Mircea Cărtărescu

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SIGUIERON UNOS DÍAS PARISINOS repletos de eventos: lecturas, encuentros, recepciones… Zumbábamos en París como las ruecas y los telares en Humuleşti , estábamos en todas partes: en las librerías y los salones, en el metro y en los estudios de grabación. Tras mi lectura con Ion Mureşan y Letiţia Ilea en una sala abarrotada, hubo un ágape que se alargó hasta bien pasada la medianoche. Allí me encontré con mi editor, Olivier Rubinstein, el director de la conocida editorial Denoël. Nos abrazamos con entusiasmo. ¡Qué historia tan hermosa habíamos compartido desde que nos conocimos veinte años atrás! Éramos dos chavales cuando nos vimos por primera vez, en 1990, en un París canicular. Él tenía, junto con un socio, una pequeña editorial por el sur de Francia. Crohmălniceanu le había recomendado mi libro El sueño (el futuro Nostalgia), que yo había publicado el año anterior. Era mi primer libro en prosa y algunos de mis «amigos» afirman que es el mejor de los míos a día de hoy. Habitualmente, las cosas funcionan más o menos así: un autor escribe de forma excelente mientras es amigo de alguien. Cuando los amigos se pelean, empieza de repente a escribir mal. Cuando hacen las paces, ¡qué milagro! ¡Vuelve a escribir de maravilla, incluso mejor que antes! Así que oiréis siempre voces que alaban mis libros hasta un determinado momento, y que se lamentan después de mi decadencia actual.
Olivier había encargado la traducción de mi libro a una señora de Lyon que había estudiado algo en Rumanía. Intenté establecer contacto con ella pero nunca respondió a mi propuesta de colaboración. Nos vimos una vez en París, en un entorno romántico: el borde de una fuente de la plaza de la Sorbona. Ya había terminado la traducción. Parecía agitada, miraba a menudo hacia atrás… Me dijo solo una cosa, que no era más que un crío y que, de hecho, ella era la verdadera autora de El sueño … A continuación, literalmente, huyó. Entonces me asusté un poco pero luego, por desgracia, tuve la ocasión de darme cuenta de que no le faltaba razón: había hecho una sustancial contribución en mi libro, entre la fantasía y el humor.
Tras la euforia de la aparición del libro —¡Le Rêve , mi primera traducción!— empecé a percibir señales siniestras. Las primeras sospechas nacieron cuando alguien de Iaşi me pidió un relato para una revista. Me di cuenta de que no tenía el manuscrito así que me puse a retraducirlo del francés, a partir de mi recién aparecido libro. Para mi sorpresa, me encontré, al final de la meticulosa retroversión, con otra historia, algo fantástico de lo que mi pobre mente no habría sido nunca capaz. Faltaban frases enteras del original que tal vez no le habían gustado a la traductora. En cambio, una profusión de nuevos e interesantes pasajes se extendía de forma laberíntica por toda la historia… No sabía qué pensar. Al cabo de un año, un artículo publicado en România literară clasificó definitivamente el caso. Estaba escrito por una lectora indignada que había comparado mi texto con el texto en francés. Los ejemplos que proporcionaba eran conmovedores —y no sabías si morirte de risa o de espanto… En uno de los relatos, un crío comía un bollo caliente que le había regalado un trabajador de la fábrica de pan. La señora lionesa había traducido: «Il mangeait une Japonaise socialiste »… El bollo se había convertido en mujer y encima socialista (al parecer, para la palabra «rumenă» había encontrado en el diccionario la definición «rouge»), y el niño, me lo había transformado en un caníbal. En otra página yo describía las fieras del Palacio de Telefónica, es decir, las antenas parabólicas que lo coronaban. Ella lo tradujo como «las bestias» y repobló el edificio blanco como la leche de Calea Victoriei con tigres, osos, leones y panteras, en un cuadro digno del pincel de Dalí. Y había más, mucho más, en cada página encontraba una nueva trastada, ¡solo te cabía santiguarte! Sin embargo, el libro fue muy bien acogido y sus peculiaridades debieron de parecerles a los críticos muy apropiadas para un compatriota de Eugène Ionesco. Y qué voy a decir de las reseñas, parecía que se las habían sacado todas de la manga. ¿La prueba? Todas hablaban de los «cuatro excelentes relatos». ¿Es que los críticos no sabían contar hasta cinco? Pues sí, pero en la contraportada se señalaba por error que eran cuatro historias así que ¿para qué iban a verificar el número?
A pesar de la exuberante traducción, Olivier estaba encantado con mi libro y después, a lo largo de los años, ha publicado el resto de mi obra en las editoriales, cada vez mejores, por las que ha pasado. Es la primera persona que creyó de verdad en mí y que me publicó a pesar del modesto éxito comercial de mis libros en Francia. Por desgracia, también mi segundo libro fue traducido por la misma imaginativa señora. Más prudente, Olivier me envió el manuscrito antes de mandarlo a la imprenta. ¡Dios mío! Todavía hoy, cuando lo recuerdo, me entra la misma risa histérica. El texto (Lulu ) estaba salpicado de unos poemitas del folklore infantil de lo más inocentes. Uno de ellos decía más o menos así: «Mira, tú, ¿pero qué es eso? / ¡Un muerto con eso tieso! / ¡Que te proteja la suerte / de un vivo con ella muerta!». Mi traductora había visto aquí un mensaje macabro y en consecuencia lo había traducido así: «¿Qué es lo que pasa? / ¡Los muertos persiguen a los vivos! / Pero el destino los protege: / ¡Los vivos les muestran el camino a la muerte!». Más problemas le habían ocasionado los versos: «Soy pobre no tengo ni olla / pero tengo un pedazo de p…». No había encontrado la última palabra en los diccionarios rumanos así que se había visto obligada a improvisar. Le había salido algo así: «Soy pobre, no tengo sombrero, / llevo en la mano una bolsa grande…». Horrorizado, hice todas las correcciones (cientos, no exagero) y le devolví el manuscrito a Olivier. Me respondió que no volvería a trabajar nunca más con la señora de Lyon y ha cumplido su palabra. Con Alain Paruit, sin embargo, las cosas han sido muy diferentes…
Estaba sentado a la mesa junto a Olivier y charlábamos animadamente sobre las novedades acaecidas desde nuestro último encuentro; mientras tanto, a nuestro lado dormitaba un escritor francés, muy bueno al parecer, pero que no pronunció una sola palabra en toda la noche. Prefirió beber en silencio, con maneras algo flaubertianas, hasta que las mejillas se le pusieron rojas (iba a decir «socialistas») como el fuego. Olivier me contaba que lo odiaban en el mundillo de las editoriales parisinas por su formidable ascensión, «pero tú ya sabes, Mircea, que el odio de tus compañeros de profesión es la mejor prueba de éxito…». Mury y Letiţia que habían leído de manera soberbia, saboreaban también el éxito de aquella velada —Ion, en pie, había recitado, con toda la grandeza paradójica de Marmeladov , un poema sobre la rehabilitación de todos los borrachos del mundo: la gente había aplaudido a rabiar…—. Avanzada la noche, se nos acercó Agop, con su eterna chaqueta de color indefinido. «¡Venga, preséntame a mí también a tu editor!» «Por supuesto, Ştefan», le digo. Hago las presentaciones, se estrechan las manos, añado yo algo sobre el autor rumano, que merece ser traducido… Olivier dice: «Claro, que me envíe un libro». «Dile que soy el más importante novelista rumano», dice Agop, con una mirada grave, de niño grande. Se lo digo también a Olivier, que hizo un gesto de asentimiento: «Nadie es perfecto…».
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LUEGO SIGUIÓ LA CRISIS DE PARANOIA que quiero relatar aquí por jugar limpio: puesto que ya he esbozado a unos cuantos personajes del simpático periplo, ¿cómo no voy a perfilarme también, en compensación, a mí mismo? Al fin y al cabo, si quisiera preservar una imagen de autor sin mácula, no cometería la imprudencia de publicar mis diarios íntimos en vida.
¡Qué locura fue aquello! Mis enemigos —e incluso algunos amigos por los que habría puesto la mano en el fuego— se abalanzaron sobre aquellas páginas como en el chiste ese de los árabes que se habían quedado sin munición y un judío se paseaba entre ellos gritando: «¡Se venden balas! ¡Balas baratas!». Yo también les vendí cartuchos a tutiplén. Leían en las páginas de mis diarios alguna frase escrita en plena crisis, mientras me mesaba los cabellos desesperado: «Soy un imbécil, no soy capaz de escribir nada más». Y anotaban después en sus críticas devastadoras: «El autor es un imbécil, no ha escrito nada en varios años, como reconoce él mismo». Recordaba una escena de cuando tenía cuatro años: «Aplastaba las hormigas de las cortezas de los árboles», para leer en otra crítica: «Cărtărescu es un sádico: ¡aplasta las hormigas de las cortezas de los árboles!» ¿Podía decir que no era cierto? Al fin y al cabo lo había escrito yo mismo…
Así que no me importa lo que diga la gente si descubre que, al final del programa de las Belles Étrangères, mi mundo se vino abajo por una tontería. O, mejor dicho, por una cadena de tonterías. Todo comenzó con aquellos traveller’s checks que ya he mencionado antes: ocho cheques de cien euros cada uno, si no recuerdo mal. Puesto que regresaría a casa al cabo de dos o tres días, tenía que cambiarlos sin falta en algún sitio, en un banco o en una casa de cambio quizás. Todo un fastidio para mí: soy un tímido patológico que llega a enviar a su esposa a Correos, a pagar la factura de la televisión por cable o de la luz, a cualquier parte donde uno tenga que vérselas con desconocidos. Así que pensaba en aquel paseo por la ciudad como si fuera un suplicio. En el extranjero me siento siempre cohibido porque no hablo el idioma demasiado bien, tengo melenas y soy moreno (en fin, un gitano de pura cepa si te dejas llevar por los de la bandera tricolor), así que la gente me mira con recelo. En Ámsterdam, le pregunté a una señora por la calle, en inglés, dónde estaba el Rijksmuseum, y la mujer, tras mirarme, echó simplemente a correr… Pero, puesto que estaba acorralado, no me quedó otro remedio que salir bulevar abajo de buena mañana, en medio de una llovizna horrible. Esas malvadas casas de cambio te salen siempre al paso cuando no las necesitas, pero se esconden en quién sabe qué andurriales cuando quieres cambiar dinero. No encontré ninguna durante más de hora y media, hasta que al final llegué al centro. Y casi todas las que vi por el camino estaban cerradas, pues era sábado. En el centro, también los bancos estaban cerrados. ¿Qué podía hacer?
Vagué al azar por calles sombrías, entre individuos con paraguas abiertos, en busca de bancos. Por fin encontré uno abierto, entré, le entregué los cheques con una sonrisa relajada y dos palabras en inglés, a la joven de la ventanilla y… esperé a que sucediera algo. La chica los miró perpleja con ojos como platos. Llamó a otro empleado, que contempló los cheques largo rato y luego a mí, de forma aún más penetrante. Al final me dijo secamente que no podía cambiar mis cheques. «But why?» pregunté, pero no recibí señal alguna de que él o la chica no fueran sino maniquíes, disfrazados de empleados en un banco de juguete. Salí con el rabo entre las patas, con la penosa sensación de ser un desgraciado meteco, despreciado por todo el mundo. No me atreví a entrar en ningún otro banco. Por desgracia, sin embargo, tenía que solucionar el problema. Empecé a caminar de nuevo a la caza de casas de cambio. Todas estaban cerradas, con las persianas echadas. Me veía de vuelta en Bucarest con aquellos cheques en los que ponía claramente que eran válidos únicamente en territorio francés. Ochocientos euros que se irían al traste. Era mi sueldo de dos meses en la facultad.
Finalmente, sin embargo, en una callejuela estrecha, entre dos bares de sushi , di con una casa de cambio abierta. Detrás del mostrador oficiaba una empleada severa y rubia, de unos cincuenta años, muy maquillada, ceñida por un traje que le marcaba una cintura de avispa. Estuve mucho rato en la cola detrás de individuos sospechosos de todo tipo; yo mismo tenía pinta de individuo sospechoso, con mis pobres cheques, hasta que, por fin, llegué a colocarme frente a la mujer. Le tendí los cheques y lo que siguió fue increíble.
Imagino que solo si te detienen en el aeropuerto, te encierran en una habitación y te desnudan —tal vez para meterte el dedo en el trasero en busca de quién sabe qué drogas alucinógenas—, puede uno sentir una humillación comparable. La buena señora dio vueltas y más vueltas a los cheques, los probó, los olió, los frotó entre los dedos… Me hizo firmar ante ella, comparó durante diez minutos mi firma con la de los cheques y la del pasaporte. Miró alternativamente mi rostro y mi fotografía durante otros diez minutos. Con la punta de una aguja, intentó despegar una esquina de la foto para comprobar que no estuviera pegada sobre otra fotografía. Me hizo firmar cada cheque tres veces. A mis espaldas crecía la cola, todos me miraban como si fuera un oso. ¿Qué estaba pasando? ¿Es que habían pillado a un delincuente? Notaba que estaba más rojo que un cangrejo cocido. La mujer, imperturbable, no tenía en cambio ninguna intención de darme el dinero. Finalmente, cogió el auricular y empezó a llamar. Dos o tres veces, a lugares diferentes, hasta dar, al parecer, con el banco que había emitido los cheques. Dictó la serie y el número de cada cheque por separado, esperó las confirmaciones, las apuntó cuidadosamente en un papel, volvió a compararlas con las series de los cheques y solo entonces se dignó a sacar ocho billetes nuevos de cien euros, que me arrojó sin mirarme siquiera a la cara. Luego pasó al siguiente.
Cuando salí a la lluvia —había transcurrido más de una hora desde que había entrado en la casa de cambio— estaba desmoralizado y lleno de un odio visceral hacia esa gente que te juzga por tu aspecto y tu nacionalidad. Entendía a los adolescentes magrebíes que quemaban coches en los barrios marginales, a los comunistas, a los islamistas, a todos los que eran aplastados por el desprecio compacto de los occidentales hacia los que no se parecen a ellos. Las mejillas me ardían de vergüenza y de rabia. Volví al hotel y permanecí unas cuantas horas con la mirada perdida en el vacío. La empleada rubia se había convertido en mi enemiga, en mi enemiga personal. Habría querido convertirme en un escritor famoso solo por que ella se diera cuenta, años más tarde, de a quién había humillado aquel miserable día de lluvia. En una especie de ensoñación, llegaba a ser un García Márquez o un Vargas Llosa (tampoco estaría tan mal un Coelho, tan bajo podía caer), entraba en la casa de cambio y todos los que hacían cola me reconocían y se volvían hacia mí… Aquella tía me pedía un autógrafo y yo la rechazaba con gran satisfacción…
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AL DÍA SIGUIENTE, TRAS UNA NOCHE EN VELA que me pasé entera mordiéndome los puños de rabia e impotencia, me desperté al alba algo más tranquilo, pues se me ofrecía una bruma de desagravio: había sido invitado, junto a algunos autores más —creo que Dan Lungu y George Crăciun—, a un programa en Radio France Internationale. Nos reunimos con la señora Laure, la traductora de Dan (que ahora es también mi traductora al francés) y, alegres y retozones, nos encaminamos hacia la RFI a través de una mañana gélida pero soleada, en la que París brillaba con toda su alma como si fuera de cristal. Cruzamos un puente sobre el Sena y llegamos al feo edificio de la radio. Por el camino les conté lo sucedido en la casa de cambio y todos se mostraron indignados. Todos habían experimentado algo así: a uno lo habían sacado de la fila en el control de equipajes de un aeropuerto y le habían desmontado en piezas un magnetófono recién comprado («¿pero sabéis cómo? ¡Tornillo a tornillo! Y al final me dieron un destornillador para que volviera a montarlo yo…»), otro había sido retenido por los guardas de seguridad de unos grandes almacenes y había sido cacheado minuciosamente en busca de objetos robados… Y así, charla que te charla, llegamos al estudio. Allí nos esperaba la productora del programa y, junto a ella, un rostro conocido. Demasiado conocido para mi gusto. En cualquier caso, desagradablemente conocido. Era ni más ni menos que Dumitru Ţepeneag. No podía entender qué estaba haciendo allí. ¡Al fin y al cabo el programa era sobre Les Belles Étrangères… ! Pero, me dije, qué mas da. Que participe él también. A Ţepeneag lo había conocido en unas circunstancias bastante diferentes, en París, muchos años atrás. Tomamos un café, hablamos amigablemente y, al final, entramos en una librería donde me compró el último número de Cahiers de l’Est porque aparecían unos poemas míos traducidos por él. La revista, en formato de libro, costaba unos cien francos, una suma enorme para mí por aquel entonces, así que su gesto me impresionó todavía más. Y pasaron unos cuantos años cuando, de repente, me encuentro con una serie de artículos terriblemente injuriosos dirigidos contra mí y firmados por Ţepeneag en persona. ¡Dios mío, cómo me ponía! En aquella época practicaba aún el masoquismo de leer ese tipo de artículos hasta el final con una especie de voluptuosidad: ¿hasta dónde se puede llegar con estos desbordamientos de odio? ¿Cuánto has herido, sin querer y sin saber, a ese que ahora te acosa con su sufrimiento ulcerado? Leía todo aquello y no me lo podía creer: el que lo firmaba no era la misma persona que yo había conocido. Finalmente comprendí —lo manifestaba incluso él— el motivo de su odio: no estaba satisfecho con lo que yo había dicho sobre él en un libro de historia de la literatura. Que su obra no entrara en el ámbito del que yo me ocupaba allí no tenía importancia alguna. Después de esos artículos vitriólicos siguió enfadado conmigo, confirmando así el principio (verdadero, he tenido la ocasión de convencerme en varias ocasiones) de que nadie te puede perdonar el daño que te ha provocado. Como ese personaje de Preda que se enfadó porque no le había prestado, él, su herramienta al vecino. Pues bien, eso sucedió también entonces, en los estudios de la RFI.
Pero ¿qué más da? Ţepeneag estaba allí e iba participar en el debate, muy bien. Al fin y al cabo, era una persona inteligente y buen conocedor de la literatura rumana. Nos dirigimos hacia la cabina de cristal, con mesas con micrófonos y lucecitas rojas, dispuestos a hablar. Y entonces sucedió algo que me hizo recordar ese chiste estúpido: ¿por qué tienen los negros la nariz aplastada? Porque cuando quieren entrar en las discotecas, los porteros les ponen la mano en la cara y les dicen: «prohibida la entrada a la gente como tú»… La productora me dijo, en inglés, justo antes de entrar: «Usted no habla francés, ¿no es así? Me temo que no podrá participar en el debate». Y luego, con una sonrisa radiante, me invitó a que esperara en el vestíbulo hasta que los demás acabasen. Me pareció entonces que Ţepeneag me lanzaba una mirada irónica. Mis colegas, por su parte, no se lo pensaron dos veces, entraron en el estudio y me dejaron fuera, con el abrigo en brazos, en medio del pasillo desierto. Vi a través del cristal cómo se sentaban y se colocaban los cascos. Estuve fuera más o menos un cuarto de hora, viendo cómo hablaban. No podía pensar, no entendía nada. En ese tipo de situaciones reacciono lentamente pero con insistencia, como el buen medio banateano que soy. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue marcharme, y eso hice. En ese momento me pareció que quería irme solo porque me dolían los pies de tanto esperar. Como un autómata, recorrí el pasillo, salí por la puerta y bajé junto al Sena. Poco a poco, iba recuperándome del impacto inicial. ¿Qué había pasado? Yo estaba incluido en el programa de radio. La señora Laure me había telefoneado al hotel para despertarme temprano y que no llegara tarde a la emisora. ¿Y qué es eso de que no hablo francés? Por supuesto que no lo hablaba como Ţepeneag, que llevaba varias décadas allí, pero yo ya había concedido entrevistas en francés, me hacía entender. Poco a poco, la furia del día anterior, con la rubia de la casa de cambio, se iba despertando en mí, se asociaba a la historia de ahora y cobraba unas dimensiones catastróficas. Un sentimiento abrumador de vergüenza y de frustración me invadió en el puente. El agua del Sena brillaba al sol, algunas hojas secas colgaban aún de las ramitas de los árboles. Caminaba ofuscado, como un personaje de Dostoievski, cociendo en mi interior una locura total. Estaba siendo víctima de una conspiración. Urdida con toda seguridad por Ţepeneag. Los demás eran todos unos cómplices traidores. Me habían abandonado como al último mono, en medio de un pasillo, con el abrigo colgado del brazo (no sé por qué ese detalle, el hecho de tener el abrigo en el brazo, me parecía extraordinariamente humillante). Tras caminar una media hora siguiendo la corriente desde la orilla del río, estaba loco de atar. Odiaba todo lo que me rodeaba, me sentía profundamente mortificado, me planteé hacer las maletas y volver a casa tres días antes de lo programado. Mi horizonte se había estrechado hasta la monomanía tenebrosa del delirio persecutorio. Dan Lungu, Crăciun, la propia Laure, la productora francesa en mayor medida que los demás… todos me habían relegado, me habían excluido de su exclusivo mundo literario. A pesar de mis libros, seguía siendo un paria, un exiliado al que nadie amaba, que no era digno sino del poste de la infamia. Ţepeneag había orquestado todo el asunto de forma diabólica, había ocupado mi lugar en el programa solo por reírse de mí a través del cristal de la cabina de grabación, para verme en el pasillo, como un loro y, sobre todo, no lo olvidemos, con el abrigo en brazos… De hecho, todos los de la cabina —creía yo ahora—, se hacían guiños y bromeaban a mi costa… Había olvidado por completo que no me apetecía nada ir a ese maldito programa, que no significaba absolutamente nada conmigo o sin mí. Sufría como un perro, como debía de haber sufrido el propio Ţepeneag cuando no se vio celebrado en mi libro. Llegué a la habitación del hotel en un estado de paranoia total, listo para que me pusieran una camisa de fuerza.
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¡QUÉ EXTRAÑOS SON ESOS ESTADOS de locura en los que tu mente es arrebatada por el veneno de la humillación, de una ofensa real o imaginaria! En esos momentos no existe ya diferencia alguna entre tú y el paranoico de verdad que te arrastra a un juicio, que se enfada con todo el mundo, que te explica paciente que lo persiguen el KGB, la CIA y el Mossad, todos a la vez. Él siente probablemente, de manera constante, lo que tú sientes durante unas cuantas horas o unos cuantos días, cuando se comete contigo, en tu opinión, una indignante injusticia. Cada uno de tus pensamientos y de tus actos es deformado entonces por un torrente de emoción química, por el derramamiento en tu sangre de un veneno psíquico que no te permite pensar con claridad. Aquello me había sucedido antes en cuatro ocasiones al menos. La primera cuando estaba en la mili y mis compañeros se burlaron de mí («¿es que no ves que podemos meterte el culo en el lavabo y luego abrir el agua fría?»). Más tarde en Sighişoara, cuando acababa de aparecer mi primer libro; luego, años más tarde, en el New European College, cuando le escribí una carta estúpida a Andrei Pleşu, que nos había reñido a nosotros, los becarios de aquel año, por no asistir a una conferencia que impartía no sé quién («¿Es que os habéis creído que el NEC es una tesorería a la que venís solo a retirar el dinero?», me dijo. Esta frase me hirió entonces profundamente porque era tan pobre que, ciertamente, no habría podido apañármelas sin aquel dinero del NEC) y, por último, cuando fui elegido entre los diez poetas del Cenáculo del Lunes destinados a participar en un programa de televisión… En la actualidad, tendría motivos a diario: todos los días me suceden indecencias de las que tan solo una bastaría para hacerme dejarlo todo y tomar el camino del extranjero, sacudiéndome el polvo de los pies contra nuestro hermoso país, como han hecho tantos escritores y artistas antes que yo. ¿Podéis imaginar acaso que la culminación de un libro que me ha robado quince años de mi vida no haya supuesto ninguna celebración en absoluto en el seno de la cultura y de la literatura rumanas? No estaríamos en Rumanía si algo así se hubiera celebrado…
Pero, como diría Creangă de nuevo, volvamos a nuestras ovejas… Es decir, a mis ovejas en París, cuando, reconozco que sin un motivo real pero en un contexto poco oportuno, sobre un fondo de cansancio extremo, perdí los nervios. Tendido en la cama, vestido, leía a Nabokov desde hacía un par de horas sin entender nada —leía y releía la misma frase, construyendo en mi mente febril guiones apocalípticos— cuando Laure llamó por teléfono: «¿Qué tal? ¿Dónde estás? Tenías que esperarnos para que fuéramos luego todos juntos a almorzar…». Era justo lo que me faltaba. Hasta que no oí que se echaba a llorar no paré. Por supuesto, la culpa la tenía en primer lugar la idiota de la productora, pero tampoco Laure, que respondía por nosotros y que tenía que estar de nuestra parte, había reaccionado. Me había abandonado allí, en el hall , como a un loro, como al último mono del circo. La amenacé con marcharme inmediatamente a Viena, con irme por donde había venido. No quise escuchar ningún argumento. Sabía que ella hablaría de inmediato con todos los responsables de Les Belles Étrangères , pero me daba lo mismo. En esas situaciones, todo te da lo mismo, eres capaz de echar a perder tu reputación, tu carrera, de poner tu vida en peligro. Al final de la conversación le dije que asistiría esa tarde al encuentro con el público en una librería parisina, pero que no quería que me presentara ella, tal y como estaba previsto. «Me presentaré a mí mismo, puedo arreglármelas», le dije, «aunque mi francés no sea tan bueno… ». No me gusta nada hacer que una mujer llore al teléfono, pero esta vez me dije que se lo tenía merecido.
Casi inmediatamente después recibí la llamada de un fotógrafo que estaba en mi programa y del que me había olvidado por completo. Bajé y me encontré en el vestíbulo con Cecilia, muy arreglada. Intercambiamos unas palabras y apareció el fotógrafo, con una Canon gigante al cuello y sin gorro, envuelto hasta las orejas en una bufanda de punto. Jovial, nos propuso hacernos unas fotografías «a la vuelta de la esquina», ¡nada menos que en el cementerio de Montparnasse! Cuando se trata de fotógrafos profesionales, no hay nada que pueda sorprenderme. Los he conocido por docenas, desde el fotógrafo gay que te coloca tumbado en un sofá en una postura «graciosa» hasta la fotógrafa nórdica, una amazona de unos tres metros de altura, que casi me rompió los dedos cuando le estreché la mano. Todos te martirizan. Su mayor placer es sacarte afuera en camisa, en el frío más gélido, para pegarte a una pared de hormigón y tenerte allí, en medio de la corriente, hasta que te hacen la foto milésima. Todos quieren que te muestres natural, que sonrías cuando te lo pidan, que poses como un estúpido mientras los transeúntes te miran con ojos como platos. En la última feria del libro de Leipzig acabaron conmigo: tuve, en dos días, siete sesiones de fotos —shooting sessions —, algunas de ellas en sitios imposibles, siniestros. Una fotógrafa menuda como un chimpancé, sonriendo de oreja a oreja y diciéndome cada dos palabras lo guapo que era (solo dos mujeres me han dicho esta mentira alguna vez: mi madre y ella), me hizo acarrear una silla hasta el centro de un mercado enorme, desmantelado, iluminado por las claraboyas del techo. Cuando la luz se desplazaba, tenía que moverme también yo con la silla, como un gnomo de jardín que hubiera cobrado vida.
Este, sin embargo, fue de los pasables. Nos llevó al cementerio tras un breve zigzagueo entre callejuelas y empezó a sacarnos fotos recostados literalmente en las lápidas mortuorias. «Te he visto entre tumbas», le dije a Cecilia, «pálida y despeinada…» , y entonces ella se echó a reír y estropeó la foto. Hacía frío, se había levantado la niebla, el cementerio era hostil como una revista capitalista, y el único que estaba contento a rabiar era el fotógrafo. Después de desnudar a la pobre chica todo lo que pudo y de hacerle todas las fotos que le dio la gana, fotos, imagino, que tendría que retocar después con el Photoshop, pues al final estaba morada como una muerta, me llegó el turno. El tipo me envió las fotos al cabo de un mes. En todas ellas salgo con una brillante y poderosa mirada, consecuencia del lagrimeo que me produjo el frío. Por lo demás, mi nariz está tan colorada como la de un personaje de Dickens. Al fondo se ve una enorme lápida de mármol negro: la de una chica que —según las letras doradas que la adornan— había vivido entre 1962 y 2001. Qué joven, Dios mío. Qué se le va a hacer, así nos vamos todos…
Al menos con esta sesión de fotos me olvidé de Ţepeneag y de todo lo demás. Todavía me hormigueaba algo por dentro, pero no como por la mañana. Me fui y almorcé otra vez solo en un restaurante, compadeciéndome de mi suerte, y luego me eché la siesta. Por la tarde, en la pequeña y coqueta librería, me presenté a mí mismo aunque allí estuviera Laure con los ojos enrojecidos. Ni siquiera tuve que hablar en francés, pues vino también Wanda Mihuleac que, servicial como siempre, se ofreció a traducirme por la cara. Hablé mucho y con inspiración. Sentía cómo, a medida que hablaba, el veneno iba abandonando mi cuerpo y la herida cicatrizaba. Al final firmé unos cuantos libros e intercambié unas palabras con una guapa señorita, lo cual terminó por animarme del todo. ¡Bendito sea Dios, me había salvado! Estadísticamente, hasta dentro de seis años no me toca un nuevo episodio de paranoia, así que hasta entonces puedo vivir tranquilo.
(Continuará…)
