Osamu Dazai

Binanshi to tobaco (1948)
Aunque continúo librando mi solitaria batalla, ya no puedo negar por más tiempo que parezco destinado a perder y la soledad y el dolor me abruman. Llegado a este punto, difícilmente puedo dirigirme ahora hacia quienes no he mostrado más que desprecio y rogarles que me acepten en su rebaño, admitiendo que, al final, he visto el error en mis planteamientos. No. No tengo más opción que seguir bebiendo alcohol barato y luchar en esta batalla perdida.
Mi batalla. En dos palabras: ha sido una lucha contra lo anticuado, contra el estilo trillado y la afectación, contra la pose de transparente respetabilidad, contra la mezquindad y la gente estrecha de miras.
Se lo podría jurar al mismísimo Yahvé: por el bien de esta batalla, he perdido todo cuanto tenía. Ahora, solo y esclavo del alcohol, parezco al borde de la derrota.
Los anticuados son una banda de maliciosos. Escucharles exponer con descaro sus banales, insoportables y diminutas teorías sobre literatura o arte, de las que se sirven para pisotear cualquier brote nuevo que lucha por sobrevivir sin mostrar siquiera un signo de ser conscientes de su crimen, me sobrecoge. Tirad o empujad lo que queráis: ellos no cambiarán. Lo único que saben es que la vida es adorable, como adorable es el dinero. Cuanto más éxito mundano, más felices vivirán sus mujeres e hijos. Por eso crean camarillas y se adulan mutuamente. Así cimentan su solidaridad, así persiguen mejor a los que vuelan en solitario.
Parece como si fuera a perder.
El otro día estaba en cierto lugar bebiendo alcohol barato cuando tres respetables y provectos hombres de letras entraron en el local. Nunca antes me había cruzado con ninguno de ellos, pero eso no impidió que me rodearan y comenzaran a menospreciar mi escritura de una manera repugnante, ebria y desinformada. Yo soy de los que por mucho que beba, odia perder el control de sí mismo. Me limité a sonreírles y dejé que sus abusos verbales siguieran fluyendo de un oído a otro. Regresé a casa y me disponía a tomar una cena tardía, pero en ese momento la vejación se me hizo insoportable y comencé a sollozar. Incapaz de detener la corriente de lágrimas, aparté el cuenco y los palillos y descargué mi desconsuelo con mi mujer.
—Aquí estoy… Aquí estoy escribiendo desesperadamente… Escribiendo con todo lo que tengo, dejándome la piel en cada frase, para ser el hazmerreír de todo el mundo… Esos tipos son mis superiores, al menos veinte años mayores que yo. ¿Cómo es posible que se dediquen a eso? La tienen tomada conmigo… ¡Cabrones cobardes! No es justo… De acuerdo, si eso es lo que quieren, no pienso acobardarme nunca más. Saldré a campo abierto y les diré lo que pienso de ellos. Voy a luchar… En esta ocasión han ido demasiado lejos…
Continué con mis incoherentes divagaciones. Cada vez lloraba con mayor desconsuelo. En un momento determinado mi mujer cerró los ojos y dijo: «Buenas noches, querido. Duérmete».
Me empujó hacia mi futón. Me acosté, pero a pesar de todo, no fui capaz de dejar de sollozar por causa de la frustración.
¡Ah! La vida es un horrible propósito. Es especialmente dura y triste para un hombre. A un hombre no le queda más remedio que luchar. Y debe ganar.
Unos días más tarde, vino a verme un joven redactor de una revista. Se sentó frente a mí y me propuso algo extraño.
—¿Le gustaría ir a Ueno a ver a los vagabundos?
—¿Vagabundos?
—Sí. Nos gustaría hacerle unas fotos con ellos.
—¿Con los vagabundos?
—Sí —respondió con calma.
¿Por qué me elegían a mí en concreto? Quizás fuese una cuestión de libre asociación de ideas: «Dazai». «Vagabundo». «Vagabundos». «Dazai».
—De acuerdo —contesté.
Cuando me entran ganas de llorar, tengo el hábito de enfrentarme al objeto de mi pena. Me levanté de inmediato, me puse un traje, le metí prisa al periodista para que se levantara y salí de casa con él a rastras.
Era una fría mañana de invierno. Me protegía con un pañuelo mientras caminaba. Estaba deprimido. Tomamos el tren desde Mitaka hasta la estación de Tokio, y después cambiamos a un tranvía. El periodista me llevó en primer lugar a la redacción de la revista. Me sentó en una sala de espera y me ofreció una botella de whisky.
Me daba cuenta de que, seguramente, su amabilidad era una estrategia ideada por el equipo de redacción. Debieron de pensar en la timidez de Dazai. No serían capaces de empujarme a entablar un diálogo decente con los vagabundos, a menos que me llenasen previamente el cuerpo de alcohol. Para ser sincero, el whisky que me ofrecieron era una sustancia singular con la que nunca antes me había topado. Soy un hombre que ha bebido más mejunjes alcohólicos inmundos de los que le tocaban, y de ninguna manera pretendo pasar por alguien de gustos refinados, pero aquella era la primera vez que bebía un whisky turbio. La botella era auténtica y estaba lujosamente etiquetada. Sin embargo, el contenido era un mejunje enlodado. Se puede decir que era, al whisky, lo que el brebaje casero es al sake.
A pesar de todo me lo bebí. Me lo soplé todo, de hecho. Invité a los periodistas a que se unieran a mí en la sala, pero se limitaron a sonreír. Había escuchado ya en alguna ocasión rumores sobre la abundancia de bebedores entre ellos, pero nadie tocó aquel ungüento. Parece ser que incluso un borrachín de medio pelo sabe cuándo trazar una línea roja frente a un whisky destilado en casa y no traspasarla.
Me emborraché solo.
—¡Qué demonios! —exclamé sonriendo—. ¿Es que ninguno de vosotros tiene educación? Servir a vuestro invitado esta pócima sin beber vosotros siquiera una copa.
Los periodistas, al percatarse de mi estado, no quisieron dejar pasar la oportunidad. Sin duda, era el momento de llevar a Dazai con los vagabundos, antes de que desapareciera su euforia espoleada por el alcohol. Me metieron en un coche y me llevaron a la estación de Ueno. Allí me dejaron en un paso subterráneo, un túnel lleno de gente, de esos que todo el mundo sabe que se convierten en nidos de vagabundos.
Los cuidadosos preparativos de los periodistas no produjeron un gran resultado. Caminé por el paso subterráneo sin detenerme ni mirar nada hasta alcanzar la salida. Allí me llamó la atención un grupo de niños. Fumaban junto a un puesto callejero de yakitori. Perturbado ante esa imagen, me dirigí hacia ellos y les espeté: «¡Dejad de fumar esas cosas! Lo único que consigue el tabaco es poneros más hambrientos. ¡Tiradlos de una vez! Si queréis unas brochetas, corren de mi cuenta».
Obedientes, los chicos tiraron sus colillas. No tendrían más de diez años. Unos niños. Me volví hacia la mujer que atendía el puesto y le dije: «Ponga una a cada uno». Me sentí extrañamente desgraciado.
¿Fue aquello lo que se llama un acto de amabilidad? La idea me resultaba insoportable, y en ese momento recordé una sentencia de Valéry que empeoraba aún más las cosas. Yo habría sido el objeto del más absoluto desprecio de un hombre como él, pues lo que acababa de hacer se podía juzgar como un acto propio de un Filisteo. La frase de Valery decía así: «Cuando uno realiza un acto de bondad, debería disculparse siempre. Nada agrede más a los demás que la amabilidad».
Sintiéndome como si empezara a resfriarme, me encogí de hombros y me dirigí a toda prisa hacia el paso subterráneo. Los periodistas, serían cuatro o cinco, salieron en mi persecución.
—¿Un infierno cotidiano, no es así? —dijo uno.
—En cualquier caso, es un mundo completamente distinto, ¿no le parece? —dijo otro.
—¿Le ha sorprendido? —preguntó un tercero—. ¿Qué opinión le merece esto?
—¿Un infierno cotidiano? ¡No seas ridículo! No me ha impresionado lo más mínimo —contesté con media sonrisa. Me dirigí hacia el parque de Ueno. A cada paso estaba más locuaz—: Lo cierto es que no he visto nada. Lo único en lo que podía pensar era en mi propio sufrimiento. Por eso me he precipitado al cruzar el subterráneo con la mirada fija en el suelo. Pero imagino la razón por la que habéis elegido este lugar en concreto. Obviamente, es porque soy un demonio apuesto —les dije.
Todos se rieron a carcajadas.
—No. No estoy bromeando. ¿No os habéis dado cuenta? Al atravesar ese lugar, lo único que me ha llamado la atención es que prácticamente todos los vagabundos que estaban ahí tendidos en la oscuridad eran hombres apuestos de rasgos clásicos. De lo que se deduce que los hombres bien parecidos corren un alto riesgo de acabar viviendo en un paso subterráneo. Tú, por ejemplo. Tienes la piel blanca y eres guapo. ¡Ten cuidado con los peligros de la vida! Yo sé que por mi parte voy a tener cuidado.
Volvieron a reírse a carcajadas.
Un hombre que se enamora cada día más profundamente de sí mismo no escucha lo que los demás le dicen. Lo siguiente de lo que se da cuenta es que yace en un subterráneo, indigno de considerarse humano. Aunque pasé distraído por aquel lugar, debo confesar que se me vino a la cabeza ese espeluznante escenario.
—¿Descubrió alguna otra cosa aparte de su teoría sobre los demonios apuestos? —me preguntaron.
—Tabaco. Ninguno de esos muchachos parecía estar bebido, pero todos fumaban. Tampoco es que los cigarrillos sean baratos. Si tienen dinero suficiente para comprarlos, bien podrían comprarse también una esterilla Página 107 donde echarse a dormir o un par de sandalias, ¿no os parece? Todos iban descalzos, pies desnudos sobre el asfalto, pero todos fumaban. Supongo que la gente, al menos la gente de hoy, puede tocar fondo, acabar completamente desnuda y, a pesar de todo, seguir fumando. Es una advertencia para todos nosotros. No puedo decir que no vaya a sucederme a mí lo mismo. ¿Os dais cuenta? Al menos, mi incursión subterránea ha tenido algún resultado práctico.
Llegamos a la plaza que se encuentra frente al parque de Ueno. Allí estaban los cuatro chicos de antes, retozando felizmente al sol del mediodía. Me acerqué a ellos con naturalidad.
—¡Quédese ahí, justo donde está! —Uno de los periodistas enfocó la cámara hacia donde estábamos y apretó el disparador.
—¡Sonría! —me gritó de nuevo mientras miraba por el visor.
Uno de los chicos me miró: «Si mira a alguien de esa manera, no podrá evitar sonreír», me aseguró. También yo sonreí.
Los ángeles vuelan en el cielo. Dios dispone que sus alas desaparezcan y caen suavemente en cualquier parte del planeta como si estuvieran colgados de paracaídas. Yo aterricé en la nieve del norte del país, tú en una arboleda de naranjos del sur y estos chicos en el parque de Ueno. Esa es la única diferencia entre nosotros. Creced rectos y auténticos, chicos. Recordad: No permitáis que vuestro aspecto os preocupe. No fuméis. No bebáis excepto en ocasiones especiales. Encontrad una chica recatada, moderadamente elegante y enamoraos de ella durante mucho mucho tiempo.
Epílogo:
Más tarde, uno de los periodistas me trajo dos fotos que fueron tomadas aquel día. En una de ellas aparezco yo junto a uno de esos pequeños vagabundos. Nos sonreímos. En la otra estoy en una pose realmente extraña: en cuclillas frente a los chicos, agarrando a uno de ellos por el pie. Permítanme que me explique, no sea que la revista publique esa fotografía y los lleve a una conclusión errónea. («Dazai, menudo divo. ¡Fijaos en él, imitando a Jesucristo cuando lavaba los pies a sus discípulos!»). Lo cierto es que solo sentía curiosidad por lo que ocurría con los pies de esos chicos correteando todo el día descalzos por ahí.
Permítanme añadir otra pequeña anécdota. Cuando recibí las fotos, llamé a mi mujer para que les echase un vistazo.
—Son las fotos de los vagabundos en Ueno.
Las estudió unos instantes y preguntó:
—¿Vagabundos? ¿Ese es el aspecto que tienen?
Me asusté al darme cuenta de la cara en la que se estaba fijando.
—¿Qué te ocurre? Ese soy yo, tu marido. ¡Por el amor de Dios! Los vagabundos son estos.
Mi mujer, con su carácter excesivamente serio, es incapaz de una broma. Me había confundido de verdad con un vagabundo.

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