John Huston

Capítulo 3
Cuando tenía diez u once años, vino un médico a nuestra casa para atender a una sirvienta enferma. No le gustó el aspecto de los círculos oscuros debajo de mis ojos y solicitó permiso a mi madre para examinarme. Ella accedió, y el doctor escuchó sobre mi pecho con un estetoscopio. Luego comunicó que, en su opinión, yo tenía el corazón dilatado. Alarmada, mi madre me llevó a un cardiólogo, quien confirmó el diagnóstico. Éste además mandó que me hicieran varias pruebas. Resultó que tenía albúmina en la orina. Esto indicaba que, además de un corazón dilatado, tenía nefritis crónica, o «el mal de Bright», que entonces era considerada una enfermedad mortal.
Yo había nacido con ojeras. Todavía las tengo. Mi corazón no estaba dilatado. Era un corazón grande, sí, proporcionado para lo que llegaría a ser un cuerpo grande. Le nefritis benigna era heredada y yo he transmitido este desequilibrio físico a mi segundo hijo. Pero en 1916 los médicos no sabían que la nefritis puede ser congénita y eran incapaces de valorar justamente su gravedad.
Mi madre me llevó entonces a la clínica Mayo para una serie de citas con varios especialistas. Sus diagnósticos coincidieron.
Volvimos a St. Paul. Me metieron en la cama. Nada de ejercicio. Una dieta suave. Nada de carne roja. Ni de huevos. Nada de condimentos. Nada de sal.
En el otoño, el especialista de St. Paul recomendó que me llevaran a un clima más cálido para evitar los rigores del invierno en Minnesota. Mi madre y Stevens no lo dudaron y se pusieron a pensar qué lugar sería más beneficioso para mi salud. Acordaron que mi madre y yo iríamos a California. Aunque mi madre no fuera consciente de ello, sospecho que vio en esto una vía de escape. Estaba aburrida del ambiente mojigato y formalista del barrio residencial de St. Paul.
Nunca volvimos. Stevens nos visitaba de vez en cuando, pero él y mi madre nunca volvieron a vivir juntos otra vez. Unos doce años más tarde se divorciaron.
En el viaje a California dimos muchos rodeos. Primero fuimos a Nueva Orleans, donde me vieron más especialistas y me hicieron más pruebas. Los resultados fueron los mismos. Desde allí atravesamos Texas, parando para poner flores en la tumba de John Gore.
Cuando llegamos a California nos alojamos en el Hotel Alexandria en la parte sur de Los Ángeles. Por aquel entonces no había buenos hoteles en Hollywood, y el Alexandria era donde se reunía la gente de la colonia del cine.
Consultamos a otro especialista. Ningún cambio en el diagnóstico. Reposo absoluto. Nada de ejercicio. Ningún cambio en la dieta.
Todavía recuerdo los nombres de los especialistas que me atendieron: doctor Lyman Green, en St. Paul; doctor Bell y doctor Soniet, en Nueva Orleans; doctor Palmer, en Phoenix; doctor Wernich, en Los Ángeles. Los recuerdo porque desplegaron la sombra de la muerte sobre mi infancia; una sombra bajo la cual iba a vivir durante más de dos años.
Un día sonó el teléfono. Mi madre estuvo hablando unos minutos, colgó el teléfono y dijo excitada:
—¡John, tengo una maravillosa sorpresa para ti!
—¿Cuál?
—¡Era Charlie Chaplin! ¡Ha oído que hay un chico enfermo en el hotel y va a venir a verte!
Pocos minutos después llamaron a la puerta. Mi madre la abrió y entró Chaplin. Mi corazón se puso a brincar. Yo no podía contener mi excitación. Hoy día no hay nadie que tenga un lugar en el mundo de los niños ni remotamente comparable al que entonces tenía Chaplin. Era mucho más que una estrella de cine; era la encarnación de un mito; nadie pensaba en él como en un ser real. Sin embargo, aquí estaba, en carne y hueso, de pie delante de mí. Después de estrecharme la mano, Charlie se volvió a mi madre y le dijo:
—Querida, debe usted tener algo que hacer… ¿algo que comprar, tal vez? Váyase. Tómese el tiempo que necesite. Yo me quedaré con John.
Ella estuvo fuera más de una hora, y yo tuve una hora maravillosa para mí. Ver a Charlie Chaplin en la pantalla era una alegría, pero verlo en persona, ser el único público de mi ídolo, era indescriptiblemente maravilloso. Representó a un domador de pulgas invisibles haciendo una función. Hizo un número de marionetas con un pañuelo plegado. Luego hablamos. Le pregunté cómo podían hacer para que todo fuera despacio en las películas, y me explicó los principios de la cámara lenta. Le pregunté cómo era posible que alguien saltara de un trampolín y, antes de tocar el agua, volviera atrás y estuviera otra vez arriba. Me contó cómo se hacía esto. Su explicación fue simple y clara y lo comprendí perfectamente. Me pareció que sólo habían transcurrido unos minutos antes de oír el sonido de la llave de mi madre en la cerradura.
No volví a ver a Chaplin hasta que años más tarde fui a California a trabajar en el cine. Fuimos presentados otra vez en casa de David Selznick, pero alguna reserva me impidió recordarle nuestro anterior encuentro.
Después de esto, veía a Charlie de vez en cuando. Yo acostumbraba a jugar al tenis con él y Tim Durant. Charlie y yo formábamos una buena pareja de dobles; con mi altura yo jugaba en la red mientras él cubría el fondo.
Una noche hubo una fiesta en el consulado francés. Charlie, Oona y yo nos quedamos a solas un rato en una esquina de la sala. Probablemente fue el buen champán lo que me impulsó a hablar de nuestro primer encuentro.
—Charlie, ¿recuerdas, hace unos veinte años, que fuiste a ver a un chico enfermo en el hotel Alexandria?
Se puso tenso, me lanzó una mirada extraña, luego se dio la vuelta bruscamente y se dirigió hacia alguien al otro lado de la habitación. Fue una reacción desconcertante. Fue como si se hubiera avergonzado de que yo hablara de su buena acción. Después de aquello vi a Charlie a menudo, pero no se volvió a mencionar el tema nunca más.
Charlie también tenía sus problemas. En cierta ocasión, una mujer declaró que él era el padre de su hijo. Se probó definitivamente que no era cierto, pero el mal estaba hecho. Le acosaron y le molestaron y la prensa tuvo campo abonado. Más tarde, durante la época de McCarthy, fue acusado de ser comunista. Finalmente, el fisco se le echó encima, y tuvo que huir del país para eludir unos impuestos astronómicos, los cuales, estoy seguro, fueron aumentados como castigo por sus presuntas tendencias comunistas.
En 1965 coincidimos en los estudios Shepperton de Londres, donde Charlie estaba rodando La condesa de Hong–Kong. Los actores y el equipo técnico habían organizado una fiesta para celebrar su setenta y seis cumpleaños, y yo me uní a ellos en el plató. Charlie se abalanzó sobre mí y me abrazó con lágrimas en los ojos. Fue la única vez que le he visto demostrar sus emociones.
De Los Ángeles fuimos a Phoenix, Arizona. Por el calor. Sudar ayudaría a los riñones a eliminar la albúmina. Durante seis meses me metieron en la sauna dos veces diarias y seguí con la misma dieta debilitadora: nada de carne, nada de huevos, sin sal ni condimentos. Yo iba empeorando. Se me cayó todo el pelo. Estaba calvo como una cebolla. Mi madre estaba convencida de que iba a morirme, e intensificó sus atenciones. Mi médico, considerado como el mejor de Phoenix, llegó incluso a prevenirme para que no silbara en la cama…, el esfuerzo podía ser demasiado para mi corazón. Yo le tenía una manía horrible.
Finalmente, mi madre llamó a otro médico. Era tan conocido como el otro, pero tenía mala reputación. Se sospechaba que tomaba drogas, y probablemente lo hacía. Su comportamiento era bastante excéntrico: era sabido que en alguna ocasión había abofeteado a sus pacientes. Su nombre era Willard Smith.
El doctor Smith vino a casa y habló con mi madre. Observando los anillos de diamantes en los dedos de mi madre, comentó que aparentemente ella podía permitirse sus servicios. Me examinó, y luego le dijo a mi madre:
—Bien, aparte de que pueda estar mal en otro aspecto, se está muriendo de desnutrición. ¡Usted le está matando!
El doctor insistió en que me dieran la dieta normal para un chico en edad de crecimiento, incluyendo huevos, carne y todas las cosas de las que me habían privado. Mi madre accedió, pero estaba aterrorizada. Para ella, ésta era una apuesta desesperada. Pero ganamos la partida.
Cuando pude ir solo a la consulta del doctor Smith, me senté en la sala de espera con los demás pacientes, y me quedé sorprendido de su comportamiento. Cada vez que abría la puerta de su consulta, insultaba a todos los que estaban en la sala de espera… con un vocabulario selecto. Le habían dicho que tenía tuberculosis, y gritaba a sus asombrados pacientes:
—¡No estáis tan enfermos como yo! ¡Tengo más fiebre que nadie aquí… y tenéis el descaro, hijos de puta, de acudir a mí para que os ponga tratamiento!
Además de ser violento y ruin algunas veces, tenía un aspecto diabólico…, alto, delgado, con una cuña de pelo en la frente y cejas oscuras. Siempre me atendía fuera del turno. Fue tan amable conmigo como grosero con casi todo el mundo, y a mí me caía muy bien.
Estando bajo los cuidados del primer médico —y todavía confinado en la cama— fue cuando por primera vez «monté la cascada». De vez en cuando me sacaban a dar un paseo en coche a lo largo de un canal que estaba a una manzana desde mi casa. Seguíamos por la ribera del canal y luego cruzábamos un puente, cerca del cual yo veía gente nadando. A mí me parecía el paraíso. Ir al canal y bañarme se convirtió en una obsesión.
Yo había estado lo bastante atento a las conversaciones de mi madre con los especialistas como para saber que estaba desahuciado, y me dije «¡Bueno, si es así, voy a nadar en el canal antes de morirme!».
Una noche salté por la ventana después de que todo el mundo se hubiera ido a dormir, anduve hasta el canal y me bañé. Estaba tan enclenque que más que nadar flotaba, pero, oh, lo pasé de maravilla. Volví a casa, entré por la ventana de mi habitación ¡y nadie se enteró de nada!
Un par de noches después volví a hacerlo. Pero esta vez estuve nadando cerca del puente, el cual estaba sobre un frente de grandes compuertas que se bajaban o subían para regular el caudal de agua en el canal. Cuando estas compuertas se abrían, provocaban una succión que arrastraba el agua por debajo de la compuerta y la hacía salir con fuerza al otro lado, creando un gran torbellino parecido a los rápidos después de una cascada. Esa noche me llevó la corriente y de repente me encontré succionado bajo el agua. Pensé que me ahogaría sin remisión, ¡pero entonces me encontré emergiendo al otro lado y en perfecto estado! Salí y regresé a casa. La siguiente vez que me escapé, monté sobre la cascada intencionadamente, y luego dos o tres veces más. Así que cuando me pusieron bajo los cuidados del doctor Smith y me permitieron ir a nadar de vez en cuando, me sumergí y monté un número dejándome llevar por la cascada. ¡Fue la sensación! Nadie había montado en la cascada hasta entonces, pero, a partir de ese momento, fue lo que todo el mundo quería hacer.
El doctor Smith me recomendó caminar diariamente lo más lejos que pudiera, y después de unos meses yo caminaba algunos kilómetros cada día y comía como una bestia. Finalmente me dijeron que estaba lo bastante bien como para ir a la escuela.
Mi iniciación en el colegio tuvo sus riesgos. Mi madre me vistió con ¡pantalones cortos, calcetines largos, una chaqueta y una corbata! Mis compañeros de clase llevaban pantalones vaqueros y botas tejanas. A la maestra le habían dicho que yo había estado enfermo, pero los chicos no sabían nada de esto y tuve un poco de bronca durante unos días. El jefe de la cuadrilla era un chico llamado Eddie Strand. Él era un chico duro y yo un marica, o al menos eso era lo que pensaban todos por culpa de mi ropa.
Un día Eddie me empujó y trató de tirarme por las escaleras. Nos enzarzamos. Nuestra profesora nos separó, pero Eddie dijo que me estaría esperando a la salida de la escuela. La maestra se enteró y me retuvo dentro durante más de una hora después de la clase. Cuando salí, Eddie Strand se había marchado. Yo sabía que no podía eludir el desafío, costara lo que costara. Así que al día siguiente, cuando tuve ocasión, me acerqué a Eddie y le dije:
—Eddie, si quieres pelear, me encontrarás en la fábrica de cemento después de la escuela.
La fábrica de cemento estaba cerca de la escuela. Cuando llegué, había un grupo mediano esperando ver cómo Eddie Strand me daba una paliza. Los chicos hicieron un círculo a nuestro alrededor, y Eddie y yo nos pusimos en guardia. En ese tiempo yo estaba convencido de que cualquier ejercicio violento me mataría; la idea había sido grabada tan profundamente en mí que no podía desprenderme de ella. Así que cuando levanté los puños para empezar el combate, recuerdo que pensé:
—Bueno, no morí en el canal, pero probablemente lo haga aquí.
Después de intercambiar los primeros golpes, me di cuenta de que Eddie no tenía ninguna oportunidad. Podía ser un tipo duro, pero no tenía ni idea de cómo pelear. Antes de lanzarse, echaba hacia atrás el puño, telegrafiando el puñetazo. Yo golpeaba directamente. Le lanzaba dos golpes y todavía me echaba a un lado, justo a tiempo para que no me golpeara. Yo estaba asombrado de lo fácil que me resultaba. Muy pronto la nariz de Eddie estaba sangrando profusamente y un ojo se le estaba hinchando. Decidió que ya había recibido bastante y dejó de pelear. Yo oculté mi júbilo bajo una máscara de indiferencia, le tiré mi pañuelo, me di la vuelta y me marché. Sabía que los mirones estaban debidamente impresionados y la noticia se extendería rápidamente.
Fue uno de los momentos más felices de mi vida.
A partir de entonces, todo fue sobre ruedas. Eddie y yo nos hicimos camaradas. Fui un gran tipo en la escuela; me invitaban a todas las fiestas, y era popular entre todas las chicas.
En 1918 volvimos a Los Ángeles, donde caí bajo la diabólica influencia de un tal Sherman, un chico dos o tres años mayor que yo. Sherman era un joven Edison perverso. Hacía extraños experimentos muy peligrosos en el ático de su casa. Lo que más le gustaba a Sherman era hacer bromas. Me enseñó cómo fabricar nitroglicerina cociendo cartuchos de dinamita, que robábamos de una obra. Recogíamos la nitro de la superficie del caldero con una cuchara, y con un cuentagotas la metíamos en botellas pequeñas manteniéndolas inclinadas. Las llenábamos hasta el borde para que la nitro no pudiera moverse y las tapábamos con un corcho. Esto constituía el núcleo de la bomba, alrededor del cual poníamos pólvora negra y cualquier cosa que tuviéramos a mano.
A fin de acumular el equipo necesario para los experimentos de Sherman, nos convertimos en consumados ladrones, robando normalmente en las ferreterías del pueblo. Cuando no estábamos robando algo —en nombre del conocimiento científico — o fabricando instrumentos de muerte, nos entreteníamos con travesuras que habrían hecho temblar al demonio. Cosas como quitarle los frenos a los vagones de ferrocarril parados en una pendiente, ir montados en ellos durante la bajada y saltar limpiamente antes de que descarrilasen al final de la cuesta.
Nuestro trabajo más espectacular fue la voladura del embarcadero Anaheim. El embarcadero había sido clausurado por el pueblo, así que Sherman y yo no vimos ninguna razón para no ahorrarle a los obreros el trabajo de demolerlo. Colocamos una hilera de las bombas de Sherman en la base, encendimos las mechas y fuimos a resguardarnos en la playa. Pero no teníamos ni idea de que el muelle iba a desintegrarse como lo hizo. Los padres de Sherman estaban pescando cerca, en la orilla, y su amigo el señor Simmons tuvo la mala suerte de estar remando en un bote pequeño delante del embarcadero, cuando explotaron las bombas. Tablas y escombros llovieron a su alrededor. Perdió un remo, y yo tuve una visión fugaz del señor Simmons remando frenéticamente con el que le quedaba y dando vueltas en círculos. Fue un milagro que no muriera. Sherman y yo intentamos escondernos detrás de una duna, pero fue inútil. Fuimos atrapados por un pelotón a caballo que salió al galope de la ciudad. El padre de Sherman tuvo que pagar una suma considerable para que nos soltaran.
Los padres de Sherman tomaron precauciones. Sherman se negaba a ir con ellos en sus correrías pesqueras a menos que yo les acompañara; y por supuesto ellos no podían dejarle solo en casa. Antes de iniciar un proyectado viaje al lago Arrowhead, Sherman y yo estábamos esperando mansamente mientras registraban nuestras bolsas. Pero entonces, justamente antes de que fueran cargadas en el coche, él se las arregló para meter de contrabando dos bombas en una de las bolsas.
En Arrowhead nos alojamos en la última planta de un hotel de tres pisos y nuestra única salida era a través de la habitación de los padres de Sherman. La cuestión era cómo sacar las bombas sin ser descubiertos. Sherman solucionó el problema. Él bajaría las escaleras solo y yo le tiraría las bombas desde la ventana de nuestra habitación. Esto parecía bastante lógico y a la mañana siguiente Sherman salió de la habitación y yo esperé a que apareciera abajo. En seguida apareció, se situó delante de un cobertizo unos metros más atrás y me indicó que «todo estaba despejado». Le eché por la ventana la primera bomba y Sherman la cogió perfectamente. La segunda no la lancé demasiado bien. Sherman se las apañó para dar la vuelta a la esquina del hotel antes de que la bomba se estrellara contra el suelo, desperdigando el cobertizo y todo lo que contenía sobre una hectárea de huerto y rompiendo todas las ventanas de ese lado del hotel. Fue la gota que colmó el vaso. No sólo no volvimos a hacer más viajes, sino que a Sherman y a mí nos prohibieron que nos viéramos. Por supuesto, nos volvimos a ver.
Un fin de semana nos metimos en una vieja construcción de ladrillo que había sido un anexo del Occidental College, pero que ahora estaba clausurado. Colocamos antorchas en todas las ventanas. Luego arrancamos grandes trozos de chapa del tejado y las colocamos encima del hueco de un ascensor en el último piso.
Después de que oscureciera, cuando todo estaba preparado, encendimos las antorchas y nos sentamos a observar el espectáculo. Mientras esperábamos la llegada del coche de bomberos, encontré un bote de pintura roja y, en un intento de inmortalizarme, pinté mi nombre con enormes letras rojas en una pared blanca.
Los camiones de bomberos, seguidos de coches de la policía, llegaron con chirridos de neumáticos, toques de campanas y aullidos de sirenas. Esperamos hasta que el tumulto se apaciguó y, desde una de las ventanas superiores observamos a los agentes de policía y a los bomberos rodear el edificio con precaución. Entonces, en un momento de tenso silencio, empezamos a tirar los trozos de chapa por el hueco del ascensor. Sonaba como si todo el lugar se estuviera derrumbando. Los policías entraron en el edificio con las pistolas desenfundadas, y por supuesto fuimos arrestados.
Sherman tenía edad suficiente para ser encerrado en la cárcel de la ciudad. A mí me metieron en el correccional y me retuvieron toda la noche. Su padre y mi madre aparecieron por la mañana y me sacaron. Ellos ya llevaban a Sherman a remolque. Nadie habló con nadie. Yo aventuré una mirada a la cara de su padre. Echaba fuego por los ojos.
Poco después de esto me enviaron a una academia militar. Sherman y yo nunca volvimos a reunimos otra vez. Nos vimos un par de veces, pero mis días como aprendiz de brujo habían terminado.
No me sentí desgraciado al dejar el colegio al que había estado asistiendo. El plan de estudios me aburría; tenía malas notas. De hecho, yo estaba tan ensimismado que el director llamó a mi madre para hablar con ella y preguntarle si pensaba que yo pudiera estar tomando drogas. Por este motivo, no se esperaba mucho más de mí cuando ingresé en la academia militar de San Diego. Era un curso más avanzado que el plan de estudios del colegio. Me incorporé aproximadamente una semana antes de los exámenes de mitad de curso. Se decidió que debería hacerlos, aunque sirvieran sólo para determinar mis aptitudes académicas. Me pegué a los libros durante una semana, hice los exámenes y saqué sobresaliente. Fui el primero en varias asignaturas.
A pesar de mi pasajera satisfacción por haber demostrado mi valía, encontraba la vida en la academia intolerablemente aburrida. El único consuelo era una chica absolutamente horrorosa que vivía cerca de la escuela. Ella era objeto de persecución amorosa incluso por los chicos que la llamaban «cara de hacha». Yo conseguí sus favores por la execrable estratagema de decirle que era bonita. Ella estaba dispuesta, y fuimos a la playa una noche. Pero la virtud, que está siempre acechando a los jóvenes, triunfó. Nuestras partes íntimas se llenaron de arena… y ése fue el final del asunto.
Después de un semestre más o menos en la academia, convencí a mi madre para que me dejara volver a Los Ángeles y vivir en casa. Me inscribí en el instituto y, a pesar de que ya había estudiado las asignaturas en la academia, pronto fui perdiendo puntos hasta llegar a ser un estudiante de aprobado.
Hice amistad en el vecindario con dos chicos mayores: Charlie Wright y Harold Hansen. Estaban en cursos más adelantados y yo estaba en mi segundo año, pero nos llevamos muy bien desde el principio y pasábamos mucho tiempo juntos. Harold era de estatura mediana, tenía unas cejas espesas, poca barbilla, un cuello largo y brazos como de gorila. Charlie, por el contrario, era rubio y medía más de metro ochenta. Era guapo, simpático y sacaba sobresalientes. Los tres criticábamos mucho todo el sistema de los colegios privados, así que intentamos educarnos a nosotros mismos. Quincenalmente, el domingo por la tarde, nos leíamos unos a otros un ensayo largo y dos cortos. Recuerdo una de las reuniones en la que Harold leyó el ensayo largo: «Hesíodo, el poeta didáctico». El ensayo de Charlie era sobre Mesmer y el mío sobre Edgar Allan Poe.
Una noche fui con Charlie y Harold a ver una obra de teatro en la escuela, llamada Prunella. Me enamoré de la heroína. Ella estaba en la misma clase de Charlie y Harold, y ellos me llevaron a la parte de atrás del escenario después de la función y me la presentaron. En ese momento yo no tenía ni idea, pero Prunella llegó a ser mi primera esposa.
A mi madre le encantaba Charlie. Ella le llamaba, con justicia, «un joven dios griego». No le gustaba en absoluto el simiesco Harold. Más adelante, una mañana, abrimos el periódico y nos enteramos de que el dios griego había robado un banco, en colaboración con uno de los repartidores del banco. La policía sospechaba del repartidor e interceptó una llamada telefónica a Charlie. Éste confesó y dijo dónde había escondido el botín; la policía fue a recuperarlo. No estaba allí. Nunca lo encontraron. En gran parte debido a su juventud, a su historial en la escuela y al hecho de ser su primer delito, Charlie estuvo detenido sólo unas semanas y luego lo soltaron. Cambió de instituto y en el curso de un año llegó a ser presidente de la asociación de estudiantes.
Harold boxeaba, y así fue cómo yo me metí en serio en este deporte. El instructor de gimnasia de un polideportivo, un tal señor Lott, había sido boxeador profesional, y daba lecciones de boxeo a un dólar cincuenta cada una. Harold y yo nos apuntamos. El señor Lott era bueno y nos dio una sólida formación de los principios básicos. Primero nos tenía dando puñetazos al aire mientras girábamos en un círculo imaginario, aprendiendo cómo cerrar la muñeca y girar el brazo cuando se lanzaba un puñetazo, para desarrollar más potencia. A Lott le gustaba el estilo de James J. Corbett, y ponía énfasis en el juego de piernas, en la sincronización y en una técnica precisa, en contraste con la técnica chapucera de la mayoría de los boxeadores de club. Cuando empezamos con el saco de boxeo, nos puso primero con el saco ligero y durante algunos meses no nos permitió cargar nuestro peso al dar los golpes.
Cuando llevábamos con Lott unos seis meses, recomendó a Harold que se dirigiera al Club Atlético de Los Ángeles y que hiciera algunos combates de entrenamiento bajo la vigilancia de George Blake, el hombre encargado del equipo de boxeo del club. Blake quedó impresionado. Cogió a Harold bajo su protección y le permitió usar las instalaciones del club con la idea de que pelease como amateur. Yo tenía sólo quince años y todavía no estaba preparado para esto, pero solía acompañar a Harold y le observaba hasta que Blake le dijo a Harold que no me llevara con él nunca más. No quería tenerme rondando por allí. Nunca olvidé esto. No volví más y, cuando empecé a boxear, me propuse rehusar cualquier combate en ese club.
Durante el primer combate real de Harold, Lott le aconsejaba desde el rincón y se negaba a permitirle que usara su derecha. Fue aleccionado para que no usara nada más que el gancho de izquierda y el directo de izquierda durante todo el combate, lo cual hizo. Ganó la pelea, pero se granjeó una inmerecida reputación de mal pegador. En realidad, tenía una pegada endiablada, como demostró posteriormente.
Harold vio el boxeo como un medio de pagarse sus estudios universitarios y lo hizo muy bien. Ganó el campeonato de los pesos ligeros del C.A.L.A., y finalmente empezó a boxear por dinero en otros clubs, con otro nombre para no perder su condición de amateur. Después de terminar el instituto, fue a la universidad — pagándoselo con el boxeo— y se doctoró en Historia. La última vez que supe algo de él, era profesor en el Claremont College de Pomona.
Después de que Harold se graduara y Charlie cambiara de escuela, me trasladé al instituto de Lincoln Heights. Aunque esto implicaba una hora al día de trayecto en tranvía, yo estaba contento. Este instituto era famoso por su equipo de boxeo. En esa época había dos futuros campeones del mundo asistiendo al Lincoln Heights: Fidel La Barba y Jackie Fields.
Gracias a la excelente formación en los principios básicos del boxeo recibida del señor Lott, yo —como Harold— tenía una ventaja sobre la mayoría de los otros boxeadores aficionados, y rápidamente participé en el campeonato del Lincoln Heights en mi categoría. Yo tenía una predisposición natural hacia este deporte. Medía cerca de un metro ochenta y pesaba alrededor de sesenta y cinco kilos, era una habichuela, pero mis largos brazos constituían una buena ventaja. Tenía una sincronización excelente, una buena pegada de izquierda y podía golpear sorprendentemente fuerte.
Siguiendo los pasos de Harold, empecé a boxear en clubs pequeños por dinero, cobrando cinco colares por combate. En realidad no lo necesitaba. Tenía una buena asignación, pero me gustaba la idea de cobrar por pelear. Tuve que ocultarle a mi madre lo que estaba haciendo. Ella no lo habría aprobado en absoluto. Peleé en todos los clubs: Azusa, Glendale, Monrovia, Glendora y algunos tan al norte como Bakersfield y Fresno. Como iba mejorando, empecé a conseguir combates en Doyle’s, el Lyceum, el Madison Square Garden de Central Avenue y en el Old Legion.
La mayoría de los boxeadores hoy día colocan las manos cerca de la cara, mientras que en aquellos días el estilo predominante era simplemente mantener una mano despegada, en una posición más abierta. Yo era un heterodoxo. Mantenía mi derecha arriba y llevaba la izquierda abajo, un estilo que me permitía sacar ventaja de mi altura y alcance. Muhammad Ali usaba a menudo esa misma técnica con gran eficacia. Mis oponentes eran, por lo general, más bajos que yo, y yo me mantenía hacia atrás en el inicio de la pelea, sin lanzar mi izquierda hasta que se ponían a tiro. La mayoría de mis golpes bajos iban al plexo–solar, y en varios ataques le rompí a mi oponente las costillas inferiores. Rápidamente me di cuenta de que la mayoría de los boxeadores de clubs tienden a lanzar combinaciones exactamente iguales; una invariable secuencia de directos, ganchos y cruzados. Cuando te aprendes el orden de las combinaciones de un oponente, puedes protegerte de sus golpes automáticamente. De vez en cuando me sorprendían bruscamente, pero la mayoría de las veces funcionaba de esta forma. Gané veintitrés de veinticinco combates, consiguiendo una rotura de nariz en el transcurso de los mismos, y me puse a la cabeza de una de las clasificaciones de pesos ligeros de California antes de decidir que el boxeo no era mi profesión.
Fue en este punto cuando descubrí el mundo de la pintura. Nada ha jugado un papel tan importante en mi vida. Sin embargo, mi introducción fue accidental. Un día vi un artículo sobre arte moderno en el suplemento dominical del periódico de Hearst. Había reproducciones del Desnudo bajando una escalera de Duchamp, de Picasso y de Matisse y el artículo se burlaba de los artistas, llamándoles «Futuristas». Yo no sabía qué demonios tenían todos ellos, pero estaba fascinado, y me parecía que el texto del artículo era estúpido. Yo había tenido ciertas dotes para el dibujo desde la época en que empecé a manejar un lápiz, pero antes de que tropezara con este artículo, el arte por sí mismo no me había interesado nunca. Ahora se había encendido la llama.
Fui a la biblioteca pública y saqué un libro llamado Cubismo y posimpresionismo, el único texto de la biblioteca que trataba sobre arte moderno. Estaba profusamente ilustrado, y las reproducciones eran bastante buenas. Quedé profundamente impresionado.
Le dije a mi madre que quería ir a la escuela de arte. Le gustó la idea y me inscribí en la Smith School of Art de Los Ángeles. Pronto pude comprobar que esto no era lo que yo andaba buscando. Ponían una modelo en la tarima, y aunque era la primera vez que yo veía una mujer desnuda en mi vida, la excitación por ello se disipó rápidamente. Las modelos se quedaban congeladas en una postura, y los estudiantes las dibujaban en dos dimensiones, primero con líneas y luego sombreando la figura. Era casi un proceso fotográfico. La diferencia entre un dibujo y otro era básicamente una diferencia de angulación. Teóricamente, podían haber sido todos hechos por la misma mano.
Llevaba asistiendo a las clases de la Smith School unos dos meses, cuando oí hablar de la Liga de Estudiantes de Arte, un grupo de artistas que pagaban el alquiler de un pequeño local en Main Street, donde se reunían tres veces por semana. El grupo estaba compuesto por unas doce personas y me permitieron unirme a ellos y poner mi parte en el platillo. Imagino que el motivo fue que pensaban que un chico de diecisiete años que estaba interesado en esta clase de arte debía ser estimulado.
Entre ellos estaba uno de los mejores pintores que he conocido nunca. Su nombre era Val Costello y trabajaba como letrerista durante el día. Sólo puedo comparar sus pasteles con los de Degas. Otros miembros eran Al King, Nick Brigante, Jimmy Redmond, un hombre llamado Otto y otro llamado Boag. Ellos no dibujaban como la gente de la Smith School. Cada uno tenía su propio estilo: el dibujo de cada uno de ellos era diferente, incluso si estaba trabajando sobre el mismo modelo.
Poco tiempo después de que yo empezara a asistir, oí por casualidad hablar de dos pintores: Stanton McDonald–Wright y Morgan Russell. Wright y Russell habían ido a Francia a estudiar durante el período dorado entre las dos guerras mundiales. Se encontraron en París y, trabajando juntos tan estrechamente como Picasso y Braque, iniciaron una escuela de pintura a la que llamaron Sincronismo, en la cual el color, en lugar de la línea, la luz o la sombra, se usaba para delimitar la forma. De este modo, como si fuese un desafío, Russell reinterpretó el Esclavo atado, de Miguel Ángel, en términos de color, con planos abstractos. Wright y Russell fueron los primeros americanos que pintaron abstracciones.
A la muerte de su padre, Wright volvió a California y echó raíces. Los miembros de la Liga le invitaron a asistir a nuestras clases como mentor. Aceptó. Wright era un hombre alto y delgado de unos treinta y cinco años. Tenía un elegante bigote, y su frente era tan ancha que casi parecía calvo. Era un intelectual feroz, con una conversación sarcástica que era divertida y estimulante. Sus palabras eran agudas y llenas de intención. Hablaba español, italiano, griego y, por supuesto, su francés era intachable. Más tarde descubrimos que también hablaba chino.
Wright nos enseñó a dibujar según un principio —contrapposto— del cual Miguel Ángel era el supremo maestro. Cuando no había modelo —y a menudo no la había— dibujábamos un «esclavo» de escayola. Dibujábamos dos noches por semana, y el domingo por la tarde pintábamos… también según otro principio: Cézanne y las relaciones entre los colores.
Algunas veces después de clase nos hablaba sobre el gran arte de la pintura al óleo. A él le oí hablar por primera vez de Giotto, Cimbaue, Duccio, Fra Angélico, Piero della Francesca, los manantiales de los cuales fluyó el Quattrocento. Fue la mejor charla que he oído nunca. Yo estaba hipnotizado y con razón.
Stanton McDonald–Wright puso los cimientos de la educación que tengo. No sólo me guió en el arte, sino también en la literatura. Me dio a conocer a Rabelais, Flaubert y Balzac, y los poetas Verlaine y Baudelaire. Los leí en francés, con la ayuda de un diccionario y de una traducción inglesa abierta a mi lado.
En 1924 fui a vivir a Nueva York y esto cortó mi conexión con la Liga de Estudiantes de Arte. En el transcurso de los años, siempre que he estado en Los Ángeles he preguntado por Wright y los otros miembros de la Liga. La mayoría de ellos se han dispersado. Val Costello ha muerto. Intenté encontrar sus pinturas, pasteles y dibujos, pero simplemente habían desaparecido. Finalmente localicé una, y la obra era tan hermosa como yo la recordaba.
Vi a Wright brevemente poco antes de la segunda guerra mundial. El siguiente intervalo fue muy largo. Hace aproximadamente quince años estaba en Nueva York y encendí la televisión de mi habitación. Un hombre estaba siendo entrevistado por un profesor de la Universidad de Princeton. Tenía el pelo blanco y la barba también, pero algo en él me resultó familiar, y de repente me di cuenta de que era Wright. Llamé a la emisora inmediatamente; me dijeron que el programa era una grabación y que él estaba viviendo en Japón.
Luego, hará unos seis años, yo estaba en Los Ángeles e hice las indagaciones usuales acerca de Wright. Había vuelto del Japón y estaba viviendo cerca de Santa Monica Canyon. Tuve varios encuentros largos con él y con Al King y Nick Brigante, dos de los últimos supervivientes de la Liga de Estudiantes de Arte.
Recuerdo la última tarde en casa de Wright con King y Brigante. Wright, entonces con más de ochenta años, se lamentaba de su edad. Decía que se sentía como un estorbo y que a veces pensaba en el suicidio. Pero a pesar de su pesimismo pensaba que tenía la obligación de mantener el tipo. Mientras nos citábamos para otra visita dije:
—¿Qué tal el jueves?
—¿Sabes italiano, John?
—No…, realmente, no.
—Oh, entonces el jueves no puede ser. Los jueves sólo hablo en italiano.
Ahora, casi cincuenta años después, Russell y Wright han tenido finalmente el reconocimiento debido. Una reciente exposición en el Whitney Museum de Nueva York ha presentado sus obras. Se lo merecían. Personalmente, tengo tal deuda de gratitud con Wright que no tengo palabras para expresarla. Por él, desearía haberlo hecho mejor.
(Continuará…)
