Daniel Soria

Entre todos los defectos que un arquero puede tener, el atolondramiento quizá sea el peor de todos, al punto que compromete la naturaleza ontológica del hecho de guardar el arco.
Tarde descubrí que mi problema como jugador de fulbito no era ser malo, sino atolondrado. Joven todavía, no supe que jugar pelota con algo de acierto no se explica por la habilidad solamente, sino también por la calma. Todo sucede muy rápido en la cancha para que nada más que el talento haga una buena faena.
Comprendí así en algún momento —eso sí temprano— que si no quería perderme ningún partido en el barrio debía ocupar el puesto menos codiciado: el de arquero. No tener a alguien dedicado con esmero al puesto podía acabar con el buen desempeño de cualquier cuadro estelar, cosa que mis compañeros parecían no entender muy bien. Todos los responsables de escoger equipo después del yan ken po obligatorio acertaban solamente a hacerse de los mejores jugadores sin pensar en el arquero, amparados en la equivocada idea de que la mejor defensa es el ataque. Pero el problema suscitado no era de naturaleza futbolística, sino moral. Al no haber arquero, los jugadores quedaban en que a cada uno le correspondería tapar un gol. El problema es que el portero podía estar buen rato viendo cómo la vida pasaba ante sus ojos sin gozarla, de modo que en algún momento se dejaba, alegremente, meter gol. Al que le tocaba tapar el siguiente gol aceptaba su suerte con gesto torvo, sin dejar de notar que poco había tenido que ver la diosa fortuna en su infortunio. De manera que así estaban todas las condiciones dadas para que el equipo encajara, ya menos alegremente, el próximo gol. Y así hasta el final.
Apenas asumí mi nueva vocación, como dije, fui en adelante el primero en ser escogido, pero, como aquellos ilusos que creen que cambiando de ciudad mudarán también de vida sin reparar en que llevarán consigo adonde quiera que vayan sus mismos defectos, así yo también asenté el atolondramiento de mis tristes tarde de jugador mediocre bajo los tres palos, aunque en realidad esto sea una metáfora no solo manida, sino además excesiva: se trataba nomás de dos piedras unidas por una línea imaginaria a la altura de la rodilla. Los tiros más altos no valían, no eran gol.
Es verdad que tuve mis tardes, aquellas que para un arquero se resumen en salvar goles cantados, jornadas siempre luminosas en el recuerdo, sea bajo los destellos del sol o la pálida luz del invierno limeño; sin embargo, más fueron los partidos en los que, si bien guardaba el arco con solvencia y entusiasmo, e incluso arrojo, terminaba por hacer perder a mi equipo por no salir a tiempo a cortar a un delantero perfilado a gol, entregar a un rival la pelota por lanzarla con apuro en dirección a un compañero o, el error más infamante y nefando de todos, dejar pasar un gol por la huacha, es decir, entre las piernas.
La Bruja, amigo del barrio pero mayor que yo unos años, armó un equipo para jugar en la segunda división de una liga distrital. No todos nuestros jugadores eran aptos para tamaña empresa. Fueron pocos los escogidos, completados por los de otro barrio no muy lejano, en la limítrofe Breña. Yo estuve en la escuadra, pero de suplente, o “suplentón”, como decían con algo de sorna y mucho de mala leche los que fueron inelegibles. Para añadir desdén al agravio, el arquero titular no era de mi barrio, ni del de Breña, sino de otro a tres cuadras del mío. Nani era seguro, atrevido, ágil y fuerte. Verlo desde la banca partido tras partido pudo haberme hundido quizá para siempre en la autocompasión y la subestima, pero lo mío fue desde que tengo memoria encajar los fracasos puesta la mirada en un solo fin: sobrevivir. Me dediqué más bien a observar cómo lo hacía, qué pasos daba, qué decisiones tomaba. Un buen día Nani no apareció más. Mi hora había llegado. Siempre seremos los que fuimos, pero diferentes. Seguí siendo un arquero atolondrado, por cierto, pero mejor: en los defectos también se progresa, y yo hice los míos funcionales a mi nueva categoría. Entre mañanas de gloria y tardes de oprobio, el fútbol me brindó una oportunidad.
Mi equipo imitaba la errancia de su portero porque perdíamos muchos partidos, algunos de ese modo inexplicable en que la realidad castiga a quienes, por la razón que sea, no están listos para el triunfo; y los encuentros que ganábamos lo hacíamos de tal modo que afirmaban una promesa que nunca terminamos por cumplir.
El destino nos manda señales que rechazamos, perseguimos o decidimos, si bien de modo oscuro, ignorar. Mi equipo afrontó así una circunstancia histórica: el sábado próximo jugaríamos con el puntero del campeonato. Nosotros, sobra decirlo, íbamos a la cola. Era la oportunidad para que ellos afianzaran su liderazgo y la nuestra no solo de salvarnos de la baja, sino acaso de conocer una temprana forma de redención.
Fue un encuentro épico, respetuoso incluso de los cánones en relación con la distribución de los goles y situaciones en el siguiente orden: el favorito ataca con todo y mete un gol tempranero; nosotros reaccionamos de inmediato, empatamos, pero volvemos a atacar y pasamos arriba en el marcador: estábamos 2 a 1. Lo que siguió fue más o menos el mismo libreto en tales casos. El favorito no se lo puede creer y ataca con brío, nosotros defendemos y contraatacamos con mucho peligro. Y, para que no faltara nada, en las manos del arquero estaría la suerte del partido.
Fue una tarde radiante y calurosa de primavera. Serían las dos, y yo, por necesidad pero también porque lo había visto hacer a los arqueros argentinos, tenía puesta una gorra con visera que hizo que un hincha del equipo puntero soltara desde la tribuna a viva voz un mezquino “ese arquero es pura gorra”. El rival entró al área, yo seguía la jugada con el brazo estirado y las yemas de los dedos acariciando mi palo izquierdo; avanzaba con tiento, paso a paso, como un pato creía yo, el Pato Fillol más exactamente, mi héroe de la final del mundial Argentina 78. En dos segundos quedamos el atacante y yo, pensé que intentaría llevarme, pero no, su pierna soltó un latigazo.
Lo que pasó lo reconstruí después, y fue así: el balón salió zumbando —esto no quiere ser una metáfora— con dirección al travesaño, yo salté y estiré mi brazo derecho hacia atrás, en un momento con el cuerpo paralelo al piso, a casi dos metros. Recuerdo el sonido que produjo la pelota al ser rozada con la yema de mi dedo anular; fue solo un raspón, el reclamo sibilante y discreto de un balón que tenía destino de gol. Pero hube de volver a tierra después habitar brevemente las nubes. Apenas empecé a caer giré el cuerpo empezando por los brazos y el tronco, seguidos por las piernas, y caí blandamente en el pasto como si me hubiera propuesto hacer una plancha. Después solo fue la apoteosis entre abrazos húmedos y caricias rudas.
Luego de esa tarde volvimos a ser el equipo irregular de siempre, pero nunca más mediocre. Nadie que haya perdido su grandeza puede serlo. Nos salvamos de la baja, y yo yo fui jalado por el entrenador de otro equipo que creyó en mí, en buena cuenta, por esa atajada.
No juego fútbol hace tiempo, pero sigo siendo atolondrado, mejor dicho, un hombre camino a ser mayor que sabe que es atolondrado, que se obliga a no precipitarse, que ha aprendido a contar hasta diez e incluso veinte y a vivir en paz con su lujuria, el mayor de los atolondramientos. Dicen que el fútbol no construye el carácter, pero sí lo revela.
—

Daniel Soria
Graduado en Lingüística y Literatura por la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la PUCP. Egresado de la Maestría en Filosofía con mención en Epistemología de la UNMSM. Ha publicado la colección de relatos Tres heridas nocturnas (1999), la novela Monólogo en blancohumo (2011), el poemario Hijo de hechicera (Buenos Aires Poetry, 2022) y ha participado en varias antologías.
