Hacia otro verano (III)

Janet Frame




6

El viernes previo al fin de semana otra mancha estropeó de improviso los avances de Grace en su campo (utilizaba más la palabra «campo» que «área») de trabajo: iba a tener lugar la grabación de una entrevista para el Servicio Internacional de la BBC.

A pesar de su protesta de que normalmente era incapaz de contestar preguntas acerca de su trabajo a no ser que se las dieran por anticipado, no supo las preguntas hasta que llegó al estudio. Con pocas ganas, porque no guardaba ejemplares de sus libros, tomó prestado uno de un amigo con la intención de estudiárselo para, básicamente, descubrir así de qué iba; hojeó las páginas, sin atreverse a leerlas —¿para qué? Metió el ejemplar de su amigo en el armario de los abrigos, en la caja de cartón donde guardaba la aspiradora desmontada, la paleta y el rastrillo para el jardín, un pañuelo manchado de sangre, bombillas. Luego se fue a la BBC.


Llegó demasiado pronto, como siempre, así que hizo tiempo en la estación de Charing Cross, en los Servicios de Señoras, leyendo un arrugado Daily News que había encontrado en uno de los asientos, al lado de una anciana que dormía y roncaba sonoramente agarrada a la bolsa con sus compras. Cada vez que la mujer se movía en sueños, sus movimientos parecían provocar que una corriente de aire pasara junto a ella, y su revuelto olor a sudor concentrado llegaba de golpe a Grace. Detrás de la puerta de la sala de espera colgaba un anuncio, No Te Quedes Tirado En Londres. En él figuraba la dirección de un hostal del East End. Después de mirar a las mujeres que tenía a su alrededor, en diversos estadios de sueño y abandono, y dejar el Daily News Heredera Bajo Tutela Judicial Solicita Chocolate sobre el asiento con respaldo de barras y la madera pulida de tanto roce de falda, Grace, aferrada al pasamanos de bronce, bajó las escaleras de la plataforma metálica en dirección a los aseos subterráneos, donde recibió cambio de tres peniques de mano de la corpulenta encargada, quien, tras blandir una bayeta, abrió una de las puertas en las que ponía Desocupado, se inclinó dentro, limpió el asiento y luego se retiró.

Todavía era demasiado pronto, así que Grace salió de la estación de Charing Cross hacia el Strand. Cruzó la calle y pasó por delante de la Casa de Nueva Zelanda. Unas cuantas personas estaban de pie mirando con la típica nostalgia de febrero las fotografías del sol, el cielo y las ovejas que había expuestas en el escaparate; pensando, Debería emigrar, dicen que ahí se vive muy bien, el sol, la playa, tu propia casa. Grace se sintió contagiada por su frecuente añoranza; sintió en lo más hondo un impulso de ir al departamento de Emigración, informarse, rellenar formularios. Advirtió que uno o dos de esos espectadores se balanceaban indecisos; luego tanto ellos como ella se alejaron del escaparate Nueva Zelanda Tierra del Sol y pasearon bajo la llovizna de grisácea aguanieve, la habitual migración de media mañana ya concluida mediante el simple, barato y satisfactorio procedimiento no oficial de la ensoñación. En un impulso Grace volvió sobre sus pasos. Pero no entró en la Casa de Nueva Zelanda. La última vez que había estado ahí en busca de información la recepcionista la había mirado con altivez.

—¿Está pensando en emigrar? ¿Desea información oficial acerca de Nueva Zelanda? Puede leer acerca del país y ver si podría estar interesada en ir.

Satisfecha, aunque avergonzada de que no hubieran advertido que era neozelandesa, Grace dijo rápidamente: No, gracias, y salió a toda prisa del edificio, mirando a su alrededor con sentimiento de culpa mientras se iba, dejando que su mirada descansara un momento en la gente sentada en la recepción leyendo el New Zealand Air Mail News. ¿Conozco a alguien?, pensó. ¿Quiénes son? ¿Granjeros, estudiantes, secretarias, abogados, profesores, médicos? No tenían marca distintiva alguna. Se dirigirían a ella, diciéndole: «Eres de Nueva Zelanda, ¿no? ¿Norte o Sur? ¿Cuánto tiempo llevas aquí?».

Nadie habló con ella. Sintiéndose una intrusa, cogió un folleto de inmigración de la mesa que había junto al mostrador, etiquetándose a sí misma como Pommie , y volvió a unirse al flujo de gente del Strand, caminando lentamente en dirección a Bush House. Los carteles escritos con tiza anunciaban ¡Lloviznieve: Aguanieve más llovizna! ¡Nueva palabra para la meteorología! No era frecuente, pensó Grace, que una definición apareciera en titulares.


***

El productor era muy seco, el entrevistador eficiente. Ambos tenían notas; Grace sostenía únicamente un vaso de agua que agitaba en la mano, respondiendo o no las preguntas, interrumpiéndose en medio de una frase, con la mente en blanco. Suspiró, repitiendo Lo siento, Lo siento en un susurro, mientras negaba con la cabeza.

—No lo sé, no lo sé. ¿De qué tratan mis libros? ¿Por qué habría yo de saberlo? ¿Mi estilo? ¿Qué más da?

Se preguntó si esa acumulación de sombras que parecían formar parte de sus trabajos, esencialmente privados, al final se extendería a la mayoría de ámbitos de su vida, cada vez más profundamente, y terminaría siendo absorbida como un veneno que solo podría eliminar tomando una violenta medicina que le haría vomitar durante el resto de su vida —todas sus apreciadas experiencias y sueños— y que la dejaría débil, incapaz de digerir más vida, sentada, agarrotada por el dolor y la lasitud, en una cama o una silla de ruedas hasta que le llegara la muerte y fuera enterrada allí, en Londres, provocando que un representante de la Casa de Nueva Zelanda tuviera que dedicar su tiempo a unir los deshilachados cabos sueltos del embarazoso follón que supone que una desconocida sin familiares cercanos se muera a diez mil kilómetros de su hogar.

—¿Intenta transmitir algún mensaje, Miss Cleave? Se ha dicho, Miss Cleave, que usted se parece… ¿Podría decirnos brevemente cuál es la naturaleza esencial de su trabajo?… ¿Cree que volverá alguna vez a Nueva Zelanda?


Al fin la entrevista terminó. Humillada, expresándose con dificultad, Grace se quedó sentada agitando su vaso de agua. ¿Por qué no podía hablar, por qué no podía hablar?

El productor vino desde la sala de grabación, abrió la puerta y miró dentro.

—Lo siento —dijo Grace—. No tengo nada que decir, no tengo nada que decir.

El productor habló secamente. A Grace le recordó a la encargada de la lechería de la esquina de la calle cercana a su apartamento: una mujer eficiente que sabía en qué parte del frigorífico estaba la leche agria, y en cuál la fresca, y quién elegía siempre, de forma automática, la agria. También había galletas agrias y, sobre el mostrador, pasteles y empanadas envueltos; rodeaba a la mujer un surtido de comida y bebidas de ayer y de la semana pasada todavía por vender.

—Ha ido bastante bien —dijo el productor—. Algo haremos con ello. (Este paquete de galletas está muy bien de precio… ¿le gustaría comprar unos cuantos?).
—Sí, bastante bien. Los silencios han sido muy eficaces.

Grace erizó las plumas, batió las alas con fuerza, salió histérica en dirección al Strand, entró en un bar y se sentó en un alto taburete giratorio, comió bacalao acompañado con patatas fritas, que parecían un montón de uñas delgadas y retorcidas, y pan como restregado con una esponja amarilla húmeda. Luego cogió el autobús hasta la estación de St. Pancras. La aguanieve había dado paso a la nieve, grandes copos demasiado grandes para que se distribuyeran bien por la ciudad, tan grandes como las páginas de un diario enorme, quedaba un mes para una inauguración, revoloteando, a la deriva, las calles llenas de gente corriendo histérica, con miedo a quedar sepultadas. Grace casi salta del bus y choca con un indio que permanecía tranquilamente de pie bajo la nieve, con el periódico abierto sobre la cabeza.

—Es nieve —dijo él—. ¿No le gusta?

Grace se sintió avergonzada. Claro que le gustaba, claro que no había perdido el sentimiento de maravilla ante la visión de la nieve —¿entonces por qué huía de ella?

—Sí que me gusta, claro que sí.

Grace se caló bien el sombrero para la lluvia y se dio prisa en llegar a la estación; convenciéndose mientras corría, No es nieve de verdad, no es más que nieve de ciudad, aunque cuando una empieza a hacer distinciones como esta, ¿no quiere decir que ya está todo perdido?

Grace no soportaba perder cosas; se ponía frenética buscando cosas perdidas, robadas, ocultas.

***

En la estación de St. Pancras, después de inspeccionar el panel de las llegadas y salidas y las disculpas por los retrasos escritas a tiza, Grace llevó a cabo su ritual de espera habitual. Se compró el periódico del mediodía pero se deshizo de él porque estaba lleno de Noticias de Galgos. Fue a los servicios y se lavó las manos, presionando luego con el pie, tal y como estaba indicado, una palanca que dejaba salir un chorro de aire caliente para secarse las manos. Dijo No, gracias cuando la encargada le ofreció «limpiar y cepillar, cuatro peniques». Regresó a la sala de espera, se puso junto al radiador para entrar en calor y luego volvió a la inhóspita estación y se sentó en un asiento de madera, observando, escuchando, y no fue hollín en los ojos lo que casi hizo que se le saltaran las lágrimas, sino los recuerdos al observar y oír las locomotoras de vapor malhumoradas vociferantes quejumbrosas jadeantes, que de vez en cuando proferían triunfales un prolongado Jaaaaaaaaaa, Jaaaaaaaaaa en medio de una profunda exhalación de vapor mientras, de una válvula lateral situada donde estarían las orejas en caso de tenerlas, salían repentinos chorros blancos que emitían un estridente chirrido. En el andén la gente se movía en medio del humo, sus siluetas indefinidas, sus cuerpos fundiéndose unos con otros, sus voces escocesas amortiguadas y llenas de humo. Cuando Grace siguió la flecha hasta el departamento de Información para asegurarse del andén y el destino de su tren, el empleado se inclinó sobre el desgastado mostrador y le dijo con melancolía, mientras su dedo recorría arriba y abajo la columna emborronada:

—Andén siete, llegada a Relham a las seis y ocho. Estación Central.

La miró de forma acusatoria.

—¿Es que no ha visto el panel de fuera?
—Oh, sí —dijo Grace—. Pero quería asegurarme.

El empleado suspiró.

—Sí, claro, todos lo hacen, si está escrito no se fían, tienen que oírlo. Analfabetos.

Preocupada de repente por si ni el empleado estaba en lo cierto, pues, después de todo, la confianza en la palabra escrita tenía que empezar en algún lugar —quizá el empleado no estaba tan seguro, y ahí estaba ella, un pájaro migratorio, de pie esperando el tren a Relham en la estación de St. Pancras, y quizá no aparecía el tren, o quizá habría tanta gente que ella se quedaría sin sitio.

—¿Puedo reservar un asiento? —preguntó con apremio.
—¿Qué? ¿Cuando falta media hora para que salga el tren? Oh no, oh no, eso sería ridículo. Ya es demasiado tarde para las reservas.

Grace regresó lentamente a su asiento cerca del Andén siete. Una joven sentada a su lado abrió entonces un maletín, sacó un fajo de papeles, cogió un lápiz, y con este sobre la primera página se volvió a Grace y le sonrió.

—Me preguntaba —empezó a decir—. Esto… ¿le importaría que le hiciera unas preguntas?

Sin esperar una respuesta colocó el lápiz debajo de la primera pregunta de la hoja ciclostilada.

—¿Podría usted decirme si ha oído hablar de la Campaña de venta de los nuevos copos de maíz New Fellas?

***

El tren iba lleno de pasajeros. No parecía justo que con ese tiempo viajara tanta gente. Deberían haberse quedado en casa, pensó Grace con resentimiento, mientras encontraba un asiento en una esquina, limpiaba su pequeña porción de ventana y se instalaba en su habitual estado de ensoñación ferroviaria. De repente hubo una conmoción en el pasillo, la puerta se abrió de golpe, y un hombre y una mujer, jadeantes, con el equipaje a rastras, entraron y se sentaron uno delante del otro, la mujer en el asiento contiguo al de Grace.

Lentamente el tren se comenzó a mover.

—Lo hemos descubierto justo a tiempo —dijo la mujer—. ¡El vagón en el que estábamos nos habría dejado en Derby!
—No lo sabíamos —agregó el hombre—. No había nadie que nos pudiera informar, el tren va tan lleno que nos sentamos en los primeros asientos que encontramos. ¡Habríamos tenido que bajar en Derby!
—Piénsalo —murmuró la mujer—. ¡En Derby!

Derby les parecía un destino tan terrible que Grace los miró comprensiva y dijo, en un tono repentinamente escéptico:

—Este vagón llega hasta Relham… ¿no?

Ellos le aseguraron que el factor les había asegurado que sí y, una vez resuelta la cuestión, los demás pasajeros del vagón (abierto, con mesas y polvorienta tapicería de color carmesí), que se habían visto atraídos por el torbellino de excitación e incertidumbre, volvieron a lo suyo, desconectando el uno del otro, para preservar así la privacidad que les quedaba.

La mujer abrió una bolsa de papel y sacó una pera que peló y cortó. Le dio un pedazo al hombre y le ofreció otro a Grace.

—No, gracias.
—Vamos, cójalo.
—No, gracias, de verdad que no.

El hombre la miró por encima del periódico.

—Vamos, es la única que no tiene un trozo.
—Oh, está bien, muchísimas gracias, es muy amable por su parte.

Grace se comió su pedazo de pera, frotó la ventanilla empañada y miró fuera, hacia el interminable vertedero de basura que era el paisaje al aproximarse a las Midlands y que, a medida que llegaban más al norte, iba quedando oscurecido por la continua nevada hasta que finalmente el tren avanzaba en medio de un paisaje blanco traslúcido, como si viajaran por la superficie de la luna.

Los demás pasajeros del vagón, cuyas emociones no se habían visto inesperadamente desatadas por la amenaza de tener que «bajar en Derby», mantuvieron su privacidad en silencio, pero la mujer no dejó de charlar con Grace, y cuando su acompañante, tras superar el problema de la amenaza de Derby y vérselas con el nuevo, formidable, de querer fumar en un vagón de no fumadores, y se excusó y se dirigió al final del pasillo para encender su Nelson delante de los servicios, la mujer le explicó a Grace que se trataba de su cuñado, un auxiliar de tren que esa mañana había viajado, trabajando, a Londres, y que ahora regresaba a su casa de Relham. El hecho de que conociera el ferrocarril a fondo hacía inexcusable, dijo la mujer, que hubieran subido a un vagón equivocado. Ella había ido a Devon a visitar a su hermana; en Devon no había dejado de nevar desde Navidad.

—¿Usted también va a Relham?

Grace cometió el error de añadir a su Sí, que sí iba a Relham, la información de que se trataba de su primera vez, su primera visita al Norte industrial.

La mujer se la quedó mirando con compasión y asombro.

—¿No conoce el lugar? —insinuó.
—Oh, no —dijo Grace.
—Relham es un lugar grande si no se conoce. Tenga —dijo la mujer mientras rebuscaba en una de las bolsas de la compra y sacaba una bolsita de caramelos—. Coja un caramelo. Vamos.
—No, gracias, de verdad.
—Vamos, si no, tendrá hambre cuando llegue a Relham.

Grace aceptó el caramelo, volvió a limpiar la ventanilla y miró hacia fuera. La mujer, acogiendo su gesto como una señal de la falta de familiaridad con el paisaje y la incertidumbre sobre su destino, dijo para tranquilizarla:

—No se preocupe, ya la avisaré cuando lleguemos a Relham. Tenga —la voz llena de compasión—. Coja otro caramelo.
—Oh, no, de verdad, bueno, vale, gracias.

Más tarde, cuando el cuñado de la mujer volvió de fumarse un cigarrillo delante de los servicios, la mujer le dijo en voz alta, provocando que uno o dos pasajeros se volvieran:

—¡No ha estado nunca en Relham! ¡Es su primera visita a Relham!

Estigmatizada, Grace se sonrojó, chupeteó con fuerza su caramelo y miró fijamente por la ventanilla. Todavía nevaba; ocasionalmente las luces de la calle formaban un reflejo mantecoso sobre la nieve reciente, blanca como el pan; a intervalos, a lo largo de las vías, se veía el resplandor rojizo-dorado de las fogatas de carbón, que proyectaban sombras de rojo Santa Claus en la nieve, mientras que, sobre las ventanas del vagón, caían copos de nieve solidificados que quedaban atrapados como trozos de algodón hidrófilo. El mundo parecía haber quedado sepultado bajo la nieve y la somnolencia, con almohadas y sábanas de nieve amontonadas contra el cielo oscuro. Grace apoyó la cabeza contra la ventana, cerró los ojos y se quedó dormida. Al despertar, con las mejillas calientes y los ojos pesados por el polvo y el hollín, la mujer le susurró, mientras cogía todo su equipaje:

—Ya estamos. Unos pocos kilómetros más y ya habremos llegado.
—Oh —dijo Grace fríamente, con indiferencia.
—¿Estará bien? —le preguntó la mujer con inquietud, mientras Grace cogía su bolsa del portaequipajes.
—Me vienen a buscar —contestó con formalidad Grace, con la esperanza de librarse del mito que la mujer de St. Pancras a Relham había creado: es tarde, es su primera vez en Relham, podría perderse, y que (a tenor de las miradas de los demás pasajeros) se había empezado a difundir por el compartimiento.
—Me vienen a buscar —volvió a decir Grace, elevando la voz.

Oh, le entraron ganas de llorar, ¿por qué siempre parecía no saber adónde iba, por qué los desconocidos siempre asumían la responsabilidad de cuidarla, de organizarle las cosas, de supervisarla, de guiarla? ¿Qué había en su apariencia y en su comportamiento que provocaba que la gente quisiera darle explicaciones y hablar con ella en un lenguaje sencillo por si acaso no los entendía?

—Sí, me vienen a buscar. Está todo bien —dijo Grace, queriendo parecer distante y tranquila, pero en ese momento el tren dio una sacudida, se detuvo y luego volvió a dar un bandazo hacia delante, y las palabras de Grace sonaron como un indigno lamento que podía interpretarse como Ayuda. Un hombre corpulento que había estado sentado espalda con espalda con el cuñado de la mujer se adelantó y cogió a Grace por el brazo.
—¿Se ha hecho usted daño?
—Estoy bien, gracias.

Aliviado, el hombre se marchó, escogiendo la otra salida del vagón. Mientras esperaba que alguien abriera la puerta del vagón, pues nunca había sabido cómo manipular la tira de piel que abría la ventanilla y permitía acceder a la manecilla de la puerta, Grace permaneció de pie observando los empellones y atropellos de la gente, empujando con las maletas allí donde sus cuerpos resultaban insuficientes como instrumentos para embestir. Al final alguien abrió la puerta. Grace bajó y cruzó a toda prisa el andén, entregó su billete y miró alrededor, esperando encontrar a Philip Thirkettle. Dios mío, pensó, no podré sobrevivir al fin de semana, no podré estar con gente durante tres días enteros, hablando con ellos, compartiendo comidas con ellos, teniendo que decidir cuándo unirme a ellos y cuándo dejarlos solos, cuándo ir a la cama, cuándo levantarme. ¿Qué dirían si supieran que me he convertido en un pájaro migratorio? No lo podré soportar. ¿Qué diré, cómo construiré frases, cómo enlazaré palabras, sujeto, verbo, predicado, mientras me escuchan? Al menos, pensó, aliviada, no hay niños, o Philip no los ha mencionado. Los niños pueden llegar a resultar perturbadoramente directos; se te quedan mirando fijamente, ¡qué forma de mirar! En aquel momento a Grace le pareció que lo más espantoso del mundo era un niño mirándola fijamente, de forma acusatoria, con desdén y sorna, sin decir nada, haciendo gala de un entendimiento que, al ser un niño, no ha limitado o sofocado o destruido.

Mentalmente, a partir de la escasa información que Philip le había dado, Grace había hecho un esbozo del «modelo». Thirkettle. Esposo, esposa, suegro. Philip incapaz de pasar mucho tiempo con su esposa mientras esta dedica demasiada atención al cuidado de su padre, antiguo granjero de ovejas, amargado, nostálgico, que se dedica a mirar por las ventanas las chimeneas del norte de Inglaterra en vez de las ovejas, el cielo y las montañas antípodas. En un intento de prepararse para los acontecimientos del fin de semana Grace se había imaginado su llegada:

—¿Quieres tomar algo? ¿Jerez?

Anne bella, sofisticada, educada en una de esas escuelas «privadas» de Nueva Zelanda en las que, recordaba Grace con la veracidad de los sueños recurrentes, todos los alumnos eran «esnobs que hablaban un inglés risible»… El suegro sentado lastimeramente en una silla junto al fuego, soñando con las llanuras de Canterbury y los paseos entre los pinos del noroeste. Philip, frustrado, celoso de su suegro, con ganas de estar a solas con su esposa…

—Sí, tomaré un jerez.

La conversación de Grace era ingeniosa y chispeante, inteligente, memorable; la belleza de sus frases los ruborizaba; sus ideas (tan originales, claramente expresadas, profundas) los entusiasmaban tanto que más adelante le confesarían que después de la primera noche juntos ellos se habían quedado despiertos conversando y filosofando, con la cabeza a mil por hora.

—Sí, tomaré un jerez.

Así consideradas, las temidas perspectivas del fin de semana se desvanecían. Grace ya se veía hablando con entusiasmo acerca de distomas hepáticos, de hongos, de riñones pulposos, mientras Philip y Anne, felizmente a solas por primera vez en años…

Mientras Grace pensaba en su generosidad y amabilidad le pareció que no estaba en la Estación Central de Relham sino en una apreciada playa alegórica, fuera del peligro de los maremotos de la aprensión, de pie, agradablemente embadurnada de «bondad»; tranquila y cómoda a pesar del sol abrasador.

Cuando el fin de semana terminara, los Thirkettle le estarían agradecidos; habría traído a Philip y a Anne una renovada felicidad.

—Vuelve pronto —le pedirían entre lágrimas—. ¡Vuelve pronto!

Y Grace, acostumbrada a ceder, resplandeciente por el éxito de la sinceridad, la segunda mejor lanza de la estocada del amor, sentiría una leve felicidad, les prometería «volver pronto», se despediría, y sentándose en su asiento del rincón del tren se quedaría mirando lastimeramente por la ventana con los ojos llenos de lágrimas y hollín.


7

Palabras secas como gotas de sangre la rodearon en el andén. ¿Quién las había escupido? Hasta donde llegaba su entendimiento, ninguna flecha o disparo había alcanzado su plumado pecho, y el elevado tejado de la estación la protegía de las heridas del cielo. Cogió su pañuelo y frotó con fuerza la granulosa superficie que la rodeaba, luego lo arrugó, se lo metió dentro de la manga, y con cuidado dio uno o dos pasos, balanceándose, sin aliento, incapaz de escapar. Todavía tenía tiempo de regresar a su apartamento de Londres, retirarse en misericordiosa soledad, sentarse delante de su máquina de escribir y enviarse ruidosas señales a sí misma, lo cual era el estilo y la intención de su escritura. La Tercera parte de su novela la esperaba en su Archivo Boa («aprieta como la presa de una Boa»). Estaba la rutina del trabajo, que utilizaba para ganar poder ante las ensoñaciones. Y como último recurso las pastillas para dormir, un pequeño punto y aparte blanco que sabía a tiza de colegio envenenada. La puerta al otro mundo permanecía abierta. El contenido se derramó por la estación de Relham. Febrilmente, Grace se puso de rodillas y empezó a escarbar entre la basura.

—¿Has perdido algo? Llamaré un taxi.

Ahí estaba Philip, con un abrigo de lana, más alto de lo que recordaba; tenía el pelo amarillo, como una mata de hierba en el borde del mar; sus ojos eran del mismo color, o puede que algo más oscuros, y estaban salpicados de marrones maderos a la deriva.

Él le cogió la bolsa.

—¿Has encontrado lo que has perdido?
—¿Alguien lo hace? —dijo ella hábilmente, alegre.

Se pusieron en la cola y tras diez minutos de espera se metieron en un taxi en dirección a Holly Road, en Winchley, a quince kilómetros de Relham.

—¿Has tenido un buen viaje?
—Sí, gracias.
—¿Qué te ha parecido la estación de St. Pancras?
—Está muy bien, gracias.
—¿Has tenido que esperar mucho?
—Oh, sí —dijo Grace con excitación, orgullosa de poder comunicar algunos detalles sobre sí misma—. Oh, sí, siempre he de esperar mucho rato. Llego siempre temprano por principio; horas y horas antes. ¡Creo que nunca en la vida he perdido un tren!

Los ojos le brillaban, tenía la cara colorada. ¡Qué maravilla poseer una característica identificatoria! Tardona, tempranera, ordenada, desordenada, soy terriblemente lenta, siempre estoy lista a tiempo, se me dan tan bien los niños…

¿Los niños? ¿Qué había dicho Philip de unos niños?

—A Anne le pasa lo contrario, nunca llega pronto. Lo suyo es darse prisa para coger el tren, meter a empujones los niños dentro, saltar a bordo, cerrar de un portazo…

¿Niños?

Philip se volvió hacia ella de repente, riendo alegremente.

—Supongo que no tienes ningún problema con que haya un par de niños pululando alrededor, ¿no?
—¡Oh no, oh no!

Grace se preguntó si el corazón se le había caído al suelo del taxi. Todavía hay tiempo, pensó frenética, todavía hay tiempo de escapar: niños, su mirada fija, sus burlas, su desdén, su entendimiento —eso era lo peor—, el entendimiento; lo sabrían todo; quizá se le acercarían y le preguntarían: ¿Qué es la glándula pineal? Describe tus plumas de vuelo. Define el efecto Coriolis.

Intentando calmar su creciente pánico, Grace dijo con valentía:

—¿Cuántos años tienen tus hijos?

Mientras hablaba supo que no solo tenía miedo de los niños, sino que sentía celos de Anne por compartir día tras día a alguien tan exclusivo como Philip.

—Sarah tiene dos años y medio, Noel catorce meses.

No son edades peligrosas, pensó Grace aliviada. Podría haber sido peor.

Y sin embargo tenía ganas de llorar. ¿Por qué Philip no le había dicho lo de los niños? Recordaba todas las veces que se había dicho a sí misma, después de su primer encuentro con Philip, No tienen hijos, por supuesto. Por supuesto. Lo dijo con sucia satisfacción, sintiéndose a salvo porque lo estaba, construyendo una extraña fantasía de sí misma como pieza perdida de un rompecabezas que encajaría en el patrón Thirkettle.

—A Papá no lo conocerás —dijo Philip—. Ha subido a Edimburgo a pasar tres semanas de vacaciones.
—Oh, me sabe mal, me hubiera gustado conocerlo.

De modo que no habría vías de escape, pensó Grace, no podría hablar de distomas hepáticos, de hongos, de riñones pulposos. Casi solloza. Desearía no haber venido a Relham, desearía estar de vuelta en su apartamento de Londres, escuchando la predicción meteorológica y las noticias, que luego apagaría para retirarse al rincón junto a la librería, donde había colocado la máquina de escribir y las partes primera y segunda de su novela en su Archivo Boa. Y la Lámpara de Pie proyectaría su pálida luz directamente sobre las teclas de la Olivetti; y las hileras de libros sobre los estantes de la izquierda, protegiéndola de la intrusión e influencia de la Junta Examinadora. No sabía qué examinaban, o cuándo, o por qué, pero al otro lado de la puerta, bajo el ruido del tráfico de la calle, Grace podía oír los murmullos subterráneos de los examinadores, interrumpidos de vez en cuando por el sonido de un golpeteo cambiante, como si estuvieran instaurando unos principios nuevos.

***

Viniste a mí, dijiste,
anoche me miré la mano, y la mano estaba calcinada,
he visto cómo se propagaba el fuego.
no puedo hacer nada que alguien pueda envidiar o apartar
aterrorizado con el pie.
He visto cómo el fuego se propagaba;
ahora mis huesos están en su sitio, afianzados,
como los principios de los que hablas, el murmullo de los
examinadores
investigando la lluvia, la nieve
falsamente sentimental diciendo No es posible
(copos de nieve a modo de tarjetas deseando mi mejora,
encarnadas rosas de cumpleaños,
ocultación satén
introducida entre piel y hueso para alentar
otro año receptivo).

Querida madre, querido padre querido esposo querido hijo,
no hay respuesta,
este micrófono cual colmena repleta de miel
ha quedado inutilizado para siempre con la dulzura de la
muerte.

Desde que anoche viniste a mí
y dijiste
lo que dijiste
me metí en un autobús rojo
dentro de un coágulo de sangre
afligida di vueltas por Londres,
no rompí nada, ni espejos, ni ventanas, ni ventanales de cielo.
recé Tenga el mundo maravillas suficientes para celebrar
mientras vivan los poetas
y para llorar cuando mueran.

—Casas de cuatrocientas mil libras.
—Casas de trescientas mil libras.
—Casas de doscientas mil libras.
—Justo por debajo de las casas de doscientas mil libras. Ya hemos llegado.

Los suburbios de Relham fueron reemplazados por el pueblo de Winchley, y aquí se encontraba la casa de los Thirkettle, casi al final de Holly Road, en el lindero de un páramo. De los árboles no quedaban más que las ramas desnudas y el hielo estriado se amontonaba alrededor de sus raíces. En medio de la oscuridad de la calle brillaban espejos de hielo medio cubiertos por oscuros manchones de nieve. La única casa sin nombre que había en la calle era la de los Thirkettle; nada de Rincón, Monte Rydal, Camino de la Explanada, Quinta Coral; era, simplemente, el número cinco —una casa adosada, vieja, sólida, confortable, cuya otra mitad permanecía en silencio y a oscuras como si de una extremidad dormida se tratara.

Philip llamó a la puerta, que habían cerrado con cadena.

—Esto es cosa de Anne —dijo.

Pasos. Quitaron la cadena. La puerta se abrió.

—Esta es Anne.

Anne era de mejillas sonrosadas, casi pechugona y sin duda bella, aunque (Grace lo advirtió con placer) tenía papada. La siguió hasta la puerta un repentino remolino blanco, como pequeñas llamas de vela en movimiento, y tropezando y tambaleándose, Sarah y Noel llegaron y se aferraron a las faldas de su madre, mientras daban la bienvenida a su padre y observaban con curiosidad a Grace.

—Grace-Cleave se queda a dormir —susurró Sarah, con conocimiento de causa.

Grace les sonrió remilgadamente. Temía que quisieran abrazarla, pero siguieron aferrados a su madre mientras esta se los llevaba por el pasillo hasta la cocina, seguidos por Philip y Grace. Esta fue tropezando con juguetes, libros y bloques. Anne rio.

—Alguien ha tenido hoy una sesión de lanzamientos.

Hablaba con un fuerte acento neozelandés.

El salón era grande y estaba desordenado, con los estantes de un rincón repletos de provisiones, como si la familia previera quedarse aislada durante meses. Aquí y allá había ropa de niños, juguetes, cacharros de cocina y periódicos, todo amontonado en una maravillosa acumulación. Grace miró lastimeramente lo que le parecieron las dispersas evidencias de una casa llena de amor; le recordó a la casa de su infancia, en la que las habitaciones eran una confusión de posesiones y muebles, y comida y bacinicas, y cómo el hombre de la «Asistencia Social» que vino un día a inspeccionar la casa a raíz de las quejas de los vecinos no tuvo la suficiente perspicacia para discernir las raíces del amor en ese salvaje y floreciente desorden; ni, recordó Grace, la tuvo su padre; ni los pulcros y empolvados familiares que venían a pasar las vacaciones, dormían en la habitación delantera en una cama con sábanas con un florero de dalias en el tocador, y se sentaban en el borde de las sillas de cocina diciendo:

—Oh, no, Lottie; oh, sí, Lottie, mientras miraban con horror el desorden de la cocina.
—Ordenen el lugar —dijo severamente el hombre de la «Asistencia Social»—. ¡Y desháganse de todos estos perros!

(Se refería a los spaniels callejeros que no dejaban de tener cachorros porque había tanto alquitrán nuevo en la carretera que cuando los perros salían se quedaban pegados a otros perros).

—¿Es que no puedes mantener limpia la casa? —le decía el padre a la madre, quien, avergonzada, contestaba:
—Oh, Curly, lo hago lo mejor que puedo.

Mientras los familiares, al regresar de sus vacaciones, hacían saber a las ramas Norteñas, Sureñas e incluso australianas de la familia que «Lottie se organiza pésimamente, no tiene remedio».


Los dos niños revolotearon alrededor de Grace, observándola solemnemente. Llevaban largos camisones blancos con los bordes deshilachados; mocos amarillentos les colgaban de las narices, y una y otra vez Anne tenía que coger el rollo de papel de váter azul de la repisa de la chimenea, arrancar un trozo y limpiarles la nariz. Grace no podía apartar su mirada de Sarah y Noel. ¡Qué guapos eran! Eran niños de la calle con orejas puntiagudas y los ojos color ámbar de su padre; eran como hijos de mendigos. Anne le explicó a Grace que se habían quedado despiertos para ver llegar a «Grace-Cleave» y que ahora tenían que irse a la cama. Los llevó hacia la puerta; ellos protestaron. Grace los miraba fijamente, los ojos le brillaban.

—¿Sabéis? —susurró—, estos niños son como pequeñas ilustraciones de The Borrowers.

—Yo no soy un dibujo —protestó Sarah.

Philip y Anne intercambiaron miradas que Anne no supo interpretar y que la hicieron sentirse incómoda —¿había dicho algo inconveniente? ¿Quizá a los Thirkettle les molestaban los comentarios sobre sus hijos pero se sentían obligados a tolerar a los invitados que no podían comprender los planes de los inteligentes padres?

De pronto Noel quiso un beso de buenas noches. Se acercó a Grace, medio a gatas, medio andando, farfullando en un idioma marciano que Anne tradujo:

—Quiere un beso de buenas noches.

Grace le dio el beso, la cara le ardía.

—Estoy acostumbrada a los niños —dijo a la defensiva, añadiendo con imprudente imprecisión—: Solía cuidar a niños de esta edad.

Entonces Sarah, huyendo de la garra de su madre, corrió hacia Grace suplicándole:

—¡Déjame subir a tus rodillas!

Grace miró tímidamente a Philip y Anne. Anne asintió.

—Sí, puedes subir sobre las rodillas de Grace.

Grace alzó torpemente a Sarah, quien intentó colocarse una o dos veces y luego se quejó:

—No tienes rodillas. Grace-Cleave no tiene rodillas.

Grace se ruborizó, avergonzada por su deficiencia.

Indignada, Sarah se zafó de los brazos de Grace, fue hacia Anne y se cogió a su falda, escondiendo en ella su cara, y luego, frotándose los ojos, se quedó repentinamente adormilada. Guiándola con cuidado mientras sujetaba a Noel con brazo experto, Anne subió las escaleras para meterlos en la cama.

—Te enseñaré tu habitación —dijo Philip mientras se iban—. Y también el estudio del último piso.

Cansada y confundida, Grace fue detrás de él.

***

Se quedó de pie a solas en el centro de la habitación, observando todos sus detalles. Philip le había explicado que no era tan espartana como la habitación en la que habría dormido si «Papá» no se hubiera ido a Edimburgo. Esta era la «habitación de Papá». Esteras en el suelo, una cómoda cama individual; uno o dos muebles de lustrosa madera; una bandeja con semillas de patata en el aparador; dos o tres estantes con libros —música de gaitas; La Brigada del Rifle de la Primera Guerra Mundial; las Memorias de Lord Montgomery; poemas de Robert Burns; la versión Nueva y la Autorizada de la Biblia; relatos de Sapper. Colgaban de la pared fotografías enmarcadas de paisajes neozelandeses, y sobre la chimenea un gran mapa de Nueva Zelanda —mares azules, llanuras verdes, montañas de picos nevados. Grace alzó la mano y recorrió con el dedo la línea de la costa, trazando los pueblos antaño familiares que había entre Oamaru y Dunedin y más al sur, haciendo pausas entre cada uno para intentar recordar algo de ellos. Maheno: había una zona de pícnic cerca del río —Los Sauces— adonde las chicas de la escuela solían ir a pasear en bici los domingos, y los chicos y las chicas a hacer los pícnics de catequesis; y donde los amantes solían bañarse desnudos en el agujero de agua cobriza con sabor a tierra. Maheno, por donde pasaban los expresos del norte y el sur, cerca de Waianakarua,

Altozano donde los trenes se detienen a descansar…

una plantación de eucaliptos de hojas crepitantes como llamas grises y que dejaban escapar un polvoriento humo azul cuando el viento las empujaba — con el dedo sobre el mapa Grace fue catalogando los detalles físicos del país. Viajaba en tren de Oamaru a Dunedin —¿por qué, si el tren parecía tan pequeño, la marquesina negra que cubría la plataforma entre los vagones parecía tener una importancia sobrecogedora? El típico tren lento que se detenía en cada estación para cargar y descargar pasajeros o simplemente para perder el tiempo y que recorría ciento veinticinco kilómetros en siete u ocho horas no tenía esas lujosas marquesinas negras que te permitían pasar de vagón a vagón sin que te vieran. Si querías moverte por el tren lento tenías que cruzar una plataforma desprotegida y vértelas con ráfagas del viento, sufrir sacudidas, ventoleras, lluvias, y nunca antes tus oídos habían percibido un ruido así, ni tanto hollín había entrado en tus ojos.

Grace miró a los sudorosos pasajeros de cara enrojecida que tenía alrededor y cuya permanencia en el tren, que para la mayoría había comenzado al bajar del transbordador del estrecho de Cook, en Lyttelton, parecía otorgarles gran influencia y poder; miraron con desdén a los pocos que subieron en Oamaru, la Parada del Refrigerio; bollos de crema y gaseosa. Luego Grace miró el mar, los acantilados, las estaciones de puntiagudos remates al borde del camino Waitati, Puketeraki, Mihiwaka…

De repente apartó el dedo del mapa. No, no viajaría en el expreso de Oamaru a Dunedin.

Se quedó en la habitación. Los colores del mapa eran de un tono pastel sumamente delicado, como si la agricultura fuera un cosmético. No había rastro de sangre Imperial; tan solo una pacífica sombra quemada, el verde de las hojas, dorado, y las series de signos de puntuación o borrones y manchas que implican la existencia de gente, viva, muerta, enterrada; y luego arriba y abajo del mapa todos los hilos plateados que conformaban los ríos, auténticos ríos, no los charcos ingleses o valles españoles en los que no había agua desde hacía tanto que la gente se iba de pícnic al lecho del río. Grace no podía olvidar los picos blancos y los torrentes nevados; desde que estaba en Gran Bretaña no había podido sentarse humilde y educadamente ante un estrecho arroyo junto a una colina y luego escribir a casa comentando su visita a un río cercano a una montaña. ¡Solo Keats podía escribir «De puntillas anduve por un pequeño monte» sin ofender a sus sensibles paisanos!

En la habitación hacía frío. Grace encendió la estufa de gas y se calentó las manos. Miró por la ventana el cada vez más oscuro paisaje de Winchley. Tocó las lisas patatas aletargadas. Sacó el camisón de la bolsa y lo puso debajo de la almohada. Luego, incapaz ya de retrasar más el acto de sentarse a cenar con Philip y Anne, bajó lentamente las escaleras hasta la cocina y ocupó su lugar como si hubiera vivido con esa familia toda la vida; aguardando con la boca ligeramente abierta, como un niño, como un indefenso «mozalbete», a la espera del reparto del pastel de carne y los melocotones.

Philip le volvió a preguntar si había tenido un buen viaje desde Londres. Ella contestó: Sí, gracias.

Philip parecía estar pendiente de los ruidos del piso de arriba.

—Silencio —dijo—. Esta es la mejor parte del día, cuando los niños están dormidos.
—Me lo imagino —dijo Grace.

Cuando la gente se dirigía a ella, Grace solía salpicar las observaciones que le hacían con Sí, sí, ya veo, sí, y a veces con un murmurado m-m-m-m. Nunca decía No, no, no. ¡Qué extrañados se quedarían ella y los demás si dijera No, no, no! ¡No, no lo veo, no lo comprendo! Pero sí, lo veía, lo comprendía, sí… sí claro, m-m-m-m.


Comieron sin hablar, aunque a veces Philip se volvía para mirar a Grace cuando ocasionalmente hacía alguna observación para que la invitada se sintiera acogida e incluida. Ella se dio cuenta de que hasta entonces había vivido en un mundo formado casi por completo por gente de ojos azules. Los de Philip eran de color avellana —no, no avellana, ni amarillos o ámbar; se trataba de un color otoñal con motas como las venas de las hojas doradas; y sin embargo tampoco era exactamente otoñal —había algo—, sus ojos eran como la carne amarillenta de una trucha cocinada, tenían su dorado sabor a tierra y también la suave separación de la carne y el hueso; había en ellos, además, la inocente maldad del niño en el patio de la escuela; también una avaricia «ojo-marrón-coge-la-tarta»; luego una auténtica y sincera preocupación invernal por la claridad, por la disolución otoñal de todo follaje, de toda masa de floreciente oscuridad proveniente de —digamos— una arboleda de pensamiento, de un paisaje de comportamiento humano.

Mientras Grace estudiaba los ojos de Philip sintió detrás de ella el movimiento de unas puertas correderas que se abrían para dejar salir a la luz del sol pequeños animales peludos de espantoso olor y afiladas garras y dientes; Grace notó cómo se abría la puerta, sintió el hedor que dejaba tras de sí el pequeño animal mientras salía de su jaula con sigilo, inquisitiva pero cautelosamente; el resplandor de la luz le hizo cerrar rápidamente sus brillantes ojos, pero luego, cuando se acostumbró al nuevo recinto, volvió a abrirlos y comenzó a explorar, hasta que descubrió la alambrada, las ataduras; después de todo no era libre; ¡lo habían dejado parpadeando al sol mientras limpiaban su jaula!

***

Después de la cena Grace se dirigió con Philip y Anne al salón, donde ardía un fuego de carbón. Grace se sentó en un sillón junto al fuego, cerca de los estantes repletos de libros, Philip se sentó delante de ella y Anne lo hizo de cara al fuego, con un ejemplar nuevo del Ulises abierto sobre el regazo. Grace estudió los libros —Anuarios de Nueva Zelanda, Historias de Nueva Zelanda, Nueva Zelanda, Nueva Zelanda…

Se puso en tensión para la conversación post-cena alrededor de la chimenea. Philip abrió el último ejemplar del Church Times y comenzó a leer.

—Escucha esto. No te va a gustar.

Se lo leyó a Anne, que escuchaba con diligencia.

—¿Has visto el Church Times, Grace?
—Sí, una o dos veces.

Philip y Anne no comentaron lo que Philip había leído. Anne volvió a su libro y Philip a su periódico, mientras Grace lanzaba miradas furtivas a ambos, intentando penetrar en sus secretos.

—¿Has leído el Ulises, Grace?
—Sí, hace mucho tiempo.
—¿Y cómo te las apañaste?
—Oh —dijo Grace, temiendo de pronto haber sonado demasiado descarada y orgullosa, casi jactanciosa, pues evidentemente haber leído el Ulises era algo de lo que una se jactaba—. Oh, lo leí. Claro que —dijo con firmeza, rebajando su gloria— no lo entendí demasiado, pero me lo pasé bien leyéndolo.
—No entiendo —dijo Anne con tono cansino— cómo nadie puede con él.

Percibiendo en su tono una referencia a su condición de ama de casa, a la maternidad, a la vida en Winchley, así como a la lectura del Ulises, Philip la miró afectuosamente, y con un alentador tono de a-pesar-de-Winchley-ytodo-lo-demás le dijo a Grace:

—Anne lo está haciendo muy bien, ¿sabes?; asiste a un curso de la WEA sobre Novelas Modernas, y están estudiando a James Joyce. Ha estado leyendo un montón. Lo está haciendo muy bien.

Y miró a Anne con admiración. Había elevado el tono de voz, como si quisiera ahogar la voz de Winchley-y-todo-lo-demás.

Mientras tanto la mente de Grace estaba dividida entre el estudio de la vida conjunta de Philip y Anne, e intentar exponer, de forma coherente, la verdad de su relación con el Ulises. Se dio cuenta de que su memoria no había colocado el Ulises bajo el encabezamiento de Literatura, sino en el archivo que contenía los hechos embarazosos y dolorosos de la Vida Universitaria. Había leído el Ulises en la universidad. Pasaban lista —Childs, Cleave, Coster, Crawley—, esos eran los únicos nombres, además de los típicos personajes brillantes, guapos o excéntricos, que podía recordar de la lista alfabética. Ni siquiera tenía una imagen nítida de los Childs, Coaster, Crawley que tenía alrededor —Childs jugaba a Hockey, era «deportista»; Coaster era un empollón, hábil con las marionetas; en cuanto a Crawley… Grace no podía recordar nada de ella, excepto que provenía de Timaru, rival de la población natal de Grace —Oamaru, y permanecía en su memoria más como un símbolo de Timaru que como ser humano, tanto era así que si Grace pensaba en Crawley (¿Joyce? ¿Noeline? ¿Bertha?) le venía a la cabeza inmediatamente la bahía Caroline, su rivalidad con la bahía Friendly de Oamaru, y la humillación que sufría Oamaru año tras año cuando las Guías Turísticas elogiaban la bahía Caroline e ignoraban la bahía Friendly. ¿Por qué? La bahía Friendly lo tiene todo, se preguntaba Grace mientras asistía de mala gana a una clase de geomorfología, mientras que la bahía Caroline no tiene nada, nada, nada. Y sin embargo, a lo largo de sus dos años en la universidad, y durante mucho tiempo después, Childs, Coter y la Crawley de Timaru acompañaron a Grace.

Pero el Ulises. Oh. Grace recordaba el Ulises pero, de nuevo, no era el libro lo que reivindicaba su memoria. Era el descubrimiento de la extrañeza y la inseguridad de los últimos años de la guerra, pasados en la escuela y la universidad, que Grace identificaba vívida y terriblemente con el papel utilizado en aquella época para imprimir libros: un papel amarillo pálido y moteado en el que la palabra impresa parecía una mancha más que habría podido ser atribuida, en el prefacio, a la Economía de Guerra. Grace recordaba que abrir esos libros le producía terror y aprensión; parecía que todo había llegado a su final, que ya nada importaba; los libros habían sido, en cierto modo, la última esperanza, y ahora que el lenguaje se había convertido en una excusable mancha sobre un trozo de basto trapo de cocina, ya no había esperanza.

En aquel momento Grace pensó: ¿Y si los ojos de Philip, con sus motas oscuras, me recuerdan a la impresión de esas hojas amarillas del papel de la economía de guerra?

—Oh —dijo ella de pronto, tontamente—. ¡Se está muy tranquilo aquí, sin tráfico!

Philip y Anne dejaron de leer para mirarla con tolerancia.

—Sí, debe de ser todo un cambio para ti —dijo Anne, volviendo al Ulises.
—Winchey es tranquilo —convino Philip, abriendo The Spectator.
—Veo —dijo él— que los críticos están dejando de ser indulgentes con todo escritor ruso que se publica aquí. Algunos incluso se han vuelto en contra de Doctor Zhivago. A mí tampoco me gustó tanto.
—Oh, a mí me gustó —dijo Anne—. Me hizo llorar. Claro que por aquel entonces estaba embarazada.
—Si lo leíste cuando estabas embarazada y te hizo llorar entonces puede que los críticos… —empezó a decir Grace.

Philip terminó la frase, riendo.
—¿Quizá los críticos estaban embarazados?
—¿Tú lo has leído, Grace?
—Sí, no, quiero decir sí. No leo demasiadas novelas.
—¿Celos profesionales?
—Puede; sí.
—Espero que tu visita de este fin de semana no interrumpa algo en lo que estés trabajando.
—Oh no, oh no.

Grace continuó estudiando los libros que tenía cerca, cogiendo de vez en cuando uno, leyéndolo un poco, y luego volviéndolo a colocar. Se sentía cansada. Quería irse a casa, a Londres, al apartamento, y sentarse delante de su máquina de escribir; quería dormir; volver la espalda a las luces de la calle y cerrar los ojos.

—Philip tiene muchos libros sobre Nueva Zelanda.
—Sí.

Abrió el Libro de versos neozelandeses, que en Nueva Zelanda Grace siempre había tenido en la mesita de noche, pero que había sido incapaz de leer desde que estaba en Gran Bretaña. Acarició la familiar cubierta roja, advirtiendo con placer el marcado relieve de la impresión, las hermosas emes y enes en forma de arco, el dintel que formaban las tes, la delicada pronunciación de las erres… Echó un vistazo al ensayo introductorio, una afectada declaración de amor a «esas islas», y entonces se puso a leer algunos de los poemas.

Soy el aire del noroeste abriéndose paso entre los pinos.
Soy…
Soy… la herrumbre de los raíles…
las vacas a punto de ser ordeñadas… el graznido de la urraca.


***

De modo que yo, un pájaro migratorio, sufro la necesidad de regresar al lugar del que provengo antes de que la estación y el sol indiquen mi regreso. ¿Me toca en primavera, verano o invierno? Aquí vivo en una perpetua otra estación, incapaz de interpretar el cielo, el sol, la temperatura, las señales para regresar. ¿Es acaso añoranza? —«Conozco un lugar en el que…» crecen el matagouri, la manuka, el árbol col…

Conozco un lugar.

Grace se dijo a sí misma: Encontré mi primer lugar cuando tenía tres años. Es un recuerdo tan profundo en mi memoria que siempre y nunca cambia. Me fui sola al camino polvoriento. A finales de verano, las puntas de los pétalos de las flores de tojo de los setos ya se volvían marrones, se arrugaban y caían. En el cielo gris el viento empujaba unas pocas nubes blancas. No había nadie en ninguno de los dos extremos del camino polvoriento. Miré arriba y abajo, a un lado y a otro, y no había nadie. Este es mi lugar, pensé, mientras permanecía de pie, escuchando. El viento gemía en los cables del telégrafo, el polvo blanco se arremolinaba en el camino y yo seguía en mi lugar sintiéndome más y más sola porque los setos de tojo y sus flores eran míos, el camino polvoriento era mío, y también el viento y los gemidos que hacía en los cables del telégrafo. No puedo describir la sensación de soledad que sentí cuando supe que me encontraba en mi lugar; todavía era pronto para ser consciente de la carga que supone la posesión, poseer algo que no se puede regalar o a lo que no se puede renunciar, que se tiene que guardar para siempre.

Recuerdo que no me quedé mucho rato en mi lugar: lloré y me fui corriendo a casa, pero mi lugar me persiguió como una sombra y ahora está siempre cerca de mí, incluso aquí, en Winchley, y no necesito cerrar los ojos ni requiero silencio para estar ahí, y una vez ahí querer escapar del mensaje del viento, pues no hay nadie arriba ni abajo, y es polvo, no gente, lo que se arremolina ajetreado en el camino. Recuerdo que un año más tarde encontré otro lugar que hice mío. Bueno, más que encontrarlo fui en su busca; me fue dado; tomé posesión de él. Nos habíamos mudado a un nuevo distrito del sur (como siempre) —una tierra virgen con ovejas, vacas, la oscura y húmeda crecida del agua y las cascadas de los barrancos; ciénagas, matas de hierbas; poca gente. La estación de tren estaba en la colina, a la espera de que nos mudáramos. Nosotros, los niños, recorrimos en tropel todas las habitaciones, haciendo que los suelos de madera resonaran con nuestro acelerado ritmo de ocupación. Los hombres subieron los muebles por la colina; mi madre «se ocupó» de hacer tazas de té para todo el mundo; hubo estallidos de excitación, mal humor y lágrimas mientras planeábamos la primera noche que siempre, en una nueva casa, pasábamos en un colchón sobre el suelo mientras las negras cabeceras de hierro rayado, con sus dorados remates de rosca (mediante los cuales nos comunicábamos en código) y los oxidados somieres de muelles permanecían apoyados contra la pared, listos para ser montados al día siguiente.

—Mamá, ¿tienes la llave de la cama? ¿Dónde está la llave de la cama? ¿Por qué no podemos dormir siempre en el suelo?

Os voy a poner el culo como un tomate…

Sintiéndome repentinamente sola e insatisfecha con la posesión de una nueva casa, bajé las escaleras delanteras, crucé el jardín lleno de maleza hasta llegar a un prado (las ovejas me miraban, las cabezas a un lado, sus largas y nobles caras meditabundas, sus estrechos ojos cubiertos de briznas de regaliz; sus cuerpos apretujados y sobrevestidos como el de la señora Daniel, una de nuestras vecinas del último pueblo en el que vivimos). Atravesé otro prado, situado junto a un barranco, hasta que llegué a un bosque de abedules de plata, algunos muertos, o muriéndose, y de cuyos torcidos troncos brotaban hojas nuevas. Me dirigí hacia la oscuridad verde y plateada que formaban las hojas. Arrastré los pies por la profunda pila de hojas viejas, mis zapatos hundiéndose en capas de hojas frescas, del año pasado, del año anterior al año pasado, hasta que desenterré las hojas descompuestas de un año cualquiera o inexistente; ya no eran hojas; eran tierra. Me senté en uno de los troncos. Olí las hojas y el aire encerrado dentro del verde y la plata, y entonces supe, con una oleada de placer en mi interior, que había ido en busca de mi lugar y que lo había encontrado, que lo había elegido. No hacía falta que colocara una señal advirtiendo de que se trataba de mi lugar. Mi lugar. Lo había elegido yo.

Regresé feliz a la nueva casa (¿qué más daba quién durmiera junto a la pared, por seguridad, y quién lo hiciera junto a la puerta, para que el coco se lo llevara por la noche?). No le hablé a nadie de mi nueva posesión. No volví a visitar el lugar, pues la elección de una nueva posesión suponía una carga en sí misma —¿había escogido algo que permanecería o que desaparecería; podía llevármelo conmigo y deshacerme de él cuando lo deseara; qué era lo que había escogido? Todavía recuerdo el placer de encontrarlo y poseerlo; por aquel entonces me pareció una pequeña cabaña de abedul; ahora es como si capas de años se amontonaran y entraran, como hojas, en rica y fértil descomposición.

Y ahora qué confusión siento cuando me siento aquí y leo estos poemas. Todos los poetas escriben sobre mi lugar. Incluso cuando no escriben sobre Nueva Zelanda lo hacen sobre mi lugar. ¿Cómo podré contener tanto de un país dentro de mí? ¿Me fue entregado o lo busqué, lo encontré y ahora tengo miedo de regresar a él?

y desde su bahía encantada
las becasinas desaparecen hacia otro verano…
las distancias nos contemplan…


***

—¿Lees poesía neozelandesa?
—Sí.
—Imagino que has conocido a algunos de esos poetas.
—Sí, he conocido a algunos.

Silencio.

—Creo —dijo Grace— que me voy a retirar, me voy a la cama.
—¿Quieres tomar un café antes?

Tomaron café, hecho y traído por Anne. Grace devolvió a los estantes los libros que había ido acumulando a su alrededor, escogiendo, abriendo, cerrando. Volvió a echarle un vistazo al Libro de versos neozelandeses.

Paisaje de Rangitoto
… Pero la montaña todavía mantiene esa intensa vida
bajo su caparazón de oscuridad; desatendiendo su edad
hundiendo en las aguas indolentes,

los fríos rayos que amanecen sobre sus cabos
para guiar barcos aturdidos por la noche. Pues pertenece a
un mundo de fuego anterior a las rocas y las aguas.


Grace hizo un movimiento brusco con la mano, como si quisiera coger el volcán de entre las páginas para subírselo a su habitación. Conozco Rangitoto, se dijo a sí misma. Conozco Rangitoto.

Pero por supuesto no lo conocía. La gente de Auckland se volvía para verlo, señalarlo y decir: Tiene una forma peculiar; sea cual sea el ángulo desde el que se mire es igual; es el lugar más emblemático de Auckland, su fenómeno.

Lo observaban y observaban, pero no lo conocían, y Grace no lo conocía, aunque sí había aprendido a asignarle atributos poéticos; su uniformidad exterior ocultaba una sorpresa interior.

Ah, pensó, una vez conocí a alguien, uno de mis favoritos. Le pregunté: ¿Por qué? Y me dijo: Siempre es igual, ¿no? ¡Siempre igual! No, no era Dios.

***

—Buenas noches.
—Nos vemos por la mañana —dijo Philip, casi como si en realidad no esperara verla.
—Sí —dijo Grace.

Cuando llegó a lo alto de las escaleras, abrió la puerta de su habitación y entró dentro, ya no pudo fingir más; se sacudió de encima los lugares comunes Sí No Ya veo Lo comprendo, gritó No, No, No, Soy un pájaro migratorio.

y desde su bahía encantada
las becasinas desaparecen hacia otro verano.
Todo está iluminado y en calma la susurrante
sombra de la partida; las distancias nos contemplan;
y nadie sabe dónde se acostará al anochecer.

(Continuará...)

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