Mircea Cărtărescu

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CUANDO AL DÍA SIGUIENTE, POR LA TARDE, tras atravesar de nuevo en tren casi todo el territorio del Hexágono, llegamos a Carcassonne, la ciudad estaba ya sumergida en la oscuridad y hacía un frío polar. El penoso asunto con Ţepeneag y la RFI era ahora solo un recuerdo desagradable del que intentaba escapar fingiendo que no había sucedido. Durante el viaje en tren procuré extirpar su recuerdo también de la mente de Laure, la víctima inocente de ayer: me porté con ella con una naturalidad ostentosa, como si fuéramos amigos íntimos de toda la vida y ella me correspondió del mismo modo. Competíamos en cortesía, nos invitamos en todas las circunstancias posibles: le traje también a ella una cerveza cuando volví del vagón-restaurante y ella, a su vez, me invitó a un café.
Estaría bien poder cortar con una tijera los fragmentos más lamentables de tu vida y arrojarlos a la basura. Por desgracia, tu vida se entrecruza con la de tantos individuos que, si los cortaras todos a la vez, te saldría una especie de alfombrilla de papel de esas que hacen los niños, una cadena de hombrecitos que se dan la mano. Más o menos esto es lo que hace el escritor: saca de la página en blanco su cadena de hombrecitos, sus figuras geométricas de una dudosa geometría. Al que sobra, igualmente simétrico, lo arroja a la basura aunque también él representa, en la misma medida que los hombrecillos, la nobleza de la página inicial. Por cada hombrecillo que brota de la tijera en este mundo, muere su gemelo negativo, la forma de la que se ha desprendido y que ha quedado como recuerdo. De eso se compone el día de ayer.
Cenamos en un local con cortinas rojas en las ventanas. La comida, típica de Languedoc Roussillon, fue maravillosa. Le gustó especialmente a Gabriela —que había venido con nosotros—, algo que no me sorprendió en absoluto: en Iowa City, mientras yo ahorraba hasta el último céntimo para poder regresar a casa con toneladas de regalos y con algo de dinero, ella colmaba cada día el frigorífico con toda clase de delicias y comía a todas horas. Entonces me reía de ella, pero finalmente demostró ser la que más había ganado. Había satisfecho todos sus caprichos, había resuelto todas sus frustraciones alimenticias de los años de Ceauşescu mientras que yo había llevado una vida de anacoreta para… para comprarme un Dacia en cuanto volví, ¡ojalá no lo hubiera hecho! Mi primo, un hombre de negocios que tiene hoy en día una mansión tan grande por lo menos como la ciudadela de Carcassonne —ya que vamos a hablar de ella— en esa zona donde viven Becali y demás ricachones, me había pedido que comprara tres terrenos en Bucarest que conocía él, un chollo increíble que hoy en día habría resuelto todos mis problemas. Pero yo era poeta: ¿cómo iba a rebajarme a hacer negocios con terrenos? No era de mi categoría. Mejor un coche, aunque no me hiciera ninguna falta pues a la facultad iba tan ricamente en el 66 y no tenía adónde viajar por el país. Y ponte a dar vueltas con sobornos, contactos… —porque la lista de espera para comprar un coche después de 1990 era gigantesca—, hasta que llegó el día magnífico en que fui con un conocido (yo no sabía conducir, de hecho lo único que sabía sobre coches era que tenían cuatro ruedas) a Valea Cascadelor a recoger el cochecito. Aquello parecía un rastro un domingo por la mañana. Volví a dar un buen dineral a otro tipo para que nos eligiera, al parecer, un coche bueno. El tipo cogió el dinero y extendió el dedo hacia el coche que teníamos más cerca. Era crema. Nos montamos y nos dirigimos despacito, a través del gentío, hacia la salida. En Valea Cascadelor se había amontonado una cola de Dacias que avanzaban por el asfalto como caracoles. En un bache, al que iba delante se le cayó el motor. Pero no eso de que se te cala y giras de nuevo la llave de contacto, sino en sentido literal: el motor se soltó de los tornillos mal apretados y cayó al suelo para gran consternación del chofer. Lo esquivamos y, despacito y con buena letra, llegamos a casa. No os contaré las humillaciones que siguieron en la autoescuela. Me saqué el carné y, ¡hala, a pasear para arriba y para abajo con mi Dacia! En el curso de los tres primeros meses se le fueron muriendo todas las piezas una por una, desde el radiador hasta el motorcillo que movía los limpiaparabrisas. Un día el motor se caló para siempre. La caja de cambios, ¡kaput! Los bajos, ¡kaput! Luego me enteré de que los coches de aquel lote habían sido fabricados con piezas viejas restauradas; eran, de hecho, montones de junk.
Al cabo de tres meses, del antiguo coche no quedaba más que la carrocería. Es cierto que yo tampoco había adquirido muchos conocimientos nuevos en la autoescuela: a la certeza de que el coche tenía cuatro ruedas había añadido también la del volante. Un día conduje por lo menos un par de kilómetros con el freno de mano echado. Cuando salía del patio trasero del bloque, revolucionaba el motor hasta que los vecinos empezaban a gritarme desde los balcones. Golpeaba, marcha atrás y a toda pastilla, los cubos de basura, los derribaba como si fueran bolos… Tuve dos accidentes que me arrugaron bastante la chapa y a punto estuve de atropellar, en un paso de cebra, a mi amigo el escritor Emil Paraschivoiu, que no ha sabido nunca del peligro que corrió su vida durante el otoño del año 90, cuando un Dacia casi se lo lleva por delante sin que él se diera cuenta. Pasado el invierno, no pude moverlo ya del aparcamiento: el motor no arrancaba y punto. Odiaba aquel Dacia con una intensidad única, increíble. En primavera me encontré en el ascensor con un vecino: «Hombre, ¿no es una pena que tu coche, tan nuevecito, esté ahí abandonado en medio de la nieve? Véndemelo, te lo compro al precio de uno nuevo». El hombre no quería apuntarse en la lista para esperar un año o dos. Le vendí, así pues, aquel cacharro, que recobró la vida gracias a sus habilidosas manos. Tardes enteras, en primavera, se afanó debajo de él y al final lo puso a punto. Creo que todavía anda por ahí con él. Yo cogí el dinero, encantado por haberme librado de la bestia. ¿Qué hice con él? Nada, se lo tragó la inflación galopante de los 90. Volví a ser tan pobre que, el verano siguiente, vendí en el mercadillo de Colentina mi pala de pingpong.
Caldeados por el vino tinto y saciados de carne, nos costó salir al frío exterior. Se nos sumaron dos turistas que se dirigían también hacia la ciudadela. De vez en cuando caía un copo de nieve. Caminamos durante un rato interminable a través del viento que gemía con toda su alma, por un camino sinuoso, rodeado de bosques, que parecía no conducir a ninguna parte. Por culpa del frío, me había enrollado la bufanda alrededor de la cabeza y solo se me veía la coronilla. Había aprendido el truco del fotógrafo del día anterior. Eran más o menos las diez de la noche cuando, en un recodo del camino, apareció en todo su esplendor la ciudadela de Carcassonne, sobre una colina coronada con murallas, torreones y almenas que se extendían hasta una increíble distancia. Las murallas medievales estaban fuertemente iluminadas y parecían amarillas, tridimensionales, sólidas como en un grabado antiguo. Nada que ver con las ciudadelas de cartón piedra de nuestras películas históricas, a cuyas murallas se aferran unos dacios con relojes de muñeca japoneses, mientras que a sus pies se desparraman las legiones romanas. En el horizonte se distinguen perfectamente, a través de los estandartes que rezan SPQR, los cables de alta tensión entre los postes del fondo. «¿Quiénes sois?» «¡Los dueños del mundo!» «¡Lo seréis si acabáis con nosotros!» Y sobre el asalto y los gritos de la batalla aparecen de repente las letras rojas de un título panorámico: COLUMNA.
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CUANDO ALCANZAMOS EL PIE DE LAS MURALLAS, nos dimos cuenta de lo grandes que eran. Verdaderas materializaciones del miedo, inmaterializadas aquella noche por los poderosos reflectores que las iluminaban desde abajo con potentes chorros de luz amarilla. Nuestras sombras se alargaban también unos veinte metros mientras tiritábamos de frío en aquella escalera galáctica. Tras franquear la puerta, nos dispersamos por la ciudad que había tras las murallas: edificios de todo tipo transformados en posadas y hoteles para turistas, después de que, al cabo de los siglos, hubieran visto asedios, cólera, hambrunas terribles, la herejía extraña y fanática de los albigenses. Pues así se escribe la historia: lo que una vez fue drama, hoy es farsa.
Solo que lo más dramático del mundo es precisamente esa farsa continua en la que nosotros, los modernos, vivimos la vida. La gente de aquella época vivía con la mierda al cuello, no tenía la más remota idea de las ventajas de la civilización: el retrete con agua, el cepillo de dientes y los tampones. Su salud y su vida corrían peligro en todo momento, palmaban como moscas en cuanto llegaba una plaga, eran pisoteados por cualquier filioque, tenían los dientes destrozados y apestaban como mofetas, pero al menos vivían su propia vida con su cuerpo convenientemente envuelto en harapos. Mientras que nosotros, nosotros, ¿los epígonos? Bueno, vivimos una especie de realidad paralela en Messenger, en Youtube y en World of Warcraft, asumiendo nombres e identidades falsas que se vuelven poco a poco más verdaderos que nuestro propio cuerpo y nuestra propia vida. Copias sin original, gente sin valores y sin fe, vivimos al fin y al cabo —es cierto que de forma higiénica y cómoda— solo porque hemos nacido. ¿Pero cómo demonios no vas a envidiar de vez en cuando, con toda tu alma, a esos hombres que tenían su destino como único gadget?
Aquella noche, en el hotel, soñé solo con antiguas murallas infinitas. Hacia el amanecer, me despertaron unos gritos roncos procedentes de la habitación contigua: a una pareja se le había ocurrido hacer el amor a las cinco de la mañana y estuvieron dale que te pego una media hora, «bound to win a prize », como dice Paul Simon en su soberbia canción Duncan . En otras circunstancias me habría hecho gracia, pero tenía tanto sueño… estaba tan cansado de viajes, de rostros, de eventos… Intenté volverme a dormir, pero fue en vano: a aquellos dos, a un palmo de mí, todo les daba igual, se meneaban que parecía que se iban a desplomar con cama y todo. Finalmente, tras infinitas exhortaciones monótonas en francés, tras unos apocalípticos crujidos, tras unas cuantas preguntas entrecortadas a las que la señora respondía con voz nasal, un alarido largo, agónico y murmurado marcó el fin del acoplamiento. En el silencio posterior, resonó mi carcajada, histérica e incontenible. A los dos pájaros de al lado tuvo que reverberarles hasta la médula. Se me caían las lágrimas de risa no porque me hubiera parecido cómica la cabalgada matutina al otro lado del delgado tabique, sino porque su murmullo me hizo acordarme de repente de Furby, el muñequito.
Había sucedido unos diez años atrás. Mi hija tendría por aquel entonces ocho o nueve años. Como tenía un ejército de muñecas Barbie (con las que, por lo demás, no jugaba nunca), ya no sabía qué comprarle para su cumpleaños. Hasta que vi a Furby. Era feo con ganas el pobrecillo, pero simpático. Un pequeño gnomo con aspecto de borracho lacrimógeno, peludo en la coronilla hasta decir basta, con unos ojos redondos y legañosos. En la caja en la que vivía decían que era un juguete eléctrico maravilloso, que hablaba su propio idioma y que podía aprender palabras nuevas. Venía acompañado de un pequeño vocabulario con cientos de palabras en el idioma Furby. Costaba un dineral pero ¿cuántas hijas tenía yo? Así pues, le compré un Furby en un aeropuerto y, cuando llegué a casa precisamente el día del cumpleaños de Ionuţa, se lo presenté con gran ceremonia: mira, aquí tienes a tu nuevo amigo, sabe hablar, tiene su propio idioma que puedes aprender también tú… Pero el pobre Furby no estaba hecho para conquistar el corazón de las señoritas: tenía un pecho peludo hasta el ombligo y una sonrisa lúbrica de pedófilo indecente… Quién sabe en qué estarían pensando los que lo diseñaron. Así que Ionuţa, educada, jugó con él más o menos un cuarto de hora, le hizo gorjear, alzar la voz y pedir algo en una lengua que podía ser la de los negros Hereros, y luego lo dejó abandonado en un rincón, junto a la muñeca que tocaba la guitarra y a la que le faltaba una pierna. Sheila se llamaba, si no recuerdo mal. Cuando hicimos la limpieza, recogimos también a Furby y lo metimos en la cómoda, entre la ropa blanca.
Pasaron después unas cuantas semanas. De repente, en medio de la noche algo nos hizo sobresaltarnos. Mi mujer y yo, con los pelos en punta, nos levantamos como empujados por un resorte invisible: de algún punto ignoto de la habitación, provenía un rezongo como de chamán, una voz diabólica de gnomo discutiendo consigo mismo. ¿Qué diablos podía ser aquello? Mi antiguo temor a los visitantes extraterrestres se reactivó hasta el terror. Mi mujer, con los pies más clavados en este planeta que yo, se levantó, se dirigió directamente al tocador y sacó a Furby de los pelos. Parpadeaba y parloteaba en su idioma nativo, sonriéndonos con proverbial mala leche. Como venganza, le quitamos la pila y el bicho se tranquilizó al instante…
* * *
En fin, puesto que, como dicen los alemanes, todo tiene un final, solo las salchichas tienen dos, yo tampoco considero necesario seguir alargando esto hasta el infinito. El caso es que regresamos de la región de Aube a París, al famoso boulevard Raspail, donde me esperaba, naturalmente, mi habitacioncita rojiza, abarrotada ya de la parafernalia de cada uno de los desplazamientos: prospectos de todo tipo, papeles, los álbumes macizos y superpesados de París, Lyon o Burdeos que me habían regalado y, sobre todo, libros, libritos, folletos y folletitos de poesía de gentes de toda clase, edad y condición, a cada cual más rumano, que había conocido por el camino. Así fue como dejé en Francia, en la papelera y sus alrededores, toneladas de celulosa.
Acabábamos de llegar a nuestra habitación cuando tuvimos que salir para la fiesta de clausura. Allí me encontraría de nuevo con los cientos de individuos del comienzo, es decir, con el pequeño mundo rumano de París que había venido en pleno a despedirse de nosotros, «las bellas extranjeras», bastante lacias ya después de tanto peregrinar por el oscuro territorio extranjero. Fue un placer ver de nuevo a Wanda, a Petrică Răileanu, a Matei Vişniec, a Tudor Banuş, así como a unas cuantas desconocidas con siluetas de top model que divisé desde el principio. Entre ellas había una absolutamente asombrosa, casi desnuda bajo unas bandas de satén rojo como el fuego. Luego me dijeron que era famosa, pero ya no recuerdo por qué. También entonces me encontré por primera vez con Baudoin, el maravilloso dibujante de cómics que se convertiría más adelante en un gran amigo mío y con el que he realizado la novela gráfica Lulu . Al despedirnos aquella misma noche, me entregó el dibujo de una mariposa a carboncillo: prueba de que había leído al menos unas cuantas páginas de Cegador.
Regresamos al hotel hacia las dos de la madrugada, bastante achispados. Había empezado a nevar de nuevo. Ya en la habitación hice la maleta y coloqué encima del todo mi famoso pulóver crema, ¡craso error! Luego me acosté y, antes de quedarme dormido, pensé un poco en lo que había significado ese viaje tan largo para mí.
Por supuesto, no había significado nada. Rien de rien. Porque nada significa siempre nada. Rostros. Eventos. Palabras. Cúmulos de colores e impresiones que al cabo de diez años no existirían ya. Al principio recortaba todas las críticas de mis libros y las guardaba en un dossier. Con el paso del tiempo, renuncié. Clasificaba las fotos en cajas de zapatos, con la fecha y el lugar cuidadosamente anotados. Lo dejé. Cuánta verdad hay en esos versos: «Cuando pienso en mi vida, me parece que resbala / lentamente contada por labios extraños, / como si no fuera mía, como si yo no hubiera existido…». Me acostumbré a los viajes, a las giras, a las lecturas, a las estaciones del año y los castillos. Ya no sé en qué año ni con quién hice cada viaje… Ya no sé quién soy ni quién he sido…
Me quedé dormido con ese pensamiento profundamente triste revoloteándome en la cabeza.
Por la mañana, cogí el avión a Viena, en medio de una nevada con copos grandes y lentos como los de las películas de Disney y, mientras mi mente volaba mucho más rápido que el Boeing de alas congeladas hacia mis seres queridos en Mariengasse, solo pensaba en la bossa-nova de Andrieş, en los ritmos exuberantes con que se desplegarían los créditos de mi película:
Hoy nieva mucho, cielo,
El avión no puede aterrizar,
El piloto tiene en la ventanilla un montón de hielo
Y se preocupa en vano…
