Hacia otro verano (VII)

Janet Frame





16

Ahora lo recuerdo, se dijo Grace a sí misma. La cosa fue así:

Las llagas cubrían su cuerpo y, como no podía resistir la necesidad de rascárselas, siempre estaban sangrando o cubiertas de una pequeña costra marrón; tenía las pantorrillas y la parte superior de los brazos repletos de grandes marcas rojas, y cada pocos minutos, mientras realizaba las interminables tareas domésticas, se sentaba en la carbonera, en un rincón junto al fuego, se bajaba los calcetines, o se subía las mangas, y empezaba a rascarse; las llagas tenían el color rojo de los países del Imperio británico en el Atlas. No sabía el nombre de la enfermedad que padecía. Dudó de si decírselo a su médico, es decir, al doctor Oliver, que venía para curarnos la varicela y la tos ferina; era extraño que no advirtiera las llagas. Los días que hacía calor no llevaba calcetines ni mangas. Se le veía la parte superior de los brazos, que en una ocasión nos había mostrado orgullosa: Mira mis músculos, podría levantar a cualquier hombre con estos músculos; y nos juntábamos con otros niños y mostrábamos nuestros ridículos bracitos y decíamos: ¡Mira mis músculos, mira mis músculos!

La tía de Dunedin, y mi padre, y los vecinos que vieron las llagas preguntaron:

—¿Por qué no vas a que te las miren?

Pero mi madre tenía miedo o era demasiado orgullosa, o quizá pensaba que le costaría demasiado dinero, pues por aquel entonces no había Seguridad Social, y las facturas de los médicos eran tan elevadas que mi padre solía refunfuñar y suspirar, y luego las dejaba sobre la repisa de la chimenea a modo de adorno y recordatorio, y pronto sus ventanillas transparentes quedaban selladas con polvo.

En la contraportada de Truth aparecía la sección semanal «El médico del Truth responde». Quizá mi madre le había escrito pidiendo consejo. No lo sé. O quizá escribió a una empresa de venta por correo. Empezó a llegar por correo un ungüento verde que tenía un olor mareante, como a col cocinada con petróleo, y durante el día mi madre se sentaba y se aplicaba el ungüento verde en las piernas. Pero no servía de nada. La mesa de la habitación de Mamá y Papá estaba llena de botes de ungüentos, vacíos a excepción de restos de ungüento derretido en el fondo del bote. Creo que en aquella época yo le llegaba a mi madre por la cadera. Cuando la miraba podía ver las costras y las llagas abiertas. Era como mirar los troncos enfermos de dos árboles — había árboles así en la arboleda, con una corteza podrida y blanda en la que crecían hongos y que las cucarachas se comían.

Parece que durante años mi madre había estado paseando sus llagas, incapaz de librarse de ellas. Ahora ya no se atrevía a ir más allá de la puerta; y pronto ya no se alejaría demasiado de la trasera. Como era normal en ella, años más tarde consideraría ese período como una época crucial en su vida, a la altura de la inundación, de cuando llevó el brazo «en alto durante seis semanas», o de cuando Tommy Lyles murió, y se referiría a la época en la que «tú eras pequeña y yo no crucé la puerta en dos años».

Recuerdo que cuando levantaba la cabeza para mirar a mi madre a la cara solía verla llorando. Si mi padre ya había llegado a casa y se quejaba de las facturas y del dinero, veía cómo ella se preocupaba; o eso parecía; quizá era yo quien lo estaba, pero ahí estaba mi madre con su barbilla a lo Godfrey y el rostro como el del arzobispo de Canterbury, trémulo y en lágrimas, mientras mi padre decía:

—En cuanto estos niños sean suficientemente mayores… Soy yo quien trae el dinero a esta casa. En cuanto estos niños sean suficientemente mayores…

Por favor, Dios, no permitas que se maten entre sí, dije. No permitas que mi padre mate a mi madre porque las facturas son altas y ella tiene llagas y el mundo está lleno de ungüento verde, incluso las hojas verdes del peral y del ciruelo huelen a ungüento verde. ¿Qué ocurrirá cuando sea lo suficientemente mayor? ¿Suficientemente mayor para qué? La vaca tuvo un ternero y cuando apenas tenía unas semanas vino un hombre a verlo; dijo que no era lo suficientemente mayor. Yo pregunté ¿para qué? Y mi padre dijo:

—No metas las narices en lo que no te importa.

Pero el hombre dijo sin pensar:

—La cámara frigorífica.

¿Es que había nevado en la cámara frigorífica?

***

—Sabes lo que está haciendo, ¿no, querida?

Era Philip quien hablaba. Grace sintió una oleada de alivio.

Efectivamente se trataba de Philip. Y también estaban ahí Anne, Sarah, Noel.

Gruñido gruñido de Noel.

—Sí. —Anne sonrió—. Ya me he dado cuenta.
—No se te puede presentar, hijo.

Anne limpió y cambió al de repente indeseable y apestoso Noel.

—Voy a buscar el talco, ¿querida?
—No, gracias. Ya no lo uso nunca.

Philip miró con admiración a Anne, como si por renunciar al talco estuviera haciendo una especie de sacrificio que él nunca se hubiera atrevido a considerar siquiera. ¡Qué valiente era su esposa! Él siempre había pensado que los polvos de talco eran necesarios, que formaban parte de la infancia, como los pañales. Anne se desenvolvía sin prisas, tranquila, con destreza. En el rostro de Philip se dibujó una pregunta sobreentendida dirigida más a la raza humana que a Noel: ¿Las cosas tienen que ser así?

Se volvió hacia Grace disculpándose, casi adivinando que, al no tratarse de un ser humano, puede que necesitara una explicación.

—Siento todo esto. Son cosas que pasan.
—Sí —dijo Anne mirando a Grace—. Lo sentimos mucho. No han hecho otra cosa que revolotear a tu alrededor desde que has llegado y ahora esto.
—Oh, no me importa, no pasa nada.
—Pero hay un límite —dijo Anne—. Normalmente no agobian de esta forma a los invitados.

Grace se sintió halagada hasta que se dio cuenta de que no poseía ninguna virtud concreta que hubiera motivado a Sarah a hablar con ella o que hubiera empujado a Noel a gatear hasta la mesa en su busca. Se comportaban así porque estaban acostumbrados a que les visitaran seres humanos —gente que hablaba con ellos, que quizá jugaba con ellos, que sabía qué decir, qué hacer, que no se quedaba como un árbol o una piedra, esperando que un poder invisible los cogiera o hablara por ellos.

—Oh, no pasa nada —repitió Grace.

Y ahora estaba Noel, el pequeño mendigo del camisón, ya listo para ir a dormir, y Grace sintió una repentina soledad mientras veía cómo se lo llevaban a su Estigia y Hades infantiles, en medio de los abrazos de despedida de su familia. No pidió darle un beso a Grace. Tampoco Sarah suplicó subirse a su rodilla; se limitó a decir tranquilamente Buenas noches y subió las escaleras detrás de Anne y Noel, mientras Grace los observaba y sonreía para sus adentros, recordando que cuando una es pequeña y hay invitados que se quedan a dormir la primera noche es la del análisis, la segunda es la del juicio. Recordaba la agradable confusión de bolsas y abrigos, y tías y tíos charlatanes de la primera noche, y que quería quedarse despierta para tomar parte, escuchar, analizar; luego, la segunda noche, venía la tranquila y ligeramente desilusionada mirada a la habitación y los invitados, vistos ahora a la luz del día y durante toda la jornada, y el viaje a la cama sin quejas.

A veces, al tercer día el interés resurgía. Los pros y los contras habían sido sopesados con absoluta honestidad; la balanza se había inclinado.

Philip dio un suspiro de alivio.

—Bueno, ya está.

Grace le ofreció su comprensiva sonrisa de solterona privilegiada mientras Philip se ponía en pie, se sacudía la pereza, se dirigía al salón y se hundía en el sillón junto al fuego. Grace se sentó delante de él, y reconfortada por la presencia y la cercanía de los libros, se volvió para estudiar los títulos. Ah, ¡ahí estaba el Libro de versos neozelandeses!

Ni la más fastuosa celebración,
ni la más esmerada celebración, pueden desatar
la euforia del descubridor
y silenciar las voces que dicen:
«He aquí el final del mundo, donde las maravillas terminan».
Solo gracias a un recuerdo más fiel, que proyecta
sobre él la tenue luz de una tímida gloria.
El Marinero vive, y permanece a nuestro lado, dejando en
nuestra ola de tiempo
la mancha de sangre que escribe la historia de una isla.

Esto, se dijo a sí misma Grace, pájaro migratorio instantáneamente en su mundo neozelandés, fue escrito para conmemorar el marinero y explorador Abel Tasman. Aunque quizá el marinero que más contribuyó a manchar de sangre la historia de nuestra isla no fue, después de todo, Abel Janszoon Tasman, surcador del océano azul en mil seiscientos cuarenta y dos, sino el Marine Norteamericano que vino durante la Guerra de Wellington; una época de lujuria y sangre e historia en la que los corazones de todas las mujeres salieron de sus cobertizos de lana y sus madrigueras de conejos para aventurarse por las calles de Wellington. Por aquel entonces yo todavía iba al colegio, pero recuerdo que las del quinto curso hacíamos bromas sobre los Marines Norteamericanos; y después de la Guerra, cuando regresaron a ese lugar ilusorio llamado «su propio país» (tan ilusorio como el escrito en el que uno afirma expresarse «en mis propias palabras» —¿las palabras de quién?), la mancha de sangre era visible en todos los ríos de Waikato y Wanganui hasta el Clutha; incluso en el embarrado Mataura había sangre mezclada con nieve. Esos sí eran unos Tasman de verdad, ¡y no tienen día o mar que los conmemoren!


Philip tenía los ojos cerrados. Se estaba recuperando del día; languidecía, convaleciente.

—Cambiemos de silla, así podrás mirar los libros de esta parte de la habitación. Y mañana por la noche puedes sentarte en ese rincón para estudiar los de ahí.

Él se rio. Intercambiaron el sitio justo cuando Anne entraba con una mirada de ama de casa que a su vez contenía la siniestra exultación norteña de la familia Macbeth, «Lo he hecho».

—He metido a los niños en la cama.
—Bien.

(«¡Qué triste esta visión! Ahora resulta necio decir qué triste esta visión…»).

—Grace y yo nos hemos cambiado de sitio para que pueda ver los libros de esta parte de la habitación; mañana por la noche se sentará en ese rincón.

A Philip el plan le parecía divertido. Anne, sentada de cara al fuego, encontró el punto del Ulises por el que iba y comenzó a leer. Philip abrió su libro sobre Asuntos Exteriores Neozelandeses. Grace, incapaz de seleccionar un ejemplar ante la repentina abundancia de lecturas disponibles, estudió los títulos de los estantes: Arquitectura; Arquitectura de iglesias. Novelas neozelandesas.

—Cuanto más leo sobre él, más pienso que Peter Fraser fue el primer ministro más destacado de Nueva Zelanda.

Tanto Grace como Anne levantaron rápidamente la mirada, a la defensiva. Grace visualizó mentalmente al patético primer ministro bizco y con gafas de quien sabía poco y de quien no se había preocupado por saber más, o si sabía algo más lo había olvidado. Recordó la opinión sobre él que había adoptado de forma irreflexiva, cual esponja, a partir de la mancha flotante de la opinión pública. Por primera vez intentó comprender la aversión que sentía por él; se horrorizó al darse cuenta de que en un país «joven» de gente «joven», y cuyo ideal de perfección eran el sol, las playas, el deporte y la salud física, el hecho de que su primer ministro fuera bizco y llevara gafas había resultado imperdonable. Se le había considerado un «mal» primer ministro porque llevaba gafas.

A Grace le entraron ganas de llorar de vergüenza. Como decía el poeta, ella tenía «un recuerdo más fiel» de la escena de su país que dejaba por una vez de lado el fascinante paisaje exterior, los glaciares turísticos, las montañas, los ríos, las llanuras, los bosques, a los que con tanta frecuencia se hacía referencia, como si de planificadas glorias del esfuerzo humano se tratara; y se concentraba en la escena personal, en esas auténticas construcciones humanas que eran las costumbres, las opiniones, los prejuicios. Observó la suave gente dorada de frente despejada, miembros perfectos, cerebros rebosantes de sensatez y conformismo; parecían ángeles socorristas en marcha desde la minúscula playa de Waipapa, al sur («Así como la marea llora su pena en la playa…»), a la costa norteña, que ardía de pohutukawas; y las bandas tocaban —la banda de instrumentos de viento y su Invercargill March, Colonel Boggie; la banda de gaitas y su Cock o’ the North, Speed Bonny Boat; y el sol brillaba, el día era radiante, mientras a cierta distancia de la costa el maremoto, latente en ese momento o día o año, permanecía a la espera del momento oportuno para ahogar, y hacía gala de su paciencia azul de sucesión y solapamiento de olas. Grace observó con terror la fanática inocencia de la marcha, la tolerancia y veneración para con sus integrantes —ahí estaba su madre, normalmente una mujer dulce y pacífica, vociferando proclamas en medio de una confusión de Guerra Civil, Dios y Patria.

Mis ojos han visto la gloria del advenimiento del Señor.
Está pisoteando la vendimia donde se almacenan las uvas de la ira.

¿Vendimia?

Los socorristas se pusieron a pisotear la arena. ¿A qué venían esos repentinos movimientos de irritación? A los mosquitos. Claro, estaban matando mosquitos, esos minúsculos insectos que muerden, pican y provocan bultos rojos en la piel; antiestéticos bultos sobre la hermosa piel bronceada.

Grace se sentía tan segura en la playa en ese momento que cuando una somnolienta pareja que observaba perezosamente la escena y tomaba el sol se volvió hacia ella y le dijo:

—¿No es maravilloso? Un pequeño gran país, sol, playa, que todo el mundo esté tan sano…

Grace estuvo de acuerdo.

—Es maravilloso, el mejor lugar del mundo para tener hijos; sol, oportunidades, salud, felicidad.
—Y pronto tendrán esa cosa para matar a todos los mosquitos. Entonces, será incluso mejor. Ni que decir tiene que los mosquitos son un incordio.
—Sí, ni que decir tiene.

¿Qué sucederá, pues, cuando los locos, los lisiados, los inconformistas intenten conseguir un lugar en la playa?

¿Y cuando aparezca un primer ministro bizco y con gafas acaso no será normal que sientas aversión por él, del mismo modo que la sientes por un mosquito que arruina el desfile al provocarte un antiestético bulto rojo en tu perfecta piel?

***

—No sé mucho de Peter Fraser —le dijo Anne a Philip.
—Yo tampoco —dijo Grace—. Siempre había creído que el gran primer ministro neozelandés había sido Mickey Savage.

Recordaba la enorme fotografía de Mickey Savage que colgaba de una pared de la cocina; su gentil rostro sonriente, sobre el que nadie había dibujado nada porque incluso de pequeños lo reverenciaban —no podrían olvidar nunca los momentos de auténtica felicidad cuando del Departamento de Salud llegó la noticia de que la atención médica y los hospitales iban a ser gratis, gratis, y su padre, que había coleccionado todas las facturas médicas y del hospital sin pagar, les quitó el polvo de las ventanillas, las abrió, las alisó, las leyó en voz alta, las puso en una pila, y con un grito de alegría, retiró la tapa del fogón y las tiró al fuego. Grace recordaba que el leve miedo a que la chimenea se encendiera mientras las facturas del hospital ardían atenuó la excitación de su madre.

—¡La multa por encender la chimenea es de cinco chelines!
—Sí —dijo Grace, citando inconscientemente a sus padres—. ¡Mickey Savage es el mejor!

(Es el mejor —decía su madre—. Después del viejo Forbes-y-Coates y la Coalición, ¡es el mejor!

Grace nunca tuvo demasiado claro si Forbes-y-Coates eran una o dos personas, o si se trataban siquiera de personas; la imagen que tenía de ellos era una infantil de abrigos negros, enverdecidos por el tiempo, agujereados por las polillas, colgados de un armario; mientras que la palabra «Coalición», que había visto impresa, le sonaba a paletadas de carbón arenoso , y al igual que este le parecía algo indeseable —la mujer de la puerta de al lado solía salir a su patio trasero y llamar a su hijo.

—¡Bill, ve a buscar más carbón, pero que no sea arenoso!).
—Era el mejor —murmuró Grace.
—Oh, sí —estuvo de acuerdo Anne.

Grace y Anne intercambiaron sonrisas, conscientes de su repentino vínculo y compenetración, su origen y experiencia neozelandeses abrumándolas con actitudes y afirmaciones tradicionales, los labios firmes: ¡Se iba a enterar el Pommie que intentara darles una lección sobre su propio país!

Fue solo un momento, pero tanto Grace como Anne habían advertido su arrebato defensivo en contra de los «extranjeros» (especialmente los Pommies). Grace citó para sus adentros,

A través del cristal
que rodea a Regina, la vemos apartarse lentamente
de la ventana y decir imperiosa: «Albert, querido,
¿cómo se pronuncia Waitangi?»
.

Los extranjeros eran peligrosos, especialmente en un país «joven». También los raros, los insumisos, los intelectuales, o cualquier otro grupúsculo sospechoso que pudiera estropear el placer de los dorados socorristas marchando por la playa dorada.

—Desde luego —admitió Philip—. Savage introdujo la Seguridad Social. Pero fue Peter Fraser quien dio forma a la Conferencia de San Francisco. Prácticamente oponiéndose a su país, fue él quien le dio a Nueva Zelanda voz en los Asuntos Exteriores, quien por primera vez hizo que el país mirará más allá; quien provocó que Nueva Zelanda entrara en una etapa de crecimiento.

Oh, es muy difícil, pensó Grace, valorar la inadvertida contribución de un hombre a la paz mundial cuando existe el recuerdo vívido de otro que, por un tiempo al menos, trajo la paz a nuestras casas situadas, extrañamente, en la calle de la inocencia y la experiencia —el Cincuenta y seis de Eden Street Oamaru Isla Sur Nueva Zelanda Hemisferio Sur el Mundo. El mundo tarda mucho en aparecer en este enunciado; es fácil olvidarse de él. Si cojo mi lista de lugares y la pongo a prueba sujetándola (como dicen del conejillo de Indias) «boca abajo, por la cola» —el Cincuenta y seis de Eden Street, Oamaru, Isla Sur, Nueva Zelanda, Hemisferio Sur, el Mundo—, es el mundo, como los ojos del conejillo de Indias, lo que caería; solo que los lugares, a diferencia de los conejillos de Indias, no tienen cola; son de una pieza; y nada cae, nunca.

Es muy difícil juzgar. Peter Fraser, Mickey Savage. Sur, norte, el mundo.

De repente Grace se sintió deprimida, molesta por su confuso pensamiento insular, cansada del Mundo y de sus problemas, carente de la energía necesaria para desplegar su red emocional y del poder para recogerla por sí sola de vuelta a su corazón. Se sentía sola; se sentaría al sol en una minúscula playa isleña, o quizá, después de todo, se uniría a la marcha de los socorristas; las bandas de música la aclamarían, sí, sí, sería divertido marchar con la banda, y no demasiado incómodo ahora que se habían propuesto matar todos los mosquitos. Los mosquitos eran un incordio. Ni que decir tiene.

—Ni que decir tiene —gritaba su padre.

¡Qué expresión más hermosa, qué aplastante era su poder!


—Disculpadme… Yo… Voy un momento arriba… a encender la estufa…
—Claro, claro.

Grace se escabulló escaleras arriba. Durante un rato se acurrucó junto a la estufa de gas, luego se acercó a la estantería de libros y de entre los pocos libros que el padre de Anne había decidido traer de Nueva Zelanda, optó por la Historia de la Brigada del Rifle, se sentó junto al fuego y empezó a leer el capítulo titulado «Guerra en las Trincheras», y mientras lo leía podía oír cómo su padre cantaba desafiante, temblando de miedo, sin llegarse a creer que las cosas eran como eran.

Quiero irme a casa,
quiero irme a casa,
no quiero volver a las trincheras,
donde las balas y la metralla no dejan de volar.
Llévame a ultramar
donde el Allemand no me pueda alcanzar.
Dios mío,
no quiero morir,
¡quiero irme a casa!


17

En la despejada y fría habitación pintada de blanco que la estufa de gas ni siquiera podía empezar a calentar, Grace leyó y pensó acerca de la Primera Guerra Mundial, reviviendo la miserias y el terror, pues aunque ella no hubiera nacido hasta seis o siete años después del final de la Guerra, gracias a Hollywood, y a una imaginería bastante más oscura obtenida gracias a las charlas y a las canciones de su padre sobre la guerra, de niña ella creía haber vivido esa época y que, en efecto, había «estado en la Guerra», había luchado en las trincheras, y había sufrido heridas de gas y metralla.

Casi cada sábado por la mañana en el Majestic Theatre, con las crujientes bolsas de caramelos ácidos y bolitas de anís que la atenta señora Widdall mezclaba equitativamente, de forma que no quedara en el fondo un monótono montón de caramelos ácidos o bolitas de anís, Grace iba a la Guerra, a veces estaba del «lado» alemán, otras del lado de los «aliados». Era incapaz de recordar, sin sentir un agobiante horror, la tarde en la que se quedó atrapada bajo el mar dentro de un submarino bombardeado por un torpedo. Ella y sus hermanas y su hermano vieron antes el serial La ciudad fantasma, y aunque se habían dado cuenta de que los cowboys y los cuatreros eran «falsos», obtuvieron la cuota de angustia semanal al final del episodio del día, en el que el «bueno» había entrado en el cobertizo de una cantera abandonada mientras, sin que lo supiera, el «malo» ponía en marcha la enorme trituradora, que lentamente, lentamente, empezó a descender sobre el primero; no tenía escapatoria; el episodio terminó en un estruendo de música y cascos de caballo, y llegó la hora de los helados.

Entonces las luces se apagaron y Grace y sus hermanas y su hermano se encontraron bajo el mar, en un submarino, a punto de morir asfixiados o ahogados. Cada vez que intentaban olvidar el peligro, la película se lo recordaba mostrándoles cómo poco a poco ascendía el nivel del agua, y cómo los demás miembros de la tripulación respiraban con dificultad, se desmayaban y enloquecían por el pánico. Asfixia. Era una palabra aterradora. Grace no podría olvidar el resplandor amarillo de la luz submarina, no el color de la luz del sol, pues se encontraba tan lejos del sol que la luz no la había llegado a iluminar nunca; era un resplandor amarillo, sulfuroso, que le recordaba al último día de Pompeya —otra catástrofe vivida y real, en virtud de la confusión de recuerdos, conocimientos y sueños que parecía canalizar todos los acontecimientos leídos, oídos o conocidos que, gota a gota, habían ido llenando el contenedor de su memoria infantil.

Cuando la película terminó, y Grace y sus hermanas y su hermano salieron en tropel, parpadeando, hacia la dolorosamente intensa luz del día, tan distinta del suave resplandor secreto de la luz submarina, supieron, o más bien Grace supo y dio por sentado que los demás también, que el mundo había cambiado; ya no volvería a ser el mismo. Grace miró cómo la gente se apelotonaba en las Salidas; y sintió que casi no podía respirar al pensar en su condena de asfixia y muerte. Aunque no se había dado cuenta antes, en cuanto los vio supo que tenían dificultades para respirar una y otra vez, y sin embargo no estaban debajo del mar, estaban allí arriba, en el mundo, sobre la Tierra, bajo la luz del sol, la luz del día centellea y los pájaros cantan, y las hojas de los árboles se vuelven amarillas y marrones y doradas, y en el jardín de la gran casa de ladrillo rojo de dos pisos en la que vivía Miss Peters, los tres plataneros, cuyas ramas daban a la calle, también se estaban volviendo dorados.

«Los plataneros están maduros —pensó Grace, de repente saltando y brincando—. Los plataneros están maduros».

Eso quería decir que estaban listos para los molinetes. De camino a casa después del cine hicieron molinetes con los plataneros, y se pusieron a correr por la calle con ellos, pero cada tres o cuatro brincos recordaban que hacer molinetes y correr con ellos al viento no cambiaría el hecho de que la gente, incluso aquellos que contaban con abundante aire en el cielo y en todo el mundo, estaban cada vez más asustados por si dejaban de respirar; temían asfixiarse en un lugar secreto apartado del sol y en el que la luz, aunque suavizada por el agua, resplandecía amarilla como el fuego volcánico del último día de Pompeya… Pompeya… Grace recordaba que su madre también había estado ahí, fue quien la advirtió del estruendo del volcán, y ella se quedó quieta, sosteniendo a un lado la cortina de la ventana de la cocina y diciendo en una voz agudizada ante el desastre:

—Pompeya. Pompeya.

Pero la Guerra, la Primera Guerra…

***

Fuera de la casucha en la que estaba el hospital de la Cruz Roja habían colocado a los heridos en hileras perfectas, como colegiales en dormitorios bajo las estrellas, pero en realidad no estaban en ningún sitio, sino en la página cincuenta y tres de la Historia de la Brigada del Rifle. Grace podía haber pasado rápido las páginas para librarse de ellas. ¿Por qué debería preocuparse por soldados heridos en la Primera Guerra Mundial cuando había tantos soldados y tantas guerras?

El General pasó revista. Sus huesos, mondos, eran iguales que los de los demás hombres, pero seamos compasivos con él, recompongamos su alfombra de carne, envolvámosle en ella, borremos todas las heridas; es el General.

Se dirigió a los hombres,

—¿Si os captura el enemigo cuál es el procedimiento?

Un coro de heridos, su voz trémula como la de los ancianos, dijo:

—Nombre rango número, nombre rango número.

Grace iba a pasar de la página cincuenta y tres a la cincuenta y cuatro cuando uno de los heridos que yacía junto a sus compañeros, tan cuidadosamente alineados y metidos dentro de sus estrechas camillas grises como si de un suministro de huevos en envases de cartón se tratara, se apoyó sobre los codos, alzó la cabeza y se atrevió a llamar su atención.

Grace fue incapaz de pasar de página hasta que le oyó hablar. Él dijo, en un tono servil en el que no quedaba rastro de orgullo, sufriendo como estaba las últimas acometidas de la realidad:

—¡Hazme caso! ¡Hazme caso! Dile al General que me haga caso, que vea lo malherido que estoy. ¡De verdad!
—De verdad —dijo Grace.

Y mientras cerraba el libro le oyó cantar en una voz de histérica alegría:

Quiero irme a casa,
quiero irme a casa,
no quiero volver a las trincheras,
donde las balas y la metralla no dejan de volar.
Llévame a ultramar
donde el Allemand no me pueda alcanzar.
Dios mío,
no quiero morir,
¡quiero irme a casa!

Grace volvió a dejar el libro en el estante, apagó la estufa de gas y bajó al salón. Philip y Anne levantaron la mirada cuando entró. En los ojos de Philip había una mezcla de simpatía y alarma, y Anne se apresuró a decir:

—¿Te apetece una taza de café?
—Sí, gracias —dijo Grace, y luego para explicar su ausencia—: Me he quedado atrapada con la lectura del libro de tu padre, La Historia de la Brigada del Rifle. Llevo casi una hora leyéndolo.
—Tendrías la estufa encendida, espero.

Grace quiso decir, ¿Cómo? ¡No! Y así hacer creer a Anne y Philip que o bien era demasiado tímida o bien estaba demasiado ensimismada para encender la estufa, pero en el fondo era una apasionada de la Verdad, la que fuera, incluso en las cosas más pequeñas, y hubiera despojado de todo engaño el mundo exterior y el mundo interior, del mismo modo que los pájaros, al volar bajo para hacerse con las escamas de oro que cubrían al Príncipe Feliz, le robaron la ropa, luego los miembros, los enjoyados ojos, las orejas, la carne, hasta que solo le quedó el corazón… Una tenía que empezar eliminando cuidadosamente el engaño capa a capa… de modo que Grace contestó:

—Sí, he encendido la estufa.

No se había mostrado demasiado tímida, ni ensimismada; fue una representación, porque sentía que no había estado a la altura de las expectativas que tenían; ellos esperaban una invitada ingeniosa, sabia, inteligente; y en vez de eso tenían esta Grace-Cleave, tan guionizada como su nombre cuando lo pronunciaba (intuitivamente) la pequeña Sarah.

Y sin embargo tenía miedo, principalmente de los umbrales y de los seres humanos que los cruzaban; continuamente advertida, les devolvió una nube ofensiva de emoción y sueño —timidez, ensimismamiento.

—Sí —repitió con descaro—. He encendido la estufa.

Advirtió que, secretamente, a Philip y Anne les hubiera gustado que no hubiera sido tan descarada. Habían estado preocupados por ella —se había ido a la habitación y había permanecido ahí durante una hora o más sin dar ninguna explicación. Les habría gustado poderle decir, con inquietud:

—Oh, deberías haber encendido la estufa para calentar la habitación. Enciéndela cuando la necesites, Grace.

Ella observó su decepción, cómo prudentemente suprimían de sus palabras una preocupación que, después de todo, no era necesaria.

—Me alegro de que no tuvieras frío —dijeron a la vez.
—¿Estuvo tu padre en la Brigada del Rifle? —le preguntó Grace a Anne.
—Sí. Mira, voy a hacer café.

Una vez que Anne hubo vuelto y se hubieron tomado el café, Grace cogió un libro, Arquitectura moderna, del estante, y se puso en pie con repentina valentía.

—Creo que me voy a retirar. Buenas noches.
—Buenas noches —dijeron a la vez Philip y Anne, y Philip añadió, de nuevo como si tuviera dudas de que volviera a aparecer por la mañana—: Nos vemos por la mañana.
—Sí —dijo ella en tono formal.

Estimado señor, en lo que respecta a su afirmación sobre el asunto del Domingo por la mañana, le escribo para confirmar…

Nunca aprendería; la comunicación entre la gente era algo más que una carta de negocios; ¿por qué no le salía? Acudieron lágrimas de rabia a sus ojos, de rabia hacia sí misma y hacia el Mundo, siempre tropezando con admons, pdos, arts y previamentes, subió las escaleras y se fue a la cama.

Al igual que la primera noche que pasó en Winchley, sus lágrimas mojaron la almohada antes de que llegara el sueño.


18

Se despertó durante la noche. Sentía unas punzadas en la boca. ¿Eran palabras o dolor de muelas?

El dolor de muelas empieza y se para con violencia enmascarada o revelada.

—Huele la toallita —le dijo el dentista a Grace.

Y atentamente ella levantó la cabeza, oliendo la toallita rosa; luego, asfixiada con el engaño, se resistió, mordió, pataleó, pero no sirvió de nada, el dentista había ganado, lo había hecho mediante mentiras, y pronto Grace se quedó dormida, y cuando se despertó el diente ya no estaba, le quedó un hueco irregular en la boca y el sabor a sangre, ese sabor especial que sabes que es sangre y que te empuja a decir, mientras la visualizas mentalmente roja, fluyendo por entre amplios escalones de piedra hacia el sol y el mercadillo: Es sangre, sé a qué sabe la sangre. Una vez que hubo desaparecido el diente ya no hubo más lloros por las noches ni cachetes en el culo por las noches por culpa de los lloros, solo una nueva molestia —a Grace se le había quedado pequeña la cuna, las piernas le llegaban a las barras cuando las estiraba. Tenía cuatro años, y su música favorita era la que tocaba su padre por las tardes con la gaita arriba y abajo del pasillo.

—Toca para que me duerma, Papá. Toca la gaita. ¡Rápido, me meteré en la cuna y tú tocas la gaita hasta que me duerma!

Y su padre tocaba hasta que se quedaban dormidas, la mayoría de las veces utilizando toda la gaita, apretando la bolsa rítmicamente con el brazo mientras caminaba para que hiciera un sonido levemente resollante, como el Abuelo con la música; otras veces sin la bolsa ni los tubos desplegados como dedos ni los flecos de tela escocesa colgando, ni el kilt, ni la escarcela, vestido únicamente con la ropa del trabajo, de pie, tocando el puntero; explicando, con una resignación que resultaba tanto más aterradora cuanto no había la más mínima resistencia en ella, que un día ya no podría volver a tocar la gaita y solo sería capaz de manejar el puntero, y a partir de entonces, gradualmente, ni siquiera el puntero.

—Algún día —dijo—, no tendré viento.

Qué extraño pasar de la brillante parafernalia de la gaita y el kilt al pobre y soso puntero que no podía capturar el gorjeo ni la estridencia ni el gemido de las cañadas y las colinas de las Highlands; y, muy tranquilamente, sin darle casi importancia, pasar del puntero a nada; una válvula de vida cerrándose, sellada para siempre.

Y ocurrió tal y como había predicho el padre de Grace. Llegó el día en el que ya no pudo tocar la gaita y el puntero se quedó sin utilizar en la caja del aparador; el kilt se perdió en uno de los muchos «traslados», y Grace y sus hermanas y su hermano jugaban a las barbas y Santa Claus con la escarcela.

—¡Toca la gaita hasta que me duerma!

También les cantaba:

Ven a dar una vuelta en mi aeronave.

Y:

Bajo el resplandor de la luz de gas
hay una pequeña huérfana…


¿Quién?
Yo no.
Yo no.
Yo soy de Glasgow, mi viejo y querido Glasgow.

Empuja su carretilla,
por las calles amplias y estrechas,
voceando berberechos y mejillones vivos vivos oh…

Y la canción que hacía que la hermanita pequeña, Dots, de casi tres años, corriera a esconderse debajo de la mesa, llora que te llorará, mientras los demás la observábamos sintiendo pena por ella; sus corazones se volvían duros como el hielo cuando oían la canción, solo a la pequeña Dots la conmovía hasta las lágrimas. Suponiendo… Suponiendo…

No bajes a la mina, Papá,
los sueños se acostumbran a hacer realidad.
Papi sabes que si te pasara algo
se me rompería el corazón…

¿Por qué su padre los torturaba cantándola? No era minero, era un maquinista de primera clase, ingeniero locomotor se describía a sí mismo en sus hojas de servicios y cuando había papeles de la escuela en los que había que poner qué hacía el padre; ¿y si quizá, después de todo, sí era minero? Todo era posible. La posibilidad no era una bolsa o una caja que podía ser cerrada y sellada, sino un tobogán amplio y abierto adonde iba a parar de todo, de todo; una no podía elegir o dirigir o destruir el poderoso flujo de la posibilidad.

—¡No existen las palabras no puedo! —decía su padre severamente, y aunque intentaban comprenderlo, razonar el asunto, solo podían intuir que decía la verdad; aprendieron, también, que no existían palabras como no hay, o no había. Al parecer, había de todo. ¿Dragones? También dragones. Y Dios.

De modo que su padre era un maquinista de primera clase, y sin embargo al mismo tiempo era un minero que bajaba a la mina a encontrar la muerte porque su hijita pequeña, Dots, de pelo rubio, lo había soñado, había soñado que él moría.

Cuando su madre les cantaba por las noches rara vez cantaba canciones tristes; a veces se quedaban desconcertados y confundidos por palabras que les deberían haber hecho reír, pero ellos no reían, fruncían el ceño diciendo: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Cómo puede ser? ¿Cómo puede la tía de la Abuela morir de moquillo? ¿Qué moquillo?

La tía de la Abuela murió de moquillo.
Ve a decírselo a Dinah.

A su madre no le parecían bien las canciones tristes. Le reprochaba al padre que hiciera llorar a los niños de miedo cuando cantaba The Wearing of the Green.

Cuelgan a hombres y mujeres por ir de verde.

—¡Cuelgan a hombres y mujeres! —dijo su madre—. No pasa nada, niños, no penséis en ello, no es más que una canción, pensad en hadas y ángeles y Dios y el Cielo…

Pero costaba pensar en seres como los ángeles, su vida parecía tonta, no eran hombres ni mujeres, no comían, no iban al baño ni hablaban, se limitaban a volar por las nubes o pasear por la Tierra disfrazados… Bueno, esto era más interesante… uno nunca podía saber si…

—¿Por qué colgaban a hombres y mujeres por ir de verde?
—No cantes eso, Curly.
—¡Canta Ragtime Cowboy Joe, Papá!

Era una canción animada; su padre tenía que ponerse en pie para bailarla. Él era Ragtime Cowboy Joe.

Allá en Arizona, tierra de forajidos,
únicamente te guía una estrella vespertina…
El más violento de los hombres duros
se llama Ragtime Cowboy Joe…
Cuando empieza a disparar en la pista de baile,
solo un lunático empezaría una guerra,
los listos saben que su cuarenta y cuatro
hace bailar de miedo a los hombres,

siempre cantándole
música raggy al ganado mientras se balancea
adelante y atrás, en la silla de montar sobre el trotón,
es un matasiete fugitivo pistolero
hijo de la vida de Arizona,

Ragtime Cowboy Joe…

—Ahora Dan Murphy, Papá.

Era su canción especial, porque había un señor Murphy en nuestra calle, y en la entrada de su casa había una escalinata de piedra en la que crecía musgo verde.

—Ocurrió hace muchos años… —empezaba a cantar su padre y, cuando su melancolía ya era la adecuada, esperaban que cantara la parte especial que trataba acerca de ellos. Él los miraba orgulloso; ¡qué nobles se sentían!

Contentos a pesar de nuestra pobreza…
y las canciones que cantábamos
en los días de nuestra juventud
sobre la piedra que hay delante de la puerta de Dan Murphy.
Esos amigos y compañeros de infancia…

Al cantar el último verso siempre hacían un trino quebrado al final, cuando subían el volumen; un volumen y un atrevimiento patéticos que a Grace se le habían quedado grabados en la memoria; todavía podía oír a su padre cantando la canción, pues poseía uno de esos requisitos inidentificables que con frecuencia provocan que se te queden en la memoria los acontecimientos, palabras y fragmentos de frases y canciones más banales e inesperados.

A pesar de las objeciones que ponía a las canciones «tristes», su madre tenía todo un repertorio de versos de guerras, inundaciones, maremotos. Había un perro que languidecía y moría en la tumba de su amo —el estribillo al final de cada verso decía:

El perro en la tumba de su amo…

Había pequeños niños lisiados, niñas huérfanas; aunque los poemas favoritos de su madre eran aquellos en que los desastres eran universales en vez de personales. Las inundaciones la fascinaban. Grace sabía, por la forma en la que hablaba su madre, que había estado allí, en el Arca, con Noé y los animales; que había estado en la costa de Lincolnshire durante la Marea Alta.

El viejo alcalde subió al campanario.

(Grace veía al viejo alcalde, con su sombrero negro de ala ancha, sus delgadas piernas sin zapatos y con ligas, subiendo por las estrechas escaleras).

Luego estaban las vacas de camino a casa (como Betty, Beauty, Pansy)…

Cusha Cusha Cusha ven,
antes de que caiga el rocío.
Ven aquí Whitefoot. Venid aquí Lightfoot,
Jetty, al ordeñadero.

Pero Grace sabía que aunque las vacas esperaran ser ordeñadas, y Beauty y Pansy eran dóciles, no siempre obedecían la llamada —en el establo ahora había una vaca, a la que llamábamos Scrapers porque se restregaba meticulosamente las pezuñas antes de entrar en el establo, que tenían que llevar con una cuerda atada a los cuernos y cuyo camino, en vez de cruzar un prado de margaritas y prímulas, pasaba por un empinado sendero junto a acantilados de piedra caliza, y había que convencer a la vaca para que saltara un arroyo. Y sin embargo desde donde vivían, Whitefoot, Lightfoot, Jetty, Beauty, Pansy, Scrapers, podían oír el mar y (Grace siempre supuso) bajo la amenaza de un maremoto —fue la madre de Grace quien lo provocó… de tanto mirar temerosa por la ventana hacia Breakwater, Cabo Wanbrow, el bramido del océano Pacífico tan cercano, mientras les hablaba de Mary, de las Arenas de Dee:

Oh Mary ve a buscar las vacas,
ve a buscar las vacas,
al otro lado de las Arenas de Dee,
el viento del oeste, húmedo y espumoso, soplaba con fuerza,
y allá sola que fue.

Al final Mary se ahogaba al subir la marea, y a pesar de que la vida de Grace era muy distinta a la de Mary (Lo era: ¡Grace! ¡Grace! Ve a buscar las vacas, toca ordeñarlas), el mar estaba siempre cerca, amenazante, devorando la tierra.

—Cuando era pequeño había un campo de fútbol que ahora está cubierto por el mar —les contó su padre en tono asombrado.

La desaparición de un campo de fútbol era algo serio. A veces los profesores viajaban por el país dando charlas sobre Erosión, La Amenaza del Mar a la Tierra, mostrando diapositivas de tierras deterioradas, socavadas y devoradas por las olas, pero ninguna de estas charlas podía alimentar su imaginación del mismo modo en que lo hacía el impresionante hecho de que un campo de fútbol hubiera desaparecido…

A menudo Grace miraba por la ventana, a la espera del maremoto, o pateaba en el suelo de madera de la cocina, para descifrar los secretos de la Tierra, y estar así avisada del terremoto que nacería en lo que su madre llamaba las «entrañas» de la Tierra. A menudo la casa empezaba a temblar, las chimeneas caían a la calle, y con el temido recuerdo de los terremotos de San Francisco y Napier vívido en la memoria, su madre les daba unas instrucciones que siempre confundían a Grace, incapaz de decidir si le habían dicho «sal a la calle, no te quedes en casa» o «quédate en casa; lo último que se ha de hacer es salir a la calle», por lo que, cada vez que la tierra comenzaba a temblar (su pueblo estaba sobre una falla), para cuando Grace había dejado de razonar un curso de acción, el terremoto ya había terminado, y su madre ya suspiraba y decía: Gracias a Dios no va a ser como lo de Napier, y, si estaba en casa, su padre, como siempre haciendo como que no pasaba nada, comentaba tranquilamente:

—No entiendo a qué viene tanto jaleo.

El jaleo, claro está, se debía a la Muerte. Grace lo sabía. También se dio cuenta de que a menudo la muerte no venía de la tierra o del mar, sino que estaba ahí, en casa, viviendo con ellos del mismo modo que su abuela lo hacía y nadie le pedía que se fuera. Había una razón más, pues, para armar ese «jaleo» cuando la muerte cometía la impertinencia de aliarse con la tierra y el mar y (en forma de truenos y relámpagos) con el cielo.

No, la muerte vivía con ellos, como la abuela. ¡Oh, la abuela! Ella también cantaba, ¿por qué los adultos cantaban y cantaban? Su madre cantaba y recitaba mientras barría y limpiaba, cocinaba y daba de comer, su padre cantaba cuando llegaba a casa del trabajo y se daba un baño (aunque permanecía callado mientras se afeitaba; daba miedo; no podía soportar que lo miraran.

—¿Por qué no podemos ver cómo te afeitas, Papá?
—¡Maldita sea, os he dicho que os vayáis!).

Y su abuela cantaba, sentada al sol en su silla de ruedas, y eran las canciones de la abuela las que hacían que a Grace le entraran ganas de llorar. De una forma extraña era consciente de que la abuela era «otra persona»; no se trataba ni de su madre ni de su padre, la casa de estos no era la verdadera casa de la abuela, y a menudo, cuando se sentaba al sol, parecía no pertenecer a ningún sitio, como si hubiera venido de la calle a este lugar extraño empujando su silla de ruedas, y pronto se fuera a ir otra vez a otro lugar extraño. Era grande, con varias papadas, ojos oscuros, crespo pelo negro, y llevaba un largo vestido negro. La gente decía que había venido de «Glasgow», seis meses en el barco cuando tenía solo dieciocho años, pero Grace sabía que había sido esclava en Virginia, Estados Unidos, pues en sus canciones cantaba la añoranza que sentía por «Virginie». A Grace esta añoranza le parecía la misma que ella sentía por el escondrijo que tenía entre los abedules de plata, o por aquel lugar acerca del que cantaba el viento cuando gemía en los cables del telégrafo de la vieja y polvorienta carretera.

Llévame de vuelta a la vieja Virginia,
donde crecen el algodón y el trigo y las patatas,
donde se oye el dulce canto de los pájaros en la primavera,
ahí es donde quiere estar mi viejo y oscuro corazón.

O, si estaba contenta, cantaba, meneando los codos rítmicamente:

Hacia el cañaveral, ahí es adonde voy
donde muy bajo canta el ruiseñor.
Ven conmigo, ven, el bote está oculto,
y, varados, navegaremos por el O-Hi-O.
Ven conmigo, ven, el bote está escondido,
y, varados, navegaremos por el O-Hi-O.

Sí, pensaba Grace, vendré. Rápido, rápido.

***

La casa estaba en silencio. Philip y Anne estaban dormidos, los niños estaban dormidos. Nadie cantaba. Dos noches y un día en Winchley, y nadie cantaba, a excepción de Noel y su canción matutina, que combinaba elogio, renovación y celebración vital en una voz infantil incapaz todavía de palabras inteligibles. El silencio era una disciplina urbana que a Grace le resultaba difícil soportar; una no se ponía a desafinar cantando en voz alta si vivía en un apartamento con gente debajo, encima, al otro lado de esta y esa pared. Una tenía que ser «civilizada». Y se compraba discos de gramófono de la música de otras personas, de artistas que podían cantar más allá de la simple afirmación Quiero irme a casa, Dios mío, no quiero morir, quiero irme a casa.

En mi país, pensó Grace —sí, lo estoy diciendo, en mi país—, el cielo y las nubes estaban encima, la hierba y los muertos debajo, y al otro lado de esta y esa pared ovejas y vacas y el viento de los Alpes Meridionales. Pero ahora estoy en un mundo distinto, concluyendo el acto de encontrar aquello que he perdido —«quien encuentra algo se lo queda; quien lo pierde, llora».

Estoy en la habitación del abuelo de Noel. El abuelo de Sarah. Su música de gaitas está en la estantería. Veo que tiene discos de música de gaitas en uno de los estantes. Cock o’ the North, The Wee MacGregor, The Massel Pipe Bands of the Highlands.

Grace notó que tenía lágrimas en los ojos. Quien encuentra algo se lo queda; quien lo pierde, llora. «Encontrar es el primer acto; el segundo, la pérdida». Sentía los ojos como fosos de arena. Piensan que vuelvo a Londres el lunes, pensó ella, pero no me puedo quedar, no me puedo quedar, me iré mañana, me olvidaré de todo esto de en mi país, en mi país, me sentaré en el apartamento de Londres y haré mi civilizado viaje de descubrimiento, y espero que la gente de encima, de debajo y de la puerta de al lado no me rodee de forma que ya no pueda partir como Abel Tasman «en una nueva dirección» para «ensanchar el mundo» o seguir el curso de mi destino como pájaro migratorio.

¡Que no me convierta en un marinero con un barco encerrado en una botella, en un pájaro de cristal sobre la repisa de la chimenea!

(Continuará...)

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