Mircea Cărtărescu

5
EL AYUNTAMIENTO DE LA CAPITAL MUNDIAL de los pantis de señora, Castel Goffredo, consideró oportuno conceder cada año un premio literario entre todos los autores extranjeros que hubieran sido traducidos al italiano. Es uno de esos premios pequeños que cumplen dos funciones concretas: satisfacer el orgullo de una comunidad que quiere demostrar que tiene algo que decir —aparte de las sempiternas medias que elevan las nalgas y marcan la línea de las caderas— y pasar a formar parte del CV del autor como premio internacional. Hay también algo de dinerillo en todo este asunto pero, naturalmente, el noventa por ciento se lo lleva el protocolo —y los italianos son protocolarios por excelencia—, así que al bolsillo del autor no llega casi nada. El feliz ganador también recibe, es cierto, una hermosa bandeja de plata grabada con su nombre; se preguntará durante varios años qué hacer con ella y entre tanto descansará en un aparador, bajo manuscritos y tacos de revistas. Pero, qué le vamos a hacer, de nuevo a caballo regalado no se le mira el diente.
Interesante resulta la manera en que se desarrolla el concurso. El ayuntamiento compra unos dos mil ejemplares de cada uno de los libros participantes en el concurso y los distribuye por la pequeña y gallarda pedanía castelgoffredana. Todos los habitantes tienen derecho a votar por el libro que más le haya gustado. Existe un jurado paralelo de expertos, formado por críticos literarios, que también emite su veredicto. Como para que digan que estas cosas no se llevan a cabo de la forma más democrática posible.
Estos jurados «populares» me resultan de lo más simpáticos, sobre todo cuando están compuestos por nuestros hermanos de la familia latina, los italianos. Unos tres años antes había participado en Roma en un denominado Poetry Slam , una especie de concurso de una especie de poesía, que se celebraba en un matadero rehabilitado y transformado en una sala polivalente. Los ganchos de los que en otra época colgaban las medias vacas pendían aún de las paredes. La entrada era libre y, para mi sorpresa, asistieron al slam unas cuatrocientas personas, lo cual no es moco de pavo si tenemos en cuenta la tan cacareada falta de popularidad de la poesía en el mundo de hoy. Nos inscribimos en el concurso unos veinte «poetas», casi todos especialistas en este tipo de espectáculo, es decir, individuos que no han publicado en su vida un poema en papel. Recibíamos 200 euros de partida, los finalistas, 200 euros más y el ganador, 500. Nos colocaron a todos tras un telón, y allí que esperamos pacientemente a que se abriera.
¡Dios mío, qué panorama! Aquellos tipos como atletas antes del start . Correteaban de acá para allá, hacían ejercicios de respiración, controlaban los tirantes de los trajes, tan ceñidos al cuerpo como los de los patinadores. Murmuraban, balbuceaban, se reprendían a sí mismos. Una negra vocalizaba arrastradamente, tipo Mahalia Jackson. Una mujer barbuda que, como decía Arghezi, «bajo las faldas / llevaba, como un hombre, de todo y dos pistolas», lloriqueaba y movía el trasero con un tutú de bailarina… Todos bebían con valentía unos vasitos de plástico rebosantes de Chianti. ¡Una tía con una máscara veneciana y vestida como una fulana se acercó a mí y me dijo que recibía unas vibraciones negativas procedentes de mi pobre persona! «Es que soy del país de Drácula», le dije, y pareció satisfecha porque no volvió a preguntarme nada más. Por otra parte, ya habían alzado el telón y el espectáculo había comenzado.
En primer lugar fueron elegidos los miembros del jurado, tras un sorteo entre los números de los asientos. Unos ocho espectadores fueron subiendo sucesivamente al escenario, chicos y chicas emocionados por su pasajera importancia. Adoptaron de inmediato un talante serio, como el de los jurados de los campeonatos de gimnasia artística o del festival de Mamaia . Les hormigueaban los dedos, evidentemente, de las ganas de pronunciarse. La nota más alta y la más baja no se tenían en cuenta. Luego nos presentaron a nosotros, con gestos magnánimos y pomposos, como si fuéramos unos luchadores del circo. El presentador era una estrella del pop italiana, una especie de imitación de Elvis, lleno de caspa y lentejuelas, con ojeras y una figura mórbida, como de drogadicto.
Siguió la primera ronda del show . El slam tendría que ser un recital de poesía, pero de hecho es una especie de happening en el que todos los golpes estaban permitidos. La poesía se grita, se canta, se ríe, se llora, se desnuda, se tira al suelo, se calla, más o menos en la línea de Chirikure Chirikure, el poeta africano. Os podréis imaginar el ridículo que hice entre los comediantes y los trágicos de la poesía. Naturalmente, yo también me esforcé por estar, de alguna manera, a la altura de las circunstancias: recité un poema agresivo mientras imaginaba que me atormentaba espantosamente un brusco dolor en la nuca. Quedé el primero por debajo de la línea de corte, así que perdí los otros doscientos pero al menos terminé de forma honorable. Se calificaron, entre otros más tétricos, el travestí y la negra que vocalizaba, hasta que finalmente la negra zanjó el resultado gracias a un negro spiritual de un solo verso —«Oh, Señor, hazme guapa, lista y haz que llegue pronto a casa», o algo así— entonado desde lo más profundo de sus pulmones mientras toda la sala se balanceaba como en una misa evangélica de Louisiana. Luego me enteré de que esta muchacha se presentaba a todos los concursos y les soplaba los premios a los poetas en cada slam con el mismo truco de arrepentida de opereta. Fuera como fuera, yo me pagué el viaje a Milán en tren gracias a mi esfuerzo poético. Para que luego digan que hoy en día no se puede ganar dinero con la poesía…
Volvamos a nuestros pantis de señora: en 2005 le llegó el turno a Rumanía en el Premio Giuseppe Acerbi. Bienvenido sea, pero el problema era que solo había tres novelistas contemporáneos traducidos al italiano: Norman Manea, Marin Mincu y su humilde servidor de ustedes. Y Norman Manea, naturalmente, no se molestó en atravesar el océano hasta Castel Goffredo. El premio tenía que disputarse, en consecuencia, entre Marin Mincu, que había publicado en italiano un diario de Drácula, y yo…
Pero el reglamento del jurado preveía que participaran al menos tres autores, así que se planteó rápidamente la cuestión de dónde sacar al tercer rumano traducido al italiano. Quizá para otros pueblos más torpes esto hubiera supuesto un problema, pero ya sabemos que para el rumano «si no hay peras, hay manzanas». Un periodista y guionista recordó que él también tenía un manuscrito traducido al italiano aunque, desgraciadamente, no estaba publicado en rumano. El texto, que hablaba de unos mineros, se publicó enseguida en una editorial de Bucarest en tantos ejemplares como exigían los de Castel Goffredo. De esta forma el problema quedaba solucionado. The Romanian way triunfaba una vez más…
6
NO SUPE EN NINGÚN MOMENTO adónde me dirigía, pues de lo contrario no habría ido. Tampoco las autoridades —representadas por una señora felliniana tan alta como una torre y que fumaba como una serpiente— habían cometido la imprudencia de revelarle al desgraciado escritor qué le depararía ese día fatídico, tras no sé cuántas visitas anodinas a escuelas e institutos. Simplemente vinieron a recogerme, me embutieron en un coche junto a la señora felliniana en cuestión —la señora Volumnia, ese era su nombre, si es eso lo que os interesa— y siguió un viaje largo y laberíntico fuera de la ciudad. Kilómetros y más kilómetros de paisaje italiano como si desenrollaran un fardo de tela estampada haciéndolo rodar por el mostrador de una tienda. En nuestro destino nos esperaba un portón corredero que yo había visto solo en las películas y eso ya me dio qué pensar. Descendimos todos, intimidados.
El portón era de metal macizo, con barrotes, de unos tres metros de altura y tenía en la parte superior unas cuantas tiras de alambre de espinos. El vigilante de la garita llena de aparatos electrónicos manipuló unos botones y la puerta empezó a desplazarse lentamente, con una grandeza wagneriana. «Pero ¿qué es esto?», me atreví a preguntar, la señora me sonrió tentadoramente, con una gracia celestial, como Blancanieves a uno de los enanitos, y me pareció que incluso me guiñaba un ojo. «Ya verás, ya…» Como una madre que anima a comer a su melindroso hijo, parecía derretirse ella misma de hambre por lo que venía a continuación: ñam-ñam-ñam…
El edificio que se escondía tras el portón no era, sin embargo, apetecible en absoluto. Al contrario, era la construcción más siniestra que jamás hubieran visto mis ojos: un cubo macizo y grisáceo de hormigón con rejas en las ventanas, en fin, una cárcel en toda regla. Sobre la entrada principal no decía, es cierto, «Lasciate ogni speranza», sino un equivalente moderno de la célebre expresión dantesca: «Centro penitenciario de máxima seguridad de Castel Goffredo». Dios mío, empezaba a sentirme como en una película de terror: la inmensa puerta metálica se había cerrado ya a mis espaldas con un ruido sordo y definitivo, y ante mí se alzaba la pesadilla. Puesto que, en sentido propio y en el figurado, aquello no tenía vuelta atrás, me resigné a ascender la escalinata del edificio, hacia el que me conducía, relamiéndose, la señora Volumnia. En el umbral nos recibió el director de la colonia penitenciaria, escoltado por dos enfermeras. Él era menudo, calvo, con algo de barriguita, vestía una bata de médico y sus ojillos tenían —eso me pareció a mí— un cierto brillo sádico. Un tipo shrink sazonado con un bigotito de tenor italiano. Sobrepasándolo en dos cabezas de tal manera que podían hablar con mi acompañante de igual a igual, las enfermeras-guardianas eran extraordinarias. No podía apartar los ojos de ellas. Una tenía la cara tan arrugada como una de nuestras viejecillas de Ţara Moţilor , pero su rostro flotaba sobre un cuerpo de mujer propio de las ilustraciones Hentai: por debajo de una falda que no conseguía cubrirle enteramente los glúteos salían unas piernas embutidas en medias de mallas y unos zapatos de tacón de esos que solo llevan las chicas de los arcenes. Los senos parecían de silicona y se hinchaban de forma inverosímil sobre un pecho a todas luces cincuenta años más joven que la cara. De hecho, un escote casi hasta el ombligo los dejaba a la vista prácticamente por completo. Las curvas de su cuerpo, intensamente bronceado —en contraste con la cara y el cuello, maquillados como la corteza de un árbol—, emanaban una energía erótica paradójica y desinhibida. La otra enfermera era, por el contrario, severa y musculosa, de voz grave y pelillos en la nariz. También sus orejas estaban orladas por unas ásperas y canosas hebras. Podía ser una monja amargada de tanto comer armuelle y acedera, agarrotada por culpa de los tablones de la cama. El director nos invitó, jovial, a su despacho, a tomar un cafetito. A mi lado, la chica Hentai cruzó las piernas, mirando pensativa a través de la ventana.
A lo largo del discurso, el director se mostró encantado con que ese año los candidatos al Premio Acerbi no se las hubieran arreglado para sortear una visita a su institución. Durante seis años, sus pacientes se habían deleitado con literatura de la mejor calidad y prestigio y, a pesar del desagradable incidente ocurrido el último año, todo había transcurrido, podría decirse, de forma excelente. Las señoras y los señores residentes recibían los libros del ayuntamiento, los leían, se formaban una opinión y luego votaban al igual que los demás vecinos de la ciudad. El señor escritor procedente de Rumanía no quedaría, pues, decepcionado: iba a vérselas con un público avisado y deseoso de las últimas novedades literarias. De los más de doscientos pacientes de la institución, habían seleccionado solo a treinta, los más ávidos de literatura. Que no nos preocupáramos: al que había provocado el pequeño incidente con el escritor mejicano, ganador del Acerbi en el 2004, se le había prohibido el acceso a la sala. Y ahora, si éramos tan amables, podíamos pasar a la sala, pues el público empezaba a impacientarse.
Por el pasillo, la señora Volumnia me contó lo que había sucedido el año anterior (y me insistió en que no me preocupara, que había sido algo realmente excepcional): mientras leía sus poemas, el escritor de Méjico fue atacado de improviso por un espectador de la primera fila y acabó con graves heridas por mordiscos en el cuello y en el pecho. Sin embargo, los vigilantes intervinieron a tiempo, afortunadamente. Posteriormente, el espectador justificó su reacción por el desencanto estético provocado por los textos «de dudosa calidad» del mejicano. Mis relatos, me aseguró mi guía, eran, sin ninguna duda, mucho mejores.
El director abrió, pues, una de las puertas del salón y nos encontramos de repente en la sala de conferencias. Ante nosotros, retrepado de medio lado en sus asientos, se encontraba un muestrario humano indescriptible. Incluso aunque no fuera un escritor adocenado, no tendría ninguna posibilidad de esbozaros aquí la violenta impresión que esta gente me provocó desde el primer instante que puse mi ojo clínico en ella. La mayoría de la concurrencia estaba, con toda seguridad, fuertemente drogada. Colgaban de las sillas con rostros bovinos, con la lengua visible entre sus labios gruesos, con los ojos en blanco. Tres cuartas partes eran mujeres que padecían deformidades monstruosas y tenían el pelo cortado a trasquilones. Una no cabía literalmente en su asiento, era más ancha que alta y atendía desde el suelo con un rictus estúpido. Los hombres eran del tipo patibulario, como diría un amigo mío: uno miraba al techo y parecía recitar rápidamente para sus adentros la tabla de multiplicar. Otro parecía un antiguo gladiador, tatuado de arriba abajo, con una mirada cruel que ni siquiera los tranquilizantes habían conseguido aplacar. Todos, me explicaba la señora Volumnia, habían asesinado al menos a una persona, algunos a dos, razón por la cual tenían que pasar el resto de sus días internados en esta institución.
He realizado otras lecturas públicas, pero nunca con el nudo en el estómago que tenía ante aquel distinguido público, atentamente vigilado por dos guardias macizos, pura carne de sala de pesas. Cuando terminé, más o menos la mitad de los pacientes aplaudieron con entusiasmo, mientras que los demás yacían desmayados con la cabeza en las rodillas. Un microcéfalo incluso se acercó para pedirme un autógrafo. Una chica de unos catorce años, de cabello rosa y un pendiente en la nariz, me preguntó, leyendo un papelito, cuál era exactamente mi credo artístico…
7
TRAS FINALIZAR FELIZMENTE LA LECTURA y respirar aliviado, nos invitaron a unirnos a los espectadores en un pequeño ágape de zumos y patatas fritas para poder socializarnos libremente y conocernos mejor. La señora Volumnia se encontraba a sus anchas, bromeaba, sonriendo a diestro y siniestro, con el doctor, que le llegaba exactamente hasta la cintura, en un italiano dialectal bellísimo. Incluso los guardias se mostraban relajados y se habían servido un poco de zumo en sus vasos de plástico. Para mi tranquilidad, vigilaban a la variopinta asamblea por el rabillo del ojo. Las obesas sonámbulas se movían entre nosotros como perezosos peces-globo, unos individuos tatuados hasta en la lengua enarbolaban unas sonrisitas inverosímilmente sádicas, como actores malos dispuestos a interpretar el papel de asesinos en serie. Pero la mayor parte de los «apasionados por la literatura» no había conseguido levantarse de sus asientos y yacían sobre mi libro, ostensiblemente colocado en su regazo con la portada boca arriba, empapada por los hilillos de saliva que caían de sus bocas. El síndrome de Turner campaba a sus anchas en aquel cenáculo improvisado.
Puesto que permanecía aislado como un expatriado en un rincón, una enfermera elegante —la única figura normal en aquel manicomio— se compadeció de mí y se acercó a intentar darme conversación. Era una señora distinguida que frisaba los cincuenta años, con un hermoso collar de lapislázuli al cuello. En un inglés fluido, me preguntó por la situación de Rumanía, por la condición del escritor en Europa del Este, en fin, las preguntas normales que me hacen en sitios y en momentos normales, y para las que yo tengo unas respuestas preparadas de antemano. De lo contrario, ¿qué vas a hacer? Obligada a trabajar permanentemente, la mente se desgasta lo quieras o no. Estaría bueno que tuviera que pararme a pensar cada vez que concedo una entrevista. ¡No, chaval, reservo mi mente para cosas mejores!
Las entrevistas son la compañía más desagradable de la popularidad. En primer lugar, se trata de un trabajo gratuito. Los que te entrevistan tienen la impresión de que te están haciendo un favor, de que te mueres por que alguien te meta el micrófono debajo de las narices. Pues bien, ¡es exactamente lo contrario! En una entrevista trabajas tanto como para un relato, unas cuantas horas, en primer lugar para decir algo que no te deje en ridículo; eso consume tu tiempo y tus recursos. Luego tienes que corregir las pruebas que (en los casos más afortunados) te envían y que, habitualmente, están llenas de transcripciones erróneas, de nombres propios aberrantes —incluso los más sencillos: ¡cuántas veces no habré corregido los nombres de Baudelaire, Rilke o del mismo Cervantes, transcritos con errores por alguna periodista inculta!— y de verdades molestas que te has arriesgado a lanzar, en la euforia de la conversación, arriesgándote a enemistarte con tres cuartas partes del universo literario… La prensa está llena de chicas desenvueltas y chicos con veleidades poéticas que colaboran en las páginas culturales y que a veces son extraordinaria, casi genialmente ingenuos en cuestiones referidas a la vida espiritual. Hace unos años asistí a una conferencia celebrada en el New Europe College. Intervino un invitado procedente de Francia y el debate posterior se desarrolló, naturalmente, en francés. A mi lado, una jovenzuela en posesión de un cuadernito y un lápiz me preguntaba una y otra vez, con cada frase, «¿qué dice? ¿qué dice?», y yo, un alma caritativa, se lo traducía de vez en cuando. «¿Y quién es el tipo ese que está junto al francés?» me preguntó en un determinado momento. Miro: a un lado del francés estaba Pleşu , al otro, un sociólogo cuyo nombre le facilito a la chica. «No, a ese ya lo conozco de la tele. El otro, el que tiene cara de enanito de Blancanieves…» Me quedé bloqueado, luego me entró una risa tan espontánea y salvaje que estuvieron a punto de echarme de la sala… Le pregunté a la chica a qué se dedicaba: «Soy licenciada en Filosofía y Letras y trabajo para la página cultural del periódico […]», me respondió ella con mucha dignidad…
Así que, cada vez que concedo entrevistas o cuando converso «intelectualmente», pongo la mente en piloto-automático y recito cuidadosamente cosas que ya he pensado de antemano, con mucha antelación, y que luego guardo para los días negros. Así que algunos se sorprenden de lo poco intelectual, de lo poco poeta que soy en las conversaciones cotidianas. «Pero Mircione, no te he oído nunca decir en la mesa, al menos una vez, algo inteligente, sacar alguna metáfora o una idea interesante, citar a Nietzsche o a Dostoievski como hacen los escritores de peso. ¿Qué mierda de autor eres tú?», me dice de vez en cuando algún amigo, y no le falta razón. Haré un esfuerzo, le respondo, ya estoy recogiendo citas de Platón Pardău y Aristóteles Pârvulescu para colocarlas en primera línea si es necesario.
Y también así, un tanto alterado y, sin embargo, aliviado por haber encontrado un oasis de normalidad en aquel «Hospicio penitenciario de máxima seguridad» de Castel Goffredo, disipé las dudas de la señora sobre nuestro modesto paisito: le señalé que somos un pueblo latino al igual que los italianos, con una lengua de la misma familia, entré también en la oscura problemática de la etnogénesis al norte (¿o al sur?) del Danubio, pasando al periodo medieval, luego —un tanto bruscamente— al ceaucismo y la revolución, mostrándole, en fin, un panorama ad usum delphini de la problemática étnico-ético-estética a través de la cual nos definimos como pueblo. La señora de rasgos nobles, muy espigada y con una mirada inteligente, me seguía atenta y de vez en cuando colaba un «indeed? » o algún «certo » que corroboraban que me encontraba ante un interlocutor activo.
Nuestra agradable conversación fue interrumpida por el sonido estridente de un silbato; incluso los más alicaídos amantes de la literatura se incorporaron de un salto de sus asientos y, tambaleantes, caminando como osos guiados con una cadena, lanzando miradas salvajes a su alrededor, se dirigieron hacia la puerta para ser conducidos de regreso a sus habitaciones por aquellos macizos guardianes. Los ejemplares nuevecitos de mi pobre libro quedaron desparramados bajo las sillas, con las páginas abiertas por primera vez, quizás.
Volvimos a reunirnos también nosotros, la formación inicial, en el despacho del doctor; la enfermera Hentai se sentó con el trasero encajado en el alféizar, destapando sus muslos hasta más arriba que nunca, mientras que la otra permaneció rígida junto al director, más austera que la Madre Teresa. A mí me pidieron que comentara mis impresiones tras la lectura. Naturalmente, elogié todo, la atención y la competencia del público, la calidad de las preguntas, la atmósfera cálida y festiva que me había rodeado, le di las gracias al director, que inclinó con modestia la cabeza, y luego consideré oportuno alabar por encima de todo la delicadeza y la buena voluntad de la enfermera con la que había estado hablando más de media hora durante el refrigerio. «¿Qué enfermera?», preguntó el director. Se la describí como mejor pude, pero el detalle del collar de lapislázuli resultó decisivo. «Signor Cartarescu» me dijo, sonriendo, el minúsculo doctor, «la señora en cuestión no es enfermera, sino una de nuestras pacientes más antiguas. Mató a sus dos hijos, a sangre fría. Sin embargo, cada día espera su visita. Es por eso que se arregla tanto».
Entonces se me nubló la vista y tuvieron que humedecerme la cara con un poco de Fanta que había por allí.
8
TRAS ESTA AVENTURA TAN spooky , las cosas volvieron lentamente a su cauce normal en el sentido de que, antes de la fiesta de entrega del Premio Giuseppe Acerbi, tuve la agradable sorpresa de descubrir que, aparte del premio propiamente dicho, los italianos habían aprovechado para concederme otro por mi obra poética. Esta vez sin competencia, sin luchas intestinas, sin nada. Pero cuando fui proclamado feliz ganador, coincidí con una conocida poeta rumana, exuberante y seductora, envuelta no en píxeles, como yo, sino en todo tipo de chales, saris y otras prendas de vestir cuyo nombre exacto nunca llegaré a conocer. Esa mujer me comió la tostada. En cuanto apareció, me olvidaron en un rinconcito: todas las autoridades, todos los fabricantes de pantis de señora, todos los traductores del rumano al italiano, todos nuestros embajadores y responsables culturales corrieron a alumbrarse con su sonrisa, más amplia que la vida. Ya me había sucedido eso mismo con la citada señora en otras «extranjeridades». Ya me había eclipsado en otra ocasión —y no solo a mí— apareciendo también así, en el último minuto, solo para soplar los premios, pues esa era su especialidad desde la adolescencia: un nombre sonoro acompañado de una magnífica sonrisa le había asegurado durante más de medio siglo la más sólida popularidad. Desde hacía unos años había exportado su fama también abroad con mucho tesón, y aquí la tenía ahora, cuando menos me lo esperaba.
En la fiesta de clausura estuvo presente Castel Goffredo en pleno. Un Edgar Bostandaki contemporáneo habría inventariado los vestidos de las damas, los accesorios de los caballeros, los decorados de ensueño del local más sofisticado de la urbe. Era el máximo acontecimiento de la ciudad, su velada de gracia, anhelada por todas las almas. Pero yo, abandonado en mi rincón, junto a un ficus y una mesita con folletos, avergonzado porque nunca tengo ropa de ceremonia (¿dónde demonios consiguen los cineastas de la última hornada, los Mungiu & Co., los esmóquines y las pajaritas con que suben al escenario? Yo he ido a todas partes en pantalones vaqueros y con mi sempiterna chaqueta gris, así que en Castel Goffredo parecía el guardia de seguridad del restaurante antes que el glorioso winner ), los contemplaba como contempla un niño pobretón las chocolatinas de un escaparate. Mi Nostalgia había ganado el primer premio —tampoco fue tan difícil, que esto quede entre nosotros, si tenemos en cuenta la competencia—, pero la señora Volumnia, cuya cabeza con un cigarrillo entre los labios flotaba cerca del candelabro de miles de carámbanos irisados, estaba ya junto a la puerta y temblaba de emoción: de un Audi de círculos relucientes descendía en ese momento, frente al restaurante, la diva de la poesía miorítica, que penetró impetuosamente en la sala, como una esquiadora que dejara a su paso oleadas diáfanas de nieve. ¡Era única, indeleble, inalterable, fatal! Tomó asiento en la primera fila de sillas Secession junto al alcalde, el jefe de policía, el abad y tres o cuatro descendientes de la familia Acerbi. Seda y almizcle, almizcle y seda se desprendían de su naturaleza metafórica por excelencia.
Siguieron los discursos, interrumpidos por los oportunos aplausos y por mi inoportuna voz, pues se me ha olvidado deciros que tenía un resfriado de caballo. Tosía como el hermano de Seymour en la boda, si es que comprendéis la alusión. A mi alrededor resplandecían los diamantes de las orejas de las señoras y las dentaduras postizas de los ancianos, así como, cuando era pequeño, refulgían mágicamente en el circo las lentejuelas de las jinetes y los trombones de la orquesta. Era ese niño amargado en un espectáculo creado en su honor pero al que él permanecía ajeno. Le llegó también el turno a mi discurso y, por supuesto, por culpa del calor y del humo de la sala, me dio la tos, así que, entre ráfagas de catarro, apenas conseguí pronunciar unas pocas palabras. Me entregaron la mencionada bandeja de plata y el sobre en el que había cinco veces menos dinero de lo que me esperaba y me mandaron de una patada a mi sitio. Se conoce que con mi atuendo de estudiante famélico estropeaba su puesta en escena. Luego le cedieron la palabra a la poeta que había ganado el premio supernumerario. Tengo que reconocerlo, a cada uno lo suyo. Fue sutil y divertida, aduladora y lujuriosa, modesta como la Madre Teresa y sabia como el Dalai Lama. Conquistó, si es que era todavía necesario a esas alturas, los corazones de todos. Le dieron —ya veis qué cosa— una bandeja mucho más bonita que la mía. Con una especie de rosa digna de Cellini, mientras que la mía era sobria, rectangular, estándar. Entonces sí que me invadió la envidia. Vaya mierda, encima de que había ensombrecido mi pequeño momento de gloria italiana, ahora dejaba en ridículo también mi bandeja. Desde entonces no puedo verla siquiera. Con la excusa de que era demasiado pesada para llevarla en el avión, se la encasqueté a mi traductor, el encantador profesor Mazzoni, tan subyugado a su vez por la aparición de la poeta autóctona que se encajó la bandeja bajo la axila sin decir una palabra y así permaneció durante toda la velada.
A lo largo de la ceremonia se desarrolló un programa artístico rumanoitaliano. La contribución de los locales fue la que se esperaba: jazz , si no recuerdo mal. La nuestra, propia de Rumanía. ¿Cómo íbamos a perder la oportunidad de hacer el indio una vez más? ¿Cómo íbamos a perder el «sentimiento rumano del ser»? Sobre el fondo de una música de magnetófono con las cintas medio desmagnetizadas hizo acto de aparición, en el ultraselecto salón de baile, un… fantoche, un ser semejante a aquellos bandidos de Star Wars que querían secuestrar a C3PO y llevárselo a la chatarrería: jorobado, con un inmenso pañuelo sobre los ojos, con una especie de zurrón a la espalda y unas abarcas para las que la palabra «gigante» resultaría insuficiente, pues eran más bien barcas. El traje popular era de los auténticos, de una fealdad imposible de falsificar: pesado como una armadura, olía a rancio y a mugre, y el bordado de las mangas estaba todo enmohecido. La aparición saltaba al ritmo de la música como si estuviera galvanizada, como si tuviera un mecanismo interior y, en cuanto comenzó a cantar, reconocí la voz gruesa, como de pastor de ovejas, de una antigua cantante de música popular. El público se había quedado clavado, estupefacto, en sus sillas Secession. Aquellos junto a los que pasaba el artista se retiraban espantados, como si temieran que les contagiase algo. Era la Madre-Bosque, que Dios me perdone, lanzada en paracaídas a aquel salón mantuano y profiriendo conjuros en lengua dialectal. Ante nuestros ojos brincaba la culminación de años y años de política cultural repleta de sarmale y mămăliguţa, de alaridos y gritos de los căluşari, de literatura popular, pintura popular, música popular, metafísica popular, estomatología popular, ginecología popular y Dios sabrá de qué más. De nuestra tradición de primitivos de Europa. En la orquesta de los pueblos, nosotros nos presentamos como los más puros con la ocarina de nuestros antepasados. Y ahora nuestros representantes, entre ellos el propio embajador, miraban al suelo avergonzados. Hay que joderse, si era cuestión de monstruos habría preferido a Adi de Vito . Ese, al menos, eligió un nombre italiano. Y, en cualquier caso, me parece más auténtica su vitalidad estúpida que todo el «tesoro folklórico» de los domingos a las diez de la mañana, mal rayo los parta…
(Continuará...)