Janet Frame

23
Grace bajó a la cocina para tomar el café. Philip había regresado de la iglesia y estaba apoyado en la repisa de la chimenea, fumando, bebiendo café, su animación patente por la forma en la que cogía a Sarah o Noel, se los subía a los hombros o se los pasaba de una mano a otra, como si fueran cubos de agua destinados a apagar del todo los rescoldos todavía ardientes del animado ambiente de los domingos. La comida estaba en el fuego, y en la cocina ahora hacía más calor, Anne tenía la cara ruborizada y con vetas rojas. Suspirando de cansancio, se sentó al final de la mesa para terminarse el café. Sarah, redescubriendo repentinamente los placeres de mirar por la ventana, y exigiendo que el placer fuera solo suyo, empujaba y pellizcaba al persistente y llorica Noel, que quería compartir la vista a pesar de no ser suficientemente alto para poder ver.
—¡Déjame mirar, déjame mirar! —Venían a decir sus babosos quejidos y llantos.
—¡Sarah, basta Sarah! —dijo Anne con voz tranquila y suave.
—Quiere mirar por la ventana —dijo Sarah, con la misma placidez, empujando desafiante a Noel.
—¡Déjame ver, déjame!
—¿Has leído ya el libro de la biblioteca, Sarah?
—No encuentro lo del pícnic.
—El del pícnic lo hemos devuelto a la biblioteca. Este es nuevo. ¿Lo has leído?
—Es pesado, pesado, pesado —dijo Sarah con vehemencia—. Muy pesado.
Se apartó de la ventana y se acercó a Philip, que se la subió a la rodilla y se sentó en una silla con un pie encima del otro.
—Le he contado a Grace lo de la amiga que eructa —dijo Anne.
—Ajá. ¿Y le has hablado de Wallace?
—Sí, le he hablado de Wallace, de su estudio y de cómo cocina.
—¿Siempre la llamas por el apellido? —preguntó Grace.
—Sí. Es una costumbre de la época del instituto. De cuando nos pasaban lista.
Philip se volvió a Grace. Sus ojos eran como piedras sobre las que fluía agua amarilla y marrón con motas oscuras en su interior.
—En mayo —dijo él— iremos a una pequeña granja que se encuentra en el noroeste más remoto de Escocia y en la que hablan de la rebelión del cuarenta y cinco como si hubiera sucedido hace poco…
(Oh, otra vez no, Philip —murmuró Anne sonriente).
—Ahí vive el Viejo Dugald…
Philip se quitó a Sarah de la rodilla, dejó su taza de café, apagó el cigarrillo en el cenicero y se puso en pie, de cara al público, para interpretar al Viejo Dugald.
—Deberías oírlo —dijo él. Y poniendo un acento del remoto noroeste escocés, meneando el brazo arriba y abajo con la mano abierta, dijo con voz trémula: «¡La Emprrresssa estaba condenada desde el principio! ¡Vaya que sí!».
Todo el mundo rio a modo de aprobación. Grace recordó que cuando la entrevistó hizo la misma imitación con las mismas palabras.
—¡La Emprrresssa estaba condenada desde el principio!
El Viejo Dugald había causado una impresión tal en la imaginación de Philip que, suponía Grace, cuando fuera un anciano, ya calvo como un bebé, la blanca piel surcada por venas como vetas de lana escarlata, sus recuerdos intensificados, reducidos, refinados, el pensamiento del Viejo Dugald y la «emprrresssa condenada» serían un tesoro para él, una carga para su familia o sus compañeros en el asilo… De repente Grace sintió miedo ante esa visión compartimentada del tiempo, como si de bloques de sal se tratara, esa compactación de la infancia, la madurez, la vejez —era la cara de Philip la que se parecía a la pálida carita malhumorada y llena de modos de Noel; advirtió que, de repente, Philip miró a Noel y se vio a sí mismo, se sobresaltó, luego se sintió satisfecho y finalmente orgulloso. Grace recordó las palabras que había dicho en el taxi:
—Me siento orgulloso como padre. Los niños ahora están en esa edad en la que empiezan a desarrollar sus propias personalidades.
Vio su mirada de satisfacción al juzgarse merecedor de ser copiado, acuñado, reeditado para el escrutinio público; también el trémulo impacto del orgullo y del amor, como si, al mirar a Noel y verse a sí mismo en él, se hubiera apartado del necesario aislamiento de la corriente de la vida y hubiera alcanzado algo mortal. Ensimismado en su imitación de Dugald (¡La Emprrresssa estaba condenada desde el principio!) miró a Anne; Grace vio que sentía un nuevo tipo de conmoción —leve, casi placentera; una que no causaba herida pero que, como las vallas electrificadas que se utilizan con los animales, le persuadía de permanecer dentro de los límites de la vida.
Él no quería morir, no quería morir.
Observándolo detenidamente, Grace sintió su súplica, una súplica común que se convirtió en una proclamación de Nombre Rango Número; un modo de tamizar y etiquetar su identidad; habló con claridad; no tenía que haber ningún error; él no era esta o esa persona; nombre, rango, número; estaba claro, ¿no?
Ahora el enemigo estaba dentro; pero no fue capturado ni herido, esta vez no.
—¡La Emprrresssa estaba condenada desde el principio!
Grace se quedó pasmada al darse cuenta de que la guerra que había comenzado con la mirada casual de Philip al rostro de Noel había durado un segundo o menos.
Debo tener cuidado, pensó. En mi mente fluye una sustancia de crecimiento rápido, un tipo de compuesto favorable a momentos descartados que florecen tan altos y subrepticiamente que se convierten en árboles encantados; y antes de que pueda parpadear una o dos veces ya hay un bosque —pájaros, animales, gente, casas, todo surge de ese momento sin importancia; ocurre a toda velocidad y a cámara lenta. Cuando la gente me dice:
—¿En qué estás pensando?
Veo por el rabillo del ojo un destello de luz; un destello estático, una nube, y descendiendo de la nube como reyes y reinas de un carruaje, los reverenciados pensamientos, ataviados para la ocasión.
—¡El noroeste de las Highlands es muy parecido a la Costa Oeste de Nueva Zelanda!
¡Otra vez, otra vez hablan de Nueva Zelanda!
—¡Oh, Philip, ya sabes cómo te sentías cuando estuviste ahí!
—Tanto da, yo…
Recordando de repente que llevaba su mejor y quizá único traje nuevo, Philip empezó a quitarse de la ropa los restos de la comida de los niños y la ceniza.
—He de ir a cambiarme.
Cuando se hubo ido, Grace dijo entrecortadamente:
—¡Oh, se os dan tan bien los niños! Muchos padres, ya sabes, muchos padres no tienen ni idea de cómo tratar a sus hijos.
(Hablando como si ella hubiera tenido mucha experiencia con muchos padres y muchos hijos; hablando con sabiduría; en un tono de: Yo he estudiado, ¿sabes?).
Grace era consciente del alivio que suponía pasar de la consideración de la gente al plano (o «planicie», sin árboles, barrida por el viento, sin protección) de insinuaciones y sugerencias impersonales para padres; no como habitante, oh, no; meramente «de paso». Ella estaba ahí arriba, enunciando máximas sobre grandes molinos de afiladas aspas cuando Philip regresó vestido de nuevo con la camisa a cuadros y los pantalones de pana con el bolsillo descosido.
—Oh —dijo él—. ¿Qué es esto, una conversación de mujer a mujer?
Grace pareció avergonzarse.
—Decía —le comentó con nerviosismo— que vosotros sabéis tratar a los niños… quiero decir… muchos padres… ya sabéis cómo son muchos padres… no saben cómo dirigirse a sus propios hijos… quiero decir.
—Los tratan como a extranjeros —dijo Philip—. Exactamente igual que a un extranjero.
—Oh, no, no exactamente —dijo Anne.
Grace se maravilló por la forma en la que Anne se atrevía, sin miedo, a contradecir a su marido.
(¡Nada de contradicciones! ¡No me contradigas!).
Cuando Anne dijo: «Oh, no exactamente», Grace se estremeció de pavor, como si ella fuera Anne, y, sin embargo, la misma Anne, no era ella sino la madre de Grace, oh, no, las identidades no eran disciplinadas, ¿por qué la gente siempre iba más allá de los límites que les correspondían? Qué terrible el robo que ha habido en mi vida, pensó Grace, me ha sido sustraído el poder de establecer límites, de saber cómo distinguir entre una persona y otra persona; la gente es como el mar; ¡está claro que no puedo ser el chico Holandés toda mi vida!
Grace miró con temor a Anne y Philip, esperando su cólera, el grito: ¡No me contradigas, sé de lo que estoy hablando!
Ella quería huir, esconderse —en el dormitorio, debajo de la cama, dentro del armario.
—¡Déjame decirte que sé de lo que estoy hablando! No te equivoques.
—Sí, sí, claro, tienes razón. «Bienaventurados los conciliadores, pues ellos serán considerados los hijos de Dios».
Y sin embargo, cuando escuchaba a su madre y a su padre, Grace no sentía que por estar de acuerdo con todo lo que había dicho su padre, su madre estuviera actuando como una hija de Dios y fuera poseedora de una participación en la Resurrección, con derecho a aviso en el Segundo Advenimiento y a la vida eterna. Grace se avergonzó de su madre, quiso ir hacia ella y darle un empujón, no con palabras sino con las manos, y pegarle; la odiaba por su falta de carácter, y se odiaba a sí misma por ser tan parecidas; quería abolir de una vez por todas esa confusión de sentimientos pegándole, quizá matándola.
—Quizá tienes razón, querida. Un poco de ambos tratos, creo, es la respuesta para los niños.
¡Quizá tienes razón! ¡En casa de Grace nunca se admitía que alguien excepto una misma pudiera tener razón!
—Sí; pero por otro lado…
Eran una pareja de manual. Ahora sentémonos y discutamos esto como seres humanos sensatos.
De repente Grace tuvo miedo de su seriedad, de la forma en la que pensaban. Si ella hubiera dicho:
—Soy un pájaro migratorio. Vosotros creéis que soy Grace Cleave y que he venido a pasar con vosotros el fin de semana, pero en realidad soy un pájaro migratorio; las distancias me contemplan.
Philip y Anne hubieran contestado:
—No tienes el aspecto de un pájaro. ¿En qué te basas para creerlo? ¿Qué pruebas tienes?
Sería inútil que levantara la voz y gritara:
—Soy un pájaro migratorio. ¡Lo soy, lo soy! ¡No me contradigáis!
Ellos jamás contestarían: Claro que estamos de acuerdo contigo, sí sí claro.
Esto es, a no ser que creyeran que estaba loca.
—Quiero decir —intervino Grace—, a muchos niños los tratan como si fueran bebés. Todo el rato. Quiero decir…
Oh, ¿quién se creía ella que era para hablar así? Incapaz de contenerse, dio un repentino grito al darse cuenta de su atrevimiento y de su imprudencia, y mediante un inesperado truco del aire de su garganta, o quizá a causa del sentimiento de su corazón, el grito llegó hasta su siguiente frase, haciendo que sonara más un lamento que una afirmación,
—¡Hablo estrictamente como alguien que está fuera del círculo!
Philip y Anne se la quedaron mirando, reconociendo que estaba fuera del círculo, luego se miraron mutuamente, dentro de él, y luego volvieron a mirar a Grace que se quedó petrificada pensando No hay plenitud, están repartiendo su tiempo científicamente, nada se desborda.
—Sí —dijo ella, mientras su horror iba en aumento—. Lo he estudiado… bueno todos lo hemos hecho… ¿no?
Los incluyó en su sabiduría.
Grace intentó no pensar en la tarde en la que llegó; cómo Sarah había intentado subir a su rodilla, y cómo, cuando Philip y Anne se disculparon por el comportamiento de sus hijos, ella había dicho:
—Yo antes cuidaba bebés, sabéis… durante años cuidé niños. Y también les di clases, claro…
¿Clases? Un odioso recuerdo hinchado que algún día debería diseccionar, limpiar y reducir a su verdadera dimensión; ahora ya es un recuerdo viejo, sucedió hace muchos años, pero lo llevaba gratis a todas partes. Se parecía, aunque más maligno, a uno de esos afloramientos de carne que normalmente, cosa inexplicable, se ven en los ancianos que suben o bajan de los autobuses.
Dar clases había sido un error, Grace lo sabía, recordaba el Comité de Selección del Instituto y las preguntas que le hicieron durante la Entrevista:
—¿Por qué quiere dedicarse a dar clases?
Y su falsa respuesta:
—¡Oh, siempre quise ser profesora!
(Contradiciendo su diario secreto, en el que constaba —no se lo he dicho a nadie, nunca se lo voy a decir a nadie, pero cuando sea mayor voy a ser poeta).
Era como si todavía no fuese una mujer adulta, ni tampoco una poeta, y que si alguna vez llegaba a ser poeta lo más probable era que nunca pudiera llamarse a sí misma poeta —sería «poetisa», palabra que se rocía cual herbicida sobre la persona y el trabajo de una mujer que escribe poesía — muchos han sido «sacrificados» así; nos aseguran que es indoloro, que no hay razón para preocuparse —¿no? La ausencia de dolor tanto si va acompañada por la muerte como si no es un objetivo a conseguir…
—Sabemos dónde estamos —dijo Philip.
Era un comentario de consuelo y de advertencia.
—Sí, vamos a comer, que si Grace ha de coger su tren…
—Antes —dijo Philip—, escucha. Siéntate y escucha.
Grace se sentó en el lugar en el que misteriosamente habían puesto la mesa, y mientras Anne se preparaba para servir la comida, Philip se fue al salón, y de repente empezó a sonar música de órgano en el altavoz que había sobre la puerta de la cocina.
Grace escuchó obedientemente. ¿Cómo explicarles que para escuchar música prefería estar sola? Mientras cada una de las notas invadía sus oídos aunando fuerza y resonancia como si sonaran dentro de la espiral secreta de una concha, Grace pudo sentir cómo gradualmente la piel y la carne se le separaban del cuerpo hasta que solo quedaba el esqueleto
(¿Qué es un esqueleto? El armazón de huesos del cuerpo, el armazón de huesos del cuerpo);
luego una nueva fuerza proveniente de más allá de la música, reconociéndose a sí misma en su eterno disfraz, actuó sobre los huesos humanos (una imagen, la de los huesos, tan familiar y frecuente en la mente humana —la horrorizada pero benevolente contemplación—, seré, pues, enterrada y sobresaldré como un precipicio de calcio, resplandeciendo a causa del fósforo; medio kilo de huesos para el perro, por favor, de la médula; mi médula, una mezcla de manteca de color girasol y grasa de carne…) y Grace sintió que sus huesos cambiaban de material, de dirección, de forma, la música los moldeaba hasta convertirlos en una de esas esculturas de metal retorcido destinadas a dar vueltas bailando brillando al viento, si no fuera porque la galería se ha olvidado de proveer el viento-vida; la escultura permanece suspendida inmóvil excepto por la ocasional influencia de la fuerte respiración humana.
Grace acercó los brazos al cuerpo, encorvándolos como ancas de rana de fino metal verde y con las manos palmeadas —pájaro, rana, mujer. Inclinando la cabeza sobre la mesa empezó a llorar.
—Lo siento, lo siento. Me pasa siempre que oigo música.
Contuvo las lágrimas; estaba temblando.
—¡Qué desconsiderado por nuestra parte! —exclamó Anne—. ¡Nos lo deberías haber dicho!
Philip apareció por la puerta.
—¿Te gusta?
Advirtió su confusión.
—Apágala, Philip. A Grace le molesta.
—¡Oh, pero si me gusta, me gusta! —Les aseguró Grace—. Lo que pasa es que cuando escucho música necesito estar sola. ¡Necesito estar sola!
De repente Sarah fue corriendo hacia su madre, gimoteando y rompiendo a sollozar.
—¡Mami, Grace-Cleave está llorando, Grace-Cleave está llorando!
Lloriqueando, Sarah se aferró a Anne, que la cogió en brazos, meciéndola:
—Sh-shh, no pasa nada, querida. Grace llora porque le gusta la música.
Philip había ido al salón a apagar la música.
—Es Bach, ¿no? —dijo Anne.
—Sí… No estoy segura… Eso creo —dijo Grace.
—Philip estará encantado —dijo Anne—. Nunca habíamos tenido un invitado que se hubiera puesto a llorar.
Recuperada, el centro de atención, ahora orgullosa, avergonzada, triunfante, Grace murmuró:
—Lamento este numerito. Me gusta Bach.
—Me temo que yo no sé apreciar la música que pone Philip; para mí simplemente es algo que suena y ya está.
—Oh, a mí me gusta Bach —dijo Grace rápidamente, con entusiasmo—. Es, su música, es…
(Recordó que cuando era pequeña, antes de escuchar la música de Bach, caminó durante días escuchando, escuchando, en el sueño de «el Clave bien temperado, el Clave bien temperado», consolada por la ambigüedad de lo de «bien temperado»).
Philip regresó.
—Así que te ha gustado nuestro concierto de Händel.
Él le dedicó una sonrisa.
—¿Händel? Creí que era Bach —dijo Anne.
Grace emitió un leve sonido a modo de asentimiento, consciente de que su prestigio había decaído. Quizá en los mejores círculos una no lloraba con Händel, el viejo y laborioso Händel, menos conocido por este conmovedor concierto de órgano que recordado por los Días del Town Hall y aquella vez que cantaron juntos el Coro de Voces Masculinas y el Coro del Instituto de Mujeres, vestidos en sus trajes de noche para cantar el Mesías; cuando la soprano (que más adelante cruzaría el océano y sería arrestada por robar en una tienda —¿un cuarto de libra de té o un par de medias?) elevó su voz hasta el tejado de yeso del Town Hall asegurando a los ciudadanos de Oamaru que su Redentor estaba Vivo.
Grace suspiró. El bueno y farragoso de Händel había terminado. El concierto de órgano había hecho que llorara, su cuerpo había quedado reducido a un esqueleto de metal montado en una habitación sin viento, mientras le daban codazos y la observaban espectadores de pago que exclamaban
—La línea, la textura, el interés dimensional.
—¿Dices que te gusta Bach? A mí me vuelve loco.
Philip se la quedó mirando, esperando su contestación.
—Sí, me gusta Bach.
Philip permanecía callado, mirando a Grace, esperando, de forma desconcertantemente persistente, que dijera algo. ¿Por qué no podía comprender, pensó ella, que todas mis palabras son lugares comunes, que cuando hago malabarismos y vacío una frase ya no queda nada, mi discurso no contiene ningún sedimento de pensamiento o imaginación? ¿Por qué Philip espera y espera, cual viejo campesino en el pozo, un cubo lleno de oro?
—Sí, me gusta Bach. Es… Su música… Me gusta. Cuando escucho a Bach…
No servía de nada; no podía explicarse sin tropezar y caer de cabeza en los clichés, y estos eran siempre peligrosos, una mancha en tu mente cuya impronta era tanto más mortal por cuanto no podías identificarla, no dejabas de confundirla con una significativa salpicadura de pensamiento original. ¡Ciertamente era «música de las esferas»! La mayoría de la música comenzó en la Tierra —en la tradición de los creadores de mitos que ponían nombre al punto de partida concreto hacia el Cielo o el Infierno; antes de partir a otros mundos ibas primero al Land’s End o al Cabo Norte de Nueva Zelanda o a algún punto de Italia, y cuando sentías que tenías que regresar volvías sobre tus pasos y te consolabas con el paisaje familiar —o las marcas celestes: ascendiendo (o descendiendo), «contemplamos las estrellas».
La música de Bach no te proporcionaba un punto de partida como esos. La Tierra se disolvía; ibas a parar directamente al cielo.
—¿Qué ibas a decir, Grace? ¿Cuando oyes a Bach…?
—Cuando oigo a Bach, yo… quiero decir… él…
Es inútil. Me doy cuenta.
Su música despioja el espíritu, todos esos pequeños insectos negros absorbe-cerebros absorbe-fe mueren; se resecan y mueren, puedes cogerlos entre el índice y el pulgar, quemarlos, aplastarlos. Bach es una ducha institucional de sonido, lo cierto es que es el sistema penitenciario perfecto, ya que siempre hemos de pagar, ser sentenciados a la música. Bach es cadena perpetua sin remisión, pero ¡qué prisión! La rutina de una fuga es suficiente para liberar la mente y aficionarnos a Dios. ¿Es Dios una afición? Ríete si quieres, Philip, pero cuando regrese a Londres hablaré con mi sacerdote de esto —el sacerdote de mi novela.
—¿Qué ibas a decir?
—No decía nada. No tengo nada que decir. Lamento haber llorado. Es absurdo. Perdonadme.
24
Sirvieron la comida —el cordero asado que Philip había enseñado a Grace el sábado por la tarde, quitándole la funda de muselina del plato y arrojando delante de ella la pieza de cordero censurada con marca de lápiz azul.
—Este es tu almuerzo de mañana. ¡Auténtica comida de las Antípodas!
Noel lloriqueaba en su trona mientras le daban de comer.
—Son los dientes, querida. Dale media aspirina.
—Sí, son los dientes. He visto que le está saliendo uno.
—Los problemas de la paternidad —exclamó Philip, dirigiéndose a Grace.
—Sí —dijo ella con complicidad, pero era el reloj que había sobre la repisa de la chimenea lo que llamaba su atención.
—No te preocupes —dijo Philip—. Saldremos de aquí con tiempo más que suficiente para coger el tren.
Advirtiendo la cara de desconcierto de Grace, Anne dijo:
—Philip te acompañará en autobús.
Lo primero que pensó Grace fue:
—Se quiere escapar de su familia. El fin de semana es demasiado para él.
Él pareció leer sus pensamientos y se rio, haciendo broma al respecto:
—Sí, iré a la estación contigo, huiré un rato de los niños; se los dejaré a Anne. ¿Sabes cómo llama a las mujeres el padre de Anne? Las hembras. Siempre me dice: «Deja eso a las hembras. Eso es cosa de hembras».
Grace y Anne se rieron al unísono. Grace se acordó de su padre y de su insistencia en que las «hembras» hicieran esto y lo otro; y bajo el bromista comportamiento de Philip advirtió cierto alivio por el hecho de que, en ocasiones, influido por la actitud de su suegro, se pudiera excusar y dejar que la «hembra» realizara una tarea fastidiosa. A Philip no le gustaban las cuestiones domésticas. Grace recordaba que el sábado por la mañana, mientras Anne limpiaba las cenizas de la chimenea del salón, Philip entró y, al verla inclinada delante de las cenizas en la típica postura de Cenicienta, con una actitud encomiable rápidamente le dijo:
—Yo lo haré, querida. ¡Deja que yo lo haga, querida!
Pero pareció aliviado cuando Anne, bien aleccionada en su papel de «hembra», soltó:
—No, no, ya está bien, gracias,
y él pudo, con un mero,
—Muy bien, querida,
retirarse de la escena.
Siguieron comiendo en silencio, roto únicamente por los gimoteos de Noel. Terminaron de comer. Tomaron café y fumaron cigarrillos. Distraídamente, Anne apagó su cigarrillo en el platillo de melamina del café.
—No hagas eso, querida. Lo vas a derretir.
Tensa y temblando, Grace miró por la ventana, como queriendo hacerse invisible.
—Lo he hecho otras veces y el platillo no se ha derretido ni quemado.
—Pero podría pasar con este tipo de material.
La voz de Anne estaba tranquila.
—Siempre apago el cigarrillo así. Y que yo sepa nunca le ha pasado nada el platillo.
—Muy bien, querida.
Había terminado, ¿no? Grace se hizo visible una vez más, dejó de mirar a lo lejos por la ventana, y permaneció callada, con la mirada baja; esperando, insegura y atrapada en su propio temor; sintiéndose como una ostra que, creyéndose a salvo, abre su concha, y luego, al advertir de repente el peligro, se vuelve a cerrar apresuradamente, dejando parte de su cuerpo expuesto, pálido pliegue beige de temor en forma de volante. Grace notó que se había quedado totalmente cerrada… volvía a estar en casa… el imperecedero billete al Cincuenta y seis de Eden Street, era de noche y se encontraba en un estado de cansancio en el que la luz de la bombilla desnuda de la cocina proyectaba un brumoso dibujo de parpadeantes rayas amarillentas, una neblinosa cascada que veía a través de las pestañas entrecerradas; una y otra vez Grace se esforzaba por mantener los ojos abiertos e intentaba no apoyar la cabeza en el cojín de terciopelo porque las rosas que había pintado su padre se le clavaban en la piel; esperaba, esperaba, dedicada con interés y conciencia decrecientes al importante trámite infantil de «permanecer despierta». Su padre había ido «a Kakanui» a por ostras y sus hermanas y su hermano se habían ido a dormir, y su madre estaba sentada en el fondo de la cocina, remendando sábanas y una camisa de trabajo de tela negra italiana y cantando para sí la canción que había compuesto y por la que iba a obtener suficientes derechos para pagar todas las facturas y comprarle un regalo a todo el mundo —una «capa de piel de zorro blanco» para cada una de sus hijas.
—¡Pero yo no quiero una capa de piel de zorro blanco!
—Compraré buena salud para todos, palabras cariñosas, un hogar feliz… ¡y una capa de piel de zorro blanco!
¡Así estaban las cosas!
«Nueva Zelanda, Nueva Zelanda, la tierra del helecho», cantaba, pues no podía escapar de los helechos, ni de los campaneros, los tuis, los kowhais en flor o los arbustos —era un código que todo el mundo comprendía, que no ofrecía sorpresas, que utilizaban como moneda de cambio la madre de Grace y sus amigas que también escribían versos y componían canciones. Los campaneros, los tuis, los kowhais en flor siempre estaban ahí, al igual que los elfos y las hadas en los que su madre quería que pensara por las noches en vez de tenerle miedo a Drácula, a los Hombres Lobo, al Fantasma de la Ópera.
Grace abrió los ojos de golpe. Se esforzaba en «permanecer despierta» para justificar así los ruegos con los que había conseguido lo que ahora parecía más una condena que un privilegio. Pronto su padre volvería a casa con un saco de ostras y lo volcaría sobre la mesa; el olor de la sal sería tan fuerte que incluso el cubo del rincón en el que Grace estaba sentada parecería una roca en medio del mar sobre la que las olas del sueño rompían y fluían sin resistencia; y Grace se despertaría las piernas, que se le habrían quedado dormidas, se bajaría del cubo, iría hacia la mesa y se quedaría mirando las ostras, olería su olor a saco y sal, tocaría con el dedo las pocas conchas que se atrevían a abrirse y comprobaría cómo se cierran de golpe, dejando parte del cuerpo atrapado fuera, demasiado asustadas para abrir la concha y rescatarlo; dejando expuesta la lengua, quizá, aunque la hermana mayor de Grace dijo que también podía tratarse de los ojos, o de las orejas, pues con las ostras nunca podías estar segura, ni tampoco con los caracoles o los gusanos, porque su boca —le dijo ella— también era su trasero, de modo que cuando los gusanos abrían la boca no sabías si estaban hablando o cagando, era lo mismo, a diferencia de las personas, al menos con las personas sí lo tenías claro.
—¿Dónde está el cuchillo de las ostras, Mamá?
Un momento de pánico; las cosas nunca se quedan en su sitio; oh, sí, está en el anaquel del rincón de la antecocina. Y ahí estaba, en el anaquel, debajo de un paño de cocina sucio y de las pinzas de la ropa, y mientras Grace miraba y olía las ostras, y pensaba que en el mar nada parecía recolectarse por sí mismo, que lo que su padre había ido a buscar y había traído a casa podía llamarse un saco de ostras, y sin embargo el mar había incluido pequeños trozos variados de sí mismo —sal, pechinas, moluscos, algas doradas y verdes, arenilla, arena; distintos especímenes de su pegajoso mobiliario…
Luego el padre de Grace metería el cuchillo de las ostras por la parte vulnerable de la concha, abriría las dos mitades, con un rápido movimiento separaría la ostra gris y lechosa de su cama, la dejaría en un plato, agua de la ostra incluida, y se la ofrecería a Grace, que inclinaría el borde del plato (o la concha), se bebería el agua de las otras y se metería la resbaladiza ostra en la boca, estremeciéndose con placentero desagrado mientras la mastica y, demasiado tarde, se da cuenta de que se está comiendo su estómago, probablemente con cosas dentro; pero antes de llegar a cambiar de idea y escupirla ya se la habría tragado, y si tenía la concha en la mano mordería el pequeño y blanco asiento en el que la ostra se había originado y a la que había permanecido pegada y a salvo.
***
—¿Más café? ¿Todavía soñando con nuestro concierto de órgano? Me halaga que lo hayas apreciado. Muchos de nuestros amigos se limitan a quedarse ahí sentados, aburridos e impasibles.
—Papá la odia. «Clásica», dice. No sé si a ti te criaron igual, Grace, pero en la radio de nuestra casa siempre se oían las emisoras comerciales y la música clásica se consideraba algo espantoso.
—Sí, sí, en nuestra casa pasaba lo mismo —dijo Grace.
—Ajá. Incultos. ¿Qué te había dicho?
Philip sonrió con burlona satisfacción.
—¿Oh? —dijo Grace—. No empecé a escuchar música clásica hasta que fui a la universidad. Tenía una amiga… Tenía una amiga…
(No se lo voy a contar, pensó. «El pobre Tom, el pobre Tom se ha resfriado». Había azafranes en el Octagon , las aceras estaban mojadas por la lluvia primaveral, y los estudiantes, repanchingados en la hierba mojada del parque Logan, cantaban:
El diácono bajó.
Oh, el diácono
bajó a la bodega a rezar).
—¿Has estudiado música?
—Sí. Una vez. Durante un tiempo.
(Mi madre se ponía guantes para escucharme tocar el piano en la habitación de la entrada de una casa que había al final de un sendero largo largo bordeado de aquilegias).
Inquieta, Grace echó un vistazo al reloj:
—He de irme… Quiero decir… He de prepararme, pero primero… ¿os ayudo con los platos?
—Oh no, oh no. Gracias de todas formas.
«Prepararse» no le llevó más de cinco minutos. Grace intentó prolongarlo haciendo y deshaciendo la bolsa, deshaciendo la cama y doblando las mantas como si hubiera muerto, hojeando las páginas de los libros de la estantería, recolocando las semillas de patatas —una tenía un pequeño brote marrón, como un cuerno erguido; mirado por la ventana la casa que había enfrente, extrañándose ante su silencio, sabiendo que en un rincón de esa habitación con cristales limpios y cortinas descorridas había un carrito, justo detrás de la puerta; y un reloj que hacía tictac sobre la repisa de la chimenea, enérgicamente, sin caer en patéticas falacias, sin confundir jamás su vida, como el legendario reloj del Abuelo y su latido de corazón humano. ¡Oh! Sonrió Grace al recordar la grosera parodia infantil:
«¡Lo compraron la mañana del día en el que nació, y siempre fue su tesoro y orgullo!».
Luego, tras consultar el reloj y decidir que ya estaba «preparada», bajó lentamente las escaleras y se dirigió a la cocina. Llamó suavemente a la puerta y entró. Anne estaba lavando los platos, Philip los secaba. Estaban el uno al lado del otro, mirándose, sonriendo, compartiendo el momento. Grace quiso retroceder pero ya era demasiado tarde. No me necesitan, pensó. Se sentó con un estupefacto sentimiento de exclusión. Las puertas se cerraron silenciosamente y vio cómo se movían sus labios al otro lado del cristal pero no podía oír nada, excepto un ligero bisbiseo de partida. Casi se acerca a ellos y les grita:
—Soy un pájaro migratorio. Las distancias nos contemplan; las becasinas desaparecen hacia otro verano, y nadie sabe dónde se acostará al anochecer,
pero no se movió y no dijo nada, y
—Ya estás preparada —exclamaron, vertiendo hospitalidad instantánea en todos los bolsillos y los rincones vacíos, y la habitación volvió a rebosar calidez.
Y sin embargo Grace se repetía a si misma: No he dicho nada, no he dicho nada. Están acostumbrados a mi silencio y a mi estupidez. He fallado, como una máquina automática que no está del todo vacía pero que por un fallo del mecanismo ya no funciona. Me pregunto cuál es el destino de estas máquinas repletas de dulces, billetes, fortunas, pesos, chocolate caliente, que al final abandonan en rincones desiertos de pueblos fantasmas porque han dejado de funcionar.
***
Cual pájaro migratorio, en silencio, separada de todos los seres humanos, Grace se fue con Philip, Anne, Noel y Sarah (juntos en el cochecito) a esperar el autobús de Relham.
Ella y Philip se subieron al autobús en ceremoniosa procesión («iremos delante, así tendremos mejores vistas»), y se quedaron mirando a Anne por la ventana. Parecía tan distraída y cansada que ahora Grace se sentía culpable por haber estado tan encerrada en sí misma, protegida, aislada, sin ofrecer regalo alguno ni de día ni de noche a los exigentes marido, padre, hijos. Mientras el autobús pasaba por delante del triste grupo doméstico Philip los saludó alegremente, y Grace también lo hizo, moviendo simbólicamente la mano arriba y abajo. Recordó sus fantasías sobre el encuentro con Anne y Philip —¡Tómate un cóctel! Y de sí misma desenvolviéndose magníficamente en las conversaciones («Qué ingenio, qué inteligencia», le decía Philip Thirkettle a su joven esposa Anne mientras se ponía su pijama de seda. Hablaban de la invitada del fin de semana, Grace Cleave, la escritora, de habilidad limitada y percepción ocasional, pero una compañía deslumbrante, qué elocuencia: la invitada perfecta para el fin de semana).
La fantasía de escolar deprimió a Grace. La imagen de Anne que veía por la ventana del autobús también resultaba deprimente —iba desaliñada, empujando lenta y penosamente el cochecito hasta el final de la calle, donde recibió esos saludos condescendientes y luego torció la esquina en dirección a la penumbra gris de la tarde invernal, sin esperanza de salvación tanto si se dirigía a la oscuridad como a los fuegos del cielo o del infierno; puede que la abordaran unos bandidos, unos salteadores de caminos; su marido no estaría allí para ayudarla, oh, no, él iba con Grace Cleave en el autobús municipal en dirección a Relham.
—¿Publicarás otro libro pronto?
—Sí, en verano. No hay nada que hacer. Y también algunos relatos.
—¿Has publicado algunos en el New Yorker?
—Sí, el último año he vivido de los anticipos. Pagan… pagan una suma astronómica, totalmente desproporcionada…
Se dio cuenta de que Philip esperaba que dijera la cifra, pero a ella le daba vergüenza —pero cómo explicarle que le daba vergüenza (y también satisfacción) que le pagaran tanto por el trabajo de unas pocas horas cuando un libro entero apenas daba un chorrito en concepto de derechos, tan útil como la pasta de dientes al final de un tubo prácticamente vacío.
—Sí, totalmente desproporcionado.
El autobús se detuvo. El revisor y el conductor habían terminado su turno. Grace sonrió para sus adentros al pensar en los autobuses de Londres y su exasperante comportamiento —en los autobuses que van con retraso e imprudentemente marchan a toda velocidad cuando una se disponía a realizar un viaje relajado, en los autobuses que van adelantados a su horario y se entretienen, y finalmente se detienen en calles tranquilas cuando una tiene prisa; en los revisores y conductores que terminan su turno y no son reemplazados; en aquel inspector al que llamaron con urgencia para decirles a los inquietos pasajeros:
—¡Todo el mundo abajo, cojan el siguiente autobús!
Y entonces toca avanzar a empujones, arrastrando los pies, validar de nuevo los billetes; quejas, quejas…
—En Londres suceden cosas extrañas —reveló Grace— cuando el conductor y el revisor dejan el autobús.
Estaba acostumbrada a realizar afirmaciones descabelladas que no se cuestionaban sino que se daban por hechas, por eso la sobresaltó y confundió que Philip, alerta, advirtiendo que al fin podía ser que ella tuviera algo interesante, inteligente e imaginativo que decir, se volviera entusiasmado hacia ella:
—¿Qué cosas suceden?
Grace sintió una oleada de desesperación. Era cierto que en su vida había adaptado la conversación a sus propios fines, que cuando hablaba con alguien se debía menos a un deseo de comunicar una observación o idea que a una necesidad personal de despejar sus propios miedos. Estaba tan poco acostumbrada a conversar en el sentido habitual que la mayoría de las palabras que verbalizaba carecían de sentido. Eran un gesto, como el de la anfitriona que coloca bien las fundas de los muebles de su habitación para asegurarse de que todo está listo para sus invitados. Grace trabajaba tan de cerca con las palabras que su prostitución la avergonzaba y deprimía —pero ¿acaso no eran una forma práctica de no decir nada, de emitir, sin resultar demasiado ridícula o provocar enemistades, un confiado gimoteo de su propia identidad que, pronunciado en el lugar y momento adecuados, podría incluso disfrazarse hasta parecer una fanfarria importante?
—¿Y bien?
Esto es obstinación norteña, pensó Grace, al advertir la determinación con la que Philip esperaba su respuesta.
—Oh, nada… Quiero decir, no, nada importante. El conductor y el revisor bajan del autobús y no regresan, con lo que el autobús se queda parado.
—Ya veo —dijo Philip en un tono que evidenciaba su decepción.
En realidad no tengo ningún interés en ir en la parte delantera del autobús, pensó malhumorada Grace al sentir la vibración de los motores y la palpitante calidez, y movió los pies en el estrecho espacio, colocándolos finalmente en el suelo inclinado, como si estuviera probándose zapatos en una zapatería.
—Era una observación que no merecía la pena casi hacer —dijo ella.
—Oh, no lo sé, no lo sé —dijo Philip.
—Pero ocurren cosas misteriosas. Por un momento él pareció preocupado.
—Por supuesto.
Caminaron hacia la estación (No tenías por qué venir, de verdad; puedo encontrar sola la estación y el tren). Philip reparó en la arquitectura y la identificó. Con cansancio Grace dijo:
—Sí, sí.
—¿No te aburro con todo esto? ¿De veras te interesa?
—Oh, sí, sí.
Sí: una afirmación fea y despojada; un tratamiento carcelario para las ideas que se agolpan detrás de los barrotes.
25
En el andén de la estación.
—¿Quieres algo para leer?
—No, no gracias.
Con repentina alegría Philip se rio con ganas.
—¿Lo ves? ¡Te prometí que no perderías el tren!
Ella estaba acostumbrada a que se rieran de ella por llegar pronto a las citas, a los trenes, a los autobuses. Se enorgullecía de su costumbre como si se tratara de una posesión personal que se mereciera y por la que hubiera pagado; como mínimo era una forma de presentarse a sí misma al mundo.
—Oh, yo siempre llego pronto a todo. ¡Increíblemente pronto!
Le gustó la risa de Philip. Su repentina expresión de alegría le había llegado y la había emocionado, había recuperado algo que ella no podía ofrecer verbalmente (el sí y el no tenían muy pocos bolsillos); su risa había sido como un instrumento parecido a uno de esos brazos extendidos que los zapateros utilizan para alcanzar, agarrar y traer desde cierta distancia paquetes de artículos polvorientos y pasados de moda situados en remotos estantes.
Caminaron por el andén.
—¿Prefieres ir en un vagón abierto?
—Sí, lo prefiero.
Él se quedó extrañado, casi molesto, como si la elección de un vagón cerrado fuera inevitable. (¿No había dicho ella: No voy a sitios en los que hay demasiadas personas, ni a salas de conciertos, ni a teatros abarrotados…?).
—Muy bien.
Estaba decepcionado. Apreciaba la coherencia.
Le encontró un asiento en un rincón, de cara al motor, y se quedó el rato necesario para satisfacer la conciencia de haberla llevado hasta un asiento bueno y seguro para el viaje, luego se desacopló —fue un acto físico, como la caída de la cubierta exterior de un cohete tan pronto como el cohete entra en otra fase de su viaje al espacio. De pronto ella se sintió sola, desprotegida.
—¿Volverás, cuando sea, sin que haga falta avisar?
—Sí, volveré.
—Bye-Bye.
La absurda despedida la irritó; no se podía acostumbrar al «Bye-Bye» inglés dicho con tal seriedad por hombres y mujeres ya maduros.
—Adiós —dijo ella con firmeza.
Y entonces él se fue. Ella no se despidió con la mano desde la ventanilla del vagón, sino que se inclinó en el asiento, haciendo como que cogía algo del suelo, y cuando se incorporó de nuevo él ya había dejado el andén. Rápidamente se levantó, se dirigió al servicio, desafiando todas las reglas de «solo cuando el tren está en marcha», regresó a su asiento, desató la cinta de la caja de chocolate que Anne había llenado de bombones de chocolate espolvoreados con coco, y se los empezó a comer. Para cuando se hubo terminado la capa superior el tren ya salía de Relham. Volvió a poner la tapa en la caja, ató de nuevo la cinta, y se disponía a recostarse de nuevo para dormitar cuando se dio cuenta de que la tapicería parecía más lujosa de lo habitual, y también que había pocos pasajeros en el vagón. Con recelo, y ansiedad, Grace se dirigió a un hombre que estaba sentado en la ventanilla de enfrente.
—Disculpe, este vagón es de segunda clase, ¿no?
El hombre levantó la mirada de su periódico del domingo.
—Sí —dijo él.
Grace suspiró con un alivio absolutamente desproporcionado respecto al motivo.
—Gracias a Dios —dijo ella—. Por un momento, solo por un momento, pensé que era de primera clase.
Dormitó. El tren avanzó a través de la ventisca; fogatas de carbón resplandecían en medio de la bruma de los pulverulentos copos; el paisaje, cubierta toda su fealdad, era liso y suave como una almohada. En una ocasión, Grace abrió los ojos en un sobresalto y creyó ver sangre en la nieve, pero no era más que la sombra de los braseros ardientes.
Las pequeñas estaciones fueron pasando en tragos rápidos, luego todo pasó a ser suave y secreto, y Grace ya no podía ver nada por la ventanilla, excepto las luces de los vagones y su propio reflejo. Entonces el tren dio una sacudida que lo balanceó de lado a lado, pasó por encima de un abismo oculto y ralentizó la marcha mientras tiraba de su carga en dirección a Londres.
***
Grace aspiró la atmósfera cargada de humo de su apartamento, frunció el ceño al ver solo una carta, una factura de electricidad, sobre la alfombra, y lo encendió todo —luces, agua caliente, fuegos; se bañó, extravagante, solitaria; luego preparó la máquina de escribir y los papeles para el trabajo del día siguiente, hojeó el mecanoscrito inacabado, se estremeció ante su incapacidad para componer una frase hermosa y majestuosa; e intentó determinar los acontecimientos del día siguiente, y del otro, y del otro, con los que haría su vida soportable, pero le resultó difícil pensar en ningún acontecimiento más allá de la comida, la posible conclusión de una frase perfecta, la visita semanal al psiquiatra.
(—He pasado fuera el fin de semana. Soy un pájaro migratorio),
se deslizó entre las sábanas de su cama Innersprung de primera clase, con cabecera extra, y se durmió, volviéndose y gimiendo ocasionalmente mientras veía a Noel, Sarah, Philip, Anne —y Anne decía: Creía que podría comprar sábanas, creía que podría comprar parmesano; y volaba luego hacia la agreste y húmeda Costa Oeste de Philip, «La Emprrresssa estaba condenada desde el principio», y luego a casa, Chao Mamá y Papá, en la ciudad de piedra blanca, el Cincuenta y seis de Eden Street, con moscas en la habitación y papeles matamoscas colgados del techo, y las moscas, el frenético zumbido de enjambres de moscas en el pelo de Grace; y entonces pánico, ¿Primera o segunda clase? —¿pero acaso importa? Las distancias nos contemplan; las becasinas desaparecen hacia otro verano, y nadie sabe dónde se acostará al anochecer.
