Hacia otro verano (VIII)

Janet Frame





19

—Recuerdo —dijo ella—. Recuerdo que la cosa fue así:

La escuela comienza y continúa y continúa: Creo que estoy aprendiendo a leer. Tengo un libro con grandes letras negras y una suave portada verde cubierta de hilos verde pálido. El primer cuento es el de Caperucita Roja, que sale un día a buscar unos dulces (¿qué son dulces?) a casa de su abuela, sin saber que un lobo había estado en la casa del bosque —¿no ves su mandíbula abierta, sus dientes, su lengua roja como de franela?— y se había comido a la abuela, se había puesto su ropa, y ahora esperaba comerse a Caperucita Roja. No sé si la gente de los cuentos puede o no oírte cuando les hablas, pero nada de lo que les digas puede modificar cómo se ha escrito el cuento. ¿Qué hago entonces para avisar a Caperucita Roja? Las palabras del cuento ocupan toda la página, no queda sitio para escribir una advertencia, y si pongo ¡Cuidado Caperucita Roja! al final de la página o en el margen, estoy segura de que Caperucita Roja no lo tendrá en cuenta, y, aunque parezca extraño, me alegro, pues para cuando llega a la casa que hay en medio del bosque (¿por qué no dicen selva? ¿Y por qué siempre hay petirrojos y ruiseñores pero no colipavas?) espero ansiosa el momento en el que abre la puerta, se dirige al dormitorio, se mete en la cama con la abuela y el lobo se la come —¡qué decepción que un cazador pase justo cuando el lobo está a punto de devorar a Caperucita Roja! Si un lobo se vistiera como mi abuela lo reconocería de inmediato —o eso creo. Es fácil equivocarse con la gente… Las caras de la gente cambian… A veces las personas parecen lobos… Qué ridículo.

No hay por qué preocuparse, oh no. Para llegar a casa después de la escuela solo tengo que bajar una calle, girar y coger otra, bajarla, cruzar las vías del tren, y ya estoy en casa. ¿Cómo va a llegar antes un lobo si me doy prisa?

Me gusta leer. Una vez que las palabras están en la página ya nunca cambian; cuando abres el libro, las letras ya no se caen.

Está aprendiendo a leer; está con la cartilla; cuando sea mayor será maestra de escuela; va a la Escuela del Distrito de Wyndham.

—¿Qué has aprendido en la escuela?
—Estoy aprendiendo una canción.


Si el médico, las gafas en la nariz,
te toma el pulso y dice: «Supongo
que una dosis de aceite de castor será lo mejor»,
¿qué te parece ser una niñita?

—¿Quién es tu profesora?
—La señorita Botting pero la llamamos señorita Trasero.
—Déjame ver tu cartilla. Si lees esto, te convertirás en toda una mujer.
—Sí, soy una mujer. Sí sí sí sí.

De todas formas me pregunto por qué tantas historias tratan de niños y niñas que parten con un mensaje o para hacer un viaje y nunca entregan el mensaje o no llegan al final del viaje porque son apresados por lobos y zorros. No sabía que hubiera tantos lobos y zorros en el mundo. Mi madre canta una canción titulada Nueva Zelanda es la tierra del helecho y cuando termina de cantarla le gusta decirnos que en nuestro país no hay serpientes ni lobos ni zorros. Mi padre la mira severamente: «Todo es posible». «Asegúrate de no hablar antes de tiempo».

Quizá cuando mañana vaya a la escuela no tendré la suerte que tuvo el niño que fue devorado por un zorro y rescatado con vida de la barriga del zorro. El interior de una barriga es oscuro y misterioso, una maquinaria viscosa que se mueve a tu alrededor y hay musgo rojo como la sangre en las paredes, y nudillos desnudos extraídos de manos y dedos flotando en una ciénaga verde y amarilla; nudillos; mirad mis nudillos, mirad mis espinillas; en la vía del tren, pasado el montón de los guisantes silvestres, dentro del seto de tojo, hay un lugar perfecto para esconderse de un zorro que quiera devorar niños de camino a la escuela.

Tenemos un nuevo bebé.

Mi abuela ha muerto.

¿Si supieras que tienes nudillos y espinillas acaso no llorarías sin parar?

***

La muerte de mi abuela fue la más apacible de cuantas yo había conocido, como un baile lento, y mi madre planchó el mejor traje de mi padre y su corbata negra, y la abuela yacía tumbada en su habitación, para que la fuéramos a ver, pero a mí nadie me pidió que lo hiciera. La tía de Dunedin y la tía de Wellington tenían las caras y los labios mojados y se volvieron lentamente de la puerta del pasillo a la cocina, y le dijeron a Isy, mi hermana mayor:

—¿Te gustaría ver a la Abuela?

Lenta, cuidadosamente, recorrieron el pasillo, e Isy vio a la Abuela, gracias a lo cual obtuvo material de burla para el resto de su vida:

—Yo vi a la Abuela cuando murió y tú no. Yo vi a la Abuela cuando murió.
—¿Qué aspecto tenía?
—Parecía que estaba dormida.

De nada servía decirle que no la creía porque tenía que creerla, porque solo ella lo sabía, y yo no podía meter a la Abuela dentro de un libro e intentar que contestara mi nota en el margen ¿Abuela, parece que estés dormida ahora que estás muerta?

—No puede parecer que estés dormido si estás muerto.
—La abuela sí. Todos los muertos lo parecen.
—Pero has de tener otro aspecto cuando estás muerto. No puedes respirar. Has dejado de respirar. Aguanta la respiración. —Muy bien. Y tú la tuya. Venga, yo estoy aguantando la mía, estoy aguantando la mía.
—Estoy aguantando la mía. Oh. Oh, me estoy asfixiando. ¡Mamá, Isy quería que me asfixiara!

Asfixiar. Asfixiar.

Y aquí viene Papá para azotarnos con la correa o a tocarnos la gaita, lo uno o lo otro.

***

En la escuela hay gente que un minuto está aquí y al siguiente se ha ido y hay gente que se queda para siempre. Billy Delamare se queda, pero solo porque se ensució los pantalones en la escuela. Margaret Wilmot se queda porque su padre es el director y en su cumpleaños llevaba el mejor vestido y subió a la tarima de la clase, y la señorita Botting le dijo:

—Margaret, aquí tienes un regalo de tu padre por tu cumpleaños. ¡Feliz cumpleaños, Margaret!

Miss Botting nos pidió que le dijéramos en alto: Feliz Cumpleaños Margaret.

¡Oh, ser la hija del director y llevar el mejor vestido, y que te feliciten el cumpleaños!

Margaret Wilmot no necesitaba que se lo dijeran dos veces. Solo dudó de cara a la galería. Abrió el paquete, sacó el regalo y se lo enseñó a la señorita Botting, que dejó escapar un grito de alegría y se volvió hacia la clase, con el regalo de Margaret Wilmot en la mano.

—¿A que es una chica afortunada, niños? El padre de Margaret le ha regalado un billete de una libra por su cumpleaños. Un billete de una libra — enfatizó, intentando dejar claro el hecho de que era una ocasión especial, y alegrándose debidamente cuando hubo un ssshhh, luego silencio, y luego gritos ahogados de O-oh-Oh cuando la gente se dio cuenta de que un billete de una libra es el regalo más maravilloso que te pueden hacer. Por qué, entonces, cuando jugábamos a los regalos y yo le preguntaba a mi madre:
—¿Qué quieres que te traiga Santa Claus?

Ella contestaba:

—Palabras cariñosas y un hogar feliz.

Cuando mi madre decía esto mi padre solía decir, rápidamente:

—Paparruchas.

Pero él no pidió un billete de una libra. Lo que él quería era que el lobo se mantuviera alejado de la puerta.

¡De modo que lo sabía, sabía lo de los lobos y los zorros de camino a la escuela, y lo del niño que había quedado atrapado dentro de la barriga de un zorro!

El padre de Margaret Wilmot le regaló un billete de una libra por su cumpleaños. Ella subió a la tarima y la señorita Botting se lo dio en un sobre y ella lo abrió, y nos lo enseñó. Un billete de una libra.

—Debe de ser una presumida —dijo mi padre.
—¡Imagínate! ¡Una chica tan joven con un billete de una libra por su cumpleaños! —dijo mi madre.

Parecía que ellos nunca iban a seguir el ejemplo del señor Wilmot. Yo nunca estaría de pie en la tarima mientras la profesora le enseñaba un billete de una libra a la clase. La única vez en la que había estado en la tarima fue cuando descubrieron que había robado.

Al día siguiente cuando fui a la escuela miré con desdén a Margaret Wilmot, como diciéndole (era más fácil pensar y decir lo que la madre y el padre de una habían pensado y dicho):

—¡Eres una presumida, una chula!


Me ascendieron al segundo curso de Primer. Unas pocas semanas más tarde pasé al primero de Standard, la clase del señor Ryan.


—Presta atención —decía el señor Ryan, y me azotaba con la correa.

¿Por qué siempre hablaban de prestar atención?

Entonces llegaron las noticias.

—Otro traslado, Mamá. Al norte. A Oamaru.
—¿Oamaru? ¿Dónde está eso?
—En Otago.
—¿En Up Central?
—No, en la Costa.
—En Oamaru hay terremotos, ¿no? Lo he leído en el Wyndham Farmer. Y el mar se está comiendo la tierra.

Mi madre era capaz de hacer que el universo resultara terrorífico simplemente pronunciando unas pocas palabras, abriendo los ojos, llevándose la mano al pecho, o mirando fugazmente por encima del hombro a un enemigo invisible, en este caso las «entrañas» de la Tierra, «el hambre del mar».

—Mira dónde está Oamaru en el mapa, pues. Papá, ¿dónde está el Atlas?
—¿Qué Atlas? Es la primera vez que oigo hablar de un Atlas. Hay un mapa en el Pear’s Dictionary, pero no lo encontrarás ahí, oh no, ahí solo aparecen lugares como Europa, África, América. ¡Oamaru no está!

Mi padre se mostró hermético, como si hubiera sido él quien hubiera escondido Oamaru a aquellos que se sentaban en su oficina de Londres, escogiendo lugares importantes para el Atlas.

¡Hurra, un traslado, un traslado!


Los domingos mi padre jugaba a golf y nosotros despedazábamos las pelotas de golf para ver de qué estaban hechas; y mi nueva hermana gateaba en su cuna, ensuciando los pañales con algo parecido a una coliflor hervida, y yo tenía lombrices. Lombrices. ¡Las vi! Un día miré hacia abajo, al terminar, y había pequeñas cositas blancas moviéndose y reptando, y dije: ¡Mamá, hay unas pequeñas cositas blancas moviéndose!

—¡Lombrices! —dijo mi madre, con voz horrorizada—. ¡Lombrices!

Me asustó. Decidí que en el futuro mantendría la boca cerrada.

—La niña tiene lombrices —le dijo mi madre a mi padre.

Mi padre exclamó, mirándome ferozmente:

—¿Lombrices?

Culpable, alarmada, susurré:

—Por favor, ¿puedo dejar la mesa?

Salí afuera y me senté en la hierba entre las margaritas y los dientes de león, sola, porque tenía lombrices.


Noel está cantando. Ya es de día. Philip y Anne y los niños se están levantando. Los oigo en el piso de abajo. Deben de ser las diez de la mañana, domingo. ¿Por qué detenerse en Dios? ¿Por qué convertirlo en tapa, manta, tejado de la mitología humana? Porque, cuando llegamos a Dios, nos quedamos sin palabras, ¿por qué asustarnos y detener nuestro viaje, por qué no continuar, al principio cantando, como hace Noel cuando se levanta, palabras ininteligibles que, una a una, florecerán en el nuevo lenguaje?


20

Grace se preparó el discurso.

—Por cierto, creo que voy a volver a Londres esta tarde. Quería quedarme hasta el lunes, pero resulta que echo de menos la máquina de escribir, me gustaría ponerme a trabajar cuanto antes… ¿sabéis?

Por cierto. Estoy preocupada. ¿Sabéis…?

Bacon haciéndose, grifos del baño abriéndose, cerrándose, cisternas vaciándose, subir, bajar de escaleras, voces de niños suplicantes (comida); bostezos, exclamaciones soñolientas; silencio.

Segura de la precisión de su juicio matutino del domingo, Grace se levantó, se limpió, se vistió, esperó diez minutos contando las semillas de patatas en hileras desde la derecha, luego en hileras desde la izquierda, y finalmente bajó lentamente las escaleras en dirección a la cálida cocina; anticipando la escena que se iba a encontrar —los niños, vestidos y comidos, jugando tranquilamente con sus libros o juguetes, Philip y Anne sentados en la mesa, el desayuno preparado…

—Buenos días. Justo íbamos a empezar. Has elegido el momento perfecto para bajar a desayunar. No todos los invitados tienen un sentido de la oportunidad tan instintivo…

Se oiría a sí misma contestar:

—Es práctica. He aprendido a vivir en contacto con el Tiempo, a que los momentos encajen en costuras limpias, no desiguales; a evitar los momentos deshilachados. Es un arte, es decir, una necesidad; ¿no os parece? Incluso para aquellos que no son un pájaro migratorio como yo. ¿Sabíais que soy un pájaro migratorio? Una pardela sombría, una becasina, una golondrina, un tordo común —oí cantar a un tordo en un olivo de una isla española mientras la luz cubría con parches de nieve las lisas piedras grises.

La restricción de los placeres y los peligros de solaparse una misma, oscureciendo cada momento señalado, ha sido reemplazada por el paisaje perfecto, más allá del Tiempo, que obtiene una cuando es quien confecciona a medida sus momentos y necesidades para que encajen.

A lo que ellos contestarían, admirados ante su sabiduría:

—Sí. Cierto, cierto, cierto.

Y ella proseguiría:

—Cuando nuestros pensamientos bullen, a menudo creemos equivocadamente que esa violenta agitación es señal de su vigorosa originalidad, de su rechazo a prejuicios e ideas fijas, cuando en realidad lo más probable es que la maquinaria que las contiene no sea más que una compleja hormigonera, y una vez que el pensamiento ha terminado, esos pensamientos inquietos son pulidos con el mismo molde convencional de siempre, y al verlos suficientemente consistentes para bailar, construir, viajar, no podamos siquiera llegar a creer su engaño inicial, la esperanza que había despertado en nosotros su aparentemente violenta reorganización…

Entonces Philip, echándose hacia atrás en su silla, apartando el plato a un lado, diría:

—Hablemos de esto. Hablemos. Un poco menos… pomposamente quizá, pero sabes, Grace, sabes…
—Sí, sí —diría Grace con entusiasmo.
—Hablemos. Hablemos del Tiempo, de costuras limpias que encajan a la perfección, de hormigoneras en las obras, vayamos lejos, donde las imágenes oscilan y flotan, vinculémoslas a conceptos, hagamos un circo, el circo matutino de los domingos: el león, el tigre, el hombre gordo y la mesilla repleta de cosas que tiene delante, el voceador y el cartel explicativo, ¿Saben cuantos kilos de comida necesita cada día el hombre gordo? Los mismos que un hombre, su esposa y sus tres hijos —¡y más! ¡Y más! Vean cómo se balancea la mesa por el peso de la comida, inténtelo usted, cómase la comida del hombre gordo, entrada gratis para aquellos que se atrevan a comerse la comida del hombre gordo.
—¿No es esto demasiado… extravagante para la mañana de un domingo? —Diría Anne.
—Llueve, se levanta un temporal, la carpa del circo se viene abajo, se declara un incendio, pánico, gente pisoteándose hasta morir aplastada toman la decisión, ahora, rápidamente, quién importa más. Importo yo. Yo. Yo. Importo yo. Philip, Anne, Noel, Sarah, escuchadme. Importo yo. Vuelo a solas, separada de la bandada, largos viajes a través de las tormentas y los cielos limpios hacia otro verano. ¡Escuchadme!

***

Cuando Grace entró en la cocina, Anne le estaba dando el desayuno a Noel mientras Sarah jugaba con su muñeca. No había más comida sobre la mesa; no habían preparado nada. Philip todavía no había aparecido.

Sintiendo que retirarse estaría fuera de lugar, Grace se sentó torpemente en la mesa.

—Buenos días —dijo Anne—. ¿Quieres una taza de café antes del desayuno?
—No, no, gracias. Me temo que es demasiado pronto. No tengo noción del tiempo. Pensaba… No sé… Las noches son oscuras aquí, ¿no?… En Londres son distintas. Por cierto, me parece que volveré a Londres esta tarde en vez de mañana por la mañana. Me temo que echo de menos mi máquina de escribir. Me gustaría quedarme hasta mañana por la mañana pero realmente echo de menos mi máquina de escribir… Me lo he pasado maravillosamente, me lo he pasado muy bien, gracias por invitarme, yo… yo… yo…
—Bueno, si crees que te has de ir… Puedes quedarte si quieres, pero si crees que te has de ir…

Oh, pensó Grace. Debería haberme esperado a que ella y Philip estuvieran juntos. Ahora tendré que repetirle mis excusas a Philip. ¡Vaya!

Philip entró vestido con su mejor traje.

—Buenos días. ¿Has dormido bien?

Al igual que la mañana anterior, a Grace esta pregunta le hizo sentirse incómoda, pues la insistente mirada de Philip parecía requerir una contestación detallada, quizá un relato de los sueños soñados. Pareció insatisfecho cuando Grace se limitó a decir: Buenos días; sí, gracias. Se hizo el silencio mientras él permanecía a la espera, sonriente, alentador, con ganas de saber.

Grace no dijo nada. Anne, liberando al fin a Noel de su trona, dirigió su mirada hacia Philip.

—Grace regresará a Londres esta tarde. Está impaciente por volver a trabajar.

Dichas por otros, las excusas propias siempre carecen del amable camuflaje que el discurso de una misma les confiere; surgen claramente definidas, inequívocamente reconocibles como excusas. Horrorizada al oír sus propias palabras dichas con esa despreocupación, con esa indiferencia, sin procurar siquiera disfrazar o suavizarlas, Grace las cogió, las reordenó, y se las lanzó con urgencia a Philip,

—Me lo estoy pasando muy bien aquí, pero de veras creo que regresaré a Londres esta tarde. Necesito ponerme a trabajar con mi máquina de escribir. Lo necesito. De veras. Me encantaría quedarme. Me encantaría quedarme.

Philip pareció sentirse decepcionado y herido.

—Pero en el piso de arriba tienes mi estudio. Puedes ir cuando quieras, utilizar mi máquina de escribir, quedarte ahí tanto rato como necesites; no tienes por qué regresar a Londres. Puedes utilizar mi máquina de escribir.
—Pero es que no es lo mismo, no es lo mismo —dijo Grace, alzando la voz para ahogar el sentimiento de culpa—. No es lo mismo —repitió, esta vez en un estridente tono bromista, intentando parecer alegre y graciosa, pero sintiéndose idiota y deprimida cuando llegó la respuesta de Philip, ni alegre ni comprensiva, sino fría y breve a causa de la sensación de haber fallado como anfitrión.
—Bueno, si te tienes que ir… Miraré los horarios de tren. Pero que sepas que puedes utilizar mi estudio, y quedarte tanto tiempo como quieras.
—Por supuesto. No me quiero ir. Me gustaría quedarme. Es solo que echo de menos mi máquina de escribir.

El tema quedó zanjado. Philip ya estaba listo para ir a la iglesia.

—Me voy —dijo.
—¿Puedo ir contigo, Papá?
—Esta mañana no, Sarah. Puede que más tarde haya un servicio familiar. Entonces podrás venir.

Philip se acerco a Anne y le dio un beso fugaz mientras Grace los miraba con el rabillo del ojo, advirtiendo la ausencia de efusividad en su beso. Habían codificado tanto su amor que podían expresarlo en un mero gesto típico, del mismo modo que el pintor que ha practicado su arte durante años es capaz de producir para el escrutinio público una tela compuesta de una línea recta o pintada totalmente en un color sin menoscabo de su dignidad o talento. Al igual que aquellos que estudian esa pintura son, desde el primer momento y quizá para siempre, incapaces de decidir si se trata de una mera concentración de nada o de algo, Grace reflexionó sobre el sentimiento aparente y real expresado por el beso, pero las galerías subterráneas del amor mantuvieron su secreto. Cuando Philip y Anne la invitaron a que pasara el fin de semana con ellos no prometieron ofrecerle un catálogo en reposo y en movimiento de su vida en cuerpo y alma.

***

Grace desayunó sola. Luego ella y Anne tomaron café juntas. Pusieron a dormir a Noel fuera, en su cochecito, y Sarah cuidaba de un ángel hecho con una cuchara y una toalla mientras el niño Jesús, ya pasado de moda, yacía en el suelo.

—¿Te gusta cocinar? ¿Cocinas para ti misma en Londres?
—Sí, me gusta cocinar. Pero no me tomo demasiadas molestias si estoy sola.
—Una vez fui a Londres a ver una amiga que había venido de Nueva Zelanda. En un rincón de su estudio tenía un pequeño hornillo eléctrico. Me pidió que me quedara a comer. Metió todo en una olla: verdura, carne, de todo, añadió un huevo y lo sirvió tal cual, con agua y todo. ¡Con agua y todo!
—Oh, sí —dijo Grace con entusiasmo—. Sé de qué me hablas. Lo sé. Conocí a una persona que también tiene un pequeño hornillo eléctrico en el rincón de su estudio. Se levantaba a las tres de la madrugada para poner el agua a hervir y que así a las siete de la mañana ya hirviera. He exagerado un poco… claro está.
—¡Pero agua en la verdura! ¡Y con margarina, no mantequilla, por encima!
—¡Sí, sé de lo que hablas!
—Y otra amiga de Nueva Zelanda que vino a vernos eructaba. Suena ridículo, pero eructaba, de forma más bien desinhibida. Es el sonido más extraño que he oído jamás. Ella asegura que no puede evitarlo. Lo hace en cualquier lugar, en cualquier lugar y a todas horas.

Anne intentó hacer una demostración del peculiar ruido que hacía su amiga.

Se rieron juntas.

—Philip fue muy valiente al llevarla a la Santa Comunión en la Catedral de Relham.

Grace sintió una puñalada de celos. Se quedaron un rato en silencio.

—¿Te molesta que estemos aquí, en la cocina? A mí me gusta estar aquí. Hace calor, y se está bien hablando. He visto que arriba, en la habitación de tu padre… hay música de gaitas. ¿Toca la gaita?
—La tocaba. Solía ir, pasillo arriba, pasillo abajo, tocándola.
—¿Pasillo arriba, pasillo abajo? ¡Mi padre también lo hacía! Por las noches tocaba hasta que nos dormíamos. Pero cuando nos trasladamos a Oamaru ya no volvió a tocar la gaita, solo el puntero…
—Oh, sí, el puntero. Papá todavía tiene el puntero, pero ya no lo toca.
—«El viento me ha abandonado», solía decir mi padre. «Ya no puedo tocar la gaita, y ahora ni siquiera el puntero…». ¿Tu padre se ponía kilt?
—Tenía uno. Pero no solía ponérselo.
—Mi padre bailaba danzas escocesas. Sus hermanas también las bailaban.

Anne suspiró.

—A veces me pregunto si hemos hecho bien trayendo a vivir a Papá con nosotros. Cuando mi madre murió pensamos que…
—¿Tenía una granja de ovejas?
—La perdió en la Depresión. Desde entonces nunca ha vuelto a ser el mismo. No podía soportar vivir en una casa cuyo terreno era un cuarto de acre. Solía quedarse de pie en la puerta, mirando hacia fuera; simplemente mirando. ¿Crees que volverás a Nueva Zelanda?
—No lo sé. No lo sé.
—¡Esas constantes meriendas por las tardes! ¡Yo no podría!


Sus vidas divergían; Grace no sabía nada de meriendas por la tarde — aunque sí fue a una, cuando salió del hospital después de todos esos años y alguien le escribió una carta: Querida Grace, he leído tu libro. ¿Te acuerdas de mí? ¿Te gustaría venir una tarde a tomar el té conmigo? Tuya, Katherine. ¡Oh, Katherine! Grace se acordaba de ella, una chica de mejillas sonrosadas y ojos azules que iba a tercero de Form. Su padre había muerto hacía poco y eso la había envuelto con un aura de romances y envidias —¡qué maravilla tener un padre muerto!— y había empezado a escribir poemas sobre jardines y una canción que cantó en el Festival de Música:

Hay un bello jardín junto al arroyo,
donde los jóvenes pasean y los viejos sueñan,
las flores abren sus pétalos como los brotes a la luz
y los cierran al anochecer cuando por la noche el rocío empieza
a caer.

A pesar de la imprecisa botánica, se trataba, Grace era consciente, de una canción encantadora; pero más bonito todavía era:

A la música. Arte sagrado en tantas horas de tristeza,
cuando las duras penas de la vida deprimen mi ánimo,
revives mi corazón con amor y alegría,
y elevas mi alma por encima de los reinos del reposo,
y elevas mi alma por encima de los reinos del reposo.

Cuando Katherine cantaba esta canción lo hacía pensando en su padre muerto, cantaba sobre su sufrimiento con placentera amenidad. ¡Qué extraña era Katherine! Dejó pronto la escuela para ponerse a vender botones y elásticos; y dejó de escribir poesía.

De modo que Grace contestó: «Sí, vendré a tomar el té», y se pasó toda una tensa e incómoda velada intentando comer pastel de chocolate en una casa desconocida llena de tapices y de muebles bonitos; a Katherine todavía le interesaban las cosas bonitas. Grace dijo:

—Recuerdo que cantabas A la música, de Schubert.
—¿Ah, sí? Lo había olvidado. Odiaba la escuela.
—También cantabas lo del jardín, «hay un bello jardín junto al arroyo».
—¿Oh? Aprendimos muchas canciones. Me alegré de dejar la escuela.

Viendo que no había lugar en el que descargar sus recuerdos, Grace se sentó tranquilamente, intentando comer el pastel de chocolate; admirando el bebé, los tapices, el invernadero climatizado. Katherine la acompañó en coche hasta su casa, que estaba a unos pocos cientos de metros. Grace no comprendía qué la empujó a preguntar, mientras se despedía (soñando, quizá, con una lejana imagen paradisíaca de la infancia, o en prósperas granjas y huertos):

—¿Quieres una docena de huevos?

Lo dijo de repente, sin venir al caso.

—No, gracias —dijo Katherine, con frío asombro.

Se despidieron, y ambas prometieron volver a verse, sabiendo que ninguna de las dos mantendría su promesa.

***

—No he ido a muchas meriendas.
—Yo me llegué a cansar de tantas… ¿A que los hombres ingleses parecen más jóvenes? Comparados con los de casa, quiero decir. Cuando conocí a Philip pensaba que era un colegial.
—Sí, parecen más jóvenes. Será cosa del sol de aquí, supongo.
—Sí, seguramente será cosa del sol.

(Me pregunto —pensó Grace— si puedo dejar caer que he tenido experiencias con hombres).

—Me he dado cuenta de eso en las islas españolas —dijo Grace—. Del efecto del sol, quiero decir.
—Oh, ¿has estado en las islas españolas? ¿Estuviste mucho tiempo?
—No mucho. Unos meses. (Todavía no —se dijo Grace a sí misma—. Dentro de poco, pero todavía no).
—¿Y escribiste un libro mientras estabas allí?
—Sí, escribí un poco. Sin embargo, me temo que…

El corazón le empezó a latir con fuerza, consiguió que no se le notara en la voz que le costaba respirar, y dijo de forma despreocupada:

—Dediqué la mayor parte de mi tiempo a un affaire. Al final nos separamos, claro está. En cualquier caso fue interesante. No he tenido muchas oportunidades de tener experiencias de cama con hombres.
—¡Oh, estoy segura de que te lo pasaste bien!
—Oh, sí. Ya tengo algo que contar en la vejez, cuando esté en la mecedora.

Cayó toda barrera que hubiera podido haber entre ellas; se sonrieron la una a la otra secretamente, con complicidad.

—Bueno —dijo Anne en tono alegre—, será mejor que prepare la comida. Tiene que estar lista para cuando Phil llegue a casa de la iglesia. No queremos que pierdas el tren.
—Subiré a echarle un vistazo al estudio.


Antes de subir las escaleras, Grace fue al salón a devolver un libro. Del fuego de la pasada noche ya solo quedaban cenizas. La habitación estaba desierta, las sillas vacías cerca de la chimenea; restos sueltos de los periódicos del viernes y del sábado indicaban, con tanta seguridad como billetes de autobús en una calle mojada, las secuelas de unos días pasados con gente. Grace se sentó en una de las sillas. La puerta se abrió suavemente y Sarah entró con sus ángeles de cuchara y su niño Jesús, que había vuelto a ganar su favor. Había venido para asistir a una ceremonia que los niños adoran y que pocas oportunidades tienen de experimentar —la Conferencia Privada con el Invitado. Sarah se sentó, con cuidado, y puso sus bebés en la silla que tenía al lado.

—Ahora no hay nadie en esta habitación —dijo, enfatizando su privacidad.
—No.

Ambas sabían que quería decir otras personas.

—Mi Mamá y mi Papá se sientan aquí por las noches, cuando nosotros estamos en la cama, pero ahora no hay nadie. ¿Te gustan mis ángeles?

Sostenía las dos cucharillas de té envueltas en un trozo de toalla vieja para que Grace las pudiera inspeccionar; sus caras ovaladas brillaban ahí donde ella las había pulido.

—No lo sé. Creo que me gustan. ¿Están durmiendo?
—No, están despiertos. Están en la cama, pero despiertos. La niña Jesús está durmiendo.
—El niño ¿no?
—No. La niña.
—Lo siento, quiero decir la niña. Bueno, quería decir él, pero si tú lo dices, será la niña. Parece dormir profundamente.
—Sí, duerme muy muy profundamente… ¿Te vas hoy?
—Sí, en el tren, esta tarde.
—¿Vendrás a visitarnos otra vez?
—Bueno… Yo… supongo…
—A mí me gustaría que vinieras a visitarnos otra vez. ¿Vendrás otra vez?
—Sí —dijo Grace con rapidez.

El corazón latiendo rápido con gratitud, amor, simpatía, y el placer añadido de haber mantenido el ritual de la conferencia con una pequeña estratega muy astuta, tan experta en diplomacia como un general que tras vencer al enemigo cenara con este en un campo de batalla repleto de cadáveres desparramados por todos lados.

—Sí —repitió Sarah—. Quiero que vengas otra vez.


La conferencia había terminado. Salieron de la habitación con solemnidad, cerrando la puerta con cuidado detrás de ellas, mientras Sarah, que ya corría hacia la cocina, se volvía y le dedicaba a Grace esa derogatoria mirada metálica que los niños ponen cuando han establecido contacto y firmado acuerdos.

21

Arriba, en la buhardilla, Grace se preguntó por la naturaleza de las personas que permiten a otras entrar en la habitación que alberga sus secretos más profundos.

Se sentó delante del enorme escritorio de Philip y empezó a examinar los cajones y los casilleros repletos de papeles y cartas, y la máquina de escribir Imperial Portable que había sobre el escritorio con una hoja dentro, ¡desnuda, a la vista de todo el mundo! Quizá en alguno de los cajones estaba la novela de Philip, mecanografiada y encuadernada. ¡Cómo se atrevía a darle permiso a un desconocido para entrar en esta habitación! ¿O acaso no era esta la habitación en la que guardaba sus secretos? Quizá ni siquiera él tenía acceso a sus tesoros; quizá los había escondido en otro lugar sin haber llegado a reconocerlos; quizá los había descartado uno a uno sin llegar a conocerlos.

Diciéndose a sí misma que a pesar de la tentación no es de buen gusto husmear los papeles de otras personas, sean o no secretos admitidos, Grace volvió su atención hacia la ventana, pequeña y desde la que se veía el campo de golf y los rígidos árboles de cadavérica apariencia, que, en su angustia monumental, se erguían como espinos, los suicidas del infierno.

La habitación, decidió Grace, era un lugar perfecto para escribir, aunque no gracias a las vistas, pues a la hora de escribir el paisaje a estudiar no es el patio trasero de Holly Road, ni el campo de golf de Winchley; ni tampoco Old Brompton Road, el concesionario de coches de ocasión o los rastros de algodón que dejan los reactores en el cielo; es un lugar misterioso que surge de las profundidades del mundo en el que las olas acogen el tenue resplandor del sol poniente y los últimos rayos de luz se escapan como un diminuto pez centelleante, sumergiéndose entre los pliegues oscuros y el incesante movimiento del agua; mar adentro; una puede mirar desde cualquier ventana —en Winchley, Londres, Nueva Zelanda, el Mundo, y no llegar a encontrar nunca el Paisaje Especial. Y sin embargo aquí, en la buhardilla, decidió Grace, poco esfuerzo o aliento eran necesarios para descorrer las cortinas de la ventana secreta, romper el cristal y entrar en el Paisaje; temerosa, esperanzada, solitaria; controlando la respiración para ajustarla a las necesidades del nuevo elemento; afrontando una y otra vez el conflicto de la doncella sirena —avanzar o quedarse; regresar a través de la ventana, uno de cuyos lados es un espejo, o habitar en la cueva sangrienta y lentamente pasar de ser alguien que miraba el paisaje a alguien que forma parte del paisaje mismo; y desde ahí (pues la creación es movimiento) cuando todo el espejo es una imagen distorsionada de uno mismo, titilante en las olas oscuras con franjas de luz como barras plateadas y doradas que aprisionan el rostro y el cuerpo de una, ir más allá del paisaje, más allá de una misma hacia —¿hacia dónde? No a la angosta fuente que una mota de polvo, un punto y aparte, el pie de un insecto, pueden bloquear para siempre, sino a una costa exuberante, con tantas olas como los primeros peces o espermatozoides antes de tomar la decisión de optar por la vida, y la enriquecida gota de agua brilla con su poder y orgullo intactos, su riesgo solitario bajo la amenaza del polvo, de los puntos y aparte, de los pies de los insectos; solo una multiplicidad de olas proporciona un horizonte, una línea de costa, una tierra; más allá del paisaje, más allá de la angosta y vana mota de vida escogida, hacia la fuente verdadera —la inagotable y multimillonaria costa de la eternidad; desde incesantes rivalidades y ritmos y patrones del principio, al silencio y la quietud; sin viento entre los árboles, sin árboles; sin cielo ni gente ni edificios; para llegar ahí puede que una necesite la extrema disciplina de la respiración: esto es, la muerte.

Un pájaro migratorio podría llegar volando, pensó Grace, e inmediatamente sintió que estaba allí, sintiendo el espacio sin aire sobre sus plumas; en un mundo sin cielo en el que no se sentía ni pesada ni flotante; donde antes del mundo el viento curvaba y alborotaba sus plumas, moldeándolas en ciega sumisión, convirtiendo sus frondas en trémulas sombras de manantial a través de las cuales el sol, creyéndolas movimientos del agua, colgaba arcos iris; donde antes el viento guiaba su vuelo o sostenía su porte inmóvil, ahora una oleada de nada envolvía sus plumas, como si estuvieran tejiendo una nube para envolver su cuerpo; y sin embargo no había ataduras; era una caída libre, nunca dejaría de caer; la tierra era para siempre.

Anheló poder regresar de la fuente, la mota y el Paisaje, trepar por el cristal hasta la buhardilla, y de pronto, como en un sueño, allí volvía a estar el escritorio delante de ella, la máquina de escribir Imperial Portable (la mía es una Olivetti, pensó ella. A Philip le gustan los espaguetis a la boloñesa; mi hermano nunca ha podido comer huevos, no ha comido uno en años), el campo de golf y los árboles por la ventana. Tenía frío. Observó por última vez la habitación —nada en un rincón, las mochilas, las chaquetas cortavientos, las botas a la espera de ser utilizadas en las Vacaciones en las Highlands. Recordó las palabras de Philip sobre una visita a las Highlands poco después de que él y Anne regresaran a Gran Bretaña.

—En aquella época íbamos a todas partes. ¿Recuerdas el primer viaje que hicimos allí? Ya llevabas a Sarah dentro de ti, aunque tú todavía no lo sabías.

Mientras Philip hablaba, Grace tenía la sensación de caminar entre piedras doradas y bajo lentas sombras mastodónticas de nubes que difuminaban su luz; y de repente los amplios cielos de las Highlands se hicieron más cercanos, domésticos, reducidos y azules, como la mejor porcelana china, y Grace sintió que algo se movía en su interior: Sarah.


En el centro de la buhardilla, formando altas pilas, había meses y años de semanarios literarios y otras revistas de bordes ya marrones, con manchas marrones en las portadas, como si la Humedad (aquí hablan de ella con asco: la Humedad se ha metido dentro de casa) hubiera cobrado vida y hubiera posado su mano mojada sobre el papel.

Ahora ya sé dónde van a parar los semanarios literarios, pensó Grace, con el interés de alguien que ha solucionado el problema de las moscas en invierno, los alfileres que hay en una caja y otros misterios parecidos. En una estantería que había al lado de las revistas estaban los libros de la universidad de Anne y libros variados que pertenecían a Philip. En esta casa los libros no tenían ataduras; se desbordaban, inundaban; tenías que quedarte en el tejado pidiendo ayuda, lamentando la pérdida de tus muebles más preciados por la crecida y la filtración de las ideas…

—¿Estás ahí, Grace? El café ya está listo.
—Oh, sí, gracias. ¡Ahora voy!

Siguiendo la tradición de alguien que sale de una habitación, Grace echó un «último vistazo» a su alrededor; había un sobre dirigido a Philip; cartas mecanoscritas, cartas escritas a mano; de repente Grace fue consciente de la vida de Philip, de sus actividades, de que recibía cartas, las leía y las contestaba. No estoy aquí, pensó ella. No estoy aquí. No estoy en ningún sitio. Sintió que el mundo se oscurecía, excluyéndola repentinamente, y ella empezaba a batir sus alas contra la puerta de la oscuridad pero nadie la abría; de hecho, nadie la oía.

22

Espera. Era por aquí, dijo ella. Recuerdo que era por aquí.

De modo que nos trasladamos a Oamaru y el traslado supuso realizar el viaje más largo que habíamos hecho hasta entonces, mucho más que unas cuantas estaciones de tren, nos pasamos todo un día entero de viaje cruzando un interminable número de ríos a través de tierras de matas de hierba y árboles col, un paisaje lunar de madrigueras de conejo de las que sobresalían nubes de polvo blanco; casas del ferrocarril, barracones del ferrocarril, tendederos, cencerreos de aviso en pasos a nivel; ovejas, cosechas; y cerca de Dunedin el oscuro y terrorífico lago que Isy me había descrito diciendo que «no tenía fondo». Lo miramos por la ventanilla; nos estremecimos, conscientes de que si nos caíamos dentro (qué frágiles eran los puentes que cruzaban todos los ríos) desapareceríamos para siempre.

—Las Llanuras de Taieri —dijo mi madre, y su voz sonó como una condena.

Un desecho de barro gris cubría mamuts sepultados que no habían dejado de moverse en oleadas durante cientos y millones de años, con la misma facilidad que pequeños insectos y animales se mantienen unos segundos de vida después de que su corazón haya dejado de latir.

Al llegar a Dunedin nuestra dirección cambió, el tren parecía que se movía hacia atrás, que viajábamos en la dirección equivocada, de vuelta a nuestra casa de Wyndham. A mí me sentó mal y me tumbé con la cara contra el asiento de piel que olía a humo y me cubrieron con un abrigo.

—Ahora ya vamos directamente hacia el norte —dijo mi madre.

Y de nuevo su voz sonó como una condena. ¿Por qué al decir directamente hacia el norte en vez de al norte mi madre parecía insinuar que el fin del mundo estaba cerca?

Directamente hacia el norte. Respiré lenta y profundamente ante la terrible inexorabilidad del hecho.

—¡Mirad, niños, los Alpes Meridionales!

Miramos hacia los picos nevados que formaban una línea casi ininterrumpida a lo largo del horizonte, como espuma a lo largo de un cielomar, y que nos seguirían durante el resto del camino hasta Oamaru, donde se quedaron, ya quietos, contra el cielo más allá de Waimate, Weston, Waiareka, y otros lugares cuyos nombres eran nuevos para nosotros.

***

En una semana aprendimos a decirlo, básicamente como protección contra la cantidad de niños desconocidos del vecindario. Ya no estábamos en Ferry Street, Wyndham, Southland, estábamos en Eden Street, Oamaru, Otago Norte, y nuestra casa tenía número porque había muchas otras casas en la calle, más de las que yo había visto en mi vida, y por lo que decían la calle era una de las más largas del pueblo, comenzaba frente al mar, cruzaba la calle principal, seguía una suave pendiente hasta nuestra casa, pasaba por delante, luego la pendiente se hacía más pronunciada al torcer la esquina hacia la derecha, y se elevaba todavía más hasta llegar al Cinturón Verde.

La del número cincuenta y seis era distinta a cualquier otra casa en la que hubiéramos vivido. Tenía un cuarto de baño con bañera, ducha, lavabo y grifos para el agua caliente y fría. También tenía un inodoro entre el lavadero y la carbonera —una casita de madera con arañas en los rincones y un estante salpicado con cera de vela. La electricidad, que no conocimos hasta entonces, proporcionó a mi padre un nuevo motivo de queja:

—¡Todas las luces de la casa encendidas! Se nos ve desde Thames Street; ¿quién te crees que somos, qué hacen todas las luces de la casa encendidas?

Thames Street se convirtió en el punto de referencia de mi padre. Si gritábamos se nos podía oír desde «Thames Street»; si pedíamos algo aparentemente imposible la contestación era:

—¿Y esperas que vaya hasta Thames Street?

Mi padre pronunciaba Thames para que rimara con lame. A mí me maravillaba el modo en que se negaba, contra toda oposición, a que la rima fuera con hem

Así pues. Una casas, un jardín con un arco de rosas, un cenador de banksia en el que podíamos representar Hugh Idle and Mr Toil, dos arbustos de japónicas, uno japonés, el otro rojo; un ciruelo (la mitad de cuyas ramas colgaba sobre la cerca del vecino); un peral con dos tipos de peras, honey y winter; manzanos y melocotoneros irlandeses; un melocotonero que nunca tenía fruta; un gallo doméstico; un establo para las vacas; al fondo, más allá del jardín, el prado de los toros, la colina con sus cuevas y sus fósiles, kilómetros de pinares; y por todas partes, a la izquierda, a la derecha, al otro lado de la calle, a lo largo de Glen Street hasta el barranco, muchísimos vecinos y sus hijos… Los ricos, cuyos hijos no podían jugar con cualquier niño pequeño que llamara a la puerta, «Por favor, Mary, ven a jugar a nuestra casa», y los pobres, a los que no les importaba dónde se jugaba y quién lo hacía. Al anochecer, cuando se acercaba la hora de ir a la cama, veías a todos los padres de la calle de pie en la puerta, llamando en voz alta, Johnny, Joh-nny, la última sílaba una octava más alta, la palabra alcanzando cada rincón del crepúsculo insistentemente insomne. Nuestra madre, que tenía cinco nombres que llamar, era una de las mejores llamadoras de la calle, y añadía yu-jus para fortalecer sus avisos, que comenzaban con el mayor y descendían siguiendo el orden de la edad hasta el más joven, ¡Isy, Jimm-y, Gra-ace, Dott-ums, Chickabidee! Con tantos nombres había pocas probabilidades de que ninguno la oyera, aunque nosotros intentáramos fingir que solo había dicho un nombre:

—Isy, te llaman.
—Jimmy, te llaman.

O, más amenazantes:

—¡Papá te busca!

Al final nos rendíamos, dejábamos de jugar, decíamos nos-vemosmañana, y nos íbamos en tropel a casa, donde nuestro padre, a punto de cenar, nos decía, más discriminatoriamente que mi madre, a la que no le importaba (o decía que no le importaba) quiénes eran nuestros compañeros de juegos pues todos los niños, independientemente de su riqueza, raza, credo deberían jugar juntos:

—Espero que no hayáis estado jugando con los niños de los Petersen… Que no os pille con Billy Walter.

Estas amonestaciones nos excitaban y llenaban de alegría, pues al día siguiente nos permitían presumir, como preludio condescendiente antes de ponernos a jugar con los Petersen o Billy Walter:

—No nos dejan jugar contigo.

Pero sabíamos que nos lo pasaríamos bien jugando, disfrutando del peligro extra que suponía relacionarnos con amigos prohibidos. Relacionarse. Esta era la palabra maldita: Que no os vea relacionándoos con Ted McLeod. Relacionarse era un crimen más grave que jugar con.


Esto era Oamaru; cualquier cosa y persona rápidamente quedaba aclarada mediante nombres y apodos, apodos para los admirados y amigables, apodos para los locos que deambulaban al final de la calle, agitando el puño y diciendo palabrotas. En el nuevo mundo había tantas diversiones temidas y placenteras que su despliegue me desbordaba. Yo pestañeaba, ponía caras raras, y mi madre y mi padre levantaban la mirada del «Libro del Médico» y me decían:

—El Baile de San Vito.
—Deja de poner esas caras —decía mi padre—. Tienes el Baile de San Vito.
—¡El Baile de San Vito, el Baile de San Vito!

Lo hacían para meterse conmigo, los motivos de burla eran tan poderosos que rápidamente los aprovechábamos para utilizarlos contra los demás. Mi nariz temblaba como la de un conejo.

—Te meteré en una madriguera con los conejos si no dejas de poner estas caras. Mírala, pero mírala.

Los hombros y los brazos daban sacudidas arriba y abajo como el brazo de una bomba de agua.

Tenía seis años, iba a primero de Standard en la North School, que estaba muy lejos, no era solo «bajar la calle, cruzar las vías del tren y torcer la esquina», sino que había que subir y bajar muchas calles eligiendo esta o esa de acuerdo con el tiempo disponible, los ánimos y la compañía. Para llegar a casa a almorzar y poder regresar a tiempo a la escuela teníamos que correr y correr, íbamos al trote y mirando constantemente la siempre visible Torre del Reloj; no llegar a la esquina de Eden Street a la una menos cuarto quería decir que todo era en vano, que llegaríamos tarde. La mayoría de los alumnos que vivían en Eden Street tenían que correr a la hora de comer y a menudo, mientras yo me apresuraba, quizá con agujetas (Oh, tengo agujetas), un chico mayor, con las rodillas descubiertas y las piernas peludas, me pillaba y entre dientes me decía en la oreja al pasar a mi lado:

—¡Que te pillo!

Y cuando me sentaba a comer el plato de carne con patatas decía orgullosa:

—¡Willy Collins me persigue!

A veces ponía miedo en mi voz, si sentía que la ocasión lo requería:

—¡Oh, no puedo ir a buscar la carne y el periódico, Willy Collins me persigue!

Y mi madre contestaba:

—Estos chicos mayores no tienen educación.

Mi madre hablaba a menudo de la «educación». Fuera lo que fuese, nosotros la teníamos.

—Tengo educación —le dije en la escuela a la chica que se sentaba a mi lado, en el pupitre individual.

Todos los pupitres de primero de Standard eran individuales, un avance respecto a los Primers y esas sillas y mesas que te hacían sentir como si estuvieras dentro de una casa de muñecas, pero qué rápido batía mi corazón cuando pasaba por delante de la clase de segundo de Standard y veía los pupitres dobles que los niños llamaban pupitres «nobles». ¡Cómo deseaba sentarme en un pupitre noble! ¡Cómo deseaba que me pidieran rellenar los tinteros los lunes por la mañana! Poner las flores en agua y poder entretenerme, sola, en los grifos, escuchando el murmuro entremezclado de las mesas o cómo cantaban Come Oh Maidens:

Venid, oh doncellas, sed bienvenidas,
vosotras tan queridas en todo el mundo,
venid, oh doncellas, sed bienvenidas,
venid, oh doncellas, venid.
Alegremente nuestra canoa se deslizará
a remo sobre la marea,
a nuestro lado las pois giratorias nos ayudarán,
hasta que lleguemos a casa.

¡Y que la profesora me pidiera que me quedara después de clase para ayudarla! ¡Poder repartir los libros de ejercicios por las mañanas!

Y cómo deseaba poder saltar al Double Dutch y saltar a la francesa, a solas, en vez de estar «Todos juntos con este buen tiempo» cuando los niños populares e importantes a los que sus madres les habían dado tendederos para que los utilizaran como cuerdas de saltar invitaban a la chusma (yo incluida) a saltar «para no quedarse cortos». Oh, el sofocante sentimiento de maravilla y admiración cuando miraba a una o dos alumnas que cada temporada ponían «de moda» la comba. Un día no había combas en el patio, al siguiente los pioneros traían unas cuantas; al tercero la gente gritaba excitada: «¡La comba está de moda! ¡La comba está de moda!».

Los días estaban llenos de anhelos, de cosas excitantes, de descubrimientos. Descubrí los geranios. Durante días viví en un sueño de geranios, su nombre, su color, la forma en la que se extendían, silvestres, en los bancos junto a las casas de Glen Street. Los cogía, tocaba los pétalos, rompía los tallos; el jugo recorría las arrugas de mis dedos y mis manos, en las que se veía la línea de la vida, y la línea del corazón, y la larga línea del engaño, y, agazapadas en mi dedo meñique, las siete líneas que me indicaban la cantidad de niños que tendría —¡toda mi vida y mi corazón y mi engaño y mis hijos se empapaba con el olor y el jugo de los geranios!

Pasé a segundo de Standard, junto a la ventana, todavía sin pupitre noble. La profesora era una mujer joven que decía ¡Ven aquí! y me azotaba fuerte con la correa, especialmente los viernes por la tarde, cuando teníamos Lectura Silenciosa. Un día miró por la ventana y dijo:

Donde los delicados ciervos de ojos tímidos vienen en manada
a beber,
cuando las estrellas son suaves y grandes al llegar la noche

y yo me quedaba quieta en mi asiento, sin poner ninguna cara ni sacudir espasmódicamente los hombros, mientras los ciervos bebían; bebían; borde; enlace; era agua lo que bebían, y huían rápidamente al bosque; las «suaves» estrellas; pétalos, mantequilla.

—¡Prestad atención!

¡Prestad!

—¡Coged el Cancionero Dominion!

Dios de las Na-ciones a tus Pies,
en los lazos del amor nos encontramos.
Escucha nuestras alabanzas, te rogamos.
Dios defien Denuestra Tierra-libre,
protege la Tri-plestrella del Pacífico
de las ataduras delodio y de la guerra.
Que sus alabanzas se oigan bien alto.
Dios defien Denueva Zelanda!

Ahora Come Oh Maidens. ¡Cantad, abrid la boca! Uno, dos. Ahora Like to the Tide.

Así como la marea llora su pena en la playa,
lloro yo a nuestros amigos capturados y los guerreros caídos.
Deja que llore aquí.

Ahora cantadla en maorí. Venga, abrid la boca.

E pare ra…

***

Éramos pobres, hubo recortes de salario, paro; la factura de la comida subía y subía, y mi madre se ponía su mejor vestido para ir a calmar al hombre del alquiler, y de repente mi ropa era demasiado pequeña y ya no se podía dar más de sí, y la tía Petone envió un vestido marrón oscuro que olía a sudor, un vestido de señora mayor de mangas fruncidas y pliegues en la delantera, ahí donde las señoras mayores ponían las tetas. Los geranios se murieron. El gato Fluffy se puso enfermo. Y Jimmy también, en mitad de la noche, y mi madre se puso a recorrer la casa en camisón, gritando:

—¡Tiene convulsiones, tiene convulsiones! pronunciando la sílaba final a modo de advertencia apremiante, y nos levantamos de la cama, en mitad de la noche, como si ya fuera de día; bostezando, parpadeando, frotándonos los ojos; todos juntos sin saber adónde ir, ninguna habitación era segura; la convulsión pasó por nuestro lado, como una ráfaga de viento; y nadie supo por qué, nadie pudo ofrecer una explicación.


—Venga, uno, dos. ¡Abrid la boca, cantad!

Así como la marea llora su pena en la playa,
lloro yo a nuestros amigos capturados y los guerreros caídos.
Deja que llore aquí.

El sol, que tanto resplandecía en clase, se retiró. Sin luz que los suavizara, los pupitres marrones y los suelos y las paredes se volvieron de un lúgubre color oscuro como el de los muebles de los pasillos en los que la gente entra y sale y pasa, pero nunca se queda. Una corriente que entraba por debajo de la puerta me helaba los pies, en los que llevaba los zapatos de gimnasia sin cordones y la suela agujereada.

¿El abuelo está muerto? Sí, el abuelo está muerto y ha dejado sus gafas dentro de su estuche de terciopelo, y su pipa, y su navaja de afeitar con el mango negro pulido.

El gato Fluffy murió. Me fui corriendo hasta la esquina, no podía soportar la terrible condena, el frío que hacía en clase, la canción, la playa solitaria con el mar susurrando en cada respiración incapaz de parar o ayudar; la ausencia de la gente, los guerreros ahogados o muertos.

Me fui corriendo a casa. Isy se abalanzó sobre mí profiriendo un grito de triunfo:

—¡Fluffy ha muerto! ¡Mira, una mariposa Admirable Roja!
—¿Ha muerto? —Envenenado. Una Admirable Roja. ¡Cógela!
—Se dice Almirante Roja.
—Eso es en la Armada, tonta. Está muerta. La pondremos en una bolsita de azúcar y la enterraremos en el jardín junto al seto.


Pero esto es Winchley, no Oamaru. Y yo soy un pájaro migratorio.

(Continuará...)

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