Mircea Cărtărescu

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Y AL DÍA SIGUIENTE EMPEZAMOS —no puedo aplazarlo infinitamente— el largo viaje. Al igual que Jesús, que en los felices tiempos evangélicos envió a los setenta y pico discípulos a predicar por Judea de dos en dos, aconsejándoles que no llevaran consigo dos túnicas, ni dos pares de sandalias, ni una bolsa de dinero y que no pensaran de antemano lo que iban a decirle a la gente, porque no eran ellos sino el Espíritu Santo el que tenía que hablar a través de ellos, así también nos emparejaron los franceses a nosotros, de dos en dos, de la manita, los niños con los niños, las niñas con las niñas, para que no hubiera ningún enredo —¡por Dios!— en las lejanas tierras del gran Hexágono franco. Solo que a nosotros, abandonadas las maletas en el hotel al que tendríamos que regresar, compungidos, después de cada escapada, se nos permitió coger las bolsas de mano con un pijamita, un cepillo de dientes y ya está, así como los cheques que nos entregaron al principio y que tantos problemas me causarían al final del viaje. Y también, a diferencia de los discípulos de Cristo, constatamos sobre la marcha, en nuestros encuentros con el público que, aunque nos esforzábamos por no pensar en nada antes de tomar la palabra, el Espíritu Santo no nos puso, sin embargo, sus sabias palabras en la boca: hablamos todos en un francés macarrónico. Tuvimos, es cierto, traductores, pero esa es otra historia, la más di granda , os la contaré cuando lleguemos a Castelnaudary.
El primer viaje resultó ser a Le Havre, una ciudad de la que no sabía nada (creo recordar un par de historias, una protagonizada por unos mosqueteros y otra en la que había un asedio) y de la que sabría todavía menos a la vuelta. No guardo un diario del periodo que pasé en Francia porque no tenía ganas de escribir nada en el cuaderno que llevaba, como siempre, conmigo. Así que ni siquiera recuerdo si fuimos hasta Le Havre en tren o en autobús. Preguntadle a Dan Lungu, que es más joven que yo y que tal vez tenga mejor memoria. Él fue mi compañero de viaje en este primer tramo de Las Bellas Extranjeras —aunque debería decir «las vírgenes locas»—. Recuerdo vagamente que nos encontramos en un barrio periférico de París, donde se alojaba, creo, en casa de un amigo, pues él no había venido de Bucarest, sino que estaba ya en París con una beca.
Se me ha olvidado decir que era la época en la que algunos jóvenes corruptos y montaraces habían adquirido la costumbre de prender fuego a los coches de la banlieue , algo que azuzaba luego su propia ira y que les hacía enfrentarse con más bravura a la policía. Si veías entonces nuestra televisión patria, podías jurar que París estaba en llamas, que era la revolución, la anarquía, el delirio… Bobadas, reinaba una calma y una paz en aquella famosa banlieue —la más violenta, según la prensa— que no encontrarás nunca en Rumanía, ni siquiera en Cotroceni . Lo mismo me sucedió cuando estuve en Belfast hace unos años. Confieso que tuve miedo al visitar ese lugar en el que, si haces caso a los medios, el IRA te mete el cañón de un rifle bajo las narices o te lanza, inocente, por los aires en una cafetería pintoresca. Sin embargo, Belfast era un lugar idílico: un otoño dorado como de postal, un silencio en el que solo se oían las chicharras y, de vez en cuando, el calmo neumático de un automóvil. Luego empezó una lluvia también dorada, como en la habitación de los deseos de Stalker , la película de Tarkovski, así que nos refugiamos en una iglesia y asistimos a una misa evangélica de no sé qué rito.
Aquello era más bien como una reunión sindical. En una sala cuadrada y vacía había unas cuantas decenas de individuos, en ropa de calle, sentados en sillas. El pastor vestía vaqueros y una camisa a cuadros y parecía una especie de estudiante trasnochado. Hablaba a los feligreses con la precisión de un capataz que reparte el trabajo entre los peones, de buena mañana, en la obra. Cuando su mirada topó con nuestro pequeño grupo empapado por la lluvia, nos preguntó de dónde éramos e, inmediatamente después, cuál era nuestra religión: «Grecoortodoxa», le respondimos con amplias sonrisas sociales. A lo que él, dubitativo, replicó: «Pero… creéis en Jesús, ¿verdad?». Estuve a punto de responderle: sí, solo que el nuestro tiene ocho brazos. Conseguí dominarme porque a veces la ironía no se comprende bien y se acepta aún peor.
A pesar de lo que decían los papeles, no sucedía nada reseñable en aquella famosa banlieue . Ni siquiera era tan sórdida como la describían los periódicos. Los adolescentes «desesperados», «sin futuro», «sin trabajo» pasaban a nuestro lado vestidos en «Esprit» y con los cascos del iPod embutidos en las orejas. Así se escribe la historia. Dan Lungu es un chico serio, sociólogo y escritor de Iaşi, con bigote y dotado del placer aristocrático de fastidiar. Uno de sus libros se titula Cheta la flegma , otro El paraíso de las gallinas , y el último es Soy un vejestorio comunista . Si os gusta mucho Novalis y escucháis a Chopin hasta desgastar los CD, no tiene mucho sentido que lo leáis. En su intervención de ocho minutos en el documental francés dedicado a los escritores rumanos, creo que pronuncia tres o cuatro veces la palabra «vómito» sin dejar de sonreír con beatífica serenidad. Cualquiera diría que estuviera citando Sein und Zeit . Por lo demás, es un chaval majo, uno de los nuestros. No lo conocía de antemano, así que en el tren, el coche o lo que fuera que nos condujo hasta Le Havre, recuerdo que conversamos agradablemente acerca de todo tipo de cuestiones literarias.
Llegamos a Le Havre en medio de la lluvia, estaba oscuro, hacía un frío horrible y, puesto que no estuvimos allí más que la noche en cuestión — la mañana siguiente, al amanecer, nos piramos de vuelta a París—, así será siempre para mí el puerto en cuestión: oscuro, horrible y frío. Menos mal que salió a nuestro encuentro una joven guapa, rumana para más señas, que nos recogió en su coche y nos llevó hasta el local en que teníamos que actuar, un café con el bello nombre de «Les yeux d’Elsa». El nombre provenía, nos explicaron, del título de un famoso (tan famoso que no habíamos oído hablar de él jamás pero, claro está, esto podría explicarlo también el «niet cultur») poema de Louis Aragon. Cuando oyó mencionar a Aragon, Dan dio un respingo: «Ajá, nosotros ya conocemos a todos esos, a Barbusse, Aragon, Éluard, comunistas de caviar con casas en la Costa Azul que lloran de pena por los pobres trabajadores…». Y luego, en un momento de inspiración feroz: «Yo habría bautizado al café “Les yeux de Marx”». Y desde entonces así es como nos referimos al local.
Para llegar al café atravesamos callejones y callejuelas oscuras y húmedas. Aquella chica guapa hizo un tímido intento por enseñarnos el mar lleno de barcos, pero en medio de la lluvia (y con Dan Lungu a mi lado) no me sentía romántico precisamente. Llegamos finalmente al café, que tenía sobre la entrada un letrero en el que los ojos de Elsa estaban literalmente pintados, dos ojos hipnóticos que parecían clavarte al suelo. Entramos chorreando agua como unos perros con el rabo entre las patas. El interior era, como decía Hemingway, «un sitio limpio y bien iluminado», habitado por una mezcla de alumnas de instituto y estudiantes universitarias, claramente rumanas hasta lo más profundo de sus seres, y que nos esperaban con unas sonrisas de oreja a oreja.
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MÁS O MENOS EN TODAS PARTES por donde arrastramos nuestros pies, nos encontrábamos con los mismos grupúsculos temblorosos: estudiantes rumanas de facultades de todo tipo, preocupadas por ver y ser vistas, por conseguir un autógrafo tuyo en el libro más barato de todos los expuestos o, simplemente, en un simple trozo de papel y, sobre todo, por fotografiarse contigo al final del acto, tras haber soportado con estoicismo tu inevitable verborrea. Ocupaban el espacio de las salitas de las librerías o del café en grupos apretados, como unos pólipos con melenas ondulantes en el fondo del mar. Su sonrisa complaciente, forzada para mostrar, como en los carteles publicitarios, unos dientecillos Colgate , no desaparecía de su rostro ni siquiera ante las más terribles revelaciones con que los escritores, todos ellos unos sádicos, intentaban violentarlas.
Una vez estuve en un festival literario por el norte de mi país, en una ciudad pequeña con montones de postigos y torres con reloj. Hacía muchísimo calor, era pleno verano, así que las puertas de la casa de cultura estaban abiertas de par en par hacia el verdor polvoriento del camino. Tras una mesa cubierta con un paño rojo como la sangre vertida por los trabajadores de nuestra patria estábamos nosotros, unos seis o siete escritores y, en la sala, unas chicas como las que os acabo de describir a grandes rasgos hace un momento. Todas sonreían vagamente, como los gatos de Cheshire, independientemente de que el tema de las historias que les leíamos de uno en uno fuera cómico, trágico, textualista, modernista o dadaísta. El agua corría, las piedras permanecían. Los perros ladraban, la caravana pasaba. ¿Qué otros refranes irían bien aquí? No lo sé, pero en un determinado momento, aquello fue demasiado.
Entre nosotros había una escritora bajita y de senos enormes, especialista en escenas que describían una infinita variedad de cópulas. Toda su prosa era, de hecho, un encaje en torno al acto simple y vigoroso de meterla y sacarla. Tampoco en aquella sobremesa provinciana hizo una excepción. Su prosa describía una partida de fucking and sucking entre (¿coincidencia?) una tía bajita de senos enormes y un tío de aspecto mediterráneo…
La parte más absurda es que en el momento culminante de sus gráficas descripciones («entonces yo le agarré… y él me tumbó… y yo me abrí… y él hundió… etcétera, etcétera») empezó a resonar cada vez más cerca, procedente del fondo de la carretera, una inconfundible fanfarria de funeral; luego pudimos ver a través de las puertas abiertas a los popes, a los chavales con los estandartes cosidos con hilo dorado, el carro del ataúd con el muerto a la vista y, detrás del ataúd, una fila interminable de parientes y conocidos vestidos de negro, que desfilaron lentamente por delante de la casa de cultura. No sé si aquello duraría un cuarto de hora, pero por ahí andaría la cosa. Segura de sí misma y convencida de la justicia estética de su prosa, nuestra colega seguía leyendo con el micrófono y su voz resonaba en la sala y en la calle, de tal manera que incluso las mujeres con pañuelos negros que acompañaban al carro aferradas a sus cartolas, dejaron de plañir para espiar las aventuras eróticas de la pareja que se revolcaba en aquel tálamo de desenfreno. Nosotros, muertos de vergüenza, queríamos que nos tragara la tierra. Permanecíamos todos en la mesa presidencial, con la cabeza gacha como unos condenados de Dostoievski, pero aquel momento penoso no llegaba a su fin. La escritora levantaba de vez en cuando los ojos de la página, miraba a su alrededor, parecía satisfecha por el hecho de que su audiencia hubiera aumentado con un inesperado flujo de asistentes y entonces seguía adelante con sus porquerías. Los críos de la comitiva habían abandonado la fila y, colgados de las ventanas, asomaban la cabeza en la sala riendo y dándose codazos. Los únicos imperturbables fueron, hasta el final del relato (que coincidió exactamente con el último individuo del cortejo fúnebre, era como si la autora hubiera cronometrado el tiempo de su lectura), los racimos de chicas que parecían aceptar, con filosofía, que la vida nace de la muerte y la muerte de la vida, que el gemido del coito es idéntico al de la agonía y, sobre todo, que entre el nacimiento y la muerte, el tiempo debe ser rellenado con sonrisas Colgate generosas y deslumbrantes.
En las mesitas del café «Les yeux d’Elsa» estaban colocados de pie, en el lugar de honor, los libros de Dan Lungu y también los míos, nuevecitos, recién publicados en su traducción al francés. ¡Qué maravilla, sobre todo para un joven como yo, ver sus libros traducidos! Qué voy a decir, no solo nuestros rumanos sino que también los extranjeros pueden compartir a partir de ahora sus manantiales de sabiduría, vivir los temblores de su gran literatura… Esta euforia, este sentimiento de que te has hecho de repente universal, accesible a cualquiera, de que has roto por fin la prisión de una lengua y de una cultura pequeñas, la experimentas sobre todo con el primer libro. Por fin has encontrado una pequeña editorial extranjera que te publica. Has visto, por fin, con tus propios ojos, el libro traducido, normalmente más bonito y más grueso que el original rumano. Esperas las críticas con emoción y, en verdad, durante dos o tres semanas te envían unos recortes de prensa, la mayor parte son unos cuadraditos con una fotografía del libro y dos palabras sobre él, generalmente las de la contraportada. Luego, pssss… No sigue nunca nada más. Ni críticas ni ventas. Al cabo de un año recibes un informe con tres cifras secas que te demuestran que no vas a recibir un ochavo por esas docenas escasas de ejemplares que se han vendido. Tienes que dar las gracias: al menos te lo han publicado. En cuanto llegas a París, te metes en la FNAC o en cualquier librería como la avispa en el tarro de miel, solo por ver tu libro expuesto en alguna estantería. Si tienes mucha, mucha suerte, lo encuentras al final, al fondo de la librería, en la última estantería imaginable, al nivel del suelo, bajo una inscripción que dice: «Literaturas eslavas» y en la que tres o cuatro libros rumanos hacen buenas migas con tres o cuatro húngaros, pues los eslavos de verdad están bajo otra inscripción: «Literatura rusa». Finalmente, la única ventaja que te reporta el libro traducido es que puedes incluirlo en tu CV . A partir de ese momento tus colegas empezarán a odiarte con toda su alma y, en consecuencia, tu cota literaria crecerá, pero no en Extranjerilandia, como era de esperar, sino en tu paisito, lleno de individuos que creen que, una vez traducido, el camino hacia el Premio Nobel se abre ante ti, expedito.
Convinimos desde el principio que no tenía sentido leer nuestros libros ni hablar en francés (¿a quién nos dirigiríamos, al fin y al cabo? A juzgar por el público de aquella velada, habrías podido jurar que Le Havre era tan rumano como Vaslui). Así que nos pusimos a hablar —y la joven que nos acompañaba, a traducir— con el mismo gusto con que lo habríamos hecho en casa. Dan planteó unas hipótesis sociológicas sobre las anomalías que sucedían en Rumanía por aquella época —mucho menos raras de lo que sucede ahora—, y yo ni recuerdo lo que dije. El hecho es que, después de firmar en trocitos de papel los autógrafos de las chicas de dientes relucientes (que nos habían hecho también, a lo largo de la tarde, las preguntas estándar: a mí, por qué me gustan las mujeres, a Dan, dónde está el paraíso de las gallinas), salimos a la oscuridad húmeda que representaría a Le Havre desde entonces para el resto de nuestras vidas, dormimos allí, Dios sabrá dónde —tal vez Dan Lungu, más joven y con mejor memoria, lo recuerde— y al alba, en medio de la misma fría oscuridad, partimos de vuelta a París con el sentimiento de la misión cumplida: el primer viaje ya estaba liquidado.
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AL DÍA SIGUIENTE SALIMOS «to do the city », un grupo numeroso en pellizas y bufandas, ebrio por el inconfundible aire parisino. Una foto que sacó Florin con su cámara Minolta —me daba tanta envidia que acabé comprándome también yo una spiegelreflex Nikon— nos muestra en fila india sobre uno de los puentes del Sena. El más cercano al objetivo es Agop, con gafas oscuras de mafioso y algo indefinido en la mano izquierda —amplié la foto hasta distinguir que se trataba de un tubo de pastillas de menta—, con su esposa Cristina a su lado, tranquila y despeinada por la brisa del Sena. Seguía Cecilia, sonriente, con su hoyuelo en la barbilla; luego su humilde servidor de ustedes, muy orgulloso de su cartera Mandarina Duck (que, en un arrebato de locura, me había comprado en Viena especialmente para este viaje). Parezco considerablemente más joven que la mayoría de mis congéneres porque, a mis más de cincuenta años, no tengo aún ni una sola cana. Mi madre tiene ahora, a los ochenta, unas pocas, tímidas y por las sienes. A veces incluso me preguntan en el vestíbulo de la universidad (es cierto que se trata de alguna secretaria miope) si soy estudiante y de qué curso. Lo que menos me gusta es que me parezco cada vez más a mi padre, no solo por mi aspecto sino también por la voz y por mi comportamiento, así que he desarrollado en mi interior un tenebroso conflicto edípico…
El siguiente en la foto, apoyado en las flores de hierro negro de la balaustrada del puente, diríase que recostado casi sobre ellas, es Ion Mureşan, con una gorra y un jersey de estilo nacional, que lleva en la mano una bolsa de plástico. Está trajeado de esta guisa para la ocasión de ser una bella extranjera en París… en sus lupanares, concretamente. Mury es uno de los más grandes poetas de hoy en día, aunque creo que, si dividiéramos su obra en treinta años de carrera, resultaría que no ha escrito mucho más de una letra al día, puede que incluso a la semana. El último era George Crăciun, que ahora está solo en las fotos y en los recuerdos.
El ausente en este grupo es, naturalmente, el fotógrafo, siempre Florin Iaru, siempre entusiasta, explosivo, sorprendentemente joven todavía también él, el mismo Florin al que tanto admirábamos como poeta cuando éramos compañeros en la facultad y cuando tan solo dos años, la diferencia de edad entre nosotros, contaban muchísimo. Por aquel entonces casi no hablábamos y para mí era un enigma la materia de la que estaba compuesto aquel chico que aparentaba ser un personaje de sus propios poemas: parecía tener debajo de la camisa palancas, pistones, mecanismos con trinquetes, tubos de órgano («bajo las faldas / llevaba, como un hombre, de todo y dos pistolas», me respondería él si me oyera ahora), parecía generar continuamente arcos voltaicos y arco iris. ¿Cómo habría podido nacer una amistad verdadera entre un hombre así, hecho de gritos entusiastas, y yo, un crío retraído, tímido, sin personalidad, que caminaba pegado a la pared? Florin era entonces la nueva poesía corporeizada (pielizada, mejor dicho), imprevisible y agresivo como John Lennon, al que se parecía —por la barba, las melenas y las gafas redondas— como a un hermano gemelo. Al fin y al cabo nosotros —Coşovei, Iaru, Nino Stratan y yo— nos considerábamos una especie de avatar de los Beatles, cuya música e historia sabíamos de memoria. Por aquel entonces pensábamos que escribíamos la poesía más sorprendente del mundo, y puede que incluso así fuera. Éramos cuatro, como los fab de Liverpool, éramos tan psicodélicos como ellos, nos imaginábamos igualmente famosos y, en determinados ambientes, incluso lo éramos. Cuando alguno de nosotros entraba en el cenáculo de Preoteasa (el Cenáculo del Lunes era un sitio mundano, frecuentado en ciertas ocasiones por más de cien personas) se hacía el silencio. En nuestras lecturas se reía hasta las lágrimas y la gente nos interrumpía durante el espectáculo para aplaudirnos. ¿Cómo no ibas a sentir, en aquellos momentos, el mástil imaginario de una guitarra en las manos? ¿Cómo no ibas a pensar que la próxima canción que tocaríamos sería Norwegian Wood ? Nosotros, los cuatro Fab de Dâmboviţa, fuimos durante unos cuantos años un grupo unido por una historia común, por una poesía común, por intereses comunes (por desgracia, también por unas amantes comunes a veces), y formábamos parte de un mundo ahora casi enterrado por completo. ¿Quién escribirá algún día la historia de aquellos años? Nadie, sospecho. Decenas de admiradores del Aer cu diamante se han malgastado. Los que asistían a todas las reuniones del cenáculo se han retirado ya a sus casas. Entre nosotros encuentras genios y glorias por todas partes, tantos que han llegado a molestarse entre sí. Lo que no encuentras es el tipo de devoción que Eckermann sintió por Goethe o la que Serenus Zeitblom sintió por el infeliz Adrian Leverkühn —if this rings a bell —. No encuentras a nadie que cuente la historia de alguien a quien haya admirado durante unos años o durante toda una vida (¿es que me he vuelto loco? ¿Hablar de admiración entre rumanos?). Lo peor de nuestra comparación con los Beatles es que todos queríamos ser Lennon, McCartney o al menos Harrison, pero a nadie le interesaba ser Ringo… Ringo, el primitivo y alcohólico batería que acabará por enterrarlos a todos. Nino Stratan alababa a George Harrison, era un místico como él pero, por otra parte, de joven yo guardaba un parecido asombroso con el autor de Something . Sin embargo, mi héroe era —y lo sigue siendo hoy en día— John Lennon. Puesto que, como se ve, el asunto estaba peliagudo, decidimos finalmente no repartirnos los papeles de manera demasiado precisa y optar por una comparación genérica entre los dos grupos: el suyo y el nuestro.
No hay aquí, al menos en mi opinión, ni pizca de exageración: en otros tiempos y otros lugares, alimentando nuestra creatividad y nuestro entusiasmo loco por el arte, habríamos llegado a ser también nosotros, como decía Lennon, «más famosos que Jesucristo». Pero nos tocó vivir nuestro sueño artístico entre bloques de hormigón, entre gente enloquecida por el hambre y el frío, en un mundo que no nos quería y que no sabía qué hacer con nuestros pobres poemas. Se los recitábamos, una semana tras otra, en los cenáculos, a las paredes y a la policía secreta. En nuestros poemas psicodélicos vivía un mundo fantástico, multicolor como el de Yellow Submarine ; cada uno de nosotros, generoso, humilde, le abría sus mundos virtuales al otro en una comunión poética como no ha existido —y tal vez no vuelva a existir— nunca. Por aquel entonces, yo no vivía en el piso de mis padres en Ştefan cel Mare, sino en los poemas de Traian, que vivía en los poemas de Nino, que vivía en los poemas de Florin, que vivía en mis poemas. Merecen ser contados —y algún día los contaré— mis vagabundeos con Traian por el Bucarest de los años ochenta, en tranvías vacíos y estaciones en ruinas, sometidos a un frío siberiano o en plena canícula asfixiante, cuando éramos los mejores amigos del mundo, cuando descubría a través de él, de hecho, el mundo que hasta entonces, sumergido en los libros, yo había considerado una ficción. Tenía veinticuatro años entonces y vivía un presente puro, reluciente, en el que el fuerte aroma de la gloria se elevaba de cada piedra del adoquinado para decirme en su idioma: «Tú, chavalillo menudo y flacucho, al que las miradas de las chicas atraviesan como si fueras de cristal, llegarás algún día a ser poeta, un poeta de verdad, un poeta amado por el universo entero».
Es decir, la eterna ilusión de la juventud.
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NOS FOTOGRAFIAMOS EN LOS PUENTES DEL SENA con la catedral de Notre-Dame a nuestras espaldas, en callejuelas estrechas con un bistró en cada esquina, en plazas con flores pintorescas, delante de las grandes librerías o, simplemente, en cualquier sitio, atravesando calles, subiendo escaleras, esperando en un banco. París en noviembre es ceniciento y melancólico, los plátanos deshojados de los grandes bulevares muestran sus manchas de vejez, los organilleros, con un gato que duerme en el cogote de un perro —buenos e inseparables amigos—, hacen girar la manivela mientras piensan en otra cosa… No hay que ir a Montmartre o a Sacré-Coeur para tener París a tus pies: París no es una acumulación de edificios sino un estado del espíritu que se percibe en todas partes, en el aire, en los copos de nieve, en el conocido paisaje de los edificios de cinco pisos, ni uno más ni uno menos. Es la única ciudad del mundo en la que, al cabo de media hora, te sientes un vecino más.
Así pues, éramos ya unos parisinos de pura cepa cuando llegamos al Beaubourg, al Centro Georges Pompidou —los que no lo habían visto antes lo contemplaban con la estupefacción de un aldeano ante una jirafa—. Trepamos después por sus tubos transparentes hasta llegar al último piso; desde allí, a través de unas escotillas futuristas, vimos eso que solo puedes ver en sueños, esta ciudad tan fundamental para nuestra mente como la intuición del espacio y el tiempo, tan ilusoria como ambos, que se extiende, compacta y leve al mismo tiempo, como una especie de tarta diáfana, en todas las direcciones, con extrañas singularidades aquí y allá que sobresalen de la calina de los bloques y de las ramas de los plátanos: la cúpula dorada de los Inválidos, la forma de nave espacial a punto de despegar —con grandes depósitos a sus espaldas— de la catedral del Sacré-Coeur, la espantosa torre de Montparnasse y, hacia el norte, apenas entrevistas, las construcciones en forma de cristales afilados de La Défense. En el Centro Pompidou vimos una exposición Dada, nos indignamos porque apenas mencionaban a Tristan Tzara, y en cambio había surrealistas, futuristas, expresionistas, en fin, la vanguardia completa en todo su esplendor. También nos reímos: en una de las paredes había tres variantes de la Gioconda con bigote, una de ellas (descubrimos en la placa explicativa) había sido donada por Duchamp ¡al Partido Comunista Francés! Se lo tienen merecido, dijimos todos… También allí vimos la famosa pinturavitral-objeto La novia desnudada por sus solteros . En una sala vacía brotaban de las paredes ruidos y extrañas reverberaciones. En las paredes había fotos de vanguardistas y surrealistas famosos cuyos rostros conocíamos bien: Max Ernst, Breton, Delaunay, de Chirico y, finalmente, también Tzara, en un rinconcito. Al parecer en Moineşti, donde nació, le han dedicado una estatua y a un periodista se le ocurrió preguntar a los vecinos quién era ese tipo y qué había hecho en la vida. Evidentemente, nadie sabía nada sobre aquel joven que conquistó el mundo con sus chiflados poemillas: «Dada, dada / Lavez votre cerveau / Dada, dada / Bouvez de l’eau… »
En el Beaubourg nos encontramos con otros «simpatriotas» así que también yo pude fotografiar, con la pequeña Nikon comprada en Viena, a unas cuantas celebridades: a Marta Petreu, sobre el fondo de un París bruscamente iluminado por un rayo de luz (por desgracia, salió con los ojos cerrados, pero no es necesariamente un mal retrato de Marta), a Crăciun y a Mury ante el andamiaje azul del Centro, envueltos en bufandas hasta los ojos porque soplaba un viento bárbaro y, sobre todo, a Agop y a Simona Popescu, una foto de la que estoy más que orgulloso a pesar de lo precario del aparato. Agop se parece aquí a García Márquez más que nunca, sobre un taburete, en el vestíbulo de la exposición dadaísta, y a sus espaldas, en otra silla, se ve de perfil a Simona, extremadamente espiritual, leyendo un libro. Qué voy a decir, soy bueno haciendo fotos. Finalmente abandoné la máquina pequeña, de turista, cuando pasé en Stuttgart a una Nikon de verdad. No os voy a contar ahora la historia de mi pasión por la fotografía porque acabo de divertirme escribiéndola para el prólogo sobre Maramureş del grupo Siete días que ya ha sido publicado. La cámara pequeña, de cuatro mega píxeles, era sin embargo excelente. Solo tenía una pega: deformaba los rostros en las fotos sacadas de cerca. De unos cuellos delicados salían unas cabezas bovinas, acromegálicas, como si los sujetos estuvieran intoxicados con plomo o algo así. El colmo es que, en mi entusiasmo por las fotos, yo ni siquiera me daba cuenta.
Nos fuimos luego a almorzar juntos con un presupuesto un tanto reducido porque algunos de nosotros —Florin y Cecilia si no me equivoco— se habían liado al cambiar dinero en una casa de cambio de lo más sospechosa. Encontramos un bistró junto a Notre-Dame y nos apretujamos en torno a una mesa para confrontar cada uno su francés —unos con acento de los pantanos, otros, de barrio— con el único cobaya a nuestra disposición: el camarero que nos atendía. Bebimos cerveza de barril y comimos como pajaritos después de encargar lo que se nos pasó por la cabeza. En las fotos que Florin sacó allí —y que tuvo el cinismo de enviarme— aparece por última vez mi pulóver Burlington crema del que estaba insoportablemente orgulloso y que desaparecería después de mi equipaje, al volver a casa, llevándose consigo, para no aburrirse, un par de camisas y otras tantas camisetas. Me había costado un dineral en Viena y me sentía tan desdichado por su pérdida que Ioana prácticamente me arrastró otra vez por Mariengasse, hasta Peek & Cloppenburg, para comprarme uno idéntico. Por desgracia, ya no quedaban de color crema, así que elegí uno rojizo que conservo aún hoy en día. Qué más da, no tiene comparación… Sigo desconsolado. A partir de este incidente empecé a entender a mi hija cuando era pequeña y se le caía una piruleta al suelo. Era inútil que le diera una idéntica hasta en el color, ella ponía el grito en el cielo porque quería esa que se le había caído, no una igual…
Fue un día perfecto. El extranjero acerca a la gente y nosotros, que en nuestro país apenas nos veíamos, ni siquiera los que vivíamos en 98/192 Bucarest, nos convertimos en París en unos camaradas inesperadamente buenos. Sobre todo con un par cervezas encima, albergábamos unos hacia otros los mismos sentimientos fraternos que los obreros franceses (Jean Gabin y Fernandel entre otros) en las películas de los años sesenta, esas en las que unos chavales con gorra se acodaban en un mostrador de zinc, bebían Pernod, se daban palmaditas en el hombro y recordaban los días de la Ocupación cuando, ya ves, habían luchado juntos en la Resistencia francesa… Volvimos al hotel por la tarde, muertos de cansancio, en medio de una aguanieve cerrada. Por el camino, Letiţia Ilea me habló del drama de su vida junto a Nino y yo me esforcé por aliviar un poco su sentimiento de culpa. Letiţia es una poeta extraordinaria, como descubriría unos días después, cuando hicimos una lectura juntos.
(Continuará…)