LA ESPAÑA NEGRA (VII)

José Gutiérrez Solana



PLASENCIA

VAMOS en este tren atravesando pueblos, para llegar a Plasencia; pasamos por Torrijos, Talavera, Alcañizo, Casatejada y Malpartida.

La llegada a todas estas estaciones da una impresión de cansancio; en los vagones de estos trenes, tan pobres y antiguos, pues parece que en este trayecto utilizan los coches más viejos e inservibles; en el que vamos, está todo sucio y lleno de polvo; vamos todos apretados, y algunos durmiendo como pueden. Parte de los viajeros son labradores, con sus zapatos de clavos y grandes y molestas alforjas, que algunos llevan puestas, pues ya no tienen sitio donde colocar los bultos y maletas; unos van comiendo, partiendo el pan con la navaja, donde está mezclada la tortilla con los trozos de carne y chorizo; otros, los dormidos, van muy lejos, a Santiago de Galicia o Funraiñana, en un viaje que tardarán días.

El calor es de castigo; acabamos de dejar el horno de los estrechos vagones, y parece que nos sentimos aliviados al pisar tierra; pero el goce dura poco, pues sentimos sobre nuestras espaldas este sol de justicia, que casi nos hace desear el vagón que hemos abandonado.

En un poste de la estación se ve un enorme moscardón negro e inmóvil, como si estuviese clavado al sol.

¡0h, la enorme tristeza del sol en los andenes de las estaciones de los pueblos, la cantina con sus puertas cerradas y el cansancio de la gente que lleva horas de espera, que se les hacen eternas y que parece comunicarse al nuevo viajero que llega!

Cuando entramos en la estación, el suelo y los tablones de los mostradores están llenos de fardos, cestas y baúles; las moscas vuelan en enjambre sobre ellos; llenan el suelo y las paredes, y más que picarnos parece que nos muerden rabiosas y con saña, como si fuéramos enemigos irreconciliables. ¡Cómo huele esta estación a tienda de ultramarinos, al aceite de sus garrafas, a los pellejos de vino, a los chorizos, al jabón, al queso y al más terrible y desagradable: al fuerte olor del petróleo! Cuando salimos de la estación, nos encontramos con los mayorales de las tartanas y coches, que nos suben al pueblo; gente descalza y desarrapada.

Entramos en Plasencia; empiezo a andar por la carretera; la ciudad está dividida por un puente de piedra, por donde pasa el río Jerte; veo muchas mujeres lavando la ropa, y a lo lejos se destaca la catedral. Antes hemos contemplado los arcos de un acueducto romano.

Para entrar en esta ciudad hay que pasar por un arco llamado Puerta del Sol; desde aquí veo, en las afueras, un cementerio muy grande, quizás señal de que aquí debe morir mucha gente.

La catedral tiene un color amarillento dorado de piedra calcinada por el sol; está encima de una muralla, y a lo lejos se confunde algo con la tierra, pues tiene su mismo color; vista más de cerca, ostenta en sus muros varios relojes de sol, y se ven sus campanarios, anchos y cuadrados, desnudos de adornos; de sus descomunales campanas penden los grandes badajos de bronce que vemos asomar desde las calles, que quedan en hondo; bajo el murallón de esta catedral quedan, como ahogados, los paradores y posadas, abarrotados de paja y carros. Estos típicos paradores, que tienen en sus blancas fachadas unas grandes botas de vino y la rueda de un carro, vamos leyendo sus nombres: «El parador del Alba», «El parador del Cura», «Posada de las Almas».

Frente por frente a la fachada principal, está el palacio del obispo y el Seminario Conciliar, donde no hacen más en todo el día que ir y venir monjas y curas sucios, con las sotanas llenas de lamparones. El obispo, en estos sitios, es como un rey; se aburre mucho en esta solemne ciudad y casi siempre se pasa el año en Madrid, y deja encargados de su palacio a sus intrigantes secretarios de sotana nueva y zapatos charolados.

Cuando está en el pueblo no hace más que dar comidas y pronunciar discursos llenos de lugares comunes, y cuando muere, como casi siempre suele estar fuera, le llevan a Plasencia, con gran acompañamiento de curas y militares, y aquí tiene el alto honor de ser enterrado en la catedral, bajo una losa, con sus títulos y dignidades, con inscripciones latinas. Después de hincharse bien de corromperse por los cuatro costados, espera el momento propicio para que sus admiradores pidan a Roma que se le canonice. Cerca de la catedral está la calle llamada de Maldonado, muy bien provista de esparterías y tiendas de cerería, donde se venden las velas y hachones para los velatorios y entierros. A la terminación de esta calle está el barrio de los Descalzos, donde hay muchos frailes pedigüeños que salen a limosnear por la ciudad, haciéndose los pobrecitos, y muy cerca la ermita de Santa Elena, casi siempre cerrada; en ésta hay un cristo milagroso, y en un altar enrejado las cabezas de dos mártires, colocadas en una fuente; al lado de éstas está el cuchillo que sirvió para cortarlas. También es de notar en esta iglesia el coro, hecho de una manera muy rústica; debajo de éste hay una cruz que tiene una densa capa de barniz negro, muy reluciente; de sus brazos cuelgan dos lienzos blancos y tiesos, cruzados por dos lanzones; en la cabecera de esta cruz hay una corona de espinas, como para una cabeza muy gorda, y al pie un manojo de largos clavos. En las calles de las Cruces hay también muchas iglesias; a la caída de la tarde repican todas las campanas llamando al rosario. Muchos días, se ven por las mañanas las niñas de los grupos escolares, que vuelven de la comunión, cansadas y tristes, con las trenzas y tirabuzones caídos a lo largo de sus caras, que las hace más amarilla; las que tienen el pelo rubio parecen mas descoloridas; los ojos muy brillantes, como de cristal, parece que se salen de los párpados, que cuelgan morados y abultados por la falta de sueño; las obligan las maestras a desvelarse y madrugar y a ir a confesar y comulgar todos los días, antes de salir el sol. En la Calleja de los Toros está el hospital; en los pasillos se ven, paseando, algunos enfermos que les han dado de alta; los hay que tienen una pierna cortada y un brazo de menos, con las vendas en el muñón y la cara amarilla de la enfermedad. En la desierta calle del Sol se ven casas miserables, alguna ventana conserva una cortina echada; estaba habitada por mujeres de mala vida; hoy las han echado del pueblo, y el que quiera una mujer tiene a la fuerza que casarse. Por eso alguna vez es violada una mujer que volvía por la carretera, con un cesto a la cabeza, de un pueblo cercano, y sus gritos fueron en vano, pues no la oían, al estar en pleno campo y lejos de la ciudad, y se la encuentra muerta por las afueras de estos pueblos. La puerta del Carro está llena de pordioseros, de esos que por las mañanas van a pedir a la plaza, donde están los cafés; «uno de ellos toca el violín» y su mujer lleva un brazo lleno de ronchas y en carne viva, que lo enseña, metiéndoselo por las narices al primer forastero que llega al pueblo.

La taberna taurina de Plasencia

Atravesamos varias calles hasta llegar a la de Padilla; es ya de noche y nos choca la luz amarilla y la repetida cortina roja de tantos figones y tabernas; a su través vemos, entre el humo del tabaco y la pesada atmósfera, a sus numerosos contertulios, que discuten a voces y se oyen en la calle. Por fin damos con el Club taurino.

Tiene éste abiertas las puertas toda la noche, dentro hay mucho copeo y los bancos están llenos de parroquianos; otros están a la puerta. El dueño de la taberna o un chico salen a despachar a los que están en la puerta con una bandeja en la mano, en la que llevan unas cuantas copas de vino siempre muy mediadas; a esta operación la dan gran importancia, como si fueran a decir misa; los parroquianos piden otra ronda y siempre dejan cortinas.

Dentro de la taberna y colgados de la pared se ven trofeos taurinos, grandes cartelones de toros, y los más importantes de las provincias de España con dibujos canallescos y colores chillones, algunos hechos por artistas de renombre en la especialidad taurina; también se ven en las panoplias sombreros de picador, estoques, moñas de lujo de las ganaderías y unas picas canallescas con un pincho ancho y cuadrado para abrir la carne del toro, para hacer pupa, que dicen como gracia en los periódicos los revisteros taurinos El Barquero, Don Modesto y Don Pío, y pares de banderillas con los pinchos y los rizos del papel manchados de sangre ya seca, que quizás estarían mejor clavados en el craso y repugnante morrillo de un buen aficionado a la fiesta nacional; en el centro de estas panoplias están las cabezas disecadas de toros que se han distinguido por su bravura o que han sido muertos a manos de un torero de renombre; tienen la boca abierta, con el hocico y los labios retocados de pintura encarnada y están llenos de pelotones de moscas que se introducen por las fosas de sus narices, como si en ellas buscasen asilo.

Las mujeres de Plasencia

Estas mujeres, con el pelo trenzado y pegado a la nuca, con las faldas largas y las botas con tacones anchos y bajos, andan muy derechas, con los brazos a lo largo del cuerpo, con sus chales; tienen un aire de muñeco y de distinción que no tienen las mujeres de las capitales; aquí no se conoce el sombrero aborrecido, las medias provocativas y los perfumes y coloretes de las mujeres de la Corte; los pañolones de colores, plegados de modo que se vea el segundo, y las toquillas, se atan a sus cinturas; la llaneza de sus modales y su andar en que sus botas suenan un poco duras y vastas en la piedra, no tendrán la coquetería y el desenfado provocativo, pero parece que son más mujeres. ¡Y qué elegantes que son! Toda vestida de negro, con una cinta de relucientes azabaches y abalorios en la cintura y bocamangas; algunas veces estas cintas negras contrastan con el trágico color morado y el collar al cuello; estos collares de cristal; otros, dorados y transparentes, de cuencas caladas; en las orejas, pendientes de oro; en las bocamangas, sobre la seda negra o el terciopelo, los botones calados como de filigrana, también de oro.

Y esas otras mujeres que van vestidas con colores claros, con chales blancos, amarillos, rosas, verdes anaranjados; sedas brillantes y ricas que dan gran tono al contrastar sobre las faldas negras de terciopelo, verdes o rojas, y por encima de sus cuellos morenos, cómo destacan limpios los colores de la cinta de seda de los collares naranja, amarillo, y, sobre todo, la cinta rosa, la que al lado de los cuellos tostados y broncíneos tiene tanta belleza.


Salida de Plasencia

Al mediodía bajé a comer a la posada y estuve esperando mientras hacían la comida; en unas mesas largas se sentaron unos labriegos: sacaron de las cestas y alforjas la comida; arrimadas a la pared dejaron sus guadañas, sus atos y zuecos; uno amarraba su talego y cosía su tela; daba gusto de verle trabajar; pidieron unas jarras de vino, de un vino que tenía espuma y era bueno. Entre los bebedores estaba un gran tipo de pura raza castellana; tenía el pelo blanco y las muñecas grandes; entre la abertura de su camisa asomaba su pecho, robusto y peludo. Parecía un patriarca al hablarles y partir el pan con su cuchillo y repartir la comida: cerca de este grupo dormía en un banco, en un sueño profundo, echado boca abajo, con los pies descalzos, un mozo de mulas. Pasé a la cocina y me senté delante de mi plato de sopas de ajo.

Era esta cocina de campana, y en sus vasares se veían muchos cacharros, pucheros, sartenes y asadores, y colgaba del techo algún jamón y cecina.

En unas mesas acababan de comer unos labradores; estaban tan bien agrupados, que parecían componer un hermoso cuadro.

La mesonera, gorda, que estaba embarazada. Unos aldeanos, que descansaban en una pierna algo en arco, pero fuerte y membruda, y las varas metidas en las fajas, hablaban con los que estaban almorzando.

Dos mujeres, la una la que vi por la noche y me salió a recibir a mi llegada a la posada y otra criada compañera, estaban recostadas de codos en la mesa, oyéndoles hablar: por detrás de sus faldas se veían las piernas y los pies descalzos, y sus talles y caderas llenas y macizas.

Mientras uno de los labradores sacaba de entre los nudos del pañuelo para pagar, en la cocina chisporroteaban en la sartén y saltaban los huevos que freían; una vieja estaba acurrucada junto al fogón, y unos niños, descalzos, jugaban con un perro.

Estas criadas de la posada tenían, como las mozas del pueblo que vi, la cara roja y mucho vello rubio por la cara y cuello.

Serían cerca de las dos de la tarde; en el camino de Plasencia a Cáceres, cuando iba comiendo una tortilla, unas chuletas y unos huevos cocidos, se presentó ante mis ojos, por la ventanilla del tren, un paisaje maravilloso; vi las montañas limpias y el cielo luminoso y transparente todo inundado de sol; vi por el campo unas enormes masas de corderos blancos y negros que ocupaban mucha llanura a lo lejos y que en su marcha levantaban una nubecilla de polvo. Pasábamos junto al río Tajo; este tenía en sus bordes muchas piedras grandes y redondas; a lo lejos se divisaba un castillo derruido; yo interrumpí mi almuerzo para mirar bien lo que tan rápidamente iba a desfilar ante mi vista; pero como el tren iba muy despacio, pude ver bien unos caballos; los dueños estaban descansando sentados cerca del río y almorzando al lado de los palos de los batanes, y los molinos con sus largas aspas y una rueda de piedra apoyada en su muro.

Este río Tajo es muy ancho, ribeteado por hermosos y frondosos árboles que brindan con su sombra a descansar, veía a lo lejos los largos rebaños de corderos que pasaban de una a otra parte en enormes balsas que unos hombres movían con unos palos a manera de remos.

¡Qué ganas daba de abandonar el tren y quedarse allí, sobre todo a esta hora en que el sol aprieta, a merendar, a beber el agua cristalina de este río y a lavarnos las manos! ¡Con qué envidia veíamos, desde la ventanilla del tren, beber el agua a los corderos, que al salir de las balsas y encontrarse en la ribera lo primero que hacían era apagar su sed en el agua de este río!


CALATAYUD

LA ciudad de Calatayud tiene por escudo un hombre montado a caballo, sin estribos, y una larga lanza de banderilla, que empuña con la mano derecha, y arriba, en una cinta, la leyenda o mote: «Augusta Bilbilis o Bambala.» También se lee: «Aquis armis nobilem.»

Está situada al pie de un alto collado, y bajo su puente de piedra cruza, caudaloso, el río Jalón, Este río, que con sus aguas da al hierro un temple que hace a las hojas de sus espadas rivales de las de Toledo, las mejores de España.


Entrada en Calatayud

Calatayud es un pueblo raro y de ensueño. Todo el camino de Terrier a él lo forma una ancha loma de granito con resquebrajaduras y grietas, en las que se guarecen pequeñas casas, abiertas en la peña. De vez en cuando una pequeña nubecilla que sale de su tejado nos hace ver que algún ser humano vive en ellas.

Otras son como pesadas bolas que brotaran caprichosas en estas rocas, a veces grandes ranuras negras y profundas que hubiera tallado el cuchillo de un gigante.

También los barrenos han dejado aquí sus señales, y en este pueblo se ven algunos ciegos e inútiles apoyados en sus muletas o en la mano de su hijo, mirando al cielo con las cuencas de sus ojos negras y vacías.

En uno de estos cerros hay un castillo.

Existe en este pueblo la creencia de que hay duendes en él y que el guardián y su mujer tienen miedo de habitar el castillo, y por eso lo tienen abandonado. En su torre se destaca el famoso «Reloj tonto».

Estos cerros, por la noche, con la luz fría y azulada del cielo en los días de luna, tienen una dureza enorme, parecen de granito, y contribuye a hacerlos más terroríficos un silencio de muerte, nunca turbado por el más pequeño ruido.


Los cafés

Tiene Calatayud cafés bien raros, como este de Nueva España, lleno de bajorrelieves de escayola, tan ahumados y amarillentos que casi no se destacan sus dibujos; con su techo negruzco, lleno de manchones húmedos. Luego, la luz aquí es tan escasa que nada más se ve el brillo de las mesas y hombres de mala catadura embozados en sus mantas, pues la estufa que hay en el café está medio apagada; todos están con las cartas en las manos y jugándose de paso las pestañas.

Por la noche, en aquel ambiente de humo, clarean un poco las lunas de los espejos, velados por el polvo; las paredes, por la humedad abarquilladas, doblándose poco a poco y dándoles la forma de ella a los marcos de los espejos, como si se quisieran saltar de ellos, de la pared donde están clavados, que se va agrietando y empieza a desprenderse por encima de la línea de los divanes; el suelo, combado y hundido, presenta un gran desnivel, que ha echo saltar a muchos baldosines, y hay una ranura muy grande por la línea del zócalo al quedar desprendida la pared del suelo, donde se meten las ratas, que cruzan el café de vez en cuando.

De pronto, atraviesa el café un murciélago; algunos muchachos le tiran la gorra, pero no aciertan; éste, después de dar una vuelta en redondo, sale por una de las ventanas abiertas como una flecha.

En un rincón, en el fondo del café, suena un piano de cola, viejo y remendado, donde están señalados los dedos de muchas manos que lo han sobado; toca en el teclado amarillo un ciego, vestido de negro, alto y delgado; en los descansos, baja la tarima apoyado en su bastón, y pasando a tientas entre las mesas se sienta solo en una de ellas.

Luego vuelve a tocar valses y polcas alegres, que apenas se oyen a pesar de ser tan grande el piano, moviendo la cabeza llevando el compás; sus ojos son dos boquetes, de tal expresión, que a veces parecía que nos miraban y veían.

Los espejos de este café tienen pintadas en el cristal unas flores, y como no los han lavado nunca y han perdido el azogue, apenas se ve en ellos la gente; los camareros son muy viejos y no llevan delantales blancos; gastan faja y pañuelo a la cabeza; alguno fuma un puro de quince céntimos, todo remendado de papel, por estar roto; recogen en las bandejas el servicio de copas, platos y botellas, procurando llevar mucho de una vez.

De los otros cafés, el más simpático es el Aragonés; tiene éste un mostrador enorme, como el de una taberna, con un saliente de enrejados, donde están las botellas, y el color es también de un almazarrón triste; es el más plebeyo de Calatayud, con las paredes ahumadas, pintadas de amarillo; las banquetas, de terciopelo, roto, con remiendos hechos con aguja de estera, y el pelo caído, con esas calvas donde se ve el cuero y que les salen a los gatos viejos. Tiran las mantas, las capas, las bufandas, y toda la ropa se cobija al pie del grandioso mostrador, dentro del cual casi no se ve una mujer gorda, agraciada, a la que un camarero viejo mira con admiración; esta mujer siempre está dormida, y de vez en cuando se va a la cocina o a acostarse y aparece despachando su criada.

Al pie de este mostrador, en las banquetas, se apiñan los chicos mozos; se parecen a los hombres por el traje del buen pueblo de Calatayud; todos los pequeños y grandecitos con sus boinas, sus bufandas al cuello, de colores estupendamente hermosos por lo serios y por lo que huelen a tierra y a labranza; todos con trajes de pana; estos chicos se parecen a los hombres porque les gusta tomar café, fuman cigarros y juegan mucho a la baraja; alguno saca el dinero que lleva envuelto en el pañuelo; toman posturas elegantes; al levantarse de las banquetas, con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, bien envueltos en las bufandas, tapado el pecho y la boca por encima del hombro, miran a los jugadores sus camaradas, que están cada vez más entusiasmados y vociferando.

Alguna vez el camarero les llama al orden y los amenaza con echarlos si no se callan y siguen metiendo ruido.


Las calles

La calle de la Unión es muy estrecha; sus casas están tan cerca unas de otras, que extendiendo los brazos tocamos sus paredes; casi todas sus ventanas están cegadas y tapiadas con tablas; el quicio de las puertas cegados por un montón de cascotes; la de Buen Aire está bien puesto su nombre, pues en Calatayud sopla mucho viento que viene de los cerros; aquí hay muchas casas de prostitución; vemos en los portales mujeres con el pelo enmarañado y las cicatrices de descalabraduras en la frente; sus caras amarillas y sucias de no lavarse, tristes y con un gesto de dolor y de bondad en la boca; parecen que miran a un punto fijo sus ojos de loca.

Nos asomamos a una ventana y vemos el tronco de una mujer, pues las piernas las tapa una pared de yeso; está durmiendo boca abajo y con el pelo extendido sobre el blanco de la almohada; se la ve la nuca y la espalda descolorida, y da la impresión, en esta cama revuelta en la que asoma el jergón, de estar asesinada; en el tabique contiguo se ve una cama de hierro, caída para un lado como rota, que ocupa toda la habitación; su colcha tiene un profundo color rojo de sangre; sale de aquí una vieja aullando y encogida de los dolores del vientre.

Las calles de la Higuera y del Recuerdo tienen portales ovalados con cerrojos y clavos oxidados; en la del Puente Seco hay señales de un río; hoy sólo conserva algunas charcas y está lleno de piedras; algunas puertas de esta calle están marcadas con una cruz, cerradas por defunción de algún hidalgo de este pueblo; en la fachada de una de estas casas pone:

NO PERMITE EL AMO
DE ESTAS DOS HERAS PONER
PULPAS NI ESTIÉRCOLES

Por encima de todas estas casas brotan los cerros de Calatayud; a lo lejos vemos las torres de ladrillo coronadas por un esbelto campanario de color de pizarra o de azulejos de colores, que brillan al sol. Pertenecen éstas al monasterio de San Benito, a la iglesia del Sepulcro y al convento de Dominicas.

Saliendo a las afueras del pueblo, vemos estos cerros por algunos sitios como apolillados y careados; adheridos a ellos como los fósiles, vemos el trozo de muro de casa o la cornisa de una ventana; en las hondonadas más altas, caldeadas como un horno por el sol, están las manadas de los corderos y los pastores con la onda en la mano, como figuras de un nacimiento.

A ras del suelo, las casas del pueblo y las tapias de los corrales, todo con un color amarillento de tierra; las moscas del ganado se posan, pegajosas, en nuestro cuello.

En la carretera se ven las grandes ruedas de los telares, donde unas laboriosas mujeres cardan el algodón en unos cilindros dentados; en el suelo vemos muchas rayas y agujeros muy pequeños y profundos con la tierra levantada, formando un redondel; son las hormigas, estos simpáticos y trabajadores animales, que vienen, como en caravana, acarreando sus provisiones, de largas distancias, y que pueden dar ejemplo al hombre de constancia y laboriosidad.

La calle más principal de este pueblo es la de la Rúa, con muchas tiendas. En una dice: «Gran barato de paños.» Aquí están los sombrereros, los broncistas (¡buen oficio es éste, que convierte al más noble de los metales en objetos artísticos!); los torneros, que hacen peones, cabezas de madera para muñecos y esos maniquíes con un bolinche como remate, forrados de vayeta roja; unos son esbeltos, de forma de mujeres jóvenes, airosas, de talle y muy delgadas de cintura; otros, negros y rechonchos, de jamonas de más de cuarenta años, de cuerpos deformados, con rancho vientre y pechos.

En la travesía de los Mesones hay muchas posadas: la del Aceite, la del Pilar, la de la Campana; ésta tiene como de muestra, a la entrada, una campana pintada y un anuncio: «Se venden salvados fino, ordinario y maduro; pajas de trigo, encañaduras y hojas de maíz.» Por esta travesía pasan las recuas de mulas, y estos carros, llenos de tinajas, con su larga lanza en forma de cruz, que llega a la altura de las cabezas de sus dos mulas; un palo atravesado se ata a la silla de las caballerías.


La plaza de la Constitución

Sus casas, de balcones de hierro corridos, con sillas, en las que se sientan por la tarde, cuando se ha quitado el sol, los viejos que sus piernas ya no les permiten andar mucho por las calles.

Aquí hay un reloj de sol tallado en la piedra del año 1793. En esta plaza se celebra el mercado todos los días; por la mañana ha estado abierto y al medio día se cerró; clavaron los toldos y ataron las banastas para la procesión del Jueves Santo que ha de salir esta tarde.

Cruzan la plaza unos cuantos presos que han asesinado a unos guardias civiles: van atados inhumanamente, como perros, de piernas y brazos; otros, montados en sus burros; son gitanos que van agachados, con sus calvas de color de caoba: entre ellos va alguna mujer; les sigue mucha gente y corre la voz de que se les dará garrote.

Enfrente está la cárcel: aquí hay la costumbre de que el reo, la noche antes de ser agarrotado, la pase en la capilla y duerma en su ataúd relleno de paja.

En medio de la plaza se está levantando un tablado: son unas maderas pintadas de un color muy triste: calé y negro, con unas balaustradas con bolas: en las cuatro caras de esta gran plataforma hay unos medallones pintados con los atributos de la pasión: las tenazas, el martillo, los clavos y la corona de espinas, el látigo y las disciplinas y unos guantes de hierro para clavar la corona en las sienes al Redentor y no hacerse daño, y la columna donde le azotaron.

En su centro tiene una escalera como la de un patíbulo, por donde han de subir los ensabanados a clavar la caja de Cristo, la tapa del Santo Entierro: mientras montan el tablado está encima de una mesa para mayor respeto: es ésta de cinc, con una cruz de purpurina plateada y unos boliches dorados; parece la de un ajusticiado y mete miedo; la vi por la mañana muy temprano sacarla de una iglesia donde están los pasos de la procesión a un hombre muy bajo, que al cargársela en las costillas, desapareció su cuerpo: nada más que se le veían las piernas: me dijo que pesaba mucho y que olía a muerto. Después de comer, he vuelto a ir a la iglesia a ver las imágenes que pronto saldrán. El paso del descendimiento lo componen dos barbudos colgados por el pecho de los brazos de la cruz, con monteras moradas, lo mismo que sus túnicas ribeteadas de amarillo; estos dos muñecos parecen gemelos, pues tienen las mismas narices, las orejas iguales y el mismo pie levantado por detrás con bota alta muy charolada: estos muñecos bajan sobre la larga tira del sudario a un Cristo amarillo con largas melenas y barbas; entre los labios morados se le ve el boquete de su boca negra como una fosa y se le señalan todas las costillas y huesos de los brazos y piernas. Pero en este paso tiene una gran emoción la figura de la Dolorosa; se la ve vuelta de espaldas, con la cola de su largo manto de terciopelo negro: está tan pegada a las rodillas de su hijo, que da una gran impresión de dolor: su cabeza caída, apenas se la ve la cara, tan tapada hasta la frente por un pañuelo que sube de su mano, parece que se sienten sus gemidos al deshacerse en un mar de lágrimas: en su peana hay cuatro faroles sucios, velados sus cristales por lagrimones de aceite, encendidos con lamparillas para salir en la procesión.

La oración del huerto; mientras Jesús está de rodillas rezando a un niño colgado de un árbol, los tres apóstoles con sotanas amarilla, morada y azul: lo notable de estas figuras es cómo duermen, lo amodorrados que están estos muñecos con cabezas muy gordas y desproporcionados; parece que no tienen cuerpo por lo enanos que son.

El paso de la corona de espinas son dos figurones que con unos hierros le ponen la corona de espinas al Señor, mientras que otro parece que le va a dar un garrotazo en medio de la cabeza; el mártir está sentado, con una caña en sus manos cruzadas; cubre sus espaldas un manto escarlata.

Los judíos tienen las medias caídas y enseñan la carne descaradamente; como los chicos de la escuela, llevan pantalones bombachos y en la tripa un cinturón: pero ya son mayorcitos y hombres de barba negra. Los chicos del pueblo que miran estas imágenes golpean a los judíos en las piernas con las varas y los insultan como si fueran sus conocidos y les inspiraran más confianza.

El prendimiento de Cristo, los centuriones, con las enagüillas encarnadas y muy brillantes por el barniz, sus sables de hojadelata, cortos y curvos; las piernas desnudas; llevan unas largas lanzas en las manos; sus caras tienen un color de chocolate, donde resaltan mucho el blanco de los ojos. Jesús va en medio custodiado por tres de estos judíos; uno le tira de un dogal del cuello; a su lado, San Pedro, que tiene la calva en pico como un huevo de gallina, que le brilla mucho por el barniz, está vestido con un hábito verde y una lujosa capa de seda amarilla tachonada de plata; tiene el brazo levantado, que sujeta un alfanje, con el que ha cortado la oreja a Judas, que está tirado en el suelo con la lengua fuera, que se la enseña a San Pedro para hacerle burla, como los chicos malos; viste un delantal gris; tiene un manchón de sangre en el pelo que le baja por el cuello.

El paso de la crucificación representa un Cristo, retorcido como si hiciese esfuerzos por soltarse de la cruz; sus piernas, bastas y pesadas, están muy contraídas por el dolor y los dedos de los pies y manos engarabitados y cubiertos de sangre. A su lado tiene a los dos ladrones que están más abajo y con fuertes cuerdas amarrados a sus cruces; tienen la cara de mozos de cuerda; el malo está sacando la lengua al Cristo haciéndole burla, y el bueno vuelve a él sus ojos en actitud humilde como reconociendo su poder y pidiéndole misericordia. Un centurión, en una esquina, se marcha montado en un caballo amarillo en que se ven muy a lo vivo y exageradas sus partes vergonzosas; su jinete lleva la punta de su larga lanza mojada en sangre; los caballos y burros de los demás judíos tienen ojos y caras de persona.

Pero el paso que llama más nuestra atención es la cena de los Apóstoles; se compone este simpático paso de 14 convidados, todos cabelludos y barbudos, con el pelo caracoleado y las barbas como los machos cabríos; viejos todos ellos, con el cuello tieso y las orejas grandes y atentos a las palabras que les dice Jesús, que está presidiendo la mesa. Todas estas figuras están con las manos levantadas, como si estuvieran diciendo misa, y visten unas capas con esclavinas de colores chillones, verdes, amarillas, granates, y se miran unos a otros con los ojos muy abiertos, como asustados; están sentados en unos taburetes; alguno de estos Apóstoles parece que se ha llevado de su casa al banquete su bota de vino, que está en el suelo, como hombre prevenido.

Hay en este grupo una figura de pie de un joven que lleva una túnica azul, sandalias y una melena negra; muestra unas jarras de vino en las manos; en el centro de la mesa hay una bandeja con un cordero de madera, abierto por medio; está muy mal hecho y parece que tiene orejas y cara de perro.

Estos convidados no tienen platos para comer, pero sí unas copas de madera amarillas, como las de la baraja, exceptuando Cristo, que ostenta un cáliz en la mano, de cartón dorado con purpurina. Delante de cada figura hay, clavado en la mesa, un farol tan grande como sus cabezas, para encenderlos en la procesión. Los chicos les levantan las ropas a estos muñecos y les ven los calzoncillos y, sobre todo, se apiñan delante del paso del Prendimiento, tirando de la túnica a Judas, para que se le mueva la oreja, que cuelga de un alambre. En el centro de esta iglesia está el Santo Entierro, que ha de ser llevado esta tarde a la plataforma de la plaza de la Constitución. Entre un dosel de cortinas negras, especie de decoración de teatro, hay una urna, como sábanas, como una cama en el embozo del lienzo blanco con encajes; se ve un Cristo muerto, con pelo natural; tiene el pecho desnudo, muy verdoso; los pies le salen por fuera agarrotados; la colcha es negra, con lazadas de terciopelo y crespones de luto; parece un ajusticiado, por su rostro congestionado y los labios morados; su lengua, negruzca, cuelga fuera. En unos hacheros hay muchos cirios, y contribuye a hacer más lúgubre la escena el estar custodiado por dos centuriones con corpiños amarillos y faldas rojas, botas de montar de hule y cascos plateados; éstos son muy altos y derechos; se duermen de pie, apoyados en sus largas lanzas; las barbas postizas negras les llegan hasta la mitad del pecho; en la cara tienen manchones rojos y tiznaduras, para hacer más fieras sus cataduras. De pronto entran otros dos judíos en la iglesia, dando fuertes golpes con las lanzas en el suelo. Los que han venido de la calle relevan a éstos, que se marchan a su vez, dando también golpes contra el suelo, hasta llegar a la sacristía, seguidos de los chicos. Detrás del Entierro de Cristo, sentado en un sillón de terciopelo negro, está un viejo con una larga capa, muy serio e inmóvil; encima de una mesa hay una bandeja, con un montón de monedas de cobre, donde echan los perros gordos las mujeres que besan los pies al Cristo; andan por la iglesia de rodillas, y besan, tendidas boca abajo, las sucias y frías losas de piedra, dejando un círculo de babas; se dan golpes de pecho y gimen mucho. Varios viejos calvos, con escapularios puestos, velan de pie, muchas horas, el Santo Entierro; los pesados cirios que sujetan en la mano, cuyas llamas vacilantes nadan en aquel fondo negro y trágico, como alma en pena.


El pregón

Salen a Ja calle: primero, dos encapuchados tocando e tambor; detrás, otros dos con trompetas; éstos llevan capuchones y capirotes grises; les sigue otro con tela de satén de color de acero; lleva en alto una cruz, y detrás de él dos filas negras de encapuchados pequeños, pues son niños, y dos hermanos con el capuchón caído, viéndoseles las caras de arriero con muchas arrugas en las frentes y la colilla pegada a los labios; llevan la vara de la Hermandad, y tienen más elegancia que el gobernador y los concejales al llevar el cirio, pues parece en sus grandes manos un cetro. Detrás camina un cura muy anciano y el pregonero tocando el tambor a paso acompasado.

En todas las plazuelas y calles principales se detiene esta comitiva; los encapuchados tocan las trompetas con un grito cortado en seco, que recuerda a cuando sale el toro del toril, y después de recomendar el cura silencio, lee en un papel:

«En estos momentos acaba de morir, en infame patíbulo, nuestro Santísimo Redentor, víctima de la rabia, de la envidia y furor de los judíos. Su Madre amantísima se encuentra sola, no tiene a nadie que la acompañe y la ayude a bajar de la cruz el cuerpo difunto de su Hijo. En vano acude a los ángeles, éstos no la oyen; en vano a los apóstoles, éstos han huido atemorizados. Acude a vosotros, pues, a acompañarla en su dolor y a dar sepultura a su Hijo esta tarde, a las seis, en la iglesia de San Francisco.»


La procesión

Ya están todos los faroles de los pasos encendidos y va a salir la procesión. Los judíos, montados a caballo, se extendieron en fila a lo largo de las viejas casas y conventos de esta calle; eran gente escogida entre los hombres más altos y fuertes del pueblo; llevaban unas corazas de latón, casco con plumas de gallina y una cola de crin que les caía por las anchas espaldas, vestidas con grandes capas rojas; sus caballos eran viejos y de matadero, de esos que se emplean en las corridas de toros; las manos de estos guerreros eran rojas y agrietadas de cavar el campo; fumaban por entre los grandes bigotes y barbas de estopa, pedían copas en las tabernas y blasfemaban mucho. Luego salen de la iglesia los niños vestidos de nazareno con coronas de espinas en las cabezas y peluca; uno lleva en la bandeja una mano de hierro, y otros calvarios de madera en miniatura. Siguen las vírgenes, niñas con mantos azules, con el pelo suelto y las manos bastas llenas de sabañones y las uñas de luto; algunas no lo eran tanto, ya mujeres hechas, con el pecho caído y madres.

Van llegando los profetas, con coronas de latón y largas barbas de teatro, blancas y negras; tienen la cara llena de arrugas, imitadas con pintura, y unas cejas como plumeros, para arriba, de pegotes de algodón. Cada uno lleva un cartel en el pecho con su nombre: Jeremías, David. Moisés es el más viejo y lleva una gran serpiente de cartón dorado, imitando el metal y las Tablas de la Ley. Noé, con el Arca de la alianza debajo del brazo. Éste da muchos traspiés; tiene la nariz muy colorada y se ve que le gusta el vino. Los encapuchados que han de llevar los pasos vienen fumando y algo retrasados, por haberse entretenido en las tabernas, y, por último, cuando todos los pasos están en la calle llegan el alcalde, los concejales y los catedráticos; se colocan, en fila, detrás de la Cena de los apóstoles, que lleva todos sus faroles encendidos; les han puesto a cada convidado un panecillo, que han traído de la tahona. Los catedráticos van como amortajados en sus fracs; algunos con el pelo rapado, viéndoseles la forma del cráneo, que por la frente es amarillo y acartonado, cruzado de venas negras amoratadas; en el colodrillo tienen algunos pelos rebeldes y en punta, como una coleta; la boca, abierta, negra, asquerosa, con las encías llenas de boquetes de muelas caídas y los pocos dientes que conservan están podridos, rodeados de un bigote amarillo a trechos por el tabaco; la barba, unos la llevan muy recortada, otros de chivo; van fingiendo una esbeltez que no tienen, para lucir con dignidad las cruces y cordones de académico. Los más viejos, que llevan más cintazos y cruces, van, a su pesar, encorvados, con la cabeza colgando, como si fueran a topar; las piernas en arco y los brazos caídos; los puños de la camisa, muy lustrosos, fuera y desprendidos de los botones, lo mismo que la corbata que se ha salido de la tirilla y llega alta hasta el cogote, triste y arrugado; algunos tienen joroba y pliega como un adefesio la levita en su espalda; en la mano llevan cirios de muchas libras, que por lo agachados que caminan van goteando de cera la calle.

Cuando llego a la plaza de la Constitución hay todavía poca gente, porque a los vecinos les gusta más ver la procesión cómodamente desde los balcones de su casa o del casino y en las puertas de los cafés. Pero los buenos baturros de este pueblo esperan junto a las columnas de piedra de esta plaza, que dan la vuelta a los soportales. Todas las mañanas forman grupos en ella, para hablar de labranza y de hambre, pues las plagas de langosta han matado la cosecha. Hoy no hablan más que de la procesión, y recuerdan que desde que eran chicos viene celebrándose sin perder su aparato de tradición. Están esperando a pie firme desde que acabaron de comer, envueltos en sus bufandas y mantas, que aunque haga mucho calor no las sueltan tan fácil.

Esta mañana han llegado muchas galeras con gente de los pueblos que vienen a ver la procesión.

En los puestos del mercado están encaramados los chicos y en los balcones de la plaza se ve a mucha gente sentada en sillas.

En un balcón muy largo se ve la nota roja de los sombreros y fajas de seda sobre los trajes negros de las niñas ricas de Calatayud que se educan en los conventos, acompañadas de las monjas.

En otro balcón, la mancha gris y humilde de las niñas hospicianas.

En medio de la plaza se ve el tablado; en sus barandillas han puesto grandes cirios, y en la plataforma, donde se va a poner la caja, hay un túmulo cubierto con un viejo paño de terciopelo negro; están extendiendo unas alfombras negras y desgastadas, goteadas de cera, a lo largo de los escalones que dan subida al tablado, y han puesto un almohadón en cada uno.

Se oye por la cuesta de una calle el redoblar sordo de tambores, y el crujido de las andas anuncia que la procesión llega. Ya pisan la plaza los cascos del primer caballo de los judíos; éste viene medio borracho, hablando con todo el mundo y con el casco torcido.

Dos hombres vestidos de negro, con dos grandes mazas y toda la cara llena de pelo pegado, lo mismo que la peluca, les da un aspecto de hombres salvajes y de máscara; tocan unas campanas, que resuenan en el silencio imponente de cementerio que hay en la plaza; dos encapuchados, con banderas moradas, con unos brazos muy grandes cruzados, el uno negro y el otro color de carne. Mientras tanto, los de las mazas tocan a muerto, y, en medio del mayor silencio, unos hombres de pueblo van encendiendo los cirios, y como hace aire, se arrodillan y los encienden debajo del paño del túmulo. Estos maceros peludos llevan en la cabeza una cinta roja, y su misión es tocar a muerto.

Entretanto, muy lentamente, con grandes crujidos, como si se rajasen, van rodeando la plaza los pasos, que se dejan descansando en unos palos que se ven clavados en el suelo. Los encapuchados, aliviados de su carga, respiran y se secan el sudor de las frentes, y frotan sus manazas con satisfacción.

Pero nuestra atención está en el tablado; suben a él muchos curas gruesos y melifluos como jamones; llevan en el bonete un velo recogido, para luego echárselo por la cara durante la ceremonia; en algunos, estos velos es como la mantilla de las mujeres; su panza está llena de encajes, como los visillos, y llevan con aire algo chulo una banda negra por encima de los lomos. Suben las escaleras dos hombres con incensarios en las manos, vestidos con birretes morados y café los trajes, se arrodillan a la cabecera del catafalco y permanecen así mucho tiempo echando incienso.

Luego vienen en un carro a la plaza las tres Marías, que son mujeres vestidas de morado y con un velo en la cara que impide ver sus facciones; andan alrededor de la caja tan despacio y sin meter ruido, que parecen brujas. Estas mujeres, antes, se escogían entre la clase del pueblo, y lo tomaban tan en serio esto del entierro, que daban alaridos y lloraban como descosidas. Hoy son damas principales, que fingen más disimuladamente esta ceremonia y no la afean. Estas Marías se marchan tan misteriosamente como entraron, y se quedan a los primeros tramos del tablado.

Luego cogen la caja los dos que estaban arrodillados y la colocan en el catafalco y envuelven en un sudario el cuerpo de Cristo; hubo años que se le tiraba al suelo, pues, según me dijo uno que estaba a mi lado, pesaba más de veinte arrobas; ahora le dejan resbalar por un rodillo.

Al poco rato vienen los judíos metiendo mucho ruido con sus lanzas y pateando soezmente el tablado y dando porrazos con los palos a derecha e izquierda.

Entre ellos se abre paso Longinos, que viene con su escudo de cartón al brazo; la cabeza alta, pisando orgulloso; la larga cola de su manto la lleva un niño, criado suyo; pasea con gran sobrepopeya alrededor de la caja de Cristo, dando un fuerte golpe en ella con su lanzón, y después, muy despacio, da varios pasos dando golpes en el suelo con su lanza, echando miradas altaneras a los curas; mira la caja y levanta su tapa para ver si está allí el que se titulaba hijo de Dios.

Una vez convencido, deja la lanza y el escudo, se recoge elegantemente la cola de su capa a un brazo, pide un martillo y clava la tapa del féretro dando fuertes golpes; a cada martillazo levanta la cabeza con soberbia mirando al cielo, amenazándole con el puño cerrado; luego mira a la caja en son de mofa, como diciendo: sal ahora si eres Dios.

Esta ceremonia se retarda mucho y la reviste de gran solemnidad los muchos curas. Las Marías se han marchado tan hipócritamente como entraron cuando llegó Longinos; la gente en la plaza ha guardado un silencio imponente y ha mirado emocionada la ceremonia.

En la cara de todos hay como una defraudación, una perdida esperanza al ver que Cristo no se ha levantado cuando parecía este el momento más propicio. Al desfilar la procesión se levantó un aire que apagaba los cirios e hizo que el cortejo se apresurase en desorden para volver a la iglesia.

En poco tiempo quedó la plaza despejada; se sentían los martillazos para desarmar el tablado; ya de noche se veían por las calles de Calatayud los judíos; sin abandonar sus lanzas, entran en las tabernas comentando los sucesos del día; las tiendas estaban todas cerradas, menos las cererías y confiterías, donde las muchachas, con la mantilla y trajes de fiesta, entraban a tomar refrescos y pasteles.


Terrier

En este pueblo hay muchas cuestas y baches en el suelo; las calles sin títulos ni rótulos; casi todas las casas tienen sus puertas cerradas y parece que nadie vive en ellas. En alguna encrucijada se ve dentro de los portales una cocina como un cocedero de yeso, y en la mesa una vasija para el agua, y en otros un arado arrimado a la pared entre un montón de estiércol.

En la plaza hay una barbería, la del practicante Lorenzo Camuesco, y un estanco, con las maderas rajadas y desteñidas por la lluvia; a las fajas de que está pintada la bandera española se les ha caído todo el color. Arrimados a las paredes del Casino de la Unión, que es como un corral, están los baturros viejos; toman el sol apoyados en sus cayadas, con los pañuelos anudados a sus frentes; gastan casi todos gafas, los pantalones se les caen por la culera y las fajas les viene muy grande, pues son pájaros de pocas carnes. Por una cuesta bajan dos viejas que van a misa; llevan los devocionarios en las manos, cruzadas en el vientre, y el rosario colgando arrollado a la muñeca; se quedan paradas y se ponen a hablar al oído; una la levanta el velo a la otra y pega su boca al oído de ella, y la habla a gritos porque es más sorda que una tapia; ésta la hace señas con las manos y mueve mucho la cabeza, como diciendo que se ha enterado.


La degollación de los inocentes

Entro en la iglesia de Santa María; es muy modesta; hay una verja de madera, pintada de color de plomo, que encierra una capilla con un retablo muy tosco; representa el descendimiento de Cristo; unos muñecos, con los mantos estofados y dorados a fuego, con grandes monteras y zapatones, subidos en unas escaleras, le descuelgan de la cruz, y tienen a un Cristo muy pequeño encima de un sudario y parece que le están manteando; debajo está la Soledad con los brazos abiertos, acogiendo bajo su manto a muchos cojos y pobres. En lo alto de este relieve se ve la ciudad de Cuenca, resguardada por una gran roca; sus casas, en lo alto del barranco, están como apretadas por gatos de carpintero y puestas en el torno de la tortura, haciéndolas rechinar y crujir. Debajo de este retablo hay una pila bautismal con una tapadera de madera. En medio de esta iglesia, sobre un gran tablado, hay un monumento que representa la Degollación de los inocentes en figuras sueltas. Es muy bárbaro y tiene mucha tragedia y crueldad; el escultor antiguo que hizo estas tallas puede estar satisfecho bajo tierra de su obra. En la colocación de las figuras y en su aparato artificial han intervenido el cura de Terrier, hombre austero y montado a la antigua, y sus dos grandes amigos el barbero y el médico del pueblo.

Entre unos peñascos, hechos con piedras naturales en el suelo, zarzas y tierra, hay el pórtico de un templo; sus columnas de madera están salpicadas de sangre; se ve la huella de manos señaladas; por los peldaños de la escalera hay trapos empapados en sangre, vestiduras abandonadas, que entre el cura y el barbero han teñido de pintura, para imitar la sangre y hacer que la escena resulte más real. Un sayón, con un gran casco, cuyo remate es un bicho con cola de serpiente, alas y garras, tiene a un niño cogido entre sus manos, y le había dado una cuchillada en el cuello; su madre, rabiosa, le salta un ojo fuera; este ojo aparece como una bola, sangrando; con la otra mano le rasga la boca y le hace sacar la lengua fuera; una mujer se apodera de su espada y se la hunde en el pecho; la sangre sale a gruesos borbotones, y parece de lacre, por el bulto, en la talla. El sayón ha dado antes una cuchillada a una de las mujeres en un pecho; ésta, llena de dolor, le muerde, rabiosa, un muslo; el sayón, al caer mortalmente herido, y como un león, suelta un rugido; con su mano de gigante se hunde sus dedos en el vientre, como de manteca, de un niño de pocos meses, que lo ha despanzurrado y le ha hecho soltar por la boca un caño de sangre.

En el suelo se ven montones de niños de pecho muertos, unos encima de otros, descoloridos y con los ojos cerrados, como si fueran de cera.

Uno de los judíos tiene a un niño boca abajo, descabezado y sin brazos; otro, a dentelladas, le abre el vientre, le come las manos y los pies; las madres arrojan peñascos a éstos, y uno tiene una piedra dentro de la cabeza y otro los sesos fuera y los ojos saltones como un loco.

Otro representa un tipo con barba cuadrada; tiene unas faldas blancas como un valenciano y el pecho con vergonzosos pelos rizados como las mujeres.

Una mujer le muerde en un brazo, haciendo saltar la mala sangre del valenciano; su pie descalzo aplasta la cabeza de un niño recién nacido y le hace soltar por la boca la papilla; su madre, rabiosa, le agarra de sus partes sensuales y las muerde; el valenciano está pálido y tiene los ojos en blanco. Otro de los judíos le mete los dedos en la boca a un niño para ahogarle.

Una figura de hombre está aullando como un perro; tiene todas las manos, hasta los antebrazos, llenas de sangre de matar niños; la nariz la tiene sangrando y los labios partidos; le faltan muchos dientes y su boca cerrada no puede contener la sangre que chorrea en la tierra de las pedradas que le han tirado las madres, que se baten como leones.

Una mujer se inclina envuelta en su manto para dar de mamar a un niño que está muerto: al hijo de sus entrañas. ¡Qué susto se llevaría esta mujer si la dijesen que estaba dando de mamar a un cadáver!

Por todas partes se ven judíos con los cuchillos desnudos y llenos de sangre hasta la empuñadura; unos con el manto en alto para evitar las piedras y las cuchilladas de las mujeres que se aprestan a la lucha despatarradas y con el cuchillo en alto.

Los viejos padres, temblándoles las barbas por la rabia, valientes y bragados, con los dos brazos en alto, emplean toda su fuerza en tirar enormes piedras a los barrancos para aplastar a los sayones que arrojan por los precipicios a los niños de pecho. Junto al furor y crueldad de los viejos destaca la de las viejas iracundas y terribles que van en chanclas, con el pelo blanco suelto y enmarañado por la lucha; éstas son las más valientes, y resguardándose bajo sus mantones arrojan una lluvia de piedras y matan muchos judíos. Todas las figuras de mujer tienen las bocas contraídas, por la rabia, y los ojos salidos de las órbitas; se respira aquí un aire de tragedia que hace que no nos movamos y pasemos mucho rato contemplando estas figuras.

(Continuará...)

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