Luis Romero

LA respiración de la enferma es casi imperceptible, aunque regular. Hace una hora que le ha dado una taza de caldo, pero la ha vomitado casi toda. Desde el miércoles, se puede decir que no ha ingerido apenas alimento.
A mediodía se ha espabilado un poco y ha pronunciado algunas frases. Él sigue sentado junto al lecho, en el mismo lugar en que ha pasado la mayor parte del día.
Hace un rato ha llamado a la puerta un extraño; era un agente de la policía. Se ha presentado muy correctamente. Estaba enterado de que su esposa se hallaba moribunda, pues había hablado ya incluso con el doctor. No puede comprender para qué, ni tampoco cómo ha podido averiguar, en tan poco tiempo, cuál es el médico de cabecera que asiste a su esposa.
Ha ocurrido algo horrible que ha venido a preocuparle aún más, dentro de la gran angustia que está pasando. José Mateo Mora, un empleado de la oficina, un buen muchacho, le ha sustituido esta mañana, y cuando regresaba del Banco ha sido atacado y herido por un atracador. Afortunadamente, no han podido robarle la cartera, que contenía ciento veinticinco mil pesetas. ¡Es horrible! Las cosas suceden cuando menos pueden esperarse. Es posible que, de no haberse quedado en casa, fuera ahora él a quien hubiesen herido; o puede que no hubiese ocurrido nada, pues según le ha explicado el policía, Mateo ha ido a cobrar algo más tarde de lo que él tiene por costumbre. De hacerlo a la hora debida, quién sabe si no hubiese coincidido con el atracador. Para esta clase de faenas, los jóvenes no sirven; siempre están expuestos a que les sucedan percances. Claro que no se puede atribuir la culpa a nadie; acaecen infortunios y las cosas van como van. Siempre hay un desgraciado que prefiere ser un bandido a vivir honradamente de su trabajo.
La portera está en el piso haciendo algunas faenas. Desde que María se halla tan enferma, es la portera quien se encarga de la limpieza y de cocinarle. Hoy le ha preparado un caldo, igual que el de la enferma, y un poco de pescado. Pero apenas lo ha probado. Carecía de apetito.
Por la mañana ha venido también la cuñada de María y ha estado un momento haciéndole compañía y ayudando a cambiarle la ropa de la cama. Pero se ha tenido que marchar en seguida porque bastante trabajo tiene la pobre en su casa con tantos hombres. Se está portando muy bien; sin ella, no sabría desenvolverse porque hay cosas a que un hombre no acierta por mejor voluntad que ponga.
El policía ha sido breve y ha estado amable, incluso se ha interesado repetidamente por el estado de la enferma. Le ha hecho una serie de preguntas y le ha interrogado sobre si conocía a un tal Bautista González Cerradelos, del cual no ha oído hablar en su vida; y también si tenía amistad con un mecánico valenciano que hace dos años despidieron del trabajo porque habían desaparecido unas herramientas. Nunca fue amigo suyo y apenas le conocía, pero desde entonces ni siquiera ha vuelto a verle. No comprende para qué le han venido a preguntar a él precisamente, si es imposible que sepa nada de todo este asunto habiéndose quedado en casa.
Su hijo ya habrá recibido el telegrama, y hasta podría ser que ya se hubiese puesto en camino. Hace más de diez años que no le ve, que no le ven; desde aquel día en que le fueron a despedir al puerto. Cuando volvían hacia casa (tan tarde que ya no pudo ir al despacho) se dieron cuenta por primera vez que ya eran viejos. Y María se lo dijo a él. Venían muy tristes, porque América está muy distante, y aunque el chico se iba lleno de ilusiones y tan contento como si ya hubiese conquistado el mundo, no todos los que se van allá hacen fortuna; algunos enferman y mueren lejos de sus casas. Jorge era muy listo (el maestro siempre le recomendaba que le hiciera estudiar una carrera, pero carecía de medios para ello); ahora dicen que en aquellos países, lo mejor es conocer a fondo un oficio. Su hijo es un buen ajustador y, según escribe en las cartas, los asuntos le han ido muy bien y se ha asociado con un alemán con el cual han establecido un taller mecánico. A él le hubiera gustado que continuara trabajando en el taller de la misma empresa de la cual es cobrador, pues tratándose de su hijo, el amo ya lo hubiera distinguido, y con el tiempo proporcionado una buena plaza; pero lo cierto es que ganaba muy poco, y los jóvenes, especialmente cuando están convencidos de que valen, no se conforman con ser pobres toda la vida. Hacen bien; los tiempos han cambiado y es justo que deseen prosperar. Su hijo lo ha conseguido, aunque sea al precio de vivir tan lejos de la familia. Pero los padres no deben ser egoístas, y lo que han de desear es, ante todo, el bien de los hijos. Jorge escribe cartas en que se le adivina contento, y ahora incluso ha anunciado que se va a casar. María y él lo han comentado muchas veces; preferirían tener a su hijo con ellos, hubiesen deseado que no se moviera de su lado. Pero están satisfechos cuando leen sus cartas —unas cartas muy cariñosas— sabiendo que es feliz allá y que los asuntos le van bien. Tal vez venga, si es que tiene tiempo de arreglar los documentos. Ojalá venga, porque así María podrá verle todavía antes… antes…
La luz de la tarde le da en el rostro que parece de papel. Todos los trazos se han estilizado y la expresión ha ganado en tranquilidad, en serenidad; ya está superado el sufrimiento. Él se acerca y le coge una mano. Es un frágil puñadito de huesos donde late débilmente el pulso. Otra vez se le llenan los ojos de lágrimas, porque recuerda que esta mano ha trabajado con energía y sacrificio años y años, y ahora hay que considerarla definitivamente jubilada. Esta mano —ya no recuerda cuándo, hace mucho— era una mano joven, de carne apretada y piel fina; una mano que sabía acariciar tiernamente. Ya no es nada, pero todavía se siente el latido, todavía vive.
Y a José Mateo le han herido según ha dicho el policía, le han herido gravemente. Nunca se sabe qué es lo que hubiese sucedido de alterarse las circunstancias que producen un hecho; pero pudieron herirle a él, incluso matarle. ¡Qué horrible! Porque María se hubiese quedado sola en su agonía; con su cuñada, Sí, y con los vecinos, pero sus ojos moribundos le buscarían inútilmente por la habitación y él estaría de cuerpo presente en la sala. Y su hijo, si llegaba, podía haberse hallado ante aquel drama imprevisto y con una serie de problemas que resolver.
José Mateo es un buen muchacho, trabajador y serio; en ocasiones, un poco raro, como si estuviera desilusionado. También ése ha dejado a sus padres en el pueblo, pero les va a visitar cada año por las vacaciones; y alguna vez, también los padres han venido a verle a él. Gente honrada. Los jóvenes buscan la vida donde les conviene, ya se sabe. Debería preguntar por él. Pero siendo sábado por la tarde, no encontraría a nadie en la oficina. Telefoneará al hospital, aunque suele haber tanto desorden, que no le sabrán dar razón. ¿Habrán avisado a sus padres? Ésos sí que pueden venir en unas horas, no tienen dificultades y el viaje no es caro. Como vive en una pensión y no tiene aquí familia, debe de estar solo; y en un hospital, encontrándose solo, tiene que resultar todo muy triste. Si no fuese porque María está tan grave, él hubiera ido a velarlo o a lo que fuera necesario. Los compañeros del despacho le visitarán, pero hoy es sábado y todos tendrán prisa para marchar al cine, al baile. De saberlo por la mañana, podía haber hablado con Nuria; trabajan en la misma oficina y parece que se gustan, aunque nunca ha visto que la acompañe ni nada que permita suponer un noviazgo. Pero las mujeres son siempre más solícitas que los hombres, y Nuria parece cariñosa, aunque es un poco coqueta. Un poco coqueta, pero ni más ni menos de lo que lo son ahora todas las chicas de su edad. Antes no eran así, por lo menos las mujeres decentes.
¿Quién puede ser ese Bautista González Cerradelos, y por qué tenía él que conocerlo? No le gusta que le pregunten nada; si él supiera algo o sospechase de alguien, ya se habría apresurado a decirlo; aunque estos días está tan preocupado que no sabe dónde tiene la cabeza.
La enferma se incorpora un poco y con voz clara, aunque muy débil, dice:
—Agua…
Se levanta apresuradamente, casi sobresaltado:
—Ahora voy, María. Te prepararé agua de limón, que es más rica. En seguida te la traigo.
Va a la cocina. La portera está barriendo. No hay ningún vaso. En el comedor saca uno de la alacena y regresa a la cocina. Sólo queda un limón; mientras lo corta con el cuchillo, vuelve la cabeza y dice a la portera:
—Haga el favor, cuando termine, de comprar una docena de limones. Ya no queda ninguno.
Lo exprime sobre un colador y luego llena el vaso de agua. Con una cucharilla, tras varios intentos fracasados, consigue extraer una pipa que había caído dentro. Luego, en el comedor, echa azúcar y agita la bebida.
En un rincón, sobre un mueble de madera barnizada, está el gran aparato de radio cubierto con una funda de cretona; es un regalo que les mandó Jorge con un amigo que vino del Brasil.
Entra en la habitación moviendo el azúcar para que se disuelva bien, y la cucharilla tintinea en el cristal. La enferma tiene los ojos abiertos; parece que le mirara dulcemente, aunque es posible que ni siquiera le vea ni oiga el tintineo del cristal.
—Ten, bebe despacio. Ya verás como te sentará bien.
Apenas ha bebido unos sorbitos; la mitad del líquido se ha derramado. Deja el vaso sobre la mesilla y limpia a la enferma con una servilleta. María abre la boca y dice quedamente:
—Gracias… ¡Cuántas molestias!…
Él no contesta. María siempre ha sido así. Ella lo hacía todo en casa. Jamás le dejó ni mover un plato; se bastaba para lo que fuese. Únicamente en los últimos tiempos consintió que viniera una mujer a lavarles la ropa, porque ella se fatigaba demasiado. Ahora teme molestar a su marido por pedirle un vaso de agua; y él está deseando poderla servir, serle útil en algo, devolverle una parte infinitamente pequeña de lo mucho que ella ha trabajado y se ha sacrificado por él en tantos años de matrimonio. Y todo lo que puede hacer es ofrecerle un vaso de agua de limón o acordarse de a qué hora le corresponde tomar unas pastillas que, probablemente, ya no sirven para nada.
Ayer vino el sacerdote; un sacerdote de la parroquia que conocía a María desde hace muchos años. Comulgó, seguramente por última vez. María ha sido siempre muy devota; el sacerdote, en cuanto supo que estaba tan grave, vino a visitarla. A él le daba mucho miedo, porque recordó que a su madre, cuando se presentó el Viático, le afecto mucho. Pero el sacerdote hizo creer a María que le daba la comunión porque era primer viernes de mes, y ella no podía moverse de la cama para ir a comulgar a la iglesia, como tenía por costumbre. La pobre no debía tener gran cosa que confesar; nunca ha debido tener de qué acusarse. Pero después, cuando el cura se hubo marchado, se quedó aún más tranquila. Ya se han despedido todos: el médico y el sacerdote. Y María y él se han quedado solos frente a la muerte, en esta alcoba convertida en trascendental sala de espera.
Pero ella sigue respirando, sigue guardando en el pecho un corazón muy fatigado, pero que aún late. Y hace unos segundos le ha dado las gracias porque él le ha ofrecido un vaso de agua de limón. Y ha añadido un comentario sobre las molestias que teme causarle, y esta mañana se ha acordado de que era la hora en que él debía acudir al trabajo. Todavía vive; todavía, aunque sea poco, hablan, conversan. Todavía están los dos en comunicación.
HA ido a su casa en una escapada, para avisar a su madre y porque además era la hora de comer. Pero no ha probado apenas bocado. No tenía apetito. Su madre estaba también muy preocupada y lamentaba mucho lo que le había sucedido a Mateo.
Con la boca llena todavía, ha bajado corriendo las escaleras y ha tomado el tranvía casi en marcha.
Otra vez está aquí, pero le han hecho abandonar momentáneamente la habitación porque ha venido alguien del Juzgado. El olor del hospital le produce vértigos. Todo aquí es desagradable. Toda esta gente, los enfermeros, los médicos, las mismas monjas, parece que no sientan el dolor de los demás. Ella les ve reírse, gastar bromas, pasar indiferentes ante las salas donde los hombres sufren y agonizan.
Ella está aquí, en pie, porque no hay ni una silla donde sentarse y nadie le hace caso. Ha dicho que era la prometida del herido y así la dejan estar en la habitación con él, y el médico, aunque no se ha mostrado muy explícito, le ha anunciado que esta tarde intentarán extraerle una de las balas que está alojada en un lugar peligroso. Le ha asegurado que le trasladarán al quirófano exactamente a las cuatro porque la operación es urgente, ya que el proyectil, dado el punto en que está, puede constituir un peligro mortal y ahora son casi las cinco de la tarde y no ha comparecido nadie, y si pregunta, nadie sabe nada o le replican que ellos ya tienen en cuenta lo que debe de hacerse y en qué momento.
Con Mateo están los del Juzgado; ella sabe que Mateo no puede apenas hablar, y sin embargo le estarán martirizando al preguntarle, sin que sirva para nada tanto llenar papeles. Más valdría que viniese el médico y le extrajera la bala esa peligrosa. En cambio el médico no viene, y aquí se diría que a nadie le importa que el proyectil le mate o no le mate.
Esta mañana ha telefoneado a la oficina desde un bar que hay frente al hospital para decir que esperará al lunes a cobrar su sueldo, ya que prefería quedarse con Mateo hasta el último momento. Entonces el contable le ha preguntado que a quién había pedido permiso para ausentarse de la oficina. Le ha contestado fríamente, que tratándose de asistir a un compañero moribundo, no necesitaba permiso de nadie. Y ha añadido que si hubiese ido él a cobrar el talón, en lugar de mandar al pobre Mateo, ella continuaría en la oficina. Ha colgado el teléfono sin esperar que el otro replicara. Si el lunes le dice algo desagradable, se las tendrá tiesas con él. En cierta forma es él responsable de que haya pasado lo que ha pasado. Y si no el contable, que hubiesen ido a buscar el dinero el gerente o el dueño, que para algo deben servir los automóviles.
El contable es una mala persona; y la tiene tomada con el pobre Mateo, que es buenísimo. Si fuese cierto que se asocia con alguien de Granollers y se marcha del despacho, sería fácil que ascendieran a Mateo. Entonces podrían casarse. Bueno; si es que él se lo propone… ¡Quién sabe si todo cuanto está acaeciendo, y que ahora parece tan terrible, lo ha dispuesto Dios para que después se resuelvan mejor las cosas! Porque ella misma, hasta hoy, no se había dado cuenta de que estaba tan interesada por su compañero y más bien le daba rabia que siempre estuviera mirándole las piernas.
La galería asoma a un patio triste donde toman el sol algunos convalecientes macilentos, vestidos con pijamas descoloridos. Huele a medicinas, a enfermedad, a muerte, a pobreza. Podían haberle trasladado a una clínica particular; el amo prodiga las buenas palabras, pero que no le hablen de gastar un céntimo. Y en cambio el pobre Mateo, por defenderle su dinero, se ha hecho matar. Porque todavía podría morirse; el médico ha dictaminado que el proyectil, tal y como está alojado, podría causarle la muerte; y afirmó que le operarían a las cuatro en punto, pero no ha aparecido.
Si ahora el contable se marchase a Granollers —cosa que no es imposible — y debido a cuanto ha sucedido, y a que José vale, desde luego, le ascendieran a contable y le pagaran lo mismo que le pagan a éste (bueno, aunque fuese un poco menos), y cuando llegara el balance le recompensaran con un sobrecito de esos que dan al contable, es evidente que podrían casarse. ¡Qué curioso es el mundo! La esposa del pobre señor Portaló se agrava, el señor Portaló no se presenta al trabajo, envían a José a cobrar el importe de los sueldos y los jornales, le atracan y le hieren; pues bien, todo eso viene a servir para que ella, Nuria, se case con su compañero de trabajo. Esas casualidades parece que sólo tienen que ocurrir en las películas. Pero debe ser un milagro, un milagro de Dios, que así lo ha dispuesto. Aunque todavía falta que se produzca una casualidad más; importante, en fin, imprescindible. Y es que el contable se establezca en Granollers.
Se aproxima a la habitación y observa por la rendija de la puerta entornada. Dos hombres están sentados junto a la cabecera del herido; no se les ve más que la espalda. Son los mismos que la han hecho salir de la habitación diciéndole que necesitaban estar a solas con Mateo porque eran del Juzgado; y luego con bastante impertinencia, le han preguntado que quién era ella. Ha vacilado porque ha comprendido que presentarse como simple compañera de trabajo era poco para aquella gente; y en seguida ha dicho: «Soy su prometida». Ahora teme que lo hayan anotado en las declaraciones, pues le daría mucha vergüenza que Mateo se enterase de que ha afirmado semejante cosa; aunque ya le explicaría por qué lo dijo, y si para entonces son novios de verdad, la mentira dejará de serlo y carecerá de importancia.
Por la galería se aproxima alguien que le parece que es el médico; pero no lo es, y como ella le ha mirado, él, al pasar, le ha sonreído insinuante. Ella no tiene ahora ganas de sonrisas. Los del Juzgado también se traían su miaja de guasa. Uno de ellos la ha contemplado de arriba abajo, en una forma insolente que la ha molestado. Era un tipo desagradable, al cual, por si fuera poco, le olía mal el aliento.
Hubiera deseado preguntarle al médico qué clase de operación iban a hacerle y si era muy grave; y además, cuánto tiempo tardarían. No se ha atrevido. El médico era un hombre muy seco y daba la sensación de tener prisa. Si hubiese venido el patrón, seguramente le darían más explicaciones. Los hombres saben desenvolverse mejor en lugares como éste.
Por cierto que ni siquiera ha sido capaz de acercarse por aquí; únicamente el gerente ha venido esta mañana, antes de que llegase a ella; se lo ha dicho la monja. No se ha quedado más que cinco minutos, y se ha hecho cargo, en nombre de la empresa, de los gastos que ocasione el hospitalizarle en esta habitación individual; porque si no llega a prometer que iba a pagarlo, hubieran sido capaces de mandarle a la sala general, donde están los pobres.
En cuanto terminen los del Juzgado volverá a entrar y se sentará al lado de la cama. Aunque él no la conozca, no importa. Así podrá vigilar por si le ocurre algo y, sobre todo, estará haciéndole compañía. Allí sentada, nadie la molestará. Podrá quedarse hasta que venga el médico. Y le cogerá la mano, y se la acariciará, porque como él está sin sentido apenas, no se dará cuenta.
CONTINÚA tumbado, cara al cielo, en este solar donde un reguero profundo, lleno de latas viejas y papeles, le está proporcionando refugio. No sabe si se ha dormido o si ha estado desvariando y le resulta difícil medir el tiempo. Ahí, en su muñeca izquierda, está el reloj de pulsera, pero no es capaz de esforzarse para averiguar la hora que es.
Apenas siente ya el dolor; sólo, de cuando en cuando, el latido. Pero nota que se está debilitando, que cada vez tiene menos fuerzas; hay momentos en que teme que la vida va a abandonarle y entonces tiene que hacer un esfuerzo —frunce las cejas, aprieta las mandíbulas, crispa el cuello— para seguir viviendo, para saber que sigue viviendo.
Saldrá de aquí cuando anochezca. Entonces nadie podrá verle ni distinguir las manchas de sangre que deben ensuciar su traje. Ya buscará calles oscuras por las cuales pueda pasar inadvertido. Y alguien, todavía no sabe quién, le recogerá, le esconderá y curará sus heridas; porque en una ciudad, por inhumana que sea, siempre hallará quien le asista. Aunque pocos, tiene amigos capaces de arriesgarse por él. Lo que ocurre es que ahora no puede pensar, y está tan débil que le parece que carecerá de fuerzas para levantarse; pero cuando llegue el momento, será capaz de todo y hallará la persona que le oculte y le salve, y encontrará la manera de comunicarse con Carmela y con Pascual. Si la cosa se pone fea, alguien le ayudará a pasar la frontera, y en Francia, una vez que se cure la herida, hallará trabajo y hará que Carmela vaya a reunirse con él. Está en una situación apurada, pero tendrá la energía y el valor suficientes para superarla. Hasta que anochezca no merece la pena esforzarse, ni siquiera para cambiar de postura. Hay unas piedras que se le clavan en la espalda; pero ya tiene la carne insensible. Muy lejano, de cuando en cuando, se oye el ruido del motor de algún vehículo que pasa por la calle, más allá de la tapia, en un mundo del cual ahora se siente aislado. Por las galerías de las casas vecinas, algunas mujeres hablan en voz alta; una cantaba hace un momento. Porque la ciudad sigue hoy su vida como si nada hubiese ocurrido, y la gente ha comido y lleva a sus hijos a la escuela, y los obreros trabajan, y, más tarde, irán al cine; y esa mujer cantaba una canción mientras lavaba la ropa o la tendía al sol. Sólo él, en toda la ciudad, está aquí, tumbado en este solar, esperando que se haga de noche o que la muerte le deje convertido en una carroña que recogerán los basureros un día en que el hedor se haga insoportable y les llame la atención, o una tarde en que los chiquillos entren aquí a apedrearse o a reñir sin que nadie les moleste —los padres, los guardias o los transeúntes amigos del orden— y lo vean ahí muerto, y se asusten y comiencen a lanzar gritos; gritos que él, aunque esté cerca, no podrá ya oír.
Y a Carmela le será imposible dar con él y es la única persona que podría ayudarle, porque las mujeres son más decididas y valientes de lo que parecen. Pero Carmela ni siquiera sabe que existe este solar; la ciudad es muy grande y antes dará con él la policía, y si le encuentra la policía ya no tiene salvación; si el tipo del traje oscuro ha muerto de los dos disparos, a él le ajusticiarán en cuanto se cure de esta herida. Porque, eso sí, primero le curarán la herida y le arrearán algunos estacazos; después le juzgarán sin que él pueda defenderse porque ellos tienen sus leyes y sus tinglados muy bien organizados y no les preocupa que su madre tuviera que subir un poco de comida y la ropa limpia a su marido cuando le tenían preso en un caserón con una cúpula de cemento, en los jardines de Montjuich, y él, que era muy pequeño, iba de su mano, con mucho miedo. A los que le van a interrogar, a los que le van a insultar y pegar mientras le interrogan y le juzgan, no les importa que allí hubiese muchas mujeres y que los guardias las trataran groseramente porque eran las mujeres, las madres o las hermanas de los hombres que estaban presos; pero él era un niño y todo aquello le hacía sentirse enemigo de cuanto veía a su alrededor, de los que habían encerrado a su padre allá adentro, de los que trataban desconsideradamente a su madre y a las otras mujeres, cuando los días de frío tenían que esperar allá, ateridas y peleando unas con otras por quién había llegado primero. Ciertos días en que habían fusilado a alguno, devolvían a la mujer o a la madre una manta vieja y un plato de aluminio abollado que ya no iba a servir para nada; y a veces, una toalla sucia o una pipa, todo ello arrollado y atado con un cordel lleno de nudos. Allí aprendió a sentirse enemigo de todos; porque también se sentía enemigo de las mujeres que esperaban bajo la lluvia o que, si eran jóvenes, se dejaban galantear por los guardias. (Él sabía ya entonces que aquello era doblemente asqueroso.) Se sentía enemigo de los hombres que se habían dejado encerrar allí adentro, entre los cuales estaba su padre. Y cuando bajaban a la plaza de España y tomaban el tranvía, su madre pretendía distraerle hablándole de cosas gratas, de cómo todo se iba a arreglar pronto y de que su padre, que saldría de la cárcel al mes siguiente, ya tenía buscada una colocación; sus antiguos señoritos, que tenían influencias, habían logrado encontrársela. En cuanto estuviese en libertad, cosa que ocurriría muy pronto, ganaría un buen jornal, gracias a sus señoritos, que eran muy buenos y habían hablado con un coronel, y así podrían comer todos los días hasta hartarse y él no tendría que asistir a aquellos comedores de caridad en que les hacían cantar y rezar mucho; por eso a él no le gustaban, a pesar de que les atendían unas señoritas que olían muy bien.
Ha comenzado a soplar un viento que se arremolina en el solar y levanta el polvo y los papeles. Con la mano derecha se restriega los ojos, donde le ha entrado polvo, y luego se los cubre con ella mientras una lluvia de arenilla y papeles sucios se abate sobre su cuerpo. Todavía permanecerá aquí un rato más; quizás una hora o quizá dos, y en cuanto anochezca, saldrá a la calle. Con la mano derecha aún puede manejar la pistola. Las fuerzas necesarias para caminar las hallará en el momento oportuno.
Otra vez vuelve a arrepentirse de no haberse atrevido a ir a su casa. Podía cambiar de ropa, lavarse y que Carmela le hubiese curado la herida y detenido la hemorragia. Ahora estaría ya escondido y, probablemente, atendido por un médico. Se ha atolondrado, ha tenido miedo. ¡Todo ha ocurrido de una forma tan brutal e imprevista! Si no le hubiera alcanzado el disparo sería distinto; pero una bala en el cuerpo inutiliza a un hombre, le priva por completo de sus fuerzas. Y el hecho de ir sucio de sangre le señala por las calles cuando en toda la ciudad le deben andar buscando encarnizadamente; porque las ciudades todas se defienden cuando alguien se rebela contra sus leyes. Pero de suceder los hechos como él pensaba, dentro de unos meses, habitando ya en Madrid, hubiese podido comprar a Carmela uno de esos abrigos que se ven en las tiendas; y sin preocuparse demasiado por el precio; y luego, instalar un negocio cualquiera. Dentro de unos años, si habían ganado dinero, nadie les preguntaría ya de dónde salieron las primeras pesetas, porque eso no se lo preguntan a nadie cuando pasa el tiempo, aunque la Jefatura de Policía estuviera llena de papeles explicando que esta mañana, cerca de un Banco, atracaron a un hombre y le dispararon dos tiros. Carmela no será como su madre y no se morirá envejecida a los cincuenta años y tan sola como él está ahora porque la clínica tenía unas horas de visita, y el médico y las enfermeras habían dicho que no estaba tan grave como para morirse esa misma noche. Y su madre había sido buena toda la vida, lo que todo el mundo llama buena; pero no le sirvió de nada porque él, ahora, es un atracador —si le pudiese ver su madre y si es cierto que ha ido a ese cielo por alcanzar el cual rezaba— y ella vería que lo es, que es un atracador de esos que a ella le parecían tan malvados, y vería que está herido, con una bala en la espalda, tumbado en un estercolero, mientras por toda la ciudad le buscan para hacer con él un escarmiento. Su madre era buena; si estuviera aquí podría salvarle, porque a su madre no se le acaba nunca la fuerza ni la bondad y creería que la culpa no era de él, sino de las «malas compañías», que es una frase que ella pronunciaba siempre para excusarle, así como a su padre, que se iba a la taberna y se gastaba la mitad del jornal bebiendo vino con sus amigos y hablando de una revolución social que eran impotentes para hacer, y por culpa de la cual ya estuvieron presos en aquel edificio con una cúpula que a él le parecía entonces muy grande y le era particularmente odiosa. Su madre siempre llevó la peor parte; al fin y al cabo su padre estaba en la cárcel, sí, pero charlaba con los amigos, jugaba a cartas y no tenía que trabajar, que era lo que más le disgustaba. En cambio, su madre apenas podía comer, iba a hacer faenas por las casas, de noche cosía camisas y calzoncillos, y aun tenía que ir con las otras mujeres tristes a llevarle ropa y comida a la cárcel. Después, su padre hubiese deseado que las cosas continuaran igual, sustituyendo la cárcel por la taberna. Y fue su madre quien a los cincuenta años se hallaba tan gastada que se murió de vieja; su padre, a estas horas, estará ya mirando al reloj para en cuanto termine el trabajo tomar el tranvía y marcharse a la taberna, sin enterarse de que él está aquí tumbado y con la boca llena de polvo, y sangrando por todo el cuerpo. Su hermana es tan fea, que no tiene a nadie que la acompañe, y por eso siente envidia de Carmela, que es una mujer guapa, y él la ha tenido en los brazos, y esta noche todavía han dormido juntos; si es cierto que otro se ha acostado con ella, es porque no tenía dinero, que ganaba sesenta pesetas a la semana, y el hombre le ofreció dos mil, que era casi lo que ganaba en un año. Pero si él se hubiera apoderado de la cartera, pensaba comprarle un buen abrigo para que no llevara más la chaquetilla con cuello de piel; nunca más se hubiese vuelto a acostar con ningún hombre porque ya no necesitaría dinero. Si llega a coger la cartera y no le hubiesen pegado ese tiro por la espalda (porque eran muchos los que le perseguían, y él uno solo y acorralado), Carmela no moriría joven como su madre y no tendría que subir con las mujeres a la cárcel ni dejar que se arrimaran los guardias hasta sus muslos para que después, por la reja, le permitieran ver a su marido o le hicieran pasar en la cola antes que a las demás mujeres, que la insultarían porque había dejado que los guardias le metiesen mano.
Pero ya nada tiene remedio; el hombre del traje oscuro le pegó una patada en el hombro y entonces comenzó a luchar. Había un chófer y otro obrero, y el tabernero empuñaba una botella por el cuello y una mujer, desde un balcón, daba voces. Toda la ciudad se cerraba sobre él que llevaba una pistola en la mano y que, sin embargo, era quien estaba solo e indefenso; los guardias corrían empuñando la tercerola, embutidos en su uniforme gris. Alguien le tiraba piedras hasta que una le tocó; y llevaba el cuerpo magullado por los golpes del otro. Sí, le disparó dos tiros —una sensación rara en el dedo índice y en los oídos— y se aflojó la tenaza con que le oprimían el cuello. Todavía salió un hombre más al que tuvo que obligar a arrimarse contra la pared porque todos, todos, querían cerrarle el paso, y detenerle, y matarle. Aún está vivo. La tarde va cayendo, y en cuanto se haga de noche, saldrá de aquí con la pistola en el bolsillo, al alcance de la mano y animado de una fuerza que ahora no sabe dónde puede estar. Marchará entre las sombras de las calles oscuras, y buscará a Carmela, a Pascual, a cualquier amigo cuyo nombre no recuerda en este momento, o buscará a su padre aunque esté en la taberna y sea un inútil que sólo sirve para beber y para que le metan en la cárcel. Quizá por las calles oscuras encuentre a alguien que, sin conocerle, le ayude; a veces puede ocurrir que alguien esté con los que sufren, con los pobres, con los que están acorralados y heridos; o entrará en una iglesia, porque dicen que los curas no pueden denunciar a los que se confiesan.
Parece que hay menos luz, como si el sol se hubiese puesto. Querría hacer un esfuerzo, levantar el brazo izquierdo y mirar qué hora es; pero le cuesta mucho trabajo levantar el brazo izquierdo, parece que se lo hayan cortado. Además, luego, cuando anochezca, ya tendrá que hacer bastante esfuerzo para levantarse, para salir de este solar y andar por las calles hasta que encuentre quien quiera auxiliarle.
Se diría, sí, que está anocheciendo. La luz no le ciega ya los ojos; en esta luz, en este atardecer, es como si hubiese un poco de paz; querría recordar ahora si hay también un poco de felicidad, pero no lo recuerda porque siempre vivió entre personas desgraciadas, contra las personas, las cosas y las luces. Si acaso, una tarde en que su madre y él estaban en la cocina, y por allí, por la ventana que daba al patio, se veía un poco de esta luz, y su madre le decía que los niños deben ser buenos y lloraba desconsoladamente; era porque él, con otros chicos mayores, habían cogido unos gatitos que una gata había parido en un callejón, sobre unas pajas, y los llevaron lejos, y quemaron unas maderas y arrojaron los gatitos a la fogata; pero él era muy pequeño todavía y no hizo más que mirar lo que ejecutaban los mayores. Su madre lloraba y le decía que tenía que ser bueno. Entonces él también lloró sintiendo una cosa muy rara en el pecho. Su madre le acarició y olía al humo de la cocina, y en el cielo, que se veía un poco por la ventana formando como el techo del patio, había una luz semejante a la de esta tarde, como la que ahora ve si abre los ojos, si bien no los abre porque le escuecen desde que un golpe de viento ha removido tanto polvo y tantos papeles. En una ventana se oye cantar otra vez a una mujer; de buena gana se incorporaría para mirarla, porque es la única compañía en esta apretada soledad en que agoniza desangrándose; de buena gana se levantaría para agradecer a esa mujer su canción y su compañía; a esa mujer que vive, para la cual esta tarde es una tarde cualquiera en que se puede cantar mientras se prepara la cena para los niños que ahora vendrán del colegio, o para el marido que regresará de la fábrica o del comercio, como si esta tarde fuese una tarde cualquiera. Pero tal vez esa mujer se asustaría y pretendería avisar a un médico o a la gente que pasa por la calle; y la gente o el médico avisarían a la policía, y luego vendrían los interrogatorios y el juicio; y todo puede terminar en unos tiros en la cabeza o en que le aprieten el gañote tapándole la cara con un trapo negro. Y, sin embargo, la mujer sigue cantando, y canta para él; desearía verla, aunque sólo fuera un instante, pero no tiene fuerzas para incorporarse, aunque confía en que, llegado el momento preciso, ya tendrá fuerzas para hacerlo; le llegarán de cualquier sitio.
ESTÁN sentados en un banco de madera, en un corredor oscuro mal iluminado por una bombilla de luz rojiza, en que las paredes aparecen pintarrajeadas con lápiz y llenas de nombres y frases.
Han hecho ya el atestado correspondiente y han ampliado su declaración ante el comisario; pero ahora les han ordenado que esperen a que tomen otras declaraciones, pues el jefe desea estudiarlas y, seguramente, les llamará de nuevo. Todavía no han comido y menos mal que arriba, en la cantina, han tenido tiempo entre una y otra gestión de tomarse un bocadillo con un vaso de blanco.
—Creí que podríamos ir a casa y ni siquiera he avisado a mi señora. Me parece que ya hemos dicho todo lo que teníamos que decir. Al canalla ese ni le vimos la cara. Te aseguro que no sería capaz de identificarle aunque pasase delante de nuestras narices. De lo que sí estoy cierto es de que le metí un balazo en el cuerpo. Ciertísimo. Pero corría como una liebre, y en aquella postura en que estaba yo, encaramado a la tapia, era imposible hacer puntería. Cuando me afiancé ya se había escapado por el agujero de la pared que daba a la calle principal.
—Pues yo, creo que ya te lo he dicho, cuando salí a la calle esa, a punto estuve de alcanzarle; lo que pasó fue que el taxista anduvo listo. Para mí que es de ellos, porque huyó como alma que lleva el diablo.
—Si no sale de naja, le arreamos a él también. No te extrañe que pisara el acelerador aunque se tratase de un requeté.
—Oye, ¿no te comerías ahora un buen plato de judías estofadas con su pedazo de pan tierno y su correspondiente vino?
—¡Hombre! No me hables de eso, que tengo el estómago pegado al espinazo.
—¿Quién es el que está ahora ahí dentro?
—No sé. Creo que el camarero de un bar donde el atracador tomó un café.
—Lo que es yo, si soy el comisario, enchiquero al taxista. A mí no me quita nadie de la cabeza que el tipo es de la banda; incluso lo más probable es que estuvieran ya en combinación y le esperara allí a propósito. ¿Te fijaste con qué malos ojos nos miró el cabrón?
—¡Bah!… No hay que ser mal pensado. Fue él quien se presentó en Jefatura inmediatamente después de que el atracador le dejó en libertad. Lo que sufre ahora es un canguelo que no se tiene en pie.
La conversación decae y se produce un silencio. Estos dos guardias llevan muchas horas hablando; especialmente desde que se ha producido el hecho, insisten siempre en los mismos temas. Están cansados. Han cumplido con su deber lo mejor que han podido, y su deber, esta mañana, consistió en disparar contra un hombre. Lo han hecho. El hombre, sin embargo, se ha escapado; ahora temen alguna reprimenda, incluso alguna sanción. Todavía no les han hecho la más pequeña censura, pero ellos, por instinto, han comenzado a excusarse desde el primer instante. Lo que más les ha molestado es la decidida y eficaz colaboración que en la huida del atracador ha prestado el taxista; les parece excesiva para haber tenido el miedo como exclusivo motor. Por eso les ha dado mucha rabia ver que, terminada su declaración, le han dejado en libertad; han pensado que el hombre habrá almorzado a su hora, mientras ellos están todavía aquí. ¡Y quién sabe cuántas horas les retendrán aún!
De la oficina del jefe entra y sale gente. Ahora acaba de salir un hombre vestido de oscuro, con corbata de lazo negro, que parece es el camarero de un bar situado junto al Banco, donde estuvo el atracador antes de cometer el delito.
—¿Sabes tú lo que le dijo don Alfredo Conesa Sánchez a un criado suyo que se quejó porque le había tenido ocupado a la hora de comer y se quedó toda la tarde sin menear las mandíbulas?
Contempla a su compañero con una cara expectante que al otro le irrita, pues no puede adivinar lo que dijo ese señor a quien ya empieza a detestar de tanto oír su nombre. Por fin, con una sonrisa de suficiencia, concluye:
—Pues le dijo: «Mejor; así mañana tendrás más comida y más tiempo para comer». Y en seguida le despidió. Y te advierto que en mi pueblo, al que don Alfredo Conesa Sánchez le haga la cruz, ya puede largarse porque de lo contrario se morirá de hambre. Es mucho don Alfredo Conesa Sánchez, y cuando él habla, hay que agachar la cabeza. A mi padre, una vez que lo encontró trabajando en la carretera, le dio un cigarrillo y un golpe en el hombro. Es un hombre liberal, no creas.
—Bueno, déjame ya en paz con ese cuento y dime, ¿tú crees que nos permitirán ir pronto a casa? ¿Por qué tú, que eres el más viejo, no dices que estamos sin comer? Podríamos regresar dentro de una hora.
—No, hombre; no puedo hacerlo. Nos han mandado esperar…
—Bueno, pues esperaremos.
Otra pausa. Lían un cigarrillo. Hace varias horas que lían un cigarrillo tras otro.
—¿Estás seguro de que le alcanzaste? Mira que para ir herido corría que se las pelaba.
—Seguro; aunque tiré muy rápidamente y apenas sin apuntar. Además el taxista ha dicho que iba herido. Tuvo que ser entonces cuando le di.
—Pues cuando íbamos en el camión, yo estoy seguro de haber tocado al taxi.
—Quizá sí, pero para entonces ya iba sangrando como un tocino.
—¿Sabes quién era un tío con agallas? El chófer del camión; ese que dijo que se llamaba Flotats o algo así. Cuando veníamos corriendo yo le vi cómo se acercaba.
—Pues ese otro, Francisco no sé cuántos, otro apellido catalán de esos tan raros, tampoco retrocedía.
—Y el tabernero. Ése tenía mala uva; si el otro se descuida un momento, le arrea un botellazo que lo plancha.
—¿Ves? Si no nos hubiésemos detenido allí, frente al Banco, llegábamos antes.
—¡Tú estás loco! Si estamos más cerca, él nos ve, sigue al cobrador y le ataca más lejos, fuera de nuestro alcance. Y lo que es correr, ya hemos corrido bastante. Chico, me ahogaba el resuello; ya no tengo edad para esos trotes. Y luego ponte a saltar tapias, a encaramarte a camiones. Estoy molido. Si por lo menos nos hubiesen dejado ir a casa a comer… No sé lo que tendría preparado hoy la parienta; aunque seamos pobres, siempre hay algo bueno en casa a la hora de comer.
Por el pasillo avanza, vacilando, un hombre; ve a la pareja y se dirige a ella:
—Buenas tardes.
Le reconocen. Es el tabernero; pero viene tan bien peinado y vestido, que entre ese cambio de indumentaria y la poca luz que hay en este pasillo, han tardado un instante en saber que era él.
—¿Qué hay, amigo?
El otro consulta el reloj. Faltan cinco minutos para la hora en que le han citado; como le gusta ser puntual, se sienta a esperar que pasen.
—Es ahí, supongo…
—Sí. Ahí es; puede usted pasar. Llame primero.
—Voy a aguardar cinco minutos. Todavía no es la hora y me gusta ser puntual. ¿Qué, se sabe algo? ¿Le han identificado, le han detenido?
—Nosotros sabemos poco. Nos han dicho que esperemos porque el jefe tiene mucho interés en hablarnos. Pero me parece que aún no hay novedades importantes; están declarando unos y otros. No tardarán en echarle el guante. En esta casa se trabaja bien.
—Y del herido, ¿hay alguna novedad?
—Tampoco sabemos nada. Alguien dijo que la cosa no era tan grave como parecía en un principio.
—Yo creí que estaba muerto. Les aseguro que es lo que me produjo más indignación. Al fin y al cabo el dinero estaba ya salvado; porque una vez que lo tuve en la tienda, no hay tío con bastantes agallas para hacérmelo entregar.
—Además, allá estaba ya la Fuerza Pública.
—Aunque ustedes no hubiesen llegado, a mí no me saca el dinero un pipiolo como aquél por más pistola que llevara.
El guardia tuerce el gesto. Le disgusta que los paisanos se crean capaces de protegerse por sí mismos. Pero no dice nada. Hay que reconocer que el tabernero ha estado valiente; aunque después a la hora de entregarles la cartera, se ha mostrado demasiado puntilloso y ordenancista. Se ve que ha ocupado algún cargo público, porque parecía estar bien enterado de las leyes.
Se abre la puerta del despacho y aparece una mecanógrafa que hace un gesto a los guardias. Éstos se levantan y ella les indica que entren en la oficina.
Los guardias se ponen rígidos y se quitan la gorra, que se colocan en la mano, sobre el antebrazo derecho, de acuerdo con lo que mandan las ordenanzas. El tabernero consulta su reloj y tuerce el gesto; le van a hacer esperar y ya es la hora en punto. Él ama la exactitud, que las cosas se hagan como se debe y que no se obligue a perder el tiempo a nadie.
El guardia de más edad, aunque la puerta está abierta, golpea en ella con los nudillos, y con los talones juntos, pregunta en voz alta, pero respetuosa:
—¿Da usted su permiso?
(Continuará...)
