Los otros (I)

Luis Romero





PRÓLOGO

Si se aplica una lente a una porción de cualquier escrito o lámina, se verá cómo el espacio abarcado por esa lente se destaca y adquiere una inusitada presencia que llega a eclipsar el resto de lámina o escrito.

He aquí lo que es la novela, o por lo menos, cierta clase de novela, con respecto a la vida total de la humanidad o de un cuerpo social determinado.

Así ha sido concebida y escrita «Los otros». Y, una vez acotado el sector social en que la acción iba a desarrollarse, he permitido a los personajes expresarse con libertad, y únicamente de cuando en cuando —son fallos o privilegios del oficio— aparece, confundida las más de las veces con las del personaje, la opinión del novelista, o se desliza algún comentario formulado casi al margen de su voluntad.

El novelista no se identifica con la conducta de los personajes por él creados, ni se siente responsable de sus opiniones. Esto no significa que, en ocasiones, esas criaturas imaginarias no digan o piensen verdades como puños. Cuáles son esas verdades —muchas de ellas dolorosas—, ya lo sabrá averiguar el lector.

Se ha tomado, una vez más, Barcelona como escenario de esta novela. Pero la acción y circunstancia de «Los otros» podría referirse a cualquier otra ciudad de España o del extranjero. Los problemas, salvo pequeñas diferencias, son idénticos aquí y allá. La localización geográfica pertenece a la anécdota.

He acercado la lupa y he destacado un hecho y unas gentes que alrededor de él se mueven. Ese hecho, tal como lo describo, no ha sucedido nunca, ni tampoco nada de lo que relato. Pero hechos, gentes y cuanto digo pertenecen a la verdad novelística y a la verdad social. Y eso es lo importante.

L. R.

Cadaqués, agosto de 1955




DE nuevo se ha despertado con la sensación de haber dado un salto en el vacío durante el sueño. Ahora, en los cristales de la ventana se apoya una luz pálida. Ha comenzado a amanecer. El tictac del despertador niquelado le llena la cabeza. Son las siete. A las ocho o las ocho y media se levantará. A las diez estará en el lugar que estos días ha elegido. A las diez menos cinco exactamente. Alarga la mano y coge de la mesilla de noche el reloj de pulsera; son las siete menos cinco.

No ha dormido bien; toda la noche la ha pasado nervioso, con pesadillas, sudando, Carmela respira fatigosamente, y su rostro, con esta palidez del amanecer, parece el de un cadáver. Carmela ha cumplido veintitrés años la semana pasada. Hace dieciséis meses que vive con él. Carmela también duerme con intranquilidad, como si la tensión pudiera comunicársele misteriosamente. Sin embargo, no sabe nada; no ha querido revelarle nada, pero ella debe barruntar algo. Si la cosa sale bien —y tiene que salir, es de cobardes pensar lo contrario— seguirá trabajando unos meses en la carpintería. Después se irán a vivir a otra ciudad, quizás a Madrid, y cuando nadie pueda ya sospechar, instalará un negocio; una tienda, tal vez una peluquería que la misma Carmela atenderá. Antes puede colocarse durante un año de aprendiza en una peluquería de señoras. Así se familiarizará con el oficio y hará creer a todo el mundo que han ahorrado. Lo importante es que la cosa salga bien.

Carmela respira junto a él. Como es mujer, y joven, es preferible que no se entere de nada. No sabe —no lo sabrá nunca— lo que es un interrogatorio. Él sí lo sabe y no lo olvidará jamás. Mejor que Carmela ignore lo que va a hacer esta mañana; aunque sospeche algo. Ya le advirtió ayer noche que no va a ir a trabajar. Hoy dirá que sale porque tiene que resolver un asunto. Así, sin aclarar: un asunto. Cuando regrese a casa (si todo sale bien hacia las once y media) mandará al taller un parte de baja por enfermo. Como es sábado, ya no vendrá el médico. El lunes dirá que tuvo un cólico pasajero y que está restablecido. Nadie puede sospechar de él, pues si la policía le tiene fichado, será por el lío aquel de las cotizaciones en que le metió un compañero de trabajo afiliado a la Confederación.

Tenía sed. De buena gana se levantaría a echar un trago; pero esa luz de difuntos que se asoma por la ventana le paraliza. Puede que hasta tenga fiebre. Ya había perdido la memoria de esta sensación (una sensación de miedo, evidentemente) que siempre le asaltaba cuando iba a dar un golpe. Debe de hacer cuatro años de la última vez. Debe de hacer cuatro años porque fue en invierno ya, pero antes de Navidad. Le vio los dientes al lobo, y de bien cerca. Se prometió no tentar más la suerte. «¡A ése! ¡A ése!», y los dos disparos secos cuyo estampido rebotaba por las paredes del callejón; y el sonido de los pasos acelerados de los perseguidores. Estuvo una hora larga tumbado en el suelo de una azotea, con todo el frío de la tarde agarrotándole la carne. Cuando llegó a su casa (además con las manos vacías) se tuvo que acostar y estuvo toda la noche temblando. Su madre quería llamar al médico, pero él se encolerizó, porque le parecía que toda la ciudad le había visto, le había perseguido. «¡Tiene que haberse metido en ese portal!» Y el agudo de los silbatos disparados por el aire. «¡No; me parece que dobló la esquina!» Ascendía por la escalera con el aliento roto. Detrás de él se abrió una puerta. «¿Qué pasa por ahí?» Entre los depósitos de agua había un escondrijo. De la calle subía un murmullo, y el irritante sonido de los pitos de alarma. Oía a la gente gritar por los balcones. «¡Yo le vi que venía corriendo!» «¡Le vi doblar la esquina!» «¡Registren el almacén!» Luego todo se fue calmando, pero cada vez refrescaba más, y la mano le dolía de tanto como apretaba la pistola. Seguramente se hubiera disparado un tiro en la boca, o tal vez hecho fuego contra quien asomara la cabeza entre los depósitos. Quizá todavía esté allá la pistola y las lluvias la hayan estropeado. Su madre decía solamente: «¡Jesús, este hijo mío! ¡Cómo te has enfriado!» Y él la mandó malhumorado que se fuese, que le dejara en paz, que no le trajera más mantas.

Pero otra vez está harto de trabajar todo el día para ganar treinta y dos pesetas. Y está harto de respirar serrín y de ver trajinar a Carmela con las medias zurcidas. Carmela no será como fue su madre. Carmela no se marchitará entre suspiros y ropa sucia, no usará toquillas en invierno, ni envejecerá encadenada a la máquina de coser. Él está cansado de enriquecer a los demás con su trabajo. Un hombre que tiene dinero reúne a unos cuantos desgraciados y les hace trabajar. Les paga no más que lo imprescindible para que no se mueran de hambre y frío; es decir, lo mínimo para que conserven las fuerzas y puedan seguir trabajando. Entonces el tipo, que ya tenía dinero, gana más dinero todavía. Así puede habitar una casa caliente, su mujer va bien vestida (si le pone los cuernos es igual), los niños se educan en un buen colegio y tienen sus juguetes, y en verano se les lleva a la playa. Claro que todos se engañan unos a otros: «Lo he hecho con materiales de la mejor calidad». «Le cobro lo más justo; un precio especial para usted». «Ese canalla no ha pagado la letra». «Vuelva usted el viernes, hoy no es día de pago». Pero los obreros, los que respiran serrín, los que se dejan los dedos a rodajas en las máquinas, los que calzan alpargatas, los que padecen frío, ésos pierden siempre, a ésos todos les engañan, todos están de acuerdo en explotarles, aunque nadie lo confiese. Al contrario; cuando uno llega al trabajo después de haber desayunado una taza de leche aguada con malta y un trozo de pan duro, aún tiene que oír que hoy en día no se protege más que a los obreros, que los obreros viven sin preocupaciones, y por el mundo se pronuncian los discursos más incomprensibles para los que pasan privaciones.

Los compañeros dicen que esto se acabará, que llegará el día en que todo esto se acabe. Pero pasan los años y él gana treinta y dos pesetas, y a Carmela le ocurrió lo que le ocurrió porque tenía que vivir con sesenta pesetas a la semana. Su padre sigue yendo a la taberna a emborracharse de vino y de revolución social. Cuando empezó la guerra él era pequeño todavía, pero cada vez que se acuerda de su padre, siente compasión y casi asco. En aquellos años usaba una cazadora de gamuza y una gran pistola al cinto. Se volvió arrogante; creía que hacía algo de importancia, y que él y sus amigos habían cambiado, no ya la ciudad, sino el mundo. En su casa abundaba la comida y el tabaco, y le venían a buscar en automóvil. De no ser porque la madre se opuso con tenacidad, hubiesen ido a vivir a un piso elegante, un piso incautado. Luego volvieron a escasear las cosas, y su padre se quedó sin pistola y sin cazadora de gamuza. Después vino el desastre, las palizas, la cárcel, el hambre. Ésa fue la revolución social que hicieron los amigos de su padre. Su madre envejeció tanto, que a los cincuenta años, cuando ha muerto, parecía una anciana; en cambio, la mujer de su patrón va bien pintada y encorsetada y todavía se dedica a ponerle alegremente los cuernos. Pero su padre sigue en la taberna hablando de que van a cambiar el mundo; y no hacen nada. Sí, cambiarán el mundo, pero entretanto lo que él va a hacer es cambiar su vida, que eso es lo más urgente. Cambiar su vida antes de que la carne de Carmela envejezca y él pierda la salud; antes de que una máquina le mutile irreparablemente o le metan en la cárcel por romperle la cabeza al patrono un día que le oiga decir que los obreros viven mejor que él.

Los compañeros de su padre iban a hacer un mundo mejor. Habían pasado hambre y persecuciones, frío y trabajos. Vivían miserablemente en una ciudad opulenta, llena de teatros, automóviles y mujeres guapas. ¿Dónde están los compañeros de su padre? Que les pasen revista en los campos de batalla, en los paredones de fusilamiento, en las cárceles donde se dejaron la juventud. Y los que quedan, ahí están, en las tabernas, soñando el desquite, en las fábricas vencidos y humillados, jugando a conspiradores y recibiendo todos los palos que se pierden. No, mientras llega ese mundo en que quepan todos, ese mundo vindicativo y justo, él tendrá dinero y comprará las cosas que se compran con dinero. Se lo propuso a los dieciocho años, y entonces fracasó. Ahora lo conseguirá. Hoy mismo. Dentro de tres horas, tendrá dinero suficiente para abandonar esta sucia vida que lleva, para que Carmela no tenga que ir a casa de unos señoritos a fregar los platos y a que la sobiqueen en cuanto se descuida. Mientras exista el dinero, él lo tendrá.

Hace frío, al amanecer siempre hace frío. Luego, el sol pasa por detrás de la casa y la calienta un poco. Dentro de un mes, el piso se transformará en una nevera: las paredes delgadas, las ventanas mal ajustadas, la humedad. Pero este invierno comprará una estufa. Porque compre una estufa nadie puede sospechar. Al fin y al cabo una estufa no es gran cosa.

Carmela ha dado ahora una vuelta y está de espaldas. Tal vez se halle desvelada y piense cosas como él. El padre de Carmela también era un revolucionario. Murió por las calles con una pistola en la mano; debió de ser igualmente de los que creían que el mundo lo iban a cambiar en dos días. A estas horas ya no quedarán de él ni los huesos.

El tictac del despertador le pone nervioso. Cada vez entra más luz por la ventana. Son las ocho menos veinticinco. Si fuese a trabajar, ya tendría que estar en la calle. Luego el metro, atestado de gente maloliente descansando su fatiga sobre las suelas de las alpargatas, y las calles polvorientas hasta el cobertizo con el gran letrero en letras blancas: «Taller de carpintería mecánica y ebanistería de Rosell y Hermanos». (¡El cerdo!). Y los obreros que van llegando uno a uno entristecidos, desencantados, rencorosos. Manau, con unos papeles grasientos envolviendo el pan empapado de aceite frito con una diminuta tortilla en medio; Martínez, flaco, mal afeitado, enfermo del estómago y desdentado; Juan Galtar, despeinado y sucio, lamentándose de que su mujer vuelva a estar embarazada y calculando cuánto le van a pagar por los puntos cuando nazca el nuevo hijo; José, resfriado, con el cuello envuelto en una bufanda y la misma gabardinilla raída de siempre; Pascual, mirando recelosamente a su alrededor y transmitiendo inútiles consignas; Paco López, seguro de sí mismo y repeinado, satisfecho de su indigna manera de vivir. Paco López es el único que lleva corbata. Éstos y los demás, todos, hasta quince —quince hombres con sus problemas, sus esperanzas, sus familias— trabajan para enriquecer al tal Rosell, cuyos «Hermanos» nadie sabe quiénes pueden ser.

A las nueve llega Ramón, el empleado. Ramón no es mala persona, un simple nada más. Lleva su corbata; su abrigo de confección en invierno, sus zapatos, a veces con las suelas desgastadas. Pero él entra en el despacho y se sienta ante la máquina de escribir, se asoma a la ventana que da al taller y grita: «¡Galter! Haga el favor de venir. Tiene usted que firmar unos papeles para el Montepío». En el despacho hay una buena estufa y unos carteles aconsejando a los obreros que sean prudentes y no se dejen atrapar las manos por las máquinas Sí, en el despacho hay carteles, pero a Galter le faltan dos dedos, a Pascual una falange, y a él mismo la máquina se le llevó medio dedo de la mano izquierda.

Se pasa la yema del índice derecho sobre el muñón. Tendrá que procurar que nadie se fije en esa mano; sería un dato para identificarle. La policía trabaja mejor de lo que muchos creen y, partiendo de un pequeño indicio, llegan a detener a cualquiera. Luego preguntarían si esta mañana ha trabajado, y Ramón consultaría los libros de salarios, los estadillos del seguro de enfermedad, en fin, todos los papeles que le comprometieran. Una vez que la policía sospecha de alguien, ya está perdido. Meterá la mano izquierda en el bolsillo del pantalón; aunque lo mejor es actuar con gran rapidez. Todo lo tiene estudiado. Cada sábado, a las diez en punto, entra el cobrador en el Banco. Tarda de cinco a diez minutos en salir, pues es una sucursal de escaso movimiento. Dobla por la primera esquina y sigue hacia abajo unas cuatro travesías, vuelve a doblar y continúa hasta la fábrica. Tarda unos seis o siete minutos en hacer el trayecto, ya que anda despacio y suele detenerse un instante a liar y encender un cigarrillo. Es viejo y se ve que rutinario; además, corto de vista. Difícilmente podrá reconocerle, en el caso de que surjan complicaciones, si tiene la precaución de derribarle las gafas de un manotazo. Esperará en el bar y saldrá de improviso. Le arrancará la cartera y le obligará a ponerse de cara a la pared. Entrará en el contiguo corral de maderas y lo atravesará corriendo. Antes de llegar a la tapia se volverá, y si alguien le sigue, apuntará hacia él o hará, incluso, un disparo al aire. Saltará la tapia y cruzará, lo más rápidamente que pueda, el solar que hay al otro lado. Después, por un agujero grande que existe en la cerca, saldrá a la carretera principal. Aunque griten en el corral, no se oirá nada, pues el ruido es muy grande en esa calle y a esa hora. Entonces, ya con la pistola en el bolsillo, hará lo que en el momento se le ocurra: tomar un taxi, subirse a un tranvía en marcha, cruzar y echar a correr por una travesía. Llegando a esa calle o carretera, ya todo será fácil; y él tiene buenas piernas y ha examinado el terreno en que va a moverse. Sus perseguidores vacilarán; el cañón de la pistola les hará vacilar, y no podrán saltar la tapia tras él; y si lo hacen, tardarán tiempo, y si se entretienen en dar la vuelta a la manzana, él habrá desaparecido.

Este mediodía tendrá en su casa un buen montón de billetes; muchos, muchísimos. Es difícil averiguar cuántos, pero si en la fábrica, cuyo cobrador va a atracar, trabajan unos setenta obreros y lo menos quince empleados, según ha podido enterarse, y teniendo en cuenta que es sábado y último de mes, hay que calcular que por lo menos sacarán del Banco unas cincuenta mil pesetas; eso si no tienen que realizar algún pago durante la mañana o el patrón no decide retirar para él una cantidad importante.

Con cincuenta mil pesetas se puede instalar una peluquería y comprar una estufa, y tres pares de medias, y un vestido, y un traje para él. Cincuenta mil pesetas son muchas pesetas, y aun privándose de lo más necesario no las ahorraría él en cincuenta años. Las ganará en diez minutos; y que el dueño de la fábrica busque otras tantas para pagar a los obreros, que éstos no van a quedarse sin cobrar. Hasta que no les entregue uno a uno el semanal, el dinero pertenece al burgués, y es a él a quien se lo va a quitar sin que le sirvan de nada todos los jueces, los guardias y los curas del mundo. Ahí, en esa pistola que tiene escondida en el armario (se la entregó Pascual porque temía que la policía anduviera sobre sus talones), está su fuerza y su ley. Y cuando se la devuelva a Pascual, éste no sospechará que con su arma se ha llevado a cabo un acto útilmente revolucionario. Pero a Pascual no le dirá nada; ni a nadie. Ni siquiera a Carmela.

Hace frío; todavía no es hora de levantarse. ¿Qué va a hacer dando vueltas por la casa? Y a la calle no va a salir. ¿Para qué empezar a correr el peligro de ir armado antes de tiempo? Ayer le dijo a Carmela que no se encontraba bien de salud, y que hoy no iría a trabajar. Dentro de un rato hará que se levante y le prepare el desayuno; dirá que está algo mejor, y que va a salir a la calle para resolver un asunto. Ella no sabe que guarda la pistola en el cajón del armario; la tiene bien escondida. Hace frío. Comprará un día de éstos otra manta; así este invierno no tendrá necesidad de echarse la gabardina encima de la ropa de la cama.



JOSÉ Mateo Mora se ha sentado ante la mesa del comedor. Por la noche no retiran el mantel; solamente le quitan las migas que quedan de la cena y así ya tienen la mesa dispuesta para el desayuno. Juana le ha visto cuando se dirigía al comedor y no tardará en traerle el café con leche. Juana es lista; más lista y diligente que Martina, la asturiana, que murió porque el novio la hizo abortar. Martina, la pobre, andaba siempre sucia, con las alpargatas en chancletas y bromeando con los huéspedes. ¡A saber de quién quedó embarazada!

El mantel tiene grandes manchas en el centro, y las moscas se pasean por las manchas. Son las ocho y diez en su reloj de pulsera; a las nueve menos cuarto quiere estar en la oficina. El contable y él tienen que preparar los semanales y hoy es, además, último día de mes, así que también se pagarán los sueldos a los empleados. La nómina es cada vez más complicada con tantos descuentos, puntos, montepíos y seguros. Hace poco tiempo que se le ocurrió encargar unos sobres a la imprenta, y al gerente le parecieron bien; ahora todo resulta algo más fácil, y sobre todo más claro.

Juana le sirve el tazón de café con leche y en un plato, al lado, dos rebanadas de pan tostado. En seguida se aleja en silencio. Él se vuelve a mirarle las caderas que se menean al compás de los pasos. José Mateo Mora tiene treinta y dos años, y está soltero.

El café con leche, como siempre, quema demasiado y no sabe a nada. Cruza el comedor uno de los huéspedes envuelto en un albornoz, y al pasar junto a él, saluda con un gruñido. Lleva la toalla al cuello, y en la mano el peine y los útiles de afeitar. Menos mal que él suele ser el primero en servirse del cuarto de baño, porque a media mañana está tan sucio que da asco entrar en él. Ésa es la causa que le obliga a madrugar incluso los domingos. El huésped ha entrado en el cuarto de baño, dejando tras él un tufillo a intimidad sucia que el olor del café no consigue dominar.

El pan es de ayer; por eso lo tuestan, para que no se note tanto. Enfrente de él, colgado en la pared, hay un cromo que representa un conejo y dos perdices pendientes de un clavo, y una mesa con una col y unas zanahorias encima. Los colores se han apagado y el cartón está abarquillado. En otra de las paredes, un tapiz de mal tejido representa el patio de una taberna donde beben cuatro mosqueteros convencionales que requiebran a una moza; ésta, sonriente, hace ademán de esquivarles.

Se oye un ruido como si toda la casa fuese a inundarse. En el baño han tirado de la cadena del water. Ha terminado su desayuno y se pone en pie. Enrolla la servilleta y le hace un nudo en el extremo. La servilleta está muy manchada. De la cocina llega el ruido de los platos que friegan. Todo esto es sucio, pobre, lamentable. Mañana cambiarán las servilletas y el mantel. Mañana comerán arroz, y de postre les hará doña Anita algún pastel casero o comprará un tortell en la confitería que está en los bajos del edificio contiguo.

En su casa no vivían así. La leche era leche, el pan era pan y los dulces dulces. No usaban mantel más que en las solemnidades, pero el hule que cubría la mesa estaba siempre limpio. Sin embargo, él deseaba vivir en Barcelona, y después de la guerra abandonó el pueblo. Tiene que escribir a sus padres. Si no tuviese hoy tanto trabajo en el despacho, lo haría desde allí utilizando la máquina de escribir. Les escribirá mañana por la mañana, y si le falta tiempo, porque comerá pronto para ir al fútbol, les escribirá el lunes en la oficina. A sus padres deben agradarles las cartas escritas a máquina; les dará la sensación de que él ocupa un elevado cargo. Cuando tenía pocos años, los sobres mecanografiados siempre le parecían portadores de noticias importantes.

El contable todavía es joven; demasiado joven. La solución sería casarse con alguna muchacha que poseyese un capitalito o un negocio pequeño, alguna tienda de algo, quizá una mercería o una perfumería, o que ganase un sueldo por lo menos, como Nuria, la mecanógrafa. Incluso casarse con una muchacha que se hubiera quedado huérfana y tuviese casa montada. Por lo demás, con el sueldo que le pagan, por ahora no hay que pensar en el matrimonio.

La puerta de la calle se abre y se oyen acercarse por el corredor unos pasitos leves.

—Buenos días, señor Mateo.
—Buenos días, doña Anita.
—¿Qué, a trabajar?
—Sí, como siempre; no hay otro remedio.

Del baño sale muy peinado el huésped del albornoz descolorido, con la toalla sucia al cuello y un cigarrillo entre los labios. Doña Anita apenas le saluda; sólo hace un levísimo movimiento de cabeza. No le es simpático y además se retrasa en el pago de la pensión. Pasa entre los dos y continúa hacia su alcoba. A José tampoco le es simpático. Trabaja poco; dicen que es comisionista. A veces le visitan tipos tan desagradables como él, y se encierran en la habitación para tratar de sus asuntos. Todos los huéspedes están deseando que se marche.

Ha olvidado en la habitación el semanario «Marca» que trajo anoche. Desea terminarlo de leer en el camino; además, comprará el periódico porque todavía no se sabía ayer la alineación que presentará en Las Corts el Atlético de Bilbao. La habitación está cerrada y huele. A la cabecera hay una estampa de San José en colores, y a un lado, sobre la mesilla de noche, está clavada con chinchetas una postal con una vista de su pueblo; un pueblo pequeño apiñado alrededor de una iglesia y rodeado de sembrados. Encima de la mesilla, el cenicero con varias colillas, y una novela de la serie de «Grandes Crímenes». Las zapatillas, muy usadas, están sobre la raída alfombra, y el pijama en el respaldo de una silla. La luna del armario está rajada en uno de sus extremos. El orinal —blanco y amarillo— asoma a los pies de la cama.

El semanario se halla debajo de la chaqueta del pijama. Lo dobla convenientemente y se lo mete en el bolsillo. Cierra el cajón de la mesilla de noche, que había dejado abierto, después de guardar en él la novela policíaca de cubiertas rojas y negras, con el cadáver de una mujer dibujado en ellas en forma realista y sangrienta.

Por el pasillo se cruza con Juana y la contempla de arriba a abajo. Juana aparta la vista y dice:

—Adiós, señorito…

Si le hubiera sonreído, si le hubiera dado pie, de buena gana habría alargado la mano, como hacía con la asturiana. Pero ésta no parece dispuesta a dejarse sobar, y no se sabe que visite por la noche la habitación de ningún huésped. Esta chica es muy distinta de Martina; claro que aquélla acabó mal, la desgraciada. Juana es más limpia y sirve mejor a la mesa. Martina, al fin y al cabo, aceptaba bromas de todos. ¡La pobre! Y el lío que se armó en la pensión… Vino la policía, y a doña Anita la llevaron a declarar al juzgado varias veces.

Al cerrar se le ha escapado la mano, y la puerta ha sonado como un golpe en su espalda. Doña Anita se habrá enfadado por el portazo. Es igual que se enfade o no; más valdría que les diera mejor de comer. Mañana habrá arroz; los domingos es más pasable la comida, pero los demás días… Si le subieran el sueldo se mudaría a una pensión mejor o se casaría con Nuria, cuyas piernas le vienen obsesionando desde hace años. Pero Nuria tiene que mantener a su madre, y con el sueldo de él, como ella dejaría de trabajar, no podrían vivir los tres.

Baja lentamente los escalones, mira el reloj, y se da cuenta de que se le está haciendo tarde. Tomará el metro, aunque a estas horas va bastante lleno. El aire de la calle está frío. Pasa gente apresurada. Al salir del portal, casi derriba una caja de tomates que sobresale del nivel de la tienda de comestibles. El dueño está a la puerta, colorado y gordo, con sus ojos rapaces y su calva brillante, embutido en la bata caqui.

Pasan, sonando a chatarra, los tranvías atestados de personas que van a su trabajo, y en los balcones altos da el sol, disimulando, al embellecerlos, los desconchados de las fachadas.

Aprieta el paso, y al llegar al quiosco compra el periódico. Si consigue espacio suficiente a su alrededor, lo leerá en el metro. Cruza taconeando una muchacha; aunque él la mira, no le devuelve la mirada. Eso le decepciona; tal vez lleve hoy la camisa demasiado sucia. En la esquina se ve la boca del metro, y de todos lados afluyen hacia ella gentes que descienden por las escaleras hacia la oscuridad: hombres, mujeres, jóvenes, viejos. Gente y gente que ha madrugado a contrapelo y se dirige a trabajar sin ilusión.

Él también desciende hacia el subterráneo alumbrado por bombillas eléctricas. Suenan por las galerías los pasos apresurados. Consulta el reloj; son las ocho y veinticinco. Tiene el tiempo justo. Si por lo menos le subiesen el sueldo, si hallara una colocación mejor pagada. El contable es joven todavía, y en una casa en que los oficinistas son tan pocos, las probabilidades de prosperar resultan asimismo escasas. Pero en el pueblo, ¿qué sería?, el hijo de un pobre tendero, y después, al morir sus padres, el hermano de un tendero. Y casarse con una pubilla es problemático; hay pocas pubillas y demasiados que confían en casarse con ellas. Aquí, por lo menos, muchos se han enriquecido; cada día puede presentarse la posibilidad de algo extraordinario, de un negocio afortunado, en fin, de algo que no puede preverse hasta que acaece.

La taquillera ni siquiera le mira al alargarle el billete, cuando los dedos de ella rozan maquinalmente los suyos. Los dedos de esta mujer deben estar insensibilizados a todo contacto humano, de tanto rozarse con los dedos de los demás. En el andén hay mucha gente que espera el metro. La luz es pobre y se refleja en los azulejos blancos que forman la bóveda de la estación.

Se mete el diario en el bolsillo; no va a ser posible leer en el vagón, y no quiere que se lo arruguen.

En Barcelona hay quien hace suerte. Sin ir más lejos, Felipe, su compañero. Ocupaba en la oficina un puesto inferior al suyo, y sin embargo, un día vino diciendo que abandonaba el despacho. Se puso a trabajar con uno que compraba y vendía hierros, y al año siguiente se establecía por su cuenta. Ahora tiene coche y se ha casado con una chica de buena familia. Y Felipe no valía más que él, ni era más listo que él; lo que ocurre es que tuvo suerte. Cuando uno trabaja por su cuenta, merece la pena hacerlo hasta reventar; pero si hay que vivir de un sueldo, lo que se está deseando es que llegue el sábado para ir por la tarde al cine y el domingo al fútbol. Y cuantas más fiestas, mejor. Es el patrono quien no quiere que hagan fiesta; o aquel que por trabajar por su cuenta, se gana bien la vida.

Se oye un estruendo que avanza por el túnel; la gente estacionada en el andén comienza a agitarse. El convoy frena, se abren las puertas. Algunos quieren salir y tropiezan con los que intentan penetrar en el vagón. Él se siente empujado, atraído hacia el interior luminoso; reparte codazos, empuja también, alguien blasfema y alguien protesta; alguien se ríe y gasta bromas. Un último apretón y las puertas se cierran entre bufidos y un «¡aaaup!» que grita a coro un grupo de muchachos jóvenes. El convoy arranca y se mete a todo correr por el oscuro túnel que conduce a esta muchedumbre hacia su trabajo.



AYER por la noche volvió el médico. Se acercó a la cama, tomó la mano de la enferma y le preguntó cómo se encontraba. Ella apenas contestó; hace dos días que no habla más que algunas palabras en voz tan baja, que casi no puede oírse. Luego le recomendó que se animara y se fue.

En la puerta de la escalera interrogó ansiosamente al médico. Éste no aseguró nada, pero le dijo que hoy telefonearía por la tarde. Insistió sobre lo que hace dos días le había advertido: que no tuviese esperanzas. Después le apoyó una mano sobre el hombro y añadió compasivamente: «Por lo menos todo ocurrirá sin sufrimiento. Está extenuada; es lo mejor que podía suceder; un fin sin dolor». El médico se marchó después de contestar afirmativa, pero escépticamente, a su interrogación sobre si debía darle o no las píldoras y si era conveniente seguir poniéndole inyecciones.

Ha pasado la noche sentado a la cabecera de la cama. Puede que se haya adormilado una o dos veces. No pensaba nada, no recordaba nada; María, su mujer, estaba ahí, exangüe, bajo la ropa, muriéndose. Tenía que repetírselo, casi pronunciarlo en voz baja, para darse bien cuenta de lo que acaecía: María, su mujer, estaba muriéndose.

Pero la cosa comenzó hace dos años, cuando después de insistir mucho consiguió que fuera a visitar al médico de la Sociedad. La misma tarde éste le telefoneó al despacho dejándole recado de que fuera a verle. La sala de espera era triste; sólo hablaban las mujeres, mientras los hombres leían las revistas casi deshojadas. Las mujeres comentaban enfermedades de sus parientes, de los vecinos, hablaban de médicos famosos y de muertes horripilantes. A él le sudaban las manos; de cuando en cuando abrían la puerta acolchada, y el doctor, con gafas y bata blanca, hacía pasar a alguno de los pacientes. Cuando le llegó el turno le preguntó amablemente, mientras le miraba a los ojos: «¿Es usted el señor Portaló?» A él le sudaban mucho las manos, y la voz le temblaba. El médico le hizo pasar, le ofreció asiento ante su mesa y le tendió un cigarrillo que apenas pudo encender de tan nervioso que estaba. Hubiese deseado que le dijera en seguida lo que tuviese que decirle, y que él sabía, estaba seguro, de que era algo horroroso.

Hace rato ya que ha amanecido. A través de los visillos se ve la casa de enfrente que se va encendiendo en cuanto despunta el día; más tarde, se ilumina por el sol. La enferma respira sin fatiga, pero su rostro está tan descarnado que los huesos aparecen bajo la piel. Hace tres o cuatro días que ya no se queja, y ese «¡ay!» que ha durado más de un año, ha dejado en esta alcoba como un vacío, como un anticipo de muerte, porque el dolor es todavía, aunque precario, un signo de vida.

A medianoche, una vez que se había quedado traspuesto en la silla, se ha despertado sobresaltado, con la sensación de que María había fallecido al tiempo que daba un grito, un gran quejido angustiado que seguramente ha sido producto de sus sueños. Se ha acercado a ella, ha encendido la luz y le ha tomado el pulso. Era muy débil, pero latía. Ha llorado de gozo; todavía no se había muerto. Agonizando o no, estaba junto a él, viva, con un corazón que aún late, con unos ojos que le han reconocido.

Y el rostro de María se va transfigurando; ha cedido aquella tensión dolorosa que lo desfiguraba, aquellas ojeras dramáticas, aquella contracción de la boca; la expresión de los ojos se ha dulcificado, lejos ya del espanto y de esa secreta acusación que se adivina en los enfermos contra los sanos que les rodean. Pero más que nada, ha cedido el «¡Ay, Dios mío!» que se repetía meses y meses cada dos o tres minutos. La muerte —piensa tristemente— tal vez no es tan terrible como cada cual se imagina.

Sólo una vez se ha levantado de la silla y ha sido para preparar a la enferma un vaso de agua de limón. Sabe que es inútil quedarse en vela, y él mismo ha convencido a su sobrino y a los vecinos de que se fuesen a dormir, porque era innecesario permanecer por la noche en la casa. Lo cierto es que él desea estar solo con su esposa. Quería pasar junto a ella esta noche, que parecía que iba a ser la última, como estuvieron juntos la primera noche en esta misma alcoba, hace ya muchos años, los dos solos.

Ayer todavía fue a trabajar, porque no debe abandonarse el trabajo, pero hoy no se moverá de esta habitación. Únicamente a las nueve y cinco (no debe de faltar ya mucho tiempo y dentro de un instante irá al comedor a ver qué hora es) bajará al bar para telefonear a la fábrica advirtiendo que hoy no irá a trabajar. Y lo siente; en veintitantos años ha faltado sólo unos pocos días: durante el curso de una pulmonía que padeció antes de la guerra, cuando falleció su padre, y el día en que su hijo embarcó; y eso porque el vapor retrasó mucho la salida, y él no quiso moverse del puerto hasta el último momento. Telefoneará diciendo que hoy no podrá trabajar, y ya se harán cargo de que la razón de su ausencia es suficientemente poderosa. Página 19

El patrono le quiere; él ya trabajaba con su padre cuando no tenían más que un tallercito de reparación de motores. Ahora le han dado un buen cargo en la empresa; es el hombre de confianza, el cobrador. Y precisamente hoy es sábado y último de mes, y había que ir al Banco a buscar dinero para la nómina y los jornales. Ya enviarán a otro; también pueden ir incluso el amo o el gerente, que tiene automóvil. Lo lamenta, pero tendrán que arreglarse como puedan. Él no se moverá de aquí hasta que todo haya terminado.

El médico se ha portado bien; visitaba a María con frecuencia y parece que siempre acertaba a consolarla, a ilusionarla, como si la cosa tuviese solución; y a él también ha procurado siempre consolarle, si es que el consuelo ante la muerte existe, y si el consuelo ante la muerte de la propia esposa sirve para algo.

Aquella tarde le miraba mucho a los ojos. El recuerdo de los ojos del médico, aumentados por las gafas, le ha obsesionado estos dos años como si hubiese en ellos una fuerza superior, una verdad o una orden contra la cual fuera inútil rebelarse. Se lo dijo todo con bastante crudeza: «Haremos un análisis para asegurarnos, pero el diagnóstico me parece suficientemente claro. Ha venido a mí demasiado tarde. Bien es verdad que no se sabe nunca… Hay algunos casos en que la salvación es posible. Por mi parte haré cuanto esté a nuestro alcance». Y anoche le miraba con los mismos ojos aumentados por las gafas: «Mañana telefonearé por la tarde». Sintió una angustia en la garganta, y las piernas le vacilaban; al cerrar la puerta, se apoyó en la pared. «Telefonearé por la tarde» quería decir que, seguramente, ya no sería necesario que viniese a visitarla, porque a los difuntos no se les visita. Pensó ayer, mientras se apoyaba en la pared que tal vez el doctor, al llegar a su casa y si tenía un poco de tiempo libre, extendería la papeleta de defunción, aunque eso sería una crueldad y una desconfianza en la voluntad o en el poder de Dios; y este médico es buena persona. Sólo el hecho de oírle llamar a la puerta, de verle junto a la cama, de saber que va a recetar cualquier cosa, unas nuevas inyecciones, unas píldoras, un cambio de dieta, parece que va a producir el milagro. Pero ayer, anoche, dijo únicamente que hoy por la tarde telefonearía.

Hace un momento que ha vuelto a abrir los ojos y parecía que quisiese decir algo, pues ha movido los labios. Él se ha acercado a la cama, pero la enferma ha hecho un gesto de resignación y cansancio, y ha vuelto a cerrar los párpados.

Anteayer envió un telegrama a su hijo, pero aunque viniese en avión no tendrá tiempo de llegar; existen los pasaportes, los visados y todas esas cosas. Pero él quiso mandarle un telegrama, aunque le costó mucho dinero, porque así, su hijo, sabrá en São Paulo, que su madre se está muriendo y quizá le sea posible todavía llegar a tiempo de verla por última vez o, cuando menos, de asistir a su entierro. Es doloroso pensarlo, pero si se muere —y sin duda va a morirse— habrá que enterrarla. Pero de eso se ocupará después. Ahora desea estar aquí, con ella, solos los dos en esta alcoba que se va iluminando, estar viéndola, y que ella le vea cada vez que abre los ojos.

María no puede recordar que hoy es sábado, pues si lo supiera se alarmaría cuando viese el sol en la fachada de enfrente y comprendiera que él no había acudido al trabajo, porque eso le haría sospechar que estaba realmente moribunda. En el despacho originará un trastorno el hecho de que él no vaya esta mañana a cobrar al Banco; pero por una vez en la vida, bien pueden arreglarse sin sus servicios. El dueño ya se hará cargo de que ahora no puede separarse ni un minuto de su esposa. Él mismo bajará a telefonearle por si ha llegado ya a la oficina; y si no, hablará con el gerente o con el contable.

Él no hubiese deseado que su hijo embarcara para el Brasil; pero no se opuso a ello, porque a los hijos, cuando ya son hombres, hay que dejarles hacer su voluntad. Pero de no haber emigrado, ahora estaría aquí con él, sentado al otro lado de la cabecera para que María les viera a ambos cada vez que abriera los ojos. Y hubieran pasado la noche, sin hablar, para no molestar a la enferma, pero sabiéndose los tres juntos. Quien sabe si, como el hijo ha ganado mucho dinero según dice en las cartas y tiene muy buenas amistades, no habrá conseguido que le arreglen los papeles en unas horas y ya esté a punto de llegar, y llamarán a la puerta y será él, y María todavía podrá verle y notar como su hijo la besa y la abraza antes de que sea demasiado tarde.

La enferma se pasa la punta de la lengua por los labios. Él se levanta y se acerca a la cama. Toma el vaso de agua de limón que se halla sobre la mesilla de noche y alzando con cuidado la cabeza de María, se lo acerca a los labios. Ella bebe lentamente y derrama parte del líquido sobre el cuello blanco del camisón. Con cariño, deposita la ligera cabeza sobre la almohada. Entonces ella habla y él, inclinado sobre la moribunda, escucha emocionado sus palabras.

—¿Qué hora es? ¿No llegarás tarde a la fábrica?

Se queda desconcertado y miente; miente una vez más, continuando esa costumbre que comenzó la tarde aquella en que el médico, con bata blanca y gafas, le preguntó si era el señor Portaló.

—Pero, María, ¿no te acuerdas de que hoy es domingo?

Ella entreabre otra vez los labios y dice muy quedo:

—Ah, bueno…

Tiene que volver la cabeza porque los ojos se le han llenado de lágrimas. Hace unos días que llora por cualquier cosa. Ayer mismo, cuando fue a poner el telegrama, tuvo que disimular para que el empleado de la ventanilla no se diese cuenta de que estaba llorando. Y esta noche, al pasar por el comedor, cuando se dirigía a preparar el agua de limón, se ha fijado en la alacena donde están las tazas alineadas, con sus platos, y los vasares decorados con papeles encarnados, recortados simétricamente: las mismas tazas y los mismos platos que hace cuarenta años está viendo todos los días, porque María los alineaba y los sustituía por otros papeles idénticos, que sabe Dios de dónde sacaba cuando se ensuciaban o descolorían. Ha llorado mucho, como un niño, porque esas tazas y esos papeles, hoy mismo, mañana, o un día cualquiera, pero siempre muy próximo, carecerán ya de sentido, y cuando se mustien nadie habrá de sustituirlos.

Debe de ser tarde. Se levanta y va a mirar el reloj del comedor; quiere telefonear a la fábrica a primera hora, a las nueve o nueve y cinco, para que puedan proveer lo necesario para reemplazarle. Ha de ser él mismo quien telefonee, aunque no querría abandonar la alcoba, ni siquiera la casa y tampoco desea hallarse por la escalera con los vecinos que le preguntan y le obligan a contestar sin saber bien qué es lo que tiene que decir; porque sólo hay un hecho cierto: que María todavía vive. Y al pasar por el portal encontrará a la portera que estará barriendo, y en el bar, Manuel también le interrogará, porque en el barrio todo el mundo le quiere, y aunque nunca frecuenta el bar, cambia sellos con el hijo de Manuel, y por eso son amigos.

El reloj señala las nueve en punto. Vuelve a la alcoba y se mira al espejo. Está desencajado. Se pasa un peine por el cabello y se arregla la corbata. Antes de salir se queda un instante mirando a la enferma; después se acerca y le besa la frente. Siempre se despide así de ella por las mañanas, cuando se marcha a trabajar. Es una costumbre de cuando eran recién casados.

Sale de puntillas de la alcoba y cierra la puerta con cuidado de no hacer ruido.

(Continuará…)

Una respuesta a “Los otros (I)

  1. Pingback: TRAMPLED UNDER FOOT. Catálogo de autores y obras: Literatura europea (A-G) | Periódico Irreverentes·

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.