LA ESPAÑA NEGRA (VI)

José Gutiérrez Solana



OROPESA

SE halla esta villa a cuarenta leguas distante de Talavera y está enclavada en un sitio muy elevado, donde dominan los castillos con fuertes y pesados muros; sus cuatro torres y sus diez puertas de hierro contribuyen a dar a este pueblo un aspecto marcial y guerrero.

Cuenta la tradición que los dueños de esta fortaleza seducieron y secuestraron a cierta doncella, y los caballeros templarios la rescataron por peso de oro; de ahí le viene el nombre de Oropesa; por eso en su escudo de armas hay un peso y en una de sus balanzas está subida la doncella, y en otra hay una gran cantidad de oro, y en una tira puesta en forma de orla, como las que se ven en las tablas del siglo XV, se lee Oropesa.

Encierran las fortalezas de esta villa más de veinte calles y cuatro plazas, no pocos vecinos, entre ellos muchos hijosdalgos, una parroquia, tres conventos de frailes, dos de monjas, seis ermitas, dos colegios, uno de doncellas y otro de colegiales y una Universidad que erigió Francisco de Toledo, virrey de las Indias, con un capellán mayor y seis menores.

Era abundante este pueblo antes en aceite, corderos, petróleo, caza y ganado; pero hoy, después de la guerra, contra el hambre que hemos sostenido y que seguimos sosteniendo, no hay más que poco pan y poco vino.

Entrada en Oropesa

Cuando llegué a este pueblo era ya una hora avanzada de la noche. En los departamentos de la estación roncaban algunos esperando la llegada del tren.

Al pisar la carretera, bajo un cielo muy alto, negro, como de tormenta, vi una casa cuya fachada estaba iluminada por un farol; esto me hizo sospechar que debía ser una posada y a ella me dirigí.

El portal de esta posada estaba medio cerrado. En el salón de la entrada la atmósfera estaba muy cargada; la espesa nube de humo de los cigarros, el calor de estar toda interceptada de baúles, talegos y mantas y de labradores que dormían en el suelo; entre todos se destacaba la figura alta de un cura anciano que, desvelado, paseaba fumando; se sentían sus botas gruesas que chirriaban en la madera; en una silla se veía una maleta modesta de cartón y un saco que era su equipaje; toda esta gente esperaba también el paso del tren y aquí estaban más abrigados.

Yo quise dar una vuelta para ver el pueblo; pero estaba muy distante y en medio de la carretera; lo vi lleno de cuestas, que daba una gran impresión de lejanía y cansancio, como todos estos que están en un alto, como Calahorra y Toro.

En el cielo, entre las negras nubes, parecía que quería romper la claridad de la luna; ésta apareció pálida, como envuelta en un sudario, con una aureola lívida; pero limpia y fulgurante cuando, desafiando a todos los nubarrones, se encontró en medio del cielo, que iluminó con su esplendor. Entonces la silueta negra, recortada de los cubos y torres de sus murallas y castillos, relampaguearon como el acero, y me pareció este pueblo, por su arquitectura, de una gran belleza y fantasía.

Volví a la posada a dormir, con ánimo de levantarme muy temprano, pues ardía en ganas de ver el pueblo.

Cuando entré en la posada salió a recibirme una criada rubia; tenía algo de vello en la cara y la tenía muy quemada del sol; andaba con los pies descalzos, algo hinchados y deformados; la puerta del corral estaba abierta, y en la obscuridad se veía un pozo y unos caballos viejos, que daban unos pasos inquietos y cansados y tenían los ojos cerrados; la criada me acompañó con un candil a las habitaciones de arriba; la dije que se retirase a dormir y subí por una escalera cuyas barandillas se tambaleaban y crujían como rotas, y mis botas sonaban mucho; pero más ruido metí al abrir la puerta de mi cuarto con una llave vieja que me dio la criada.

La pesadilla

Cuando me metí en la cama, en mi imaginación tomó forma, y no se quitaba, la visión estupenda del pueblo que había visto hasta que me quedó dormido. De pronto, como cuando se levanta el telón en el teatro, vi como una decoración algo borrosa que salía de las paredes como si no cupiese en el estrecho cuartucho. Sobre un cielo de color de plomo vi la silueta férrea de este pueblo que se iba acercando a mí; sus peñascos parecían que me iban a aplastar. El pueblo estaba como pegado, sin aire ni distancia, en una sábana; parecía pintado y que se iba acercando cada vez más a mí, que descansaba todo en mi pecho.

De una calle asomaron unos encapuchados negros con cirios en las manos y unos gorros pirámides, tapada la cara con una máscara, que es un velo, donde se trasparentaba el gesto burlón y la risa. Unos frailes guarros, con barbas hasta la mitad del pecho y los brazos en alto, con unas manos descomunales, con los pescuezos peludos, como tienen los cerdos sus partes genitales, se bajaban las bragas por entre las piedras y escogían los sitios más hondos; pero los cabrones de ellos no se caían a los precipicios.

Por una cuesta subían unos penitentes, vestidos de sacos negros y tapada la cara y las espaldas desnudas, con grandes antifaces y cirios en las manos, que llevaban en andas un Cristo rojo, con una gran cola de pelo negro que le cubría los costados y una faldeta de brillante acero; le acompañaba una fila de pobres con blancas túnicas y los pies descalzos.

Cuando pasó esta procesión vi unas botas enormes que andaban por el suelo, y como por arte de magia salir unos correajes de un amarillo duro y asesino y los tricornios charolados y desagradables de dos guardias civiles, las barbas largas y pegadas a los rostros lívidos; estas figuras se iban articulando por piezas, aparecían las orejas y no tenían ojos, después les brotaban las narices, los dedos sueltos andaban por la pared, hasta que se completaron estos fantasmones ridículos y espantables; vi los ojos duros y fieros clavados en mi y el brillo de los cañones de los fusiles; me apuntaban para disparar y no dejarme escapar, como si yo fuera un terrible criminal.

Cuando me desperté tenía la lengua seca, la camiseta empapada en sudor, la ropa caída y los pies encima de la almohada; debí dar muchas voces, porque sentí, espantado, en la pared ruido y que hablaban por los pasillos como buscando con una vela quién turbaba el silencio de la noche; al meterse la luz en las rendijas de la puerta se vislumbraba, al correr de la luz, una sombra luminosa en el techo del cuarto y sentía muy cerca el chasquido de pies descalzos.

A la mañana siguiente sentí dos golpes en la puerta, dados con los nudillos, y me levanté y me lavó la cara para ver el pueblo.

La criada rubia que había visto por la noche estaba cantando en la cocina:

Le ve tan llenos de frutos
que al campo llena de gozos,
a los hombres de alegría
y a las aves de alborozos.

Luego vino al mostrador a servir unas jarras de vino a unos mozos del pueblo que la echaron chicoleos; yo la pedí otra jarra, y mientras me echaba el vino al coleto, me fijé de cerca en su cara, roja por el sol, en sus ojos y en sus brazos sonrosados, con un vello que parecía reflejarse y doraba el sol naciente, que todavía no tenía fuerza por la hora tan temprana.

Cuando subía por la carretera dije: Non potest Civitas abscondi supra montem posita. Esta cita de San Mateo me la trajo a la memoria el ver escondida y puesta esta ciudad sobre la cumbre de un monte.

Por la carretera pasaba algún burro, donde iba sentada una mujer, y en las mulas montados los labradores. Pasaban las carros con trigo, otros descargados; en el suelo sucio se veían algunas briznas de trigo; las tablas de estos carros estaban llenas de descalabraduras y hendiduras resecas por el sol de Castilla, que quema hasta las piedras.

El carretero, con la cabeza desnuda; en el pelo, cano y basto, se veían metidos trozos de paja de los sacos. Noté que los hombres, y sobre todo las mujeres, andaban con los pies descalzos, como la criada de la posada; pero lo que me chocó mucho es que vi pasar dos mujeres con medias de lagarto.

Cuando acabé de subir esta cuesta, se veían las primeras casas del pueblo. Entré en una calle estrecha; en los portales de estas casas están los comercios, los sastres y las pañerías. En una de éstas, unas mujeres estaban comprando un corte de traje. Las telas están colgadas del techo en compañía de las medias y cintas. A la puerta de estas tiendas hay parado un burro grande de los viajantes, cargado de piezas de tela y cajas de cartón, o algún arcón con géneros; en las cuerdas y monturas está metido el rústico y viejo paraguas del dueño.

En estas calles no hay fuentes y si pozos: las mujeres sacan el agua de ellos y llenan sus vasijas tirando de una cuerda que está atada a los calderos. En las plazuelas hay estos pozos o una tinaja de piedra, y en las esquinas de las casas se ve empotrado algún pilón de granito para abrevar el ganado.

Subo por la calle de los Condes de Oropesa; en ésta todas las casas tienen rejas de hierro y muchas ostentan un escudo guerrero de piedra. Esta calle da salida a muchas callejuelas donde están los conventos: el de las Concepciones y otros varios, donde se oye por fuera cantar a las chicas que en ellos se educan. Son estas calles silenciosas que resuenan y resbalan los tacones.

De vez en cuando se ven niñas con mantilla, como las mujeres mayores, y con el libro de misa; llaman a estos portales, donde hay pintada una cruz, y la puerta vuelve a cerrarse; casi todos estos portales están cerrados y las casas desalquiladas.

Museo de cerámica de Oropesa

Según sigo andando, leo este letrero en una casa imitación de antigua. Tiene la puerta con clavos y maderas nuevas, con todo ese sabor pendejo de querer imitar lo antiguo por arquitectos y mueblistas modernos de que está infestado Toledo: la estación, la Casa del Greco y toda la ramplonería para atraer al turista, que en arte es como una mula de varas, pues no se orienta mas que por lo que le dicen las guías y libros oficiales, escritos por eruditos y académicos de la Lengua, que siempre tienen el don de equivocarse, y dicen que el mejor pintor es Sorolla y el mejor escultor Benlliurre (los dos son dos zapateros), y los mejores toreros el Guerra y Mazantini (a cual más malo), y muchos fantasmones de la generación de Lhardy, Retortillo, Saint-Aubin, Monte Cristo, etc., pintores de salón, músicos, poetas y políticos intrigantes, que iban a gastarse cinco duros en comida. Por fortuna, de esta generación algunos se han muerto y otros se sostienen pintándose y retocándose.

Entro en el Museo; miro el techo, que es de artesonado moruno, de brillante purpurina; todos los objetos están numerados y catalogados, y casi todo en él es moderno. Sin embargo, entre los vasares llenos de pucheros y tarros, entre los que llenan el suelo, de limpios y pulidos azulejos, podemos escoger algunos que, aunque no sean auténticos, son dignos, por sus leyendas de figurar en un Museo. Uno dice:

«El vino alegra
el corazón del hombre.
¡Viva mi dueño!
Soy de quien me
compre y me pague.»

También se ven algunos jarros de vino con figuras estampadas en color, de tipos de las provincias de España, con estos letreros:

«Montañas de Santander.»

Una pasiega llevando en su cuévano, entre los quesos y mantecas, a un niño de pecho:

«En cualquier parte
estaremos mejor.»

Una maja con un brazo redondo y buen pecho y caderas:

«¡Qué rejonazo
que tienes!»

En otro una chula cachonda enseñando las tetas y los muslos:

«La verás, pero
no la catarás.»

Siguiendo las calles por donde se veían las altas almenas de los castillos que destacan de los tejados y se ven por todo el pueblo, di con una plazuela donde está el palacio de los Duques, que está utilizado para cuartel de la guardia civil y donde están las escuelas; por la mañana entran los chicos del pueblo con las carteras y libros, metiendo ruido y chillando por ver quién sube antes la escalera. El maestro se asomó a la puerta, trancó la llave y los hizo meter en el interior de este enorme edificio, lleno de escaleras y pisos, de galerías donde hay cuartos alquilados a familias de guardias civiles; pero en este edificio, casi vacío, cabían todos los vecinos del pueblo.

La portera me enseñó el teatro; entramos en un salón grande, donde estaban apiñadas las sillas, y el escenario estaba levantado y se veía un telón como de fotógrafo, de mar, pintado todo él de azul de Prusia: estas olas bajas de teatro que parece que van a anegar todo el escenario en agua y borrasca.

Es la decoración del primer acto de Ótelo, de Gioconda, de Marina, de la Tempestad; este telón que tanto teme el señor Simón cuando retumban los truenos y ciegan los relámpagos, y de Marina, nunca se puede soñar mejor esta decoración verde, pobre y desconchada, que en este teatro. ¡Qué bien se destacarían sobre su fondo el rojo criminal de las barretinas, y qué bien sonaría aquí el viejo piano, destartalado y desafinado!

«Aquí, me dijo la mujer que tenía las llaves en la mano, suelen dar funciones. Han representado Don Juan Tenorio, y alguna vez se reúnen algunos oradores de todas calañas para dar conferencias, y también ponen la urna en las elecciones, en esta misma mesa que sirve para ensayar los cómicos.»

Yo pensé que en esta mesa no se debía consentir que sirvan en ella agua y se gasten unas velas en mítines, y menos para las elecciones, esa cosa repugnante del caciquismo en los pueblos y que en España tira tanto, pues todo el mundo quiere ser concejal o diputado.

En día de las elecciones, en todos los pueblos de España hay una atmósfera de matonismo; los cafés están llenos, se compran los votos y se reparten puros; luego la gente se lanza a la calle con estacas y garrotes.

Hace años los curas, con las boinas encarnadas de carlistas, arrastrando un sable curvo de la correa y dos pistolones a cada lado de la cintura, con los que amenazaban a los mozos y los llevaban de una oreja para que fueran a echar sus papeletas en las urnas.

Salí de este viejo y noble edificio; en el patio deben venir todos los cagones del pueblo, pues todo está lleno de inmundicias puestas en fila.

Por las cuestas llenas de piedras subí a los castillos «El del Caracol», «El de la Viga», «El de la Doncella» y el de los «Cuatro caracoles», y que desde la carretera, fuera del pueblo, encima de la montaña, forman una masa y parecen que es un solo edificio. En los torreones y cubos de estos castillos se ven escudos de piedra y vuelan pájaros que tienen allí sus nidos. Después de subir a gatas, desde su altura se contempla el hermoso paisaje de Oropesa, circundado, en parte, por sus murallas, pues otras las han tirado (como pasa en tantos pueblos de España que los bárbaros y animales de sus alcaldes las han mandado tirar, lo mismo que los castillos, pues hoy faltan de España más de 50; los no menos bárbaros de la Sociedad de Excursiones no se han dado cuenta de esto).

Pues entre los Ministros, Ministerios, Clero y Casa Real se comen todo el Presupuesto, que nunca da a basto. Nacen cada día nuevos infantes, y yo digo que no vendrán todos con una libreta debajo del brazo.

Este paisaje que se ve en las altas almenas de los castillos se da la vuelta con la vista a los alrededores de Oropesa, llenos de campos de trigo y de olivos frondosos de un hermoso color.

Desde aquí veo las veletas del convento de la Compañía, donde tienen sus nidos muchas cigüeñas, con un vuelo muy bajo. Pasan algunas por encima de mi sombrero. Estas cigüeñas, con sus graznidos, meten mucho ruido; se parece a una carraca.

Desde lo alto de estos castillos se ve también el cementerio, con muchos nichos blancos, que parecen de niño. Por la calle pasa un grupo de hombres y mujeres; ellos llevan a hombros un ataúd. Las mujeres van descalzas y llevan unas tortas en la mano.

También veo los vecinos de las casas pobres acurrucados en los quicios de los portales.

Los hombres de Oropesa

Los hombres de Oropesa llevan el sombrero pavero, perneras de cuero y polainas, chaqueta de paño negro o pardo y el chaleco con botones de metal, y también faja, para servirles de abrigo, lo mismo en invierno que en verano, y sostener las bragas. En casi todas, en sus bolsillos, se ve el bulto del pañuelo, donde llevan amarrado el dinero, al lado de la pipa y la petaca.

Estos hombres, tostados y duros, y los más ancianos, altos y enjutos, que se caen hacia un lado y que sus piernas han estirado por la edad todo lo que tenían que dar de sí, pues hay algunos que desde la culera hasta la punta de los zapatones su estatura consiste en piernas, pues el tronco es pobre y se ha achicado y asoma el esqueleto, porque las enfermedades, que comen tanto como los gusanos, han aligerado sus carnes. Por eso estos viejos tienen tanto cariño a su pelleja y abren mucho las orejas para oir y no tropezar contra las paredes y salvar los peligros de los carros y caballerías, que pudieran atropellarlos. Y nunca dejan en casa la faja ni las polainas de paño, muy apretadas a sus vientres y canillas, y llevan atado a la frente, con un nudo por debajo del sombrero, el pañuelo grande de hierbas, para que el sol no les dé en la nuca, que es lo que tienen ellos más cuidado.

En España, entre la gente de pueblo, el pañuelo de color a la cabeza tiene una gran importancia en toda Castilla y en la Mancha, pues suelen ser gente con grandes calvas con brillo, como el suero de los quesos de la tierra, y de frentes muy duras, pero peladas y llenas de arrugas. Los más viejos tienen en la calva muchas costras, como esas que les salen a los niños de teta en la cabeza.

Las mujeres

Las mujeres de Oropesa, como las de todos estos pueblos toledanos, suelen ser buenas mozas y muy trabajadoras y comparten con los hombres las labores del campo. Al mediodía se las ve llevar en la cabeza una tabla grande llena de panes, de vuelta del mercado, con cestas llenas de verdura para el consumo de la semana. Todas van descalzas, porque los zapatos los guardan para los días de fiesta. Su traje es un jubón negro, pañuelo blanco al cuello y debajo otros amarillos o verdes. En el moño, trenzado, llevan clavadas algunas gran lujo de peinetas, collares al cuello y unos grandes pendientes de media luna calados y dorados, que al darles el sol pone una mancha transparente de ámbar en sus cuellos.

Las niñas parecen mujeres, pues llevan el mismo peinado y unas faldas muy largas que oculta sus pies.

Las calles

Las calles de Oropesa están llenas de cuestas y piedras redondas como moles; unas tienen manchas amarillas o rojas, como si se fueran tiñendo poco a poco y por dentro les hubiese salido una enfermedad; otras están rajadas y se ve esconderse alguna lagartija que estaba tomando el sol y huye asustada; otras, abiertas. Entre sus boquetes y hendiduras se ven metidas las vigas, pues sobre estas piedras están cimentadas las casas.

En la calle de Peñitas es donde hay más casas montadas en las piedras; a estas viviendas rústicas se sube por una escalerilla desigual, abierta en la roca; en sus fachadas blancas están recostados los enormes arados, y clavados hay un cedazo, los arreos de las mulas y los cuévanos, donde llora al sol un niño metido entre una bayeta amarilla.

Me recuerda esto a los paseos que daba en Santander por los barrios de los pescadores; en las fachadas de aquellas humildes casas, pintadas unas de azul, otras de verde o de color rojo de sangre de toro, se veían colgadas de las escarpias bragas amarillas llenas de escamas de pescados, encerados extendidos para secarse al sol, todos estos trofeos del mar que bajan de las paredes, velas de barco, redes de pescar, traineras puestas en seco y arrastradas hasta los mismos portales de estas casas de pescadores, y su interior repleto de capachos y cestos con muchas cuerdas y anzuelos y cachos de carnaza clavados en ellos.

Esta calle de Peñitas tenía algo de barrio marinero, y para completar la ilusión vi un carro tumbado sin ruedas, como una lancha vieja e inservible; del interior de este carro asomó una cabeza renegrida de un hombre que estaba medio desnudo y envuelto en una manta; tenía este vagabundo una barba muy crecida y el pelo le tapaba casi las orejas; me extendió la mano y dijo con una voz muy doliente:

—Mire el señor hermano si tiene a bien socorrerme con algo, pues hoy no he comido.

Yo, que llevaba en el bolsillo la merienda que me sobró del tren, le di un buen trozo de salchichón y jamón, que devoró en un momento; después de pedirme de fumar, dijo:

—Yo, hermano, soy Pedro Conejo; también me llaman en este pueblo el Oso; padezco de ataques y tengo una úlcera en una pierna. Al poco tiempo de llegar a este pueblo me dio la epilepsia, me caí en la lumbre de un horno, y como perdí el conocimiento y no había nadie que me sacase me quemé un pie, y por eso no me puedo mover de aquí, y este carro es mi cama, y si quieren que viva tendrán que venir aquí a darme de comer; cuando sane marcharé a Soria andando a pedir para comer en los pueblos, pues a mi me gusta mucho viajar.

Después de despedirme del hombre del carro me metí en estas calles silenciosas; en una tropecé con un viejo, embozado en una larga capa, tirando de la cuerda de una mula vieja y coja, y luego vi pasar dos ancianos derrengados que parecía se iban a caer de encogidas y flojas que llevaban las piernas; vistos por detrás parecían gemelos; caminaban detrás de sus burros con una vara en la mano.

Por la cuesta de esta calle entraban los carros que vuelven al pueblo llenos de trigo, tan repletos, que apenas caben por estas estrechas calles, que rozan las paredes, tirando la paja al suelo y les tenemos que dejar hueco, metiéndonos en los soportales para que pasen.

En una de las mulas iba montado un mozo de color muy moreno la cara; el pelo, negro y áspero, le caía en chuletas tapando sus orejas. Tenía la camisa abierta, por la que asomaba el pecho robusto y rojo por el sol. Llevaba puesto un sombrero ribeteado de trencilla roja y adornado con flores: ese sombrero de los segadores que, aun estando lleno de manchas y de agujeros, siempre conserva una forma rara y bonita. Este carro tenía algo de pastoril, y el labrador parecía una fina figura de un nacimiento antiguo, de madera, vestido con lujo y detalles realistas.

Al pasar este carro vi en un portal, a la claridad del sol, una chica, ya casadera, que la estaba peinando su madre; tenía el pelo suelto y era muy guapa con la cabeza baja, algo distraída, dibujaba unos pliegues con los dedos en su delantal.

Esto de la falta del reloj en los pueblos es lo que más hace que no tenga uno noción del tiempo.

¿A qué hora estaban peinando a esta moza? ¿Eran las diez eran las doce? Pero debía ser tarde, porque sentía ya uno ganas de comer.

Y volví al centro del pueblo, a la plaza de Oropesa, donde están las Casas Consistoriales y los paradores; me metí en una barbería; el barbero, que debía ser algo burlón, me dejó con el jabón bigote y perilla de general; yo en el espejo me veía ya anciano y le dejaba a ver cómo concluía.

Cuando salí de la peluquería vi un cobertizo con un largo banco de piedra; pegado a él había un lienzo de pared con una raya pintada y unos números; es donde juegan los mozos a la pelota los domingos.

En el techado donde me senté había unos vecinos del pueblo leyendo los periódicos, y donde se meten en el verano para resguardarse del sol; los que tienen bienes y tierras no hacen nada; no trabajan, van a misa, a la peluquería y se sientan en esta plaza, mirando el único reloj del pueblo, el del Ayuntamiento, esperando que llegue la hora de comer, y muy despacio, apoyados en sus bastones, se van a sus casas.

Del grupo de estos viejos sesudos y cazurros se levantó uno, y dirigiéndose a mí, viendo que era forastero, dijo:

—Amigo, qué pocos estamos en la plaza; si no fuéramos mas que nosotros y hubiera un fuego, aquí bien pronto se iba a quemar el pueblo.

La boda

En este grupo me enteré que había una boda principal en el pueblo: un rico labrador había casado a una hija suya con un criado y los novios llevaban dos días en diversiones.

Ya les pondría yo a los enamorados, dijo uno de los viejos, a trabajar; pero amigo tienen dinero.

Después de comer bajé al pueblo; me faltaba ver el castillo «De la Doncella»; éste seguía con la puerta cerrada; una mujer, en una casucha de enfrente, me dio las señas de un tabernero que tenía las llaves del castillo; le fui a buscar y entramos en un piso lóbrego y húmedo, lleno de toneles y tinajas de vino que daban un olor fuerte y sano; el suelo era la tierra; en lo alto de un macizo muro de piedra se veía la luz que entraba por unas rejas de un ventano; estábamos dentro del castillo, aprovechado como almacén de mosto.

Subimos por una escalera muy estrecha de caracol que nunca terminaba; a veces nos quedábamos a obscuras; otras entraba la claridad de un boquete; por fin nos encontramos en una plataforma llena de verdín; subimos una escalera de hierro muy pendiente que daba a las almenas de este castillo; desde allí se veía una hermosa vista; yo le señalé al tabernero un pueblo que se veía a lo lejos y me enteré, con sorpresa, que era Lagartera.

Cuando salí del castillo volví a entrar en la casa de los duques, y al bajar, por la espaciosa escalera de paredes que antes estaban pintadas y tenían escudos de piedra y que hoy las han tapado y cegado con yeso, para que estén más blancas; pero que los chicos se han encargado de salpicarlas con bolas de barro y pintado con escobas llenas de caca.

En plena fiesta

El salón que da a la calle estaba lleno de muchos mozos y mozas, que ocupaban los mismos bancos donde se sientan los pobres en los días que reparten comida; también habían llevado allí muchas sillas; se bailaba y se cantaba, dando gritos bruscos y duros, y había unos músicos alquilados que tocaban la flauta y el tambor.

La elegancia de los trajes me chocó, y en seguida caí que se trataba de la boda de que había oído hablar.

Las mujeres iban muy bien vestidas, con pañuelos blancos bordados de seda y los largos mantones con flecos de mil colores, la saya o vasquiña de indiana azul celeste o rosa; otras llevaban un corpiño con un terciopelo guarnecido de abalorios; por encima del pañuelo del cuello se veían las cintas de seda de los collares, algunas muy anchas, rosas, azules y verdes.

Los mozos iban también bien vestidos, con sus sombreros anchos nuevos, las chaquetas y pantalones negros; algunos estaban en mangas de camisa, llevando la chaqueta al hombro; las mujeres se sentaban encima unas de otras en las sillas y paseaban por el prado, con sus pendientes y collares de oro, cogidas de la mano; tenían ese aire modesto y rústico de las mujeres del pueblo.

Yo pensaba cuántas defunciones, bautizos y bodas iba a haber entre estas gentes unidas alegremente en este día de fiesta, pues siempre salen nuevos enlaces de estas reuniones que asisten a una boda.

En un caso de estos no se debe regatear y regalar espléndidamente a los novios, porque esto en la vida es lo que se parece más a la muerte.

Dos corazones que arden con una llama roja, juntos y unidos, rodeados de unas flores, una bolsa de dinero colocada en la casa de banca de un pueblo y dos ataúdes enlutados donde encerrarán a los hijos si los tienen, es el emblema de los casados.

Camino de Lagartera

El sol picaba y el camino está seco, con una capa de polvo y lleno de piedras; se ven muchos lagartos, que se ocultan bajo las piedras al ruido de nuestras botas, y se veían grandes serpientes dormidas y tomando el sol en medio de la carretera; al menor ruido huyen muy de prisa y se enroscan; yo no comprendo que se mate a este precioso animal.

Su cuerpo brilla hermoso como si acabase de salir del agua, y aunque se arrastre por el polvo siempre su piel está lustrosa, mientras nuestro calzado está sucio y lleno de tierra.

En esta carretera se ven postes con un papel clavado que dice que se paga al que mate a uno de los machos; por eso se presenta en el pueblo alguno con un bastardo colgado de un palo, muerto a pedradas y a palos, cortándole con la faca la cabeza, que traen colgada de un palo, y también con serpientes madres y padres.

También al poco rato que llevamos andando vemos en medio del camino saltar, como los gorriones cuando pican en la boñiga de las caballerías, unos bichos pequeños que al andar se pegan de cabezadas en nuestras piernas; estos bichos parecen saltamontes, que están escondidos a millares entre los matorrales; por todo el camino se oye el chirriar constante de estas langostas, verdes y pardas, que a pelotones se ven; también hay muchos canutos o zurrones, en donde están encerrados los gusanos o langostas en embrión, que al estar en estado de moscas, al empezar a comer comienzan también a formar agrupaciones para marchar.

¡Buen susto se van a llevar los vecinos de Oropesa, que ignoran esto, cuando caiga sobre el pueblo la gran nube y plaga de langosta que se está fraguando a ocultas y obscurezca el curso del sol y deje a Oropesa a obscuras!

El camino seguía igual; había algunas charcas y riachuelos; a lo lejos veía el pueblo y divisaba la torre de la iglesia; después de un gran rato de andar, vi el pueblo ya próximo, rodeado de lejanas montañas, que en el invierno están siempre nevadas y que aun en los meses de más calor conservan cuchillos de nieve.

Al llegar al pueblo comencé a ver gente, pues en todo el camino no había ni visto alma viviente. Atravesé por unas piedras donde había un río, y las mujeres lavaban la ropa y subían con cántaros de agua.

Este pueblo me dio una impresión de monotonía; sus casas todas iguales, por donde asoma la piedra enyesada, con muchos corrales, donde hay encerrados burros, carros y gallinas; en los portales se guarda la leña. Estas viviendas tienen unas altas chimeneas blancas y las calles están muy en cuesta, llenas de piedras y troncos de árboles; por los portales de algunas de las casas más grandes se ve la cocina de campana, con el caldero colgado debajo de la leña; la puerta de hierro del horno cerrada con un cerrojo; la escalera pendiente, que desaparece en el arco que se abre en la pared de cal; dentro de la chimenea habrá unos escalones que darán a alguna alcoba en la que apenas cabe una cama; encima, en un piso alto, habrá un sobrado lleno de sarmientos, maíz y trigo. En los ladrillos de esta cocina, rotos y comidos por las pisadas y los años, se ve la hendidura del hacha al partir la leña al lado del fuego, se ve una silla y en el suelo alforjas tumbadas.

Las mujeres de Lagartera son como hombres; montan muy bien en burro y ellas mismas enganchan las caballerías a los carros. En este pueblo no hay mas que una posada en la Plaza; en un portal se lee en una tabla;

Antigua
Posada
de Amores.

En esta Plaza está la escuela pública de niños y la iglesia, situada en una calle muy pendiente.

En Lagartera hay una calle muy estrecha y de pocas casas.

«Calle del Cementerio»,

que da salida al cementerio de Lagartera. Aquí, en esta calle, vi llevar a un niño muerto en brazos, con el delantal y las botas puestas, que le iban a enterrar sin caja. ¡Cómo caería la tierra en su delantal, llenando sus bolsillos, los bolsillos que tanto estiman los chicos, cegando sus botas y tapando su cara!

Los hombres de Lagartera llevan unos preciosos trajes que cambian mucho de color: unos llevan fajas moradas y otros coloradas, chaleco blanco de bayeta, camisa con adornos de trencilla negra, sombrero pavero y medias de algodón. Las lagarteras llevan las faldas muy cortas y hay gran variedad de colorines; a las niñas les hacen un peinado muy historiado: las recogen unas trenzas muy estrechas por la frente y un moño muy abultado; en esto se parecen a las viejas que tienen pelo blanco y llevan este mismo peinado; pero hay que ver lo derechas que andan, aunque su tamaño sea tan pequeño y su peso tan ridículo. Cosen sentadas en los portales, con unos pañuelos blancos a la cabeza y con lentes y gafas, como los viejos, que las sacan de un estuche mugriento como la petaca, compañera inseparable. Viejas llenas de arrugas, la cara y las manos como las patas de las gallinas; viejas laboriosas, que zurcen las medias de máscara, y estos zapatos blancos de sus nietos, con una suela gruesa, que parecen de chino; estas viejas que, a sus piernas delgadas como palillos, tienen el humor de vestirlas con medias de trozos de colores chillones.

En este pueblo admirable se conserva y se conservará siempre la tradición a través de los adelantos, pues yo todas las mujeres que vi en el pueblo iban vestidas con los mismos trajes, todas con las maravillosas medias de lagarto.



TEMBLEQUE

AL bajar del tren y entrar en la estación me encontré con el pueblo cercano; se halla esta villa situada en una explanada y distante de Toledo unas diez leguas.

Era la una de la tarde y entré en la fonda a comer; me senté en la mesa redonda, que presidía un cura con el pelo muy negro, las cejas juntas, debajo de una frente abultada, roja y llena de arrugas; tenía la cara tostada y reluciente; en las manos, cortadas por el frío, se veían las uñas negras de cavar donde estaba enterrada la tierra de Tembleque. Este cura tenía la sotana llena de manchas de grasa, y bautizaba su conversación con muchos coños y puñetas; tenía puesto su bonete, y es el único que estaba cubierto en la mesa; los otros vecinos de comer era gente enferma, que no hacían mas que toser, gargajear y hablar de calamidades.

A mi lado había un señor con unas barbas como postizas que le llegaban hasta la mitad del pecho: tenía un color cobrizo, y la calva, que llenaba su estrecho y desconformado cráneo, brillaba como la caoba; su voz parecía enterrada y que salía de su espalda, pues de su pecho a este tabique había poco espacio y por eso era tan cavernosa; todos estábamos agachados en el plato tomando la sopa; sorbíanla despacio y como preocupados en no meter ruido con la cuchara. Luego pusieron una bandeja con unos garbanzos duros que votaban en el plato; después sacaron una fuente, llena de descalabraduras, con unas albondiguillas; todos empezaron a contarlas con la vista y concluimos por servirnos una cada uno y comernos toda la salsa; el último plato era un pollo muy duro, nadando en una salsa negra; al señor enfermo de la calva de madera barnizada le reservaron la pata, según costumbre, que dijo él que tenía. Este hombre triste, mientras comía la pata, sus mandíbulas parecían desencuadernarse y que se le iban a caer las barbas; mordía mucho la pata, y después que la dejó pelada empezó a dar golpes con el hueso en el plato como con el palo de un tambor; fumó un cigarro y rodeó el plato de ceniza; luego hecho un gargajo que aplastó con la suela de las botas.

De postre pusieron en la mesa un membrillo amarillo como vela de difunto y unas galletas duras.

De sobremesa hablaron de ir al Casino a tomar café y que había unas chicas nuevas en casa de la Bigotes, que no estaba de más el ir a verlas.

Cuando me levanté de la mesa y empecé a andar por el pueblo, vi un estanco; las puertas estaban pintadas con el rojo y amarillo de la bandera nacional, desteñida y borrosa por la lluvia; entré a comprar un cigarro; aquí, lo mismo que en Madrid, los canallas de estanqueros daban el tabaco malo y roto, tiraban la moneda en el mostrador y la hacían botar diez o doce veces para ver si era falsa.

En una casa de un solo piso, con un gran farol de gas debajo de los balcones, decía:

«Casino de Tembleque».

Tuve curiosidad y subí a verlo; en unas paredes ahumadas de papel viejo había unas mesas bajas y panzudas de jugar a las bolas y al billar; sentados al lado de una estufa jugaban al tute mis compañeros de mesa; tenían enfrente los anchos vasos de un café venenoso y las pilas de perras gordas para jugarlas; el cura labrador estaba sentado en medio, con el bonete torcido y su cara color de correa, que de puro bruto le hacía simpático; de su boca, desdentada y negra, no salían mas que juramentos y bebía mucho vino; tenía puestas unas botas de suela gorda con espuelas; cuando perdía alguna jugada decía: Cojonian tuam miserere novinus tecum.

Aquí no se hablaba mas que de las próximas elecciones, y todos los presentes tenían esperanzas de salir diputados; el cura decía que él se encargaría de buscar los votos, pero que había que untar el carro de grasa.

Los camareros de este casino estaban cubiertos con boinas y jugaban entre ellos a la baraja en un rincón de la habitación; se veía un hueco en la pared con un tablado: era el teatro, donde por la noche unas cupletistas bailaban la danza del vientre.

Según seguí andando por el pueblo, vi varios conventos de frailes y monjas; me quedé mirando el pórtico de piedra, donde decía: «Padres Franciscanos Observantes»; en la puerta había uno de estos frailes, el hermano limosnero, gordo como un cerdo; me preguntó si era forastero y me invitó a entrar; subimos una escalera y me enseñó la biblioteca; había aquí varios retratos muy españoles de frailes, y un cura, sentado en la mesa de su celda, tenía delante un tintero de cobre, con la campanilla, y en la mano una pluma de ave, levantada en actitud de pensar, para escribir en un grueso libro, a cuyo lado estaba un crucifijo; en su cabeza se veía el birrete de doctor, y por fondo, detrás de una cortina, su librería, con tomos de encuadernación seria, según la época, y otros en pergaminos con grandes letreros góticos en los lomos.

Me enseñó la celda; en unos pupitres estaban sentados unos frailes comiendo en unas escudillas. «Aquí no se come carne —me dijo—, sólo una sopa de ajos»; uno de los hermanos, que estaba dando mordiscos a un jamón, lo ocultó en su pecho al oir esto, y miraba a uno que tenía un chorizo entero metido en la boca.

Al ver que entraba un visitante, aquellos frailes barbudos que estaban entregados al ocio, durmiendo espatarrados en sus sillones, con las manos cruzadas sujetándose las panzas y otros sacando pelotillas de las narices y los pies, se tiraban en el suelo como haciendo penitencia y dándose golpes de pecho.

Estos frailes y monjas son los que ocupan los mejores edificios en España y viven mejor, en medio del mayor silencio y tranquilidad de espíritu, y no piensan mas que en comer y dormir y en sacar dinero.

Un poco más arriba de esta calle está el convento de las monjas pasionistas; se veía al entrar un salón pequeño; en la pared de yeso estaba colgado un retrato de una mujer de edad, de cara desagradable, que era la fundadora, y la habían hecho santa; junto a su pecho blanco destacaban sus manos amarillas, que sostenían una cruz; sus párpados estaban caídos y tenía una corona de espinas en la cabeza, cuyas puntas tenían sangre; lo raro de este retrato es que se trataba de una muerta y el pintor había atado el cadáver de un clavo en la pared para que se sostuviera de pie. Dentro, en la iglesia, en los balcones y rejas altas, cantaban las monjas, que no se veían nada más que un poco del blanco de su traje, con unas voces desafinadas, como de almas en pena; debían tener todas ellas las bocas desdentadas, porque parecía que cantaban con las puntas de los labios y se durmiesen de vez en cuando, interrumpiendo la retahila de la letanía. En otro sitio vi una reja alta a la altura del suelo; en ésta entraba más la claridad y se veían las figuras; entreví con la luz una monja joven y guapa que llevaba una pesada cruz al hombro.

Al salir al portal, y respondiendo a mis preguntas, me dijo una pobre vieja que a esta monja la ponían la cruz algunas veces porque se rebelaba y que hacía poco tiempo que había profesado, que debía tener muy buena dote porque era de una familia muy rica.

Seguí por la calle abajo y vi un pobre anciano, buhonero viejo, que había vendido su buho por no poderle dar de comer: estaba lleno de harapos; vino hacia mí, y quitándose la gorra apoyó su calva cabeza en mi vientre como topándome, y cogiéndome de las manos me las besó con unos besos tristes de viejo; yo noté al hablar con él su falta de memoria y que no andaba bien su cabeza por sus palabras incoherentes; me pidió un cigarro; pero yo comprendí su necesidad y le ayudé a quitarse la correa, le bajé los pantalones, y como a un niño pequeño le hice hacer sus necesidades.

¡Cómo salvar a este hombre!, dije para mí; le llevaré a un asilo; no, no puede ser; le llevo conmigo; tampoco, yo soy viajero; ¿qué hago? dije. Y una voz me contestó: Sigue tu camino, puede que te veas tú lo mismo el día de mañana.

Llegué a la pintoresca plaza de Tembleque: era ésta una plaza soportalada, aquí estaban los bravos cargadores y carreteros de Tembleque. Al entrar en una taberna donde se servía mucho vinazo, me enteré que en este pueblo había mucho salitre y se hablaba de unas romanas enormes que estaban clavadas en el suelo desde hacía muchos años por su peso extraordinario y que las tenían que manejar sólo los antiguos, pues los hombres de ahora no valían nada. De todo esto que oía nada hablaron el bárbaro del cura y los demás compañeros de mesa en la fonda, y puesto que ahora me iba enterando de cosas curiosas y comenzaría a ver el pueblo a mis anchas, me fui a la fonda a recoger mi maleta para trasladarme a una de las posadas que había en esta plaza, con ánimo de quedarme en Tembleque otro día. En la posada me dieron una habitación grande, en cuya pared vi brillar al entrar un trozo de espejo en forma de pico e incrustado en ella.

Por la noche me asomé tras los cristales; toda la plaza estaba desierta, nada más se veía encendida la esfera del reloj del Ayuntamiento. ¡Qué enorme silencio se sentía en aquella posada!; nada más el tic tac de un reloj de una habitación contigua, que debía ser la sala, según pude ver a la entrada; dos sillones y un sofá cubiertos con sus fundas blancas, y encima de una consola el brillar de un espejo y dos fanales redondos de cristal, que debían encerrar ramos de flores de trapo, y una urna con un niño Jesús de cera y una lamparilla encendida en un vaso nadando sobre el aceite y encima del mármol de la consola; luego el resto de la habitación obscura, sin verse sus paredes, en las que estarían colgados algunos retratos o cromos.

Vi apuntar el sol por la mañana tras los cristales del balcón, y como me había acostado muy temprano había dormido lo bastante y no tenía ya sueño; encendí la luz, busqué la jarra para lavarme y no tenía agua; por no despertar ni molestar a nadie, pues en la posada toda la gente dormía, salí a la calle y bajé a la afueras a ver el pueblo. Salí al campo, y al llegar a la estación tenía ésta sus puertas cerradas; todo era silencio en ella; encima de una mesa se veía el bronce de la campana de aviso y un farol apagado; enmedio de la vía otro encendido.

Seguí paseando por una fila de altos árboles; también los pájaros dormían.

Se sentía frío, el cielo empezaba a clarear y todo tomaba un tinte fino, las casas a lo lejos, la tierra, vi un río y me lavé la cara y las manos y quedé rejuvenecido.

De pronto, un hombre viejo, que iba a cuerpo y no parecía tener frío, con la barba blanca, vino hacia mí como una aparición que hubiera salido de entre aquellos árboles; le vi llegar alegre, como si me fuera a abrazar, como un amigo al que habría que obsequiar, y se paró a pocos pasos; parece que le estoy viendo; sacó una trompeta, y su sonido alegre y jovial rasgó el aire de la mañana; ¡qué notas más claras, durante unos momentos, me regaló con su música!; y cuando paró se me quedó mirando, como si esperase que fuera a abrazarle y felicitarle. Después desapareció, le estuve buscando, pero no le encontraba; nada más sentía tocar su trompeta en distintas direcciones; pero en vano, ya no le volvería a ver.

Al poco rato vi las primeras mujeres, que venían al río con grandes cestos, a lavar la ropa; subí al pueblo; calles monótonas, donde parecía que no habitaba nadie; establos, donde había algún caballo atado en un patio con la puerta abierta.

Fachadas enteras de conventos y escuelas, donde se oía la algarabía de los niños que paseaban cantando ¡una y una dos, dos y dos cuatro! Cantos lastimeros de monjas que cantaban tras las rejas, como si las doliera el estómago, y cantando con la nariz, como brujas. Palacios enormes deshabitados, con patios donde cabía un ejército, las paredes ruinosas, sus baldosas llenas de hierba; por dentro, completamente desalquilados de cuadros, de mesas enormes de nogal, de alacenas, tapices y demás objetos suntuosos que se han llevado los anticuarios. Porque en España pasa eso, cuando todo está en ruinas y cuando se han venido abajo esos castillos que destacaban su belleza en la llanura de Castilla y que acogían bajo su planta a tantos pueblos históricos, es cuando sale algún erudito que, apoyado por otro ignorante, que es el ministro de Bellas Artes, entre los dos lo declaran monumento nacional.

Los carreteros de Tembleque

Son estos hombres de pelo en pecho; sus caras se parecen a la del toro, muy barbudos, con las cejas muy pobladas y juntas, las caras atezadas por el sol, las frentes llenas de arrugas y las mejillas con surcos, como la tierra abierta con la azada; encerrados por el negro del afeitado de la barba y el bigote destacan, más descoloridos, los labios y los dientes muy blancos; sus manos, desproporcionadas, grandes y membrudas; sus chaquetas llenas de cuchillos de tela de distinto color, para tapar los rotos, con la zamarra al hombro, en cuyo bolsillo asoma el pañuelo moquero con el que se suenan fuerte y lo atan al cuello para empapar el sudor; sus piernas, calzadas con polainas de cuero con todos los broches y hebillas tapadas y blancas por el barro de los días de lluvia; sus sombreros, de forma rara, encasquetados hasta las orejas. ¡Qué bien saben estos carreteros comer de pie mientras hay un descanso!: abrazan la cazuela y la recuestan en el pecho, llena de patatas, de berzas y cocido; el pan se convierte en moreno cuando lo amasan con los dedos tiznados y negros donde resaltan el blanco de sus uñas, que suelen ser zapateras por los golpes, y a alguno le suele faltar un dedo de la mano, que se ha cogido entre dos moles de piedra; al quedar este dedo deshecho, como un colgajo, ellos mismos se han hecho la amputación sin tener que ir a la Casa de Socorro; abriendo la faca, se lo han cortado y tirado al suelo.

Los carros

Esos carros largos y rústicos, con refuerzos de hierro y con grandes argollas de acero, donde van metidos unos largos garrotes para contener la mercancía y que quitan y ponen los carreteros, según se cargan y descargan; carros destinados para los grandes pesos; unas veces son cuadrados bloques de piedra, barras de hierro y troncos de árboles que llegan a mucha altura, como bosques de leña.

Los carreteros dejan el palo que sirve para pinchar a los bueyes apoyado en el ancho testuz y en la separación de uno de los cuernos de estos nobles animales; están horas enteras inmóviles, mientras descargan los carros; muchas veces sienten el alivio de su carga; la lanza se apoya en un palo que lleva debajo contra el suelo y descansa algo; pero cuando los hace recular el carretero, pinchándoles con la vara para calzar el carro nuevo que llega abarrotado, entonces levantan la cabeza con los ojos asustados y sacuden los cuernos; se siente el chirrido de los ejes de las ruedas y las maderas del carro que cruje bajo su carga, lo mismo que las correas y cinchas amarradas por la raíz de sus cuernos y que los oprimen fuertemente sus cerebros, volviéndoles locos de dolor; otras veces clavan las cuatro patas en tierra y están abrumados por el peso, que se les viene encima; de su pecho cuelga un papo grande, que parece tocar en el suelo; y muestran mucho desasosiego por las moscas que le pican en el hocico, llenan sus lenguas y pasean por sus lomos; ellos las sacuden con sus rabos, moviendo sus pesados cencerros que llevan colgados del cuello a un cinturón de cuero, pero las moscas no se van y parecen pegadas a sus pellejos; rumian constantemente y se ven sus dientes viejos, anchos y amarillos; la espuma recorre su larga boca y cuelga en hilos por sus pechos; como están rendidos; quieren buscar una postura cómoda; sus movimientos son lentos y pesados; cuando se mueven para descansar sobre una pata trasera, parece que tienen que hacer una maniobra como un buque al amarrar al puerto, por lo macizos que son.

Su testuz tiene un pelo rizoso y basto, a veces lleno de canas duras como cepillos; debajo de sus patas corren las churradas a lo largo de las calles.

Muchos de estos bueyes tienen los cuernos serrados, porque acordándose de que han sido toros no es la primera vez que han acometido al verse desuncidos y han dado en la espalda o en el pecho una enorme cornada, mandando al otro barrio a su carretero.

Las mulas

A la puerta de un almacén de aceite están descargando unos pesados carros; los pellejos son peludos y rechonchos, atados con gruesas sogas; algunos pellejos tienen pintas de la piel membruda de los toros de que están arrancadas; parecen que tienen también orejas mutiladas como los perros de presa.

Las mulas de los carros más pesados están desuncidas para que descansen; tienen las cuerdas del tiro dentro de canales de cuero, y sus ganchos se atan a las cabezadas y al collar, lleno de cascabeles y forrado de bayeta verde o roja, dejando señalada una mancha en el cuello, sobre todo en las mulas blancas, al desteñir por el sudor.

Las mulas son mucho más artistas que los bueyes, y su colocación es más elegante; ¡cómo estiran las patas para desperezarse, las finas patas, llenas de tendones y venas!; aunque nos dan una idea de fuerza, es también de gracia, al mirar sus grupas redondas y bien dibujadas; ¡con qué nobleza recuesta su cabeza para descansar sobre la grupa de otra compañera!; amigas de los perros callejeros son las mulas; a éstos les gusta cobijarse bajo sus patas cuando caminan por la calle arrastrando el carro.

La marcha

La plaza de Tembleque, a la caída de la tarde, es cuando estaba más animada y los viajantes hacían sus últimas compras; al pie de las posadas estaban esperando las galeras, con grandes toldos, para partir a distintos pueblos; un cura, montado en un caballo, con su sombrero de teja, metía los pies en los calzos de madera que le servían de estribo, y daba con un vergajo un fuerte golpe en las ancas, que al caballo le debía parecer que era de plomo.

Los quintos venían cogidos del brazo cantando; llevaban una flor metida en las cintas del sombrero y un papel del número del sorteo.

En un cajón, como una portería que había en el portalón de mi posada, un escribano estaba escribiendo unos memoriales; en el bolsillo de su levitón asomaba una botella de asta; en otra, que tenía en la mesa, mojaba su pluma de ave; el cuello de esta botella tenía un tapón atado con una cuerda; éste era el tintero; debajo estaba la salvadera, cuyos polvos esparce en el papel para secar la tinta.

Como no había tren a aquella hora cogí una de las galeras, donde me acomodé como pude, para ir a un pueblo vecino, donde por la mañana temprano coincidiría a su llegada el tren que salía para Plasencia.

(Continuará...)

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