Julio Ramón Ribeyro

Agosto es el mes de los vientos y los palomillas corren por los potreros volando las cometas. Algunos se trepan a las huacas para que sus cometas vuelen más alto. Yo siempre he mirado este juego con un poco de pena porque en cualquier momento el hilo puede romperse y la cometa, la linda cometa de colores y de larga cola, se enreda en los alambres de la luz o se pierde en las azoteas. Toribio era así: yo lo tenía sujeto apenas por un hilo y sentía que se alejaba de mí, que se perdía.
Cada vez hablábamos menos. Yo me decía: «No es mi culpa que viva en un barranco. Aquí por lo menos hay un techo, una cocina. Hay gente que ni siquiera tiene un árbol donde recostarse». Pero él no comprendía eso: solo tenía los ojos para la ciudad. Jamás quiso pescar. Varias veces me dijo: «No quiero morir ahogado». Por eso prefería irse con Samuel a la ciudad. Lo acompañaba por los balnearios, ayudándolo a poner vidrios, a componer caños. Con los reales que ganaba se iba al cine o se compraba revistas de aventuras. Samuel le enseñó a leer.
Yo no quería verlo vagar y le dije:
—Si tanto te gusta la ciudad, aprende un oficio y vete a trabajar. Ya tienes dieciocho años. No quiero mantener zánganos.
Esto era mentira: yo lo hubiera mantenido toda mi vida, no solo porque era mi hijo sino porque tenía miedo de quedarme solo. Por la tarde no tenía con quién conversar y mis ojos, cuando había luna, iban hacia los tumbos y buscaban la barcaza, como si una voz me llamara desde adentro.
Una vez Toribio me dijo:
—Si me hubieras mandado al colegio ahora sabría qué hacer y podría ganarme la vida.
Esa vez le pegué porque sus palabras me hirieron. Estuvo varios días ausente. Después vino, sin decirme nada, y pasó algún tiempo comiendo mi pan y durmiendo bajo el cobertizo. Desde entonces, siempre se iba a la ciudad pero también siempre volvía. Yo no quise preguntarle nada. Algo debía pasar, cuando regresaba. Samuel me lo hizo notar: venía por Delia, la hija del sastre.
A la Delia varias veces la había invitado a sentarse en el terraplén, para tomar una limonada. Yo la había distinguido entre las mujeres que bajaban porque era redonda, zumbona y alegre como una abeja. Pero ella no me miraba a mí, miraba a Toribio. Es verdad que yo podía pasar por su padre, que estaba reseco como metido en salmuera y que me había arrugado todo de tanto parpadear en la resolana.
Se veían a escondidas en los tantos recovecos del lugar, detrás de las enredaderas, en las grutas de agua filtrada, porque lo que tenía que suceder sucedió. Un día Toribio se fue, como de costumbre, pero la Delia se fue con él. El sastre bajó rabioso, me amenazó con la policía, pero terminó por echarse a llorar. Era un pobre viejo, sin vista ya, que hacía remiendos para la gente de la barriada.
—A mi hijo lo he crecido sano —le dije, para consolarlo—. Ahora no sabe nada pero la vida le enseñará a trabajar. Además, se casarán, si se entienden, como lo manda Dios.
El sastre quedó tranquilo. Me di cuenta que la Delia era un peso para él y que toda su gritería había sido puro detalle. Desde ese día me mandaba con las lavanderas una latita para que le diera un poco de sopa.
Verdad que es triste quedarse solo, así, mirando a sus animales. Dicen que hablaba con ellos y con mi casa y que hasta con el mar hablaba. Pero quizás sea mentira de la gente o envidia. Lo único cierto es que cuando venía de la ciudad y bajaba hacia la playa, gritaba fuerte, porque me gustaba escuchar mi voz por el desfiladero.
Yo mismo me hacía toda: pescaba, cocinaba, lavaba mi ropa, vendía el pescado, barría el terraplén. Tal vez fue por eso que la soledad me fue enseñando muchas cosas como, por ejemplo, a conocer mis manos, cada una de sus arrugas, de sus cicatrices, o a mirar las formas del crepúsculo. Esos crepúsculos del verano, sobre todo, eran para mí una fiesta. A fuerza de mirarlos pude adivinar su suerte. Pude saber qué color seguiría a otro o en qué punto del cielo terminaría por ennegrecerse una nube.
A pesar de mi mucho trabajo, me sobraba el tiempo, el tiempo de la conversación. Fue entonces cuando me dije que era necesario construir una barca. Por eso hice bajar a Samuel, para que me ayudara. Juntos íbamos hasta la caleta y mirábamos los barcos de los otros. Él hacía dibujos. Después me dijo qué madera necesitábamos. Hablamos mucho en aquella época. Él me preguntaba por Toribio y me decía: «Buen chico, pero ha hecho mal en meterse con una mujer. Las mujeres, ¿para qué sirven? Ellas nos hacen maldecir y nos meten el odio en los ojos».
La barca iba avanzando: construimos la quilla. Era gustoso estarse en la orilla, fumando, contando historias y haciendo lo que me haría señor del mar. Cuando las mujeres bajaban a lavar la ropa —¡cada vez eran más!— me decían:
—Don Leandro, buen trabajo hace usted. Nosotras necesitamos que se haga a la mar y nos traiga algo barato de qué comer.
Samuel decía:
—¡Ya la explanada está llena! No entra una persona más y siguen llegando. Pronto harán sus casas en el mismo desfiladero y llegarán hasta donde revientan las olas.
Esto era verdad: como un torrente descendía la barriada.
Si la barca quedó a medio hacer fue porque en ese verano pasaron algunas cosas extrañas.
Fue un buen verano, es cierto, lleno de gente que bajó, se puso roja, se despellejó con el sol y luego se puso negra. Todos pagaron su entrada y yo vi por primera vez que la plata llovía, como dijera mi hijo Pepe, el finado. Yo la guardaba en dos canastas, bajo mi cama, y cerraba la puerta con doble candado.
Digo que en ese verano pasaron algunas cosas extrañas. Una mañana, cuando Samuel y yo trabajábamos en la barca, vimos tres hombres, con sombrero, que bajaban por el barranco con los brazos abiertos, haciendo equilibrio para no caerse. Estaban afeitados y usaban zapatos tan brillantes que el polvo resbalaba y les huía. Eran gentes de la ciudad.
Cuando Samuel los vio, noté que su mirada se acobardaba. Bajando la cabeza, quedó observando fijamente un pedazo de madera, no sé para qué, porque allí no había nada que mirar.
Los hombres cruzaron por mi casa y bajaron a la playa. Dos de ellos estaban cogidos del brazo y el otro les hablaba señalando los barrancos. Así estuvieron paseándose varios minutos, de un extremo a otro, como si estuvieran en el pasillo de una oficina. Al fin uno de ellos se acercó a mí y me hizo varias preguntas. Luego se fueron por donde habían venido, en fila, ayudándose unos a otros a salvar los parajes difíciles.
—Esa gente no me gusta —dije—. Tal vez vienen a cobrarme algún impuesto.
—A mí tampoco —dijo Samuel—. Usan tongo. Mala señal.
Desde ese día Samuel quedó muy intranquilo. Cada vez que alguien bajaba por el desfiladero, miraba hacia arriba y si era algún extraño, sus manos temblaban y comenzaba a sudar.
—Me va a dar la terciana —decía, secándose el sudor.
Falso: era de miedo que temblaba. Y con razón, porque algún tiempo después se lo llevaron.
Yo no lo vi. Dicen que fueron tres policías y un patrullero que aguardaba arriba, en la Pera del Amor. Me contaron que bajó corriendo hacia mi casa y que a mitad del desfiladero, él, que nunca daba un paso en falso, resbaló sobre el canto rodado. Los cachacos le cayeron encima y se lo llevaron, torciéndole el brazo y dándole de varillazos.
Esto fue un gran escándalo porque nadie sabía qué había pasado. Unos decían que Samuel era un ladrón. Otros, que hacía muchos años había puesto una bomba en casa de un personaje. Como nosotros no comprábamos periódicos no supimos nada hasta varios días después cuando, de casualidad, cayó uno en nuestras manos: Samuel, hacía cinco años, había matado a una mujer con un formón de carpintero. Ocho huecos le hizo a esa mujer que lo engañó. No sé si sería verdad o si sería mentira pero lo cierto es que si no se hubiera resbalado, si hubiera llegado corriendo hasta mi casa, a mordiscos hubiera abierto una cueva en el acantilado para esconderlo o lo habría escondido bajo las piedras. Samuel era bueno conmigo. No me importa qué hizo con los demás.
El perro alemán, que siempre había vivido a su lado, bajó a mi casa y anduvo aullando por la playa. Yo acariciaba su lomo espeso y comprendía su pena y le añadía la mía. Porque todo se iba de mí, todo, hasta la barca que vendí, porque no sabía cómo terminarla. Viejo loco era yo, viejo loco y cansado, pero para qué, me gustaba mi casa y mi pedazo de mar. Miraba la barrera, miraba el cobertizo de estera, miraba todo lo que habían hecho mis manos o las manos de mi gente y me decía: «Esto es mío. Aquí he sufrido. Aquí debo morir».
Solo me faltaba Toribio. Pensaba que algún día habría de venir, no importa cuándo, porque los hijos siempre terminan por venir aunque sea para ver si ya estamos lo bastante viejos y si nos falta poco para morirnos. Toribio vino justamente cuando yo había empezado a construir un cuarto grande para él, un lindo cuarto con ventana hacia el mar.
Estaba huesudo y pálido, con esa cara madura que tienen los muchachos que comen mal y no saben qué hacer de su vida.
—Dame quinientos soles —me dijo—. He perdido un hijo y no quiero que me pase lo mismo con el que ha de venir.
Luego se fue. Yo no quise retenerlo pero seguí construyendo su cuarto. Lo fui pintando con mis propias manos. Cuando me cansaba, subía a la barriada y conversaba con la gente. Trataba de hacer amigos pero todos me recelaban. Es difícil hacer amigos cuando se es viejo y se vive solo. La gente dice: «Algo malo tendrá ese hombre cuando está solo». Los pobres chicos, que no saben nada del mundo, me seguían a veces para tirarme piedras. Es verdad: un hombre solo es como un cadáver, como un fantasma que camina entre los vivos.
Esos señores del sombrero y de los zapatos de charol vinieron varias veces más y se pasearon por la playa. Yo no los quería porque los hacía responsables de la suerte de Samuel. Un día les dije:
—El que me ayudaba a hacer la barca era un buen cristiano. Hicieron mal ustedes en delatarlo. Razones tendría para matar a su mujer.
Ellos se echaron a reír.
—Se confunde usted. Nosotros no somos policías. Nosotros somos de la municipalidad.
Debían serlo porque poco después llegó la notificación. De la barriada bajó una comisión para mostrármela. Estaban muy alborotados. Ahora sí me trataban bien y me llamaban «Papá Leandro». Claro, yo era el más viejo del lugar y el más ducho y sabían que los sacaría del apuro. En el papel decía que todos los habitantes del desfiladero debían salir de allí en el plazo de tres meses.
—¡Arréglenselas ustedes! —dije—. Lo que es a mí, nadie me saca de aquí. Yo tengo siete años en el lugar.
Tanto me rogaron que terminé por hacerles caso.
—Buscaremos un abogado —dije—. Esta tierra no es de nadie. No pueden sacarnos.
Cuando el abogado vino, nos reunimos en mi casa. Era un señor bajito, que usaba lentes, sombrero y un maletín gastado, lleno de papeles.
—La municipalidad quiere construir un nuevo establecimiento de baños —dijo—. Necesitan, por eso, que despejen todo el barranco, para hacer una nueva bajada. Pero esta tierra es del Estado. Nadie los sacará de aquí.
Enseguida nos hizo dar cincuenta soles a cada jefe de familia y se fue con unos papeles que firmamos. Todos me felicitaban. Me decían:
—¡No sabemos qué nos haríamos sin usted!
En verdad, el abogado nos dio coraje y nosotros estábamos felices.
—Nadie —decíamos—. Nadie nos sacará de aquí. Esta tierra es del Estado.
Así pasaron varias semanas. Los hombres de la municipalidad no regresaron. Yo había acabado con el cuarto de Toribio y le había puesto vidrios en la ventana. El abogado siempre venía para arengarnos y hacernos firmar papeles. Yo me pavoneaba entre la gente de la barriada, y les decía:
—¿Ven? ¡No hay que despreciar nunca a los viejos! Si no fuera por mí ya estarían ustedes clavando sus esteras en el desierto.
Sin embargo, en la primera mañana del invierno, un grupo bajó corriendo por la quebrada y entró gritando en mi casa.
—¡Ya están allí! ¡Ya están allí! —decían, señalando hacia arriba.
—¿Quiénes? —pregunté.
—¡La cuadrilla! ¡Han comenzado a abrirse camino!
Yo subí en el acto y llegué cuando los obreros habían echado abajo la primera vivienda. Traían muchas máquinas. Se veían policías junto a un hombre alto y junto a otro más bajo, que escribía en un grueso cuaderno. A este último lo reconocí: hasta nuestras cabañas también llegaban los escribanos.
—Son órdenes —decían los obreros, mientras destruían las paredes con sus herramientas—. Nosotros no podemos hacer nada.
Es verdad, se les veía trabajar con pena, entre una nube de polvo.
—¿Órdenes de quién? —pregunté.
—Del juez —respondieron, señalando al hombre alto.
Yo me acerqué a él. Los policías quisieron contenerme pero el juez les indicó que me dejaran pasar.
—Aquí hay una equivocación —dije—. Nosotros vivimos en tierras del Estado. Nuestro abogado dice que de aquí nadie puede sacarnos.
—Justamente —dijo el juez—. Los sacamos porque viven en tierras del Estado.
La gente comenzó a gritar. Los policías formaron un cordón alrededor del juez mientras el escribano, como si nada pasara, miraba con calma el cielo, el paisaje, y seguía escribiendo en su cuaderno.
—Ustedes deben tener parientes —decía el juez—. Los que se queden hoy sin casa, métanse donde sus parientes. Esto después se arreglará. Lo siento mucho, créanme. Yo haré algo por ustedes.
—¡Por lo menos, déjenos llamar a nuestro abogado! —dije yo—. Que no hagan nada los obreros hasta que no llegue nuestro abogado.
—Pueden llamarlo —contestó el juez—. Pero los trabajos deben continuar.
—¿Quién viene conmigo a la ciudad? —pregunté.
Varios quisieron venir pero yo elegí a los que tenían camisa. Fuimos en un taxi hasta el centro de la ciudad y subimos las escaleras en comisión. El abogado estaba allí. Primero no nos reconoció pero después se puso a gritar.
—¡Los juicios se ganan o se pierden! Yo no tengo ya nada que ver. Esto no es una tienda donde se devuelve la plata si el producto está malo. Ésta es la oficina de un abogado.
Discutimos largo rato pero al final tuvimos que regresar. En el camino no hablábamos, no sabíamos qué decir. Cuando llegamos al barranco, ya el juez se había ido pero seguían allí los policías. La gente de la barriada nos recibió furiosa. Algunos decían que yo tenía la culpa de todo, que tenía mis entendimientos con el abogado. Yo no les hice caso. Había visto que la casa de Samuel, la primera que hubo en el lugar, había caído abajo y que sus piedras estaban tiradas por el suelo. Reconocí una piedra blanca, una que estuvo mucho tiempo en la orilla, cerca de mi casa. Cuando la recogí, noté que estaba rajada. Era extraño: esa piedra que durante años el mar había pulido, había redondeado, estaba ahora rajada. Sus pedazos se separaron entre mis manos y me fui bajando hacia mi casa, mirando un pedazo y luego el otro, mientras la gente me insultaba y yo sentía unas ganas terribles de llorar.
—¡Allá ellos! —me dije en los días siguientes—. ¡Que los aplasten, que los revienten! Lo que es a mi casa no llegarán fácilmente las máquinas. ¡Hay mucho barranco que rebanar!
Era verdad: la cuadrilla trabajaba sin prisa. Cuando no había vigilancia, dejaban sus herramientas y se ponían a fumar, a conversar.
—Es una pena —decían—. Pero son órdenes.
A pesar de los insultos, a mí también me daba pena. Fue por eso que no subí, para no ver la destrucción. Para ir a la ciudad usaba el desfiladero de La Pampilla. Allí me encontraba con los pescadores y les decía:
—Están echando la barriada contra el mar.
Ellos se contentaban con responder:
—Es un abuso.
Nosotros lo sabíamos, claro, pero ¿qué podíamos hacer? Estábamos divididos, peleados, no teníamos un plan, cada cual quería hacer lo suyo. Unos querían irse, otros protestar. Algunos, los más miserables, los que no tenían trabajo, se enrolaron en la cuadrilla y destruyeron sus propias viviendas.
Pero la mayoría fue bajando por el barranco. Levantaban su casa a veinte metros de los tractores para, al día siguiente, recoger lo que quedaba de ella y volverla a levantar diez metros más allá. De esta manera la barriada se venía sobre mí, caía todos los días un trecho más abajo, de modo que me parecía que tendría pronto que llevarla sobre mis hombros. A las cuatro semanas que empezaron los trabajos, la barriada estaba a las puertas de mi casa, deshecha, derrotada, llena de mujeres y de hombres polvorientos que me decían, por encima del barandal:
—¡Don Leandro, tenemos que pasar al terraplén! Nos quedaremos allí hasta que encontremos otra cosa.
—¡No hay sitio! —les respondía—. Ese cuarto grande que ven allí es para mi hijo Toribio, que vendrá con la Delia. Además, ustedes nunca me han dado la mano. ¡Reviéntense ahora! ¡Al desierto, a pudrirse!
Pero esto era injusto. Yo sabía muy bien que las cabinas de baños para mujeres, que eran de madera, y las cabinas de estera para los hombres, podrían albergar a los que huían. Esta idea me daba vueltas por la cabeza. Como era invierno, las casetas estaban abandonadas. Pero yo no quería decir nada, quizás para que conocieran a fondo el sufrimiento. Al fin no pude más.
—Que pasen las mujeres que están encinta (casi todas lo estaban pues en las barriadas secas, entre tanta cosa marchita, lo único que siempre florece y está siempre a punto de madurar son los vientres de nuestras mujeres). ¡Que se metan en los nichos de madera y que aguanten allí!
Las mujeres pasaron. Pero al día siguiente tuve que dejar pasar a los niños y después a los hombres porque la cuadrilla seguía avanzando, con paciencia, es verdad, pero con un ruido terrible de máquinas y de farallones que caían. Mi casa se llenó de voces y de disputas. Los que no tenían sitio se fueron a la playa. Todo parecía un campamento de gente sin esperanza, de personas que van a ser fusiladas.
Allí estuvimos una semana, no sé para qué, puesto que sabíamos que habrían de llegar. Una mañana la cuadrilla apareció detrás de la baranda, con toda su maquinaria. Cuando nos vieron, quedaron inmóviles, sin saber qué hacer. Nadie se decidía a dar el primer golpe de barreta.
—¿Quieren echarnos al mar? —dije—. De aquí no pasarán. Todos saben muy bien que ésta es mi casa, que ésta es mi playa, que éste es mi mar, que yo y mis hijos lo hemos limpiado todo. Aquí vivo desde hace siete años y los que están conmigo, todos, son como mis invitados.
El capataz quiso convencerme. Después vino el ingeniero. Nosotros nos mantuvimos firmes. Éramos más de cincuenta y estábamos armados con todas las piedras del mar.
—No pasarán —decíamos, mirándonos con orgullo.
Durante todo el día las máquinas estuvieron paradas. A veces bajaba el capataz, a veces subíamos nosotros para parlamentar. Al fin, el ingeniero dijo que llamaría al juez. Nosotros pensamos que ocurriría un milagro.
El juez vino al día siguiente, acompañado de los policías y otros señores. Apoyado en la baranda, nos habló.
—Yo voy a arreglar esto —dijo—. Créanme, lo siento mucho. No pueden echarlos al mar, es evidente. Vamos a conseguirles un lugar donde vivir.
—Miente —dije más tarde a los míos—. Nos engañarán. Terminarán por tirarnos a una zanja.
Esa noche deliberamos hasta tarde. Algunos comenzaban a flaquear.
—Tal vez nos consigan un buen terreno —decían los que tenían miedo—. Además los policías están con sus varas, con sus fusiles y nos pueden abalear.
—¡No hay que ceder! —insistía yo—. Si nos mantenemos unidos, no nos sacarán de aquí.
El juez regresó.
—¡Los que quieran irse a la Pampa de Comas que levanten la mano! —dijo—. He conseguido que les cedan veinte lotes de terreno. Vendrán dos camiones para recogerlos. Es un favor que les hace la municipalidad.
En ese momento me sentí perdido. Supe que todos me iban a traicionar. Quise protestar pero no me salía la voz. En medio del silencio vi que se levantaba una mano, luego otra, luego otra y pronto todo no fue más que un pelotón de manos en alto que parecían pedir una limosna.
—¡Adonde van no hay agua! —grité—. ¡No hay trabajo! ¡Tendrán que comer arena! ¡Tendrán que dejarse matar por el sol!
Pero nadie me hizo caso. Ya habían comenzado a enrollar sus colchones, rápidamente, afanosos, como si temieran perder esa última oportunidad. Toda la tarde estuvieron desfilando cuesta arriba, por la quebrada. Cuando el último hombre desapareció, me paré en medio del terraplén y me volví hacia la cuadrilla, que descansaba detrás de la baranda. La miré largo rato, sin saber qué decirle, porque me daba cuenta que me tenían lástima.
—Pueden comenzar —dije al fin, pero nadie me hizo caso.
Cogiendo una barreta, añadí:
—Miren, les voy a dar el ejemplo.
Algunos se rieron. Otros se levantaron.
—Ya es tarde —dijeron—. Ha terminado la jornada. Vendremos mañana.
Y se fueron, ellos también, dejándome humillado, señor aún de mis pobres pertenencias.
Ésa fue la última noche que pasé en mi casa. Me fui de madrugada para no ver lo que pasaba. Me fui cargando todo lo que pude, hacia Miraflores, seguido por mis perros, siempre por la playa, porque yo no quería separarme del mar. Andaba a la deriva, mirando un rato las olas, otro rato el barranco, cansado de la vida, en verdad, cansado de todo, mientras iba amaneciendo.
Cuando llegué al gran colector que trae las aguas negras de la ciudad, sentí que me llamaban. Al voltear la cabeza divisé a una persona que venía corriendo por la orilla. Era Toribio.
—¡Sé que los han botado! —dijo—. He leído los periódicos. Quise venir ayer pero no pude. La Delia espera en el terraplén con nuestros bultos.
—Anda vete —respondí—. No te necesito. No me sirves para nada.
Toribio me cogió del brazo. Yo miré su mano y vi que era una mano gastada, que era ya una verdadera mano de hombre.
—Tal vez no sirva para nada pero tú me enseñarás.
Yo continuaba mirando su mano.
—No tengo nada que enseñarte —dije—. Te espero. Ve por la Delia.
Había bastante luz cuando los tres caminábamos por la playa. Buen aire se respiraba pero andábamos despacio porque la Delia estaba encinta. Yo buscaba, buscaba siempre, por uno y otro lado, el único lugar. Todo me parecía tan seco, tan abandonado. No crecía ni la campanilla ni el mastuerzo. De pronto, Toribio que se había adelantado, dio un grito:
—¡Mira! ¡Una higuerilla!
Yo me acerqué corriendo: contra el acantilado, entre las conchas blancas, crecía una higuerilla. Estuve mirando largo rato sus hojas ásperas, su tallo tosco, sus pepas preñadas de púas que hieren la mano de quien intenta acariciarlas. Mis ojos estaban llenos de nubes.
—¡Aquí! —le dije a Toribio—. ¡Alcánzame la barreta!
Y escarbando entre las piedras, hundimos el primer cuartón de nuestra nueva vivienda.
1964
