, con pequeñas granjas avícolas y la producción y comercialización de los huevos. Su derrota final se decide cuando espanta a un importante cliente potencial con un furioso monólogo sobre su único tema, terminando con una exhibición de engendros gallus gallus conservados en formol. Las críticas fueron muy elogiosas tanto para la obra como para mí. The Triumph of the Egg se representaba en combinación con la obra de O’Neill Different, y las dos hacían atractivo el programa del pequeño teatro. El número de representaciones superó la media general.

Mi segunda experiencia como actor fue en una obra de Hatcher Hughes llamada Ruint, puesta en escena también por MacGowan y los Provincetown Players. Sam Jaffe tenía un papel en ella, y fue allí donde lo conocí. Ruint era una obra sobre la gente de las montañas del sur, y cuando oí leer a Sam su papel, me intrigó saber de dónde habría sacado un acento tan auténtico. Pensé que era un oriundo de las montañas del sur, y tomé su acento como modelo. Luego, durante una pausa, descubrí que había nacido y crecido en Cherry Street, en la parte sudeste de Nueva York.

Sam y yo congeniamos inmediatamente. Admiraba a los mismos escritores que yo; sabía sobre pintores y cuadros; era un buen pianista y compositor; había estudiado filosofía en la Nueva Escuela para la Investigación Social bajo la dirección de Horace Kallen; había hecho trabajos de investigación en matemáticas; y era un buen boxeador. Sam era una extraña combinación… y lo sigue siendo. Conozco a Sam Jaffe desde hace más de cincuenta años y es difícil describirle sin hacer un panegírico. Es un vegetariano convencido que no fuma ni bebe, pero nunca intenta hacer proselitismo. Tiene un ingenio rapidísimo, con un talento especial para la dialéctica. Llegó a ser, por supuesto, uno de los mejores actores del teatro americano, y ha trabajado conmigo en dos películas: La jungla de asfalto y El bárbaro y la geisha.

Sam estaba a punto de casarse cuando lo conocí. Tenía casi treinta años, algunos más que yo, pero era todavía virgo intactis. No creo que Sam esperara los preparativos conyugales con mucha impaciencia. El matrimonio para Sam era como dar un salto en el vacío. Cuando se casó, alquiló una habitación justo debajo de la mía en MacDougal Street en el Village y luego continuó viviendo con su madre mientras él y su nueva esposa, Lillian, procedían a amueblar el piso, mueble por mueble. La última cosa que quedaba por comprar era la cama. Tan pronto como la compraran, se mudarían allí y comenzarían a vivir como marido y mujer.

Finalmente se decidieron a comprar esa pieza fundamental del mobiliario, y dieron las instrucciones para que se la llevaran al piso. A la primera oportunidad, Sam volvió a llamar a la tienda y les dijo que no enviaran la cama hasta nuevo aviso. Él tenía los nervios de punta. Después de dos o tres días, Lillian empezó a preguntarse qué habría pasado, y llamó a la tienda. Por fin la cama fue enviada y el último dique de Sam se hundió.

Mi destartalado edificio de Greenwich Village era, desde luego, un sitio dudoso para llevar a una recién casada. En la planta baja había una versión de 1920 de una discoteca, donde alguien tocaba el piano mientras los clientes bebían licor de contrabando. Yo tenía un acuerdo con el propietario, quien guardaba parte de la provisión de licor en la despensa de mi vestíbulo. Era un buen escondite, y cada vez que lo necesitaba cogía una botella de ginebra como pago.

En el curso de la mudanza desde la casa de mi padre, dejé algunas de mis pertenencias en el descansillo de la escalera, y alguien me robó la máquina de escribir. Desde entonces me robaron de forma sistemática. Mi así llamado apartamento —en realidad una sala de estar y un dormitorio— resultaba fácil de atracar. Cualquier chico podía romper la cerradura, así que fijé la puerta con clavos para mantenerla cerrada. Para entrar y salir tenía que hacerlo a través del piso de Sam y subir por la escalera de incendios hasta mi ventana.

Todos los hermanos y hermanas Huston se reunieron en Nueva York ese año. En seguida descubrí que Margaret era el cabeza de familia. Comunicaba una enorme sensación de poder, una fuerza (rayana en la ferocidad), disciplinada pero mucho más formidable al ser autocontrolada. Yo la admiraba, pero no deseaba especialmente estar cerca de ella. Era cuarentona, bien parecida, con el pelo de color rojo dorado, y las generosas curvas de una cantante de ópera. Cuando Margaret entraba en una habitación, todas las demás bellezas se desvanecían. Todo el mundo miraba a Margaret.

Una vez, planeando mi futuro, ella sugirió que me interesaría estudiar en Oxford. Si yo era bueno en los estudios, ella tenía amigos influyentes en Inglaterra que podrían ayudarme. Cuando le dije que yo prefería ir a París y estudiar pintura, ella simuló no haberme oído. Creo que incluso mi padre estaba de algún modo disgustado porque no accedí a los deseos de Margaret.

Estando en la cúspide de su carrera, Margaret se lastimó las cuerdas vocales al atragantarse con un trozo de trigo picado. No pudiendo ya cantar profesionalmente, desarrolló un sistema de enseñanza para mejorar la emisión de la voz, basado en el control de la respiración y el ejercicio de músculos escondidos o poco utilizados. Entre los alumnos de Margaret para el entrenamiento de la voz se encontraban Lillian Gish, Alfred Lunt, John Barrymore y Orson Welles. El de ella era un trabajo completamente vocacional. Ella dejó una huella profunda y duradera en el teatro y en los artistas de su época. Stark Young, el respetado crítico del New Republic —y un viejo amigo de Margaret y de mi padre—, colocó a Margaret Huston entre la «media docena de figuras más destacadas y brillantes de los últimos veinte años».

Margaret fue una consumada actriz de salón. Y también lo fue su hermana Nan. Recuerdo que una vez, en una fiesta, Margaret y Nan hicieron una pantomima, y juraría que literalmente se transformaron en un par de mujerucas irlandesas. Se pintaron los dientes de negro, se pusieron los sombreros del revés, se despeinaron, dejando unas greñas que asomaban por debajo de las alas del sombrero, y realizaron una representación realmente inspirada. Al principio los invitados las encontraron divertidas, pero, a medida que se acostumbraron al acento irlandés y comprendieron mejor lo que estaban diciendo, dejaron de reír. Las mujerucas se cachondeaban del ambiente y de todos los presentes. Sus observaciones, salpicadas de obscenidades, eran divertidas, por supuesto, pero también eran amargas e incómodas.

El apartamento de los Carrington ocupaba toda la planta de un edificio de Park Avenue, y estaba suntuosamente amueblado. En el salón había tapices de Aubusson, dos cuadros de Magnasco y uno de Della Robbia. El dormitorio de Margaret estaba empapelado con papel de la China. Había una excelente biblioteca, por supuesto, pero la habitación que más me impresionaba era el comedor. Las paredes estaban cubiertas de papel de plata, había candelabros de plata en el aparador y plata de Georgia en la mesa; cada objeto se reflejaba en los demás desde los espejos de plata. Uno de los momentos más embarazosos de mi juventud ocurrió durante una cena de Navidad en ese comedor.

La mesa estaba puesta adornada con preciosos encajes y plata de calidad. Un cuarteto de cuerda tocaba en la habitación de al lado. Estaban presentes distinguidos invitados, incluyendo a Robert Edmond Jones y al financiero John P. Greer. El champán se estaba sirviendo generosamente y yo tomé tres copas. Después de cenar fumé un cigarrillo. Todo el mundo sabía que yo era demasiado joven para estar bebiendo y fumando, pero me ofrecieron el champán y los cigarrillos, y yo los cogí. Después de un rato, olí que algo se estaba quemando y descubrí que la brasa de mi cigarrillo había caído sobre mi servilleta. La apagué subrepticiamente, aplastándola en la servilleta; entonces, de repente, ¡el mantel se inflamó delante de mí! Antes de que pudiera moverme, alguien arrojó agua y apagó la llama. Hubo un largo y horrible silencio. Entonces oí a mi tío Alec intentando acudir en mi ayuda al desviar la atención con una disertación sobre ¡lo bueno que era como champú el remedio contra la sarna de Glover!

Después de mi padre, Alec era mi Huston favorito. Tenía todo el pelo blanco, cejas como orugas encanecidas y ojos hundidos de color castaño. Tenía la mandíbula cuadrada y se parecía bastante a un George Washington rufianesco. Medía algo menos de un metro ochenta, era de complexión robusta y descuidado en el vestir y en su aspecto externo. Tenía tres pasiones que le absorbían: seducir mujeres, el boxeo y la técnica de la pintura al óleo…, por ese orden.

Walter le tenía un gran cariño a Alec, pero se lamentaba de sus excesos. Mientras que mi padre era una combinación de tacto, discreción y buenos modales, Alec tenía deficiencias en estos aspectos. Su naturaleza animal, primaria en último término, lo dominaba, y no podía evitarlo aunque pusiera en ello todo su empeño. Alec se emborrachaba en los momentos más inoportunos, o intentaba propasarse con la mujer inadecuada. Los dos hermanos eran a primera vista tan distintos como el día y la noche, pero en el fondo tenían mucho en común: un mismo interés por lo que había debajo de la superficie de las cosas; un profundo respeto por la verdad, y, más que cualquier otra cosa, un gusto por el lado disparatado de la vida.

Alec había venido de Toronto a Nueva York para hacer la demostración de un invento suyo. Consistía en una gran máquina en la que uno podía colocar un dibujo o cualquier otra cosa y proyectar la imagen al tamaño que se deseara y hasta una distancia de quince metros, sin distorsionarla. Esto parece sencillo, pero resulta que es un poco complicado lograr una combinación de lentes que proyecte con claridad a esa distancia. Alec vio que su invento causaría un gran impacto entre los decoradores. No tendrían que preocuparse por la escala de los dibujos, los croquis y las proporciones. Había venido a hacer una demostración de su máquina a varios hombres de negocios y artistas a quienes mi padre había reunido. Yo estaba tan nervioso como Alec ante las perspectivas del invento.

El mobiliario del apartamento de Alec lo había comprado mi padre de alguna obra de teatro que había fracasado, eran malas reproducciones de antigüedades francesas, todas con mucha purpurina. Las ventanas daban a la calle 14 y recuerdo que estaban vestidas con cortinas de terciopelo rojo. En esos días yo estaba a menudo sin blanca, así que me dejaba caer en casa de Alec. Siempre estaba dispuesto a invitarme a comer. Conocía los combates y los boxeadores de hacía mucho tiempo, y comentábamos los estilos de Fitzsimmons, Jeffris y Corbett. Teníamos largas discusiones sobre la teoría del gancho de izquierda. O hablábamos sobre arte y sobre cómo los viejos maestros obtenían sus pigmentos o preparaban sus lienzos.

Alec casi siempre tenía una botella. Eran los tiempos de la prohibición, pero había contactado con un contrabandista. A Alec no le parecía demasiado bien que bebiera con él, porque pensaba que yo debería cuidarme y prepararme para llegar a ser campeón del mundo de los pesos welter.

Un día tuve un dolor de oídos que se transformó en una mastoiditis. Esto ocurrió antes de que existieran los antibióticos, así que tuvieron que operarme. Durante las dos semanas que estuve en el hospital, Alec venía a verme diariamente y algunos días se presentaba dos veces. Una tarde llegó con un disfraz. Me explicó que iba al baile de disfraces benéfico que había todos los años en el Hotel Astor, un acontecimiento social en Nueva York, y Margaret había insistido en que se pusiera ese atuendo, un traje Luis XVI. Tenía la peluca en el bolsillo, y se quitó el abrigo para enseñarme las medias de seda y los calzones de satén. Alec tenía también una botella de whisky de centeno en el bolsillo del abrigo. Me dejó que tomara un sorbo, él tomó un trago y se fue al baile de disfraces muy animado.

Al día siguiente, Alec no vino. Era un fallo, pero pensé que probablemente habría bebido más de la cuenta y sencillamente estaría durmiendo la mona. No fue hasta el día siguiente que mi padre me contó parte, si no todo, de lo que había ocurrido.

Alec se había emborrachado inmediatamente después de llegar al baile de disfraces. Tía Margaret tenía una suite reservada en el hotel, con habitaciones para que sus invitados se cambiaran y otras en las que se servía la cena. Alec se enrolló con una mujer que también estaba bebida, se la llevó a una de esas habitaciones e intentó propasarse. La mujer no fue complaciente. Hubo una pelea, durante la cual la mujer llamó actor de mala muerte a su hermano Walter. Alec le dio un golpe, ella gritó y se desencadenó un infierno. La gente entró corriendo y fue una escena de lo más embarazosa. Mi padre cogió a los dos, los sacó al salón de baile y les dijo:

—Ahora vais a marcaros un baile juntos, para demostrar que todo está en perfecto orden.

Alec dio dos pasos y se cayó al suelo de bruces. No tenía remedio. Lo llevaron a una de las habitaciones y lo metieron en la cama. Tía Margaret dijo que ¡terminado con Alec para siempre! Tía Nan se solidarizó con ella.

Alec se despertó a la mañana siguiente con un enorme dolor de cabeza y con un sentimiento de culpabilidad indescriptible. Mi padre estaba ensayando una obra de teatro y Alec no sabía dónde localizarlo. No se atrevía a llamar a Margaret ni a Nan. No podía recuperar el abrigo porque había perdido el resguardo. Así que tuvo que caminar todo el trayecto desde la calle 43 a la calle 14 vestido de Luis XVI. Los chicos lo seguían, burlándose. Alec me dijo después que fue uno de los peores momentos de su vida.

Finalmente llegó a su apartamento. Entró tambaleándose, se sentó en una de las sillas doradas… y llamaron a la puerta. Era la mujer que vivía en el apartamento debajo del suyo, que era modista. Aparentemente Alec se había dejado un grifo abierto en el lavabo, éste había rebosado e inundado el piso de abajo, estropeando varios trajes que la mujer estaba cosiendo. Fue el final de un día perfecto para Alec. Le dijo:

—Mire, no tengo dinero y todo lo que poseo está en este apartamento. Así que todo es suyo. Eche un vistazo y coja lo que quiera.

La mujer vio el invento de Alec situado en una esquina y preguntó por él.

Puedo cerrar ahora los ojos y ver a Alec haciendo una demostración de su máquina por última vez: entusiasmándose con su aparato, olvidándose de sus calzones y de sus medias de seda, los ojos empezando a brillar a medida que explicaba cómo funcionaba, animado por el mismo entusiasmo y la misma fe que había demostrado desde el principio. Infinitamente triste y divertido. Volvió a Toronto como una oveja trasquilada, pelada y desnuda.

Cuando Billy Carrington murió en 1930, Margaret se casó con Robert Edmond Jones. Margaret y Bobby se querían mucho. Poco después de que yo entrara a trabajar para la Warner en 1937, recibí una llamada telefónica de Margaret. Ella y Bobby estaban residiendo en Villa Reposa, Santa Bárbara, y me preguntó si podría ir a verla; había estado enferma, y había algo sobre lo que quería hablar conmigo. Cuando me presenté, ella estaba en el hospital. Había tenido un desvanecimiento.

—John —me dijo—, tengo una proposición que hacerte. No me digas ahora cuál es tu decisión. Quiero que lo pienses detenidamente. Estoy enferma. No sé lo que tengo, y no quiero saberlo. No quiero tener nada que ver con ello. Bobby es inútil para estos asuntos. Nan es tonta, y Wally un optimista. Por una u otra razón, no quiero que ellos hagan lo que ahora voy a pedirte a ti. Hazte cargo de todo, haz todo lo que sea necesario, pero mantenme al margen de ello.
—De acuerdo, Margaret.
—No, no, no quiero que me respondas ahora. Vete a casa y piénsalo.
—No tengo que pensarlo, Margaret. Desde ahora mismo te digo que lo haré.

Sus médicos me dijeron que tenía cirrosis. Me dijeron que podría vivir otros dos años, pero que probablemente no llegaría. Permanecer en cama era lo mejor para vivir más tiempo. Me traje un médico desde Los Ángeles para otra consulta, pero coincidió con lo que me habían dicho antes.

Desde entonces, Margaret me llamaba previamente para pedirme permiso, por si había algún problema en lo referente a algo que ella quisiera hacer. Nadie le había dicho lo que le pasaba, y ella no hizo preguntas. Yo sopesaba su petición y le decía:

—Sí, Margaret, eso está bien.
—No, Margaret, si yo fuera tú no lo haría.

En el segundo caso, ella me decía:

—Está bien, tú no eres yo, así que simplemente dime… ¿sí o no?
—De acuerdo. ¡No!

Un día Margaret me telefoneó.

—John, quiero irme al Este, a Denby. Quiero ver cómo caen las hojas. ¿Puedo hacerlo?

Hablé con el médico y me dijo:

—Si va al Este, se quitará semanas, si no meses, de vida. Depende de lo importante que sea para ella.

Yo sabía lo mucho que significaba para ella, así que la llamé.

—Sí, Margaret. Puedes hacerlo.

Margaret y Bobby fueron a Denby. Bobby me dijo después que fue un período maravilloso. Margaret le dijo en una ocasión:

—Debería haber pasado toda mi vida de esta manera.

Ella se despertaba durante la noche, y los dos bajaban y se sentaban en la terraza. Bobby le traía una copa de champán y charlaban.

—Era Margaret en sus mejores momentos —dijo Bobby.

Fue también un período maravilloso y esclarecedor para él. Amaba a Margaret profundamente. Margaret murió al caer las primeras nieves.

(Continuará…)

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