Luis Romero

EL zumbido de la máquina de afeitar eléctrica no le deja entender lo que su mujer le está diciendo. Levanta la voz y advierte:
—¡No oigo nada! Ya me lo explicarás luego.
Lucía es buena mujer y buena esposa, pero habla demasiado. A él le cansa, le sigue cansando después de doce años de matrimonio. Se diría que le considera un niño o un mentecato. Le agobia por cualquier cosa: «¡Ya deberías haber salido de casa!» «¡Ponte hoy el abrigo, que va a hacer frío!» «Dile al señor Munllor que si no te pagan la reparación de la aleta, te darás de baja en el seguro. Y si no está cubierta por la póliza, es igual, ¡que paguen!» Ahora, ella, a pesar de la advertencia que acaba de hacerle, sigue hablándole levantando la voz (seguramente se habrá incorporado en la cama), pero la máquina de afeitar no le permite oír y eso le sirve de descanso, le inhibe.
Quiere llegar pronto al taller, porque es sábado y hay más trabajo que de costumbre; además vendrá uno de los proveedores de hierro a quien debe satisfacer una importante suma de dinero. Estas máquinas eléctricas —la que utiliza se la regaló Lucía— son más prácticas que las antiguas; muy propias del hombre moderno, siempre acelerado, siempre pendiente del reloj. A él le gusta cualquier innovación, y esta máquina de afeitar que le ha regalado su esposa, le hace sentirse momentáneamente identificado con un hombre de negocios norteamericano, que es lo que él hubiese deseado ser. En dos años ha gastado veinte mil duros, o más, en aparatos eléctricos, y todavía se detiene cuando algún sábado por la tarde sale a pasear, ante los escaparates en que se exhiben esta clase de artefactos, por si halla alguna novedad de la cual no esté ya provisto.
Su mujer ha debido callarse en vista de que no obtenía respuesta. Lucía deseaba ir esta tarde al cine a ver una película que estrenaron entre semana, y que ha oído elogiar a las amigas. Él no puede ir al cine entre semana y sólo lo hace los sábados por la noche o los domingos por la tarde. Tiene demasiado trabajo y llega a casa fatigado; después, al día siguiente, hay que madrugar. Vive de su trabajo, de arrimar el hombro. Es él quien compra y quien se ocupa, asimismo, de las ventas; él estudia los diseños, aprueba las modificaciones, vigila continuamente la industria, planea las campañas de propaganda, visita a los clientes y obtiene créditos cuando los necesita. Todo el peso del trabajo recae sobre él: luchar contra los clientes, los proveedores, los obreros. No le regalan el dinero, no; lo gana con su esfuerzo, con su trabajo, con su instinto industrial y mercantil. Ni el gerente, ni el ingeniero, ni los capataces, harían nada sin él.
Guarda la máquina en un estuche de gamuza. Después se limpia las uñas con un cepillo y se coloca la corbata ante el espejo.
—Ponte un jersey. Hará frío…
Coge la chaqueta y entra otra vez en la alcoba. Saca un jersey del armario y se lo pone. Es mejor no discutir por estas cosas. Además, ¿quién sabe?, tal vez es verdad que hoy hará fresco.
Lucía está acostada en la cama con los brazos fuera de las sábanas y el cabello en desorden. Como él hace ademán de sacar un cigarrillo, ella, que le está vigilando, dice:
—No fumes antes de desayunar.
Guarda el cigarrillo y se acerca a la cama. Besa a Lucía en la mejilla y se dirige hacia la puerta sin escuchar una serie de recomendaciones que resbalan sobre sus oídos. Cierra la puerta de la alcoba y se coloca el cigarrillo en la boca. Se detiene un instante a encenderlo y, al pasar junto a la cocina, ordena:
—Berta, el desayuno.
La criada no se llama Berta sino Antonia; lo de Berta es imposición de Lucía, que leyó ese nombre en una novela. Ya van dos camareras seguidas que se llaman Berta. Ésta lo aguanta porque sisa bastante y además porque recibe las visitas clandestinas de su novio que entra por la puerta de servicio. La señora no se entera o hace la vista gorda.
«La Vanguardia» está sobre la mesa. Las hojas gráficas no le interesan. (La coronación de una imagen de la Virgen, la llegada a Bilbao de unos misioneros, y las pruebas de un cerebro electrónico). Sigue pasando páginas que tampoco le interesan, pues se refieren ampliamente a la parte gráfica. Se detiene un instante en la sección de cinematografía. La película que desea ver su mujer, y para la cual es seguro que encargará entradas para esta noche o para mañana, viene destacada en un anuncio de media plana. Debe de ser excelente cuando puede pagar propaganda tan cara. También es elogiada en repetidas gacetillas. Definitivamente, será buena; su mujer, por lo demás, es culta y entiende de cine, de literatura y de arte. Él no puede perder tiempo leyendo tonterías ni yendo al teatro o a ver exposiciones de pintura. Prefiere las buenas revistas musicales o las funciones de Martínez Soria, que tienen mucha gracia. Y cuando fueron a Italia ya se aburrieron bastante visitando museos y monumentos. Pero a él le complace que Lucía sea culta y así cuando van a cenar con los amigos o se reúnen con ellos, puede alardear de estar enterada de todo cuanto interesa a las personas inteligentes.
Berta le trae un jugo de frutas en un gran vaso. A él lo que más le ha gustado siempre para desayunar es el café con leche, especialmente con ensaimadas o croissant; pero desde que compraron el «turmix» no le queda otro remedio que desayunar con estos jugos. Por lo demás, un día leyó en una revista norteamericana que eran muy sanos. El café con leche, aunque sea bueno, está pasado de moda.
Mañana juega el Barcelona en Las Corts contra el Atlético de Bilbao. El Barcelona tiene buen equipo, pero este Sandro Puppo no le convence. A pesar de que dijeron que había fracasado, a él, quien le parecía un buen entrenador era Daucik. Lee ávidamente, aunque por encima, las páginas deportivas, especialmente lo que se refiere al partido de mañana. El jugo de frutas le ha dejado la boca pastosa. Por el camino se detendrá en un bar que tenga cafetera «Gaggia» y tomará un buen café con leche. Lo hace con cierta frecuencia, pero prefiere que nadie se entere.
Son algo más de las nueve. A las ocho entran los obreros y a las nueve los empleados. Ha encargado al contable que tenga preparada la nómina y los jornales lo más pronto que pueda. Se pierden horas y horas en ese trabajo con tantos líos de seguros sociales y otras zarandajas; más valiera que no pusieran tantas cortapisas y que dejaran libertad a los patronos para contratar a su gusto a los trabajadores. Si, por ejemplo, se pudiera despedir a un obrero porque rinde poco, los otros ya trabajarían más por la cuenta que les tendría. Pero de esta manera nadie trabaja y los negocios van mal. Luego son los mismos obreros los que se quejan porque los jornales son bajos y no pueden vivir. ¡Que trabajen de firme! Pero este gobierno sólo se ocupa de los asalariados y, en cambio, los patronos están en el mayor de los desamparos.
Comprueba si se ha publicado hoy el anuncio de sus motores. Verdaderamente es un modelo que no ha dado buen resultado y por tal motivo se ha visto obligado a gastar más en propaganda.
Enciende otro cigarrillo y se pone la americana. Antes de salir se contempla en el espejo del bufete. Se arregla el pañuelo del bolsillo delantero y se estira el jersey.
Suena el teléfono y tras una pequeña duda (¿debe ir él o esperar a que lo haga la camarera?), acude al aparato.
Le llaman de la oficina para comunicarle que Joaquín Portaló, el cobrador, no vendrá hoy a trabajar porque su mujer se está muriendo. Es una contrariedad, pues precisamente es hoy el día en que el cobrador le hace más falta. Además del importe de la nómina y los jornales, tiene que retirar de la cuenta del Banco setenta y cinco mil pesetas para efectuar un pago esta misma mañana, y también desea determinada cantidad en metálico para sus atenciones particulares.
—Bueno. Dentro de un momento estoy ahí y ya decidiremos. Si es necesario iré yo en persona. Y si no puedo, mandaremos a alguien de confianza y que sea espabilado. Al fin y al cabo la sucursal del Banco está a cinco o seis travesías de ahí. No hay miedo de que pase nada.
—…
—Nada. No hay miedo. No se preocupe.
El contable es un timorato. Todos se acobardan en seguida. Podría prescindir de cuantos le rodean si diera abasto a trabajar en todo. Ya están apurados porque el cobrador no se ha presentado esta mañana. Irá él en persona si hace falta. ¿O es que un cobrador va a ser imprescindible? Se ahogan en un vaso de agua; está visto que él no puede retrasarse ni cinco minutos.
SE ha puesto el traje nuevo y ayer, antes de llegar a casa, se hizo lustrar los zapatos. También se ha mudado de camisa y ha anudado cuidadosamente la corbata ante el espejo. Se mira de nuevo en la luna y su aspecto le deja complacido. No es que parezca un señor, no; los señores tienen algo que resulta inimitable. Pero así, bien trajeado, peinado y afeitado, parece que haya de despertar menos sospechas. La imagen que la gente tiene formada del atracador corresponde a la de un facineroso, o bien a la que presentan los gangsters en las películas. Él no parece ni una cosa ni otra. Un hombre, simplemente eso; uno cualquiera de los cientos de miles que, con un aspecto semejante al suyo, andarán por la ciudad esta mañana.
La pistola la lleva en el bolsillo derecho de la americana. Resulta algo peligroso, porque pueden verla si el bolsillo se ahueca y alguien pasa cerca y mira. Pero tomará un taxi y regresará a casa tan pronto como sea posible. Y por lo que pudiese ocurrir, el lunes mismo le devolverá la pistola a Pascual, con el pretexto de que es imposible que se la siga guardando, porque su mujer la ha visto, y prefiere que busque a otro que se la esconda.
Tiene que empinarse un poco para que el espejo le devuelva la imagen abarcando el bolsillo lateral derecho de la chaqueta. Se nota algo abultado, pero ¿quién va a suponer que él lleve ahí precisamente una pistola? No hay que cargarse de temores inútiles. Sonríe al recordar que hace unos años gustaba de adoptar ante el espejo actitudes imitadas de las películas. Son tonterías; en las películas las cosas suceden como les conviene a quien las hace. La realidad es distinta; hay que tener los pies bien apoyados en el suelo, el dedo en el gatillo, los ojos en todos sitios y el ánimo pronto a la acción.
Carmela se halla en la cocina haciendo algo, y él no sabe cómo despedirse de ella. Está nervioso, y por más que intenta dominarse, no lo consigue. Además, Carmela le mira de una manera que a él le turba. No sabe nada, pero es evidente que prevé algo. Si no fuera porque quiere desechar sospechas inútiles, creería que la pistola y los cargadores no estaban en la misma forma en que los dejó, y que en el cajón había revuelto alguien. Ahora se despediría de ella y tendrá que disimular que está emocionado; no podrá decirle que esta mañana va a decidirse el destino de ambos ya para siempre.
La primera vez que lo hizo, tuvo un miedo atroz; pero le salió bien. Repitió la suerte cinco veces en pocos meses, pero el botín fue miserable. Unas pocas joyas y unos miles de pesetas que han servido para adquirir estos cuatro muebles de bazar y pagar el traspaso al inquilino que le cedió el piso. Además, su madre estuvo enferma y su hermana también. No tuvo más remedio que ayudarlas. Él quería dejar de trabajar en la serrería y todavía trabajaba en ella; hubiera deseado arrancar a la madre de la sacrificada vida que llevaba, y no pudo hacerlo. Su madre murió en una clínica del Seguro de Enfermedad, sin cariño y sin compañía, una noche, después de la hora de visita, mientras su padre estaba seguramente en la taberna, hablando de la revolución social entre vaso y vaso de vino barato.
Pero ni Carmela ni él vivirán como lo hicieron sus padres; poseerán dinero, instalarán un negocio, y si tienen hijos, los llevarán a buenos colegios. Eso de ser honrado son bromas que se inventan los ricos y que imponen por medio de la policía y las leyes. Cuando él sea rico, también le complacerá creerse honrado, y a sus hijos les educará para que lo sean. Sus hijos no necesitarán saber lo que él va a hacer esta mañana, ni cuál fue la primera vez que su madre estuvo con un hombre.
Se asoma a la cocina. Carmela se está enjugando las manos en un trapo que cuelga de un clavo.
—Carmela, voy a salir. Volveré dentro de un par de horas.
Los ojos de Carmela le interrogan con triste expresión, y él prefiere fijar la vista evasivamente en un calendario de propaganda de colores chillones que pende de la pared.
—¿Dónde vas?
—A un asunto; he de reunirme con unos amigos para algo.
—¿Qué vas a hacer? ¿Qué asunto es ese?
—Ya te lo he dicho. Algo que tengo que hacer. Hasta luego. Vendré pronto, antes de la hora de comer.
Intenta sonreír, pero no puede. Desearía explicarle la verdad; tampoco le es posible hacerlo. Nota que está solo y que solo va a emprender esta empresa. Y como está nervioso, desearía que alguien, Carmela, le acompañase participando de su secreto, al menos. La puerta de la calle está contigua a la de la cocina; la abre y se marcha. Oye todavía la voz de Carmela que le despide, y en esa voz hay como un reproche o un dolor contenido. Por un momento esa voz le ha recordado la voz de su madre, que Carmela ni siquiera llegó a conocer. Esa voz corresponde a la actitud de las mujeres de los obreros, hecha de reproches y resignaciones. La mujer es la que lleva la peor parte en la casa de los pobres. Los hombres trabajan y, en el mejor de los casos, entregan el jornal a la mujer. Ellos cumplen trabajando; es la mujer quien debe hacer después el milagro de que el salario alcance para pagar el piso y la comida, la luz y la ropa, el carbón y el hilo de coser; las mil cosas en que cada día se gasta el dinero. Ahí está Carmela luchando desesperadamente para que puedan sobrevivir con las veintisiete pesetas que él le entrega todos los días, y con esas pocas pesetas más que ella gana trabajosamente yendo a fregar platos a casa de unos señores varias veces a la semana.
Sale a la calle y el sol le deslumbra un poco. Hace algo de fresco. Piensa que tal vez hubiese podido ponerse la gabardina y así la pistola se notaría menos en el bolsillo. Instintivamente se lleva la mano al bulto y mira receloso a los transeúntes. Nadie se fija en él; nadie se fija en el bulto que produce este nueve largo que dentro de media hora decidirá para siempre su porvenir.
La calle está llena de mujeres que van a la compra; de comisionistas, de desocupados, de taxis amarillos que pasan veloces. Hoy es un día como cualquiera de los demás días; nadie puede sospechar de él y la ciudad no está, afortunadamente, ocupada en su totalidad por los guardias. Las ciudades confían en sí mismas; las ciudades creen que nada pasará porque tienen escondido el dinero tras las rejas de los bancos, porque tienen guardias armados hasta los dientes, con autos rápidos, con teléfonos, con gabinetes de identificación. Las ciudades se fían además de los hermosos discursos que pronuncian unos caballeros diciendo que hay que ser buenos, mientras ellos viven del sudor de los demás. Son los pobres los que han de ser buenos, porque a los ricos es evidente que les está permitido todo.
Desde muy joven, él supo que no sería como su padre, y que si algún día tenía mujer, no le pasaría lo que le pasó a su madre. ¿De qué le valió a ella ser tan honrada y tan trabajadora? De joven sirvió en casa de unos señores que, según decía, siempre la trataron bien. Pero no fue más que una criada que todavía tenía que estar agradecida a que los señores la trataran bien. Luego se casó con su padre. Su padre no creía en nada, pero ella le obligó a casarse por la Iglesia. Y tuvieron hijos. Dos murieron de niños, faltos de medicinas y cuidados. El padre es un holgazán y un borracho; su hermana es fea y envidiosa; él… un atracador. Eso fue el premio que su madre recibió por sus bondades, por su abnegación, por dejarse toda la vida quemada en unos pocos años de sacrificio y sufrimiento. Y además murió fuera de las horas de visita, frente a la pared, completamente sola con su dolor y con su miedo.
Desde que tuvo quince años supo que haría lo necesario para que su mujer —no podía suponer ni remotamente la existencia de Carmela— no llevara la misma vida que su madre. Y, sin embargo, por ahora, no la lleva mucho mejor. Se palpa el bolsillo; ahí está la solución de todo. Dentro de media hora se enfrentará de golpe con su destino.
Por la calle, la gente vive rutinaria estas horas. Las mujeres se detienen con la cesta en la mano a comentar el precio de las verduras o el casamiento del hijo de la vecina. Los hombres intentan engañarse unos a otros al comprarse o al venderse; también hablan de fútbol y de política (regularmente la mañana no es buena para hablar de mujeres; resulta demasiado temprano). Las viejas van dobladas por los años, las privaciones, los sufrimientos. Las jóvenes caminan haciéndose ver y desear; creen que la vida será con ellas una excepción. Las de mediana edad, casi siempre casadas y con hijos pequeños, andan desarregladas, con aire de vencidas, arrastrando los pies y buscando dónde venden las viandas diez céntimos más baratas. Hay también mujeres que van pintadas y marchan provocativamente; éstas son odiadas por las demás, especialmente por las esposas del carnicero, del carbonero, del tendero de comestibles, del vinatero, del mercero. Ellos les gastan bromas y ellas las aceptan; ellos dicen a sus esposas que lo hacen porque son clientas, pero que no les gustan nada. Pasa el basurero recogiendo la basura, y los camiones cargados de mercancías incomprensibles. En una casa en obras trabajan los albañiles, y en la acera de enfrente hay dos hombres con sombrero y unos papeles en la mano que miran hacia arriba tomando notas. Junto a los huecos sucios de los árboles polvorientos juegan unos niños, mientras las madres cosen al sol, sentadas en sillas bajas. De un bar sale la música de una radio y en el mostrador hay unos hombres bebiendo.
En este barrio vive desde que se murió la madre y decidió separarse de su familia: de su padre y de su hermana. Algunas veces les va a visitar. No con frecuencia porque lo cierto es que no les quiere. Además su hermana tiene muchos celos de Carmela y habla siempre con reticencia; su hermana es muy fea. Nunca ha tenido novio y ella dice que porque es muy decente y las chicas decentes no tienen suerte en esta época. Y cuando lo dice, mira atravesadamente a Carmela. Su hermana no sabe que eso de la decencia son bromas de los señores, de los dueños, de los ricos. ¿Es decente acaso la mujer de su patrono? ¿Es decente el amo de la casa donde va a fregar los platos Carmela, cuando entra a molestarla en la cocina? Su hermana no es que sea decente; lo que ocurre es que es fea y envidiosa. Si algún día tiene dinero ayudará en lo que pueda a su padre y a su hermana; aunque no les quiera.
Pasa a poca velocidad un taxi de los nuevos, reluciendo su amarillo al sol. Lo llama y el taxi se detiene. No desea ir a pie, ni en tranvía, ni en metro. Irá en taxi; porque si esta tarde va a ser poseedor de miles de duros, ¿qué pueden importarle doce pesetas de taxi más o menos? Y si todo saliera mal, incluso si le ocurriera alguna desgracia, ¿por diez o doce pesetas acaso va a remediarse?
Se sienta cómodamente en el sillón de cuero y da al taxista la dirección de un establecimiento situado a unos doscientos metros de donde piensa realmente ir. No interesa dejar ninguna pista. El taxi se desliza veloz y suavemente sobre el empedrado. Parece que la ciudad entera vaya penetrando por el parabrisas. Otra vez se palpa el bolsillo y termina introduciendo en él la mano y empuñando la culata, dura y fría, de la pistola.
ÉSTOS son los barrios industriales —anchas espaldas de una ciudad rica y despiadada—, los barrios donde precisamente se forja la riqueza de la ciudad. Aquí las fábricas que enseñan sus sucios muros a lo largo de una manzana; aquí los huertecillos raquíticos y blancos de polvo, avaramente defendidos por espinos medio secos; aquí los vertederos donde algunos traperos rebuscan lo ya rebuscado; aquí los perros famélicos y las tabernas donde los obreros se traen la comida en un paquete grasiento o en una fiambrera abollada. Éstos son los barrios olvidados, a donde la gente del centro no viene nunca, salvo si tiene aquí enclavada su industria o sus obras de caridad. Aquí están las casas pardas, de ropa colgada en los balcones; aquí dan las galerías sucias, ese culo feo de las viviendas pobres que se ve desde los ferrocarriles y que hace volver las caras asqueadas de los viajeros de coche-cama; aquí están los talleres ruidosos y las chimeneas que despiden humos malolientes, aquí están las casas que semejan colmenas, con comadres por las escaleras, y las galerías con lavaderos de pala y lejía. Aquí las vías férreas y los taludes donde crecen hierbajos; aquí las barracas de los más desheredados a los que la ciudad opone sus cortinas de acero, las barracas que aparecen como hongos y que desaparecen en auténticas operaciones de guerra. Son los barrios que crecen y se desarrollan como Dios les da a entender, mientras respeten ciertas alineaciones urbanas. A veces surgen grupos de casas nuevas y se pavimenta un trecho de acera, y los vecinos, mejor vestidos, se sienten insolidarios con el resto del barrio, y en los bajos aparecen tiendas mejores y bares más bien instalados.
Éstos son los barrios por donde la ciudad se desarrolla a pesar de todo. Las calles asfaltadas y con flores, los árboles de verde limpio, los comercios suntuosos, las mujeres bien vestidas, las fuentes luminosas, los cines caros, los hombres cuidadosamente afeitados, los automóviles lujosos, las calles generosamente alumbradas, los jardines públicos, los niños rollizos con ama de cría y todo, las terrazas para el aperitivo, los anuncios llamativos, las estatuas; todo eso está ahí, a poco más de dos kilómetros y, sin embargo, pertenece a otra ciudad, a otras gentes, a otro sistema dentro de un mismo conjunto urbano. Si por estos barrios cruza alguna avenida bien pavimentada, bien alumbrada, es sólo por eso, porque cruza, y las casas que en esas avenidas se puedan levantar, vuelven la espalda al barrio, se comunican con el resto de la ciudad —el resto privilegiado— solamente por medio de esa gran avenida.
A pesar de todo, aquí se trabaja por la prosperidad de la ciudad. Por la prosperidad de las gentes que habitan en las zonas privilegiadas, el centro luminoso y los barrios elegantes.
Él nació en este barrio, aquí ha vivido casi siempre y aquí está instalada su taberna. Por eso le duele tanta injusticia, tanto abandono y esos grupos de casas nuevas que forman como pequeños barrios diferenciados dentro de esta barriada industrial y fea.
Está a la puerta del establecimiento; son muy pocos todavía los que han entrado esta mañana. A primera hora lo hicieron algunos obreros —andaluces o murcianos casi siempre— a tomar un vasito de aguardiente antes de comenzar la jornada. Hay que abrir pronto, estar muchas horas detrás del mostrador y luego, entre impuestos, gente que no paga las cuentas y las bebidas que cada día están más caras, la taberna no da más que para mal vivir. Pero ya no tiene edad de cambiar de barrio, de cambiar de negocio, de cambiar de vida.
La calle está sin empedrar, las aceras polvorientas. Hace años, al terminar la guerra, ocupó un puesto en la Jefatura del Distrito. Deseaba mejorarlo todo, deseaba que este barrio dejara de ser lo que era, que las calles se asfaltaran y todos estuvieran contentos. Hace años que se ha desengañado y las calles continúan llenas de polvo.
Por aquí se han instalado nuevas industrias; los dueños acuden a ellas en unos autos más lujosos que los de antes y mejor vestidos todavía. Se les nota que han prosperado. Los que viven de su jornal no han conseguido nada. Les ve por la noche sentados alrededor de los veladores o tomando un vaso de vino en el mostrador. Todos se quejan, todos están descontentos, todos sufren privaciones. Los que mejoran su nivel de vida es porque han dejado de ser obreros y ya no suelen acercarse más por la taberna; ésos no cuentan.
Fue a ver a un concejal que estuvo preso con él en la Cárcel Modelo durante la guerra. «¿Por qué no pueden pavimentar estas calles? ¿Es que aquí no se pagan impuestos? ¿Es que los ciudadanos de este barrio no son tan ciudadanos como los del centro?» No consiguió nada, ni siquiera buenas palabras, y además le obligaron a una antesala humillante. Y en la cárcel todos eran como hermanos, camaradas. Le cantó las cuarenta, eso sí. Y presentó la dimisión de su cargo al Jefe Provincial por medio de una carta en que le decía cuatro verdades como puños. No le contestó. Y la calle sigue sin pavimentar y aquí no se ha mejorado gran cosa. Y muchos obreros no frecuentan esta taberna porque dicen que él es un fascista y un enemigo del pueblo.
Al levantarse ha dudado si afeitarse o no. Tampoco se ha afeitado hoy. No merece la pena hacerlo; no merece la pena hacer casi nada. Trabajar y, de cuando en cuando, asomarse a la puerta a ver qué es lo que pasa por la calle.
Cada día se siente peor y el médico le dice que no padece nada grave. Pero él sabe que no vivirá mucho. ¿Para qué afeitarse entonces?
—Buenos días. Haga el favor de ponerme una cerveza.
Es un hombre con una deslucida cartera en la mano; debe ser un comisionista. Un cuello planchado de brillo y bastante sucio, y un sombrero viejo manchado de grasa alrededor de la copa.
Le sirve y regresa detrás del mostrador. El cliente ha sacado el periódico del bolsillo y se pone a leerlo. Debe de estar cansado y lleva los zapatos llenos de polvo. Lía un cigarrillo, lo enciende.
Barrios pobres; gente pobre. Los otros pasan en coche, en taxi y jamás entran en la taberna.
Hay moscas, todavía hay moscas; aunque hoy parece que va a hacer calor. Pero ya se avanza hacia el invierno y el interior del establecimiento permanecerá frío porque está orientado hacia el norte. Abre el conmutador de la radio y busca una estación que emita música. Está harto de anuncios, de noticias, de discursos, novelones, de crónicas deportivas. Por lo menos la música no molesta y distrae.
Oye ruido en la trastienda. Debe de haberse levantado ya José. José está ahora en casa porque le han dado un mes de permiso. Cuando termine el servicio militar va a entrar a trabajar en un banco. Quiere que su hijo tenga un buen porvenir y los bancos cada día son más fuertes y tienen más dinero. La taberna la instaló su abuelo y morirá con él. Esto está acabado. No quiere que su hijo sea un tabernero pobre, igual que él, que su padre y que su abuelo. Que trabaje en un banco y que se dedique a los negocios, a lo que quiera, menos tabernero. Y que cuando él se muera, con algo que le paguen por el traspaso del establecimiento, que se marche a vivir a otro barrio, a otro barrio más limpio, con las calles mejor pavimentadas, donde las hojas de los árboles sean verdes y no estén blancas de polvo como aquí.
Al hombre se le ha apagado el cigarrillo y la ceniza le cae por las solapas, sobre el pantalón. Debía de estar sediento, pues ha apurado la cerveza de un sorbo. Examinando su traje, su sombrero, sus zapatos, su cuello y su cartera, se deduce que las cosas no le van demasiado bien.
—¿Sabe usted qué hora es? Se me ha estropeado el reloj y a las diez menos cuarto quiero visitar aquí cerca a un cliente…
—Aún es temprano. Tiene usted tiempo.
—Un cliente muy bueno. Usted debe conocerlo. «Matas & Armengol», los de la fábrica de pastas para sopa. Gente seria.
Sí, les conoce. Se enriquecieron durante la guerra vendiendo a precios abusivos unos sobrecillos con unos polvos para hacer sopa. La gente se moría de hambre y compraban aquellos sobres tristes. En la posguerra también se aprovecharon de las privaciones y vendían unos macarrones incomibles a precios abusivos. Así fueron prosperando. Cuando él ocupaba el cargo en la Falange, se recibió un informe sobre una partida de harina averiada, pero la denuncia no prosperó. Ahora han construido un edificio moderno y viven en el paseo de San Juan, en un lujoso piso. Armengol está casado con una hermana de Matas, que fue su empleado, hasta que durante la guerra se asociaron. Estaba entonces «enchufado» en la intendencia roja, y en el barrio se rumoreaba que de ahí salían los misteriosos polvos que había en los sobres.
—Sí. Vivían en el barrio. Se han enriquecido…
—Son buenos clientes míos. En cuanto llego y presento mi tarjeta, me hacen pasar. Da gusto tratar con ellos; gente honrada, de los que cada día quedan menos. Y poseen un capital considerable.
Por la radio están voceando los pronósticos para el partido de mañana. Va a acercarse para cambiar de emisora, pero el comisionista le hace una seña con la mano mientras todo su rostro denota una gran atención.
—¿Le interesa el fútbol?
—Si he de serle franco le diré que no. Pero en mi profesión hay que estar al corriente de todo. El cliente manda y hay que darle gusto y hacerle creer que siempre tiene razón. Ésa es la técnica del buen vendedor. Y Armengol es muy aficionado al fútbol. Espere…
El locutor está dando nombres que el otro escucha atentamente. Retira el servicio y se va otra vez hacia el mostrador.
—¿Ve usted? Ahora podré comunicarle la alineación del partido de mañana que él no puede saber todavía porque los periódicos no la publicaban; eso le predispondrá en mi favor.
Mientras habla ha sacado del bolsillo un pañuelo muy sucio y se quita el polvo de los zapatos. Deja sobre la mesa unas pesetas mugrientas, importe de la consumición, y se dispone a marchar.
—Adiós, voy a ver qué cuentan esos amigos.
Le ve alejarse cansado, con su sombrero coronado de grasa y sus teorías sobre el comercio y la moral. Se vuelve hacia la radio y busca una emisora en la que puedan escucharse algunos buenos discos. Desde la trastienda se oye la voz de José, su hijo:
—¡Papá, papá! ¿Has oído qué equipo presenta mañana el Barcelona?
EN mi pueblo no vivíamos así, te lo digo yo. Allá se vive como las personas. Si no fuera porque han pasado tantos años… Y el día que me retire, te juro que me iré allá. Aún me falta, desde luego, porque ahora tengo cuarenta y tres años solamente; soy de la quinta del treinta y tres. Mi pueblo es un pueblo rico; allá no falta de nada. Lo que ocurre es que es algo atrasado, hay poca cultura; pero por lo demás, no falta de nada.
Van por una avenida asfaltada por la cual pasan muchos autos y autobuses, pero por aquí comienzan ya a escasear los edificios. Hace tres horas que están de guardia por estos parajes y aún pasarán otras tantas antes de que les releven. A lo lejos, en unos descampados, hay instalada una tribu de gitanos. Las roderas de los carros forman como un camino que va a perderse hacia el fondo, en unas huertas. Más allá se asoman las chimeneas de unas fábricas:
—Anda tú; vamos a echar un vistazo a los calés.
—Déjales tranquilos; ése es asunto de los municipales. Mientras no les veamos hacer nada…
—Vamos a vigilarles. Conviene que estos tipos nos vean de cerca y sepan que no les quitamos los ojos de encima.
La pareja toma por el sendero que pasa cerca del carro de los gitanos. Hace sol y viento; de cuando en cuando se levantan nubes de polvo. Caminan despacio. Este barrio es más bien tranquilo. Sólo en la carretera es frecuente que ocurran accidentes y entonces suelen avisarles, si es que ellos no están por allí. Hoy, sábado, pueden producirse riñas en las tabernas; pero eso será, si acaso, a última hora de la tarde o por la noche, en el turno de la otra pareja. A los gitanos hay que prestarles cierta atención porque viven casi exclusivamente del robo. Pero suelen ir a actuar, especialmente las mujeres, en los comercios del centro de la ciudad.
—Mira los churumbeles medio desnudos, con la tripa al aire. Estos tipos, además de ser unos ladrones y unos vagos, no tienen vergüenza ni quieren a sus hijos. Hoy mismo, en cuanto anochezca, hará frío.
—En mi pueblo los chiquillos andan también sueltos por la calle. Pero allí es distinto. Allí no hace frío por lo menos. Es un pueblo muy rico el mío…
—Sí, ya me lo has dicho antes. Hay muchos capitales fuertes.
—Eso es; gente muy rica. No lo creerás, pero a don Alfredo Conesa Sánchez, por citarte uno tan sólo, se le calcula que tiene más de cien millones de pesetas. ¿Qué te parece?
Uno de los guardias es soltero y vive hospedado en casa de una paisana algo parienta de su padre. Los domingos, cuando los tiene libres, le gusta ir al baile; y si puede entrar sin pagar, también procura asistir a las corridas de toros. A su madre, que es muy vieja y está casi ciega, le manda treinta duros cada mes, y la pobre, allá en el pueblo, se arregla como puede. El marido de su paisana, que es catalán, se dedica a arreglar radios en su casa; él le ayuda en las horas libres, pues tiene buenas manos. Los dos trabajan guardando silencio; no simpatizan, únicamente se toleran. El marido de su paisana, después de la guerra, perdió su colocación. Ahora, reparando radios, vuelve a ganar bastante dinero; él está seguro que de buena gana le diría que se fuese a vivir a otro lugar, pues ya no necesitan la suma que él les paga por el hospedaje. Pero tal vez sean figuraciones suyas, y mientras trabaja con él, piensa si no será sencillamente que el otro es taciturno y no le gusta la charla.
Los chiquillos gitanos han salido corriendo hacia el carromato. El caballejo pasta unas hierbas amarillentas y secas que crecen milagrosamente junto a un estercolero. El hombre, con un sombrero encasquetado sobre sus rizos negros, compone unos paraguas sentado en el suelo. Cuando ve pasar a los guardias les mira con recelo y después se lleva la mano al sombrero y les saluda ceremoniosamente. Los guardias no le contestan y siguen gravemente su camino.
—Ya te daré yo saludos…
Un poco más allá, el talud de las vías férreas y las tapias ennegrecidas de una industria. Tuercen hacia la izquierda, donde una hilera de casas señala el principio, o el final, de una calle.
El otro guardia está casado y tiene seis hijos. Se casó con una criada al poco de ingresar en la Policía Armada. Ahora se da cuenta de que un guardia no puede permitirse el lujo de tener tantos hijos. Al principio, entre embarazo y embarazo, la mujer, que tenía un primo que también era guardia y que pertenecía a la plantilla de Lérida, podía hacer viajes a buscar aceite y patatas. Fue una buena época en que ganaron bastante dinero. Él iba, vestido de paisano, a recoger los bultos a la estación; los compañeros les dejaban tranquilos. Gracias a eso pudieron vivir aquellos años tan duros. Pero no le gustaba aquella forma de proceder que le parecía indigna. No era justo que ellos persiguieran a las estraperlistas y que, después, su propia mujer lo fuese; no, no era digno ni honrado. Por eso, si alguna vez le mandaban a la estación a incautarse del género que llegaba en los trenes, sentía auténtica repugnancia y procuraba no quitarle nada a nadie. No porque considerara que traer géneros para el mercado negro estuviese bien hecho, sino, porque sabía que su propia mujer, él mismo, lo estaban haciendo. Ahora vive en un piso sórdido de un barrio antiguo y maloliente, y tiene realquilado a otro guardia de su compañía, cuya mujer, además de estar enferma, es mala. El otro guardia es un calzonazos y su mujer, que no tiene hijos, se dedica a martirizar a los suyos y a su esposo. En su pueblo su padre y él eran jornaleros y vivían muy pobremente, pues apenas hallaban trabajo la mitad de los días del año. Por eso, al terminar la guerra, se hizo guardia. Pero ahora, a través de los años, a través del descontento en que vive en esta ciudad despiadada y extraña, su pueblo ha ido idealizádose hasta convertirse en una especie de «tierra de promisión».
Hay un abrevadero instalado en la acera, cerca de una cuadra. También hay un bar, y la pareja, al pasar ante él, mira hacia el interior. Un hombre, con una servilleta al hombro, habla con otros dos tipos que aparentemente no puede decirse que sean sospechosos a menos que demuestren lo contrario. El arroyo está sin empedrar, lleno de polvo. Las casas son pobres, viejas, deslucidas. De los balcones ennegrecidos cuelga la ropa tendida, y en algún sitio suena escandalosamente una radio.
—Mañana me toca retén. Me hubiera gustado ir a los toros porque ese «Chamaco» me pone la carne de gallina.
—Yo tengo libre; saldré un rato por la mañana con la parienta. Por la tarde quizá lleve a los pequeños al rompeolas. Los mayores van al Centro Parroquial; allí les dan de merendar.
En un local dedicado a carretería trabajan unos obreros. A la puerta están puestas a secar las ruedas de un carro pintadas de rojo vivo. Dentro se oye la sierra y huele a madera fresca. Pasa un camión levantando polvo y saltando a causa de los baches. Más allá hay una puerta de cristales en donde se exhiben fotografías de mujeres extrañamente peinadas; es una peluquería de señoras. La dueña, gruesa y pintada, vestida con una bata blanca, está apoyada en la puerta. Los guardias la miran.
—Está guapota la peluquera, ¿eh?
—Así me gustan a mí…
—Pues si te gustan así, duro con ellas. Para algo eres soltero.
—Y cuando tenga seis hijos como tú, ¿quién me los mantiene?
—Y que lo digas, chico, y que lo digas… No sabéis los solteros la fortuna que representa serlo. Cuando entré en el Cuerpo, creí que ya era millonario. Si en mi pueblo hubiese más trabajo, en cuanto los mayores estuviesen en edad de ganar un jornal, me volvía para allí.
—No hay cultura en los pueblos…
—Sí, eso es. Aquí mis hijos van a la escuela y por lo menos aprenderán. Además, en esta ciudad, un hombre tiene más ocasiones de prosperar. A mí mismo, una vez me propusieron un trabajo que de haberlo aceptado, a estas horas era ya rico. Lo que pasa es que uno le tiene cariño al uniforme. Con el uniforme, uno es alguien. Y entre el economato y alguna otra cosilla, nos vamos arreglando. Mi mujer ayuda a coser a una modista de la escalera y siempre gana algunas pesetas.
Han desembocado a una calle mejor pavimentada donde, aquí y allá, han ido surgiendo casas nuevas. Todas parecen idénticas, y los edificios que están todavía sin terminar vendrán a ser casas iguales a éstas. Aquí las tiendas están más limpias; circulan algunos autos. No pasa nada; la mañana avanza lenta y tranquilamente. Las gentes andan, se detienen a hablar, entran y salen de los almacenes, de los portales, de las tiendas. A lo lejos, cruza la calle una línea de tranvías. Aparecen los coches rechinantes y rojos, dan unas cabezadas al cruzar, y desaparecen tras las casas con su ruido de chatarra. Pasa un carro cargado de balas de algodón. En un descampado, un grupo de chiquillos juegan a la pelota. Un perro flaco y escarmentado, con el lomo recogido y el rabo entre las piernas, contempla a distancia el jugar de los chiquillos. Muy de prisa, pasa un camión elegantemente carrozado que lleva pintado en el costado el nombre de un conocido industrial.
—Fíjate qué camión. ¡Parece un auto de lujo!
—Sí, chico. Aquí también hay gente rica.
—Y gente pobre también…
—Así es la vida, hijo.
—Así es la perra vida.
Hace casi calor. Los ruidos se escuchan lejanos. Aunque ya es otoño, el sol molesta, y los uniformes, tan cerrados, resultan calurosos. Uno de los guardias se desabrocha el cuello. Por aquí no es fácil que les vea nadie; y está sudando.
Cuando llegan a la calle por la que cruza el tranvía, vuelve a abrocharse el cuello. Está sofocado. Pasan a la acera de enfrente porque los plátanos, a pesar de que las hojas amarillean, dan un poco de sombra. Hay mucho tránsito aquí. Camiones, carros y algunos automóviles, y motos, y triciclos, y taxis, y bicicletas. A la puerta de un cine se ven grandes carteles en colores. Uno de ellos representa a un soldado remangado y con unas ramas colocadas en el casco a manera de camuflaje y en actitud de disparar su metralleta.
—A veces me acuerdo de la guerra. No siempre se pasaba mal, ¿eh? También había aquello de descansar en los pueblos, y los frentes tranquilos. ¡Allí te pasabas tumbado todo el día! Yo no había salido nunca de mi pueblo y me gustaba viajar, ver ciudades. Estuve en Sevilla, Salamanca, Bilbao, Burgos… ¡Yo qué sé!
—Sí, yo también rodé mucho. Pero lo que más me impresionó fue Barcelona. Entramos por Sans. Me acuerdo de que cuando llegué a la plaza de España creí que allí ya se acabaría la ciudad. Y luego, la gente que nos aplaudía. Y llegamos hasta la misma plaza de Cataluña; y la ciudad seguía, seguía.
—Yo estaba entonces en el frente de Extremadura. A mí, Barcelona no me gusta. En fin, puede ser agradable vivir en el paseo de Gracia o en la Diagonal. Vivir en casas buenas con calefacción y criadas. Pero mi barrio huele mal. Y como estamos en un entresuelo, apenas hay luz y hasta que sales de casa no te enteras de si hace sol o está nublado.
—Mi habitación da a una calle ancha, pero como hay cerca una fábrica, en cuanto abres el balcón entra el humo.
—Además, en mi pueblo cada familia, pobre o rica, tiene su casa. Y es muy raro que vivan dos familias juntas. En cambio aquí, ¿te has fijado?, nadie vive solo en un piso. Todos tienen realquilados.
Doblan por una calle lateral asfaltada y con casas nuevas. En letras doradas, sobre las rejas negras, se lee el nombre de un Banco y el número de la sucursal. La puerta giratoria está bien barnizada. Junto a la sucursal del Banco hay un bar moderno y una tienda de radios.
Se detienen un momento a la puerta y miran al interior. Como hoy es sábado, hay más movimiento que de costumbre. No se observa nada anormal. La mañana está tranquila y la guardia va transcurriendo pesada y monótona; como todas las guardias, como casi todas las guardias.
—Si los ricos de mi pueblo fundaran un Banco…
(Continuará…)
