LA OTRA ANDREA

Lucas Berruezo

Oriental Poppies (1928)-Georgia O’Keeffe









Con Andrea, mi esposa, llevamos quince años de casados. Si a eso le sumamos los cinco años de noviazgo, bien podemos decir que hace dos décadas que estamos juntos. Mantener una relación por veinte años no es fácil, aunque tengo que admitir que tampoco es difícil. El secreto radica en saber ignorar algunas cosas y entretenerse con otras. Sin excepción, las rupturas son consecuencia de las peleas, y las peleas son siempre el resultado del deseo de pelear. Si no se quiere pelear, entonces no se pelea. Y si no se pelea, veinte años pasan volando.

Lo digo por experiencia. Mi relación con Andrea es la prueba de lo que digo. Nosotros dos nunca fuimos el ejemplo de «compatibilidad» o de «el uno para el otro». No, nada que ver. Yo soy empleado en un banco, fanático de los autos y del fútbol. Ella, por su parte, es maestra de primaria, amante de los animales y adoradora de la cocina. A mí me encantan las películas de acción (y si tienen autos, mejor). A ella la vuelven loca las películas de amor (y si son comedias, puede verlas infinidad de veces). Prácticamente no tenemos nada en común, al menos en lo que se refiere a los pasatiempos. Con respecto al sexo, al principio nos llevábamos bastante bien, aunque siempre era yo el que insistía en hacerlo. Después de que vinieron los chicos (tenemos tres hijos), el sexo pasó a ocupar ese lugar a donde van a parar los objetos y las esperanzas perdidas. De cualquier manera, si bien para otras parejas esto podría haber significado «el no va más», para nosotros no fue tan grave. Yo tenía mi Ford Falcon en el garaje, al que cuidaba (y consideraba) como un cuarto hijo; y Andrea tenía su cocina y a sus amigas del colegio («El Grupo Pedagógico», como se llamaban y se siguen llamando a sí mismas), con las que hablaba constantemente por WhatsApp, se juntaba todas las semanas por Zoom y se reunía una vez al mes en la casa de alguna de ellas. Cuando apareció la otra Andrea, la que me sorprendió tanto a mí como a ella (de eso no tengo dudas), la balanza se inclinó para el otro lado. Esta noche podría decir que la balanza se desquició por completo.

Durante el noviazgo, teníamos relaciones una vez por semana, más o menos. Después de nuestro primer hijo, la cosa se mantuvo. Ya con el segundo, esa vez semanal se transformó en una vez cada quince días. A veces cada veinte. Con la llegada del más pequeño de la familia, me podía sentir afortunado si lo hacíamos una vez al mes. Para una persona que estaba abandonando la década de los treinta, era bastante poco. Esto, al menos, en lo que se refiere a la cantidad. Con respecto a la calidad, en este caso no hubo muchas variaciones en todos estos años, al menos no hasta la aparición de la otra Andrea. La Andrea de siempre nunca fue una persona, digamos, «innovadora», y yo nunca me caractericé por ser muy exigente. En consecuencia, siempre lo hacíamos de la misma manera, en la posición del misionero o, en su defecto (pero muy poco, tengo que admitir), ella arriba. Todo lo demás, en cuatro, las previas con sexo oral, la búsqueda de nuevos orificios, las palabras «chanchas», todo eso quedaba abandonado a mi imaginación, para esos momentos en el baño o cuando Andrea se juntaba con sus amigas y yo me quedaba solo.

Más de una vez quise averiguar sobre la falta de interés de Andrea por el sexo (me interesaba saber, pero también me interesaba aprender alguna forma de poner en funcionamiento «la máquina deseante» de mi esposa). Pregunté, indagué, propuse… Pero nada resultó. Según mi esposa, a ella no le interesaba el sexo. Si la apuraba, buscando alguna otra respuesta, me soltaba que no le gustaba. Para ella, las ganas se presentaban de vez en cuando (una vez al mes, más o menos, como queda dicho) y, cuando eso pasaba, bastaba con tener relaciones hasta acabar, y cuanto antes mejor. No había disfrute en el proceso, sino que el sexo era una necesidad esporádica a ser saciada. Si estaba yo, teníamos relaciones de tres minutos en promedio. Si no estaba, ella se masturbaba. En ese caso, llegaba al orgasmo incluso en menos tiempo. Y listo. A otra cosa. A cocinar o a hablar con sus amigas.

Como afirmé, traté de indagar, en vano. En las respuestas de Andrea, no siempre amables, se mezclaban razones religiosas (ella había sido criada en una casa evangelista y, en mi opinión, fanática), estéticas (hacía tiempo que no se sentía a gusto con su cuerpo), económicas (no tenemos una vida holgada, por lo que las preocupaciones por llegar a fin de mes no son infrecuentes) o personales (el desinterés del que ya hablé). No había más por averiguar.

Por eso me sorprendí tanto cuando, hace dos años, descubrimos que la llama no estaba apagada, sino escondida. Una llama que, de hecho, nunca antes habíamos conocido.

Hace dos años apareció en nuestras vidas la otra Andrea.



Todo empezó, digamos, de manera casual. Las amigas de Andrea habían organizado una reunión por Zoom para festejar el día de la primavera. Hace dos años cayó miércoles, por lo que toda reunión física quedaba descartada. Iban a juntarse, entonces, por Internet y se filmarían así, cada una en su respectivo cuadrado de la pantalla. Después subirían el video a las historias de Instagram. La consigna era que todas tenían que tener una peluca rubia, anteojos negros y los labios pintados de un rojo furioso. Se divertían pensando en que a muchos les iba costar reconocerlas o diferenciarlas. Para Andrea, que es de tez trigueña y se tiñe de morocha cada dos o tres meses, iba a representar un cambio radical.

Llegado el 21 de septiembre, se conectaron, charlaron un poco, se rieron un montón e hicieron el video con las pelucas, los anteojos y los labios carmesí. A fuerza de ser honesto, vistas así, todas en la pantalla, hasta a mí me costó reconocer a mi esposa.

—Parecés otra —le dije, cuando la reunión acababa de terminar.

Andrea me miró, se miró al espejo, después me volvió a mirar y, al tiempo que se ponía los lentes sobre la punta de su nariz, me preguntó:

—¿Te gusta?

Su postura se veía extraña. Descansaba todo el peso de su cuerpo sobre una pierna, mientras que la otra acariciaba el piso con la punta del pie. Una mano en la cadera, la otra sobre los lentes. Una sonrisa que, aunque parezca loco, nunca le había visto.

—¿Te gusta? —me repitió.
—Sí, me gusta —le respondí, un poco confundido, aunque también divertido, para qué mentir. No quería hacerme ilusiones, después de todo era Andrea, la única persona del mundo a la que no le gustaba el sexo (o al menos la única persona que yo conocía que lo afirmaba, tanto en público como en privado), por lo que ese coqueteo podía terminar con ella en la cocina y conmigo en el garaje (en ese momento recuerdo haber estado bastante ocupado con el motor del Falcon). No obstante, seguí el juego—. Me gusta mucho.

Andrea empujó los anteojos nariz arriba hasta cubrirse los ojos y se acercó caminando lentamente.

—Y si te la chupo —me dijo, en un susurro, cuando ya estuvo frente a mí—. ¿Te gustaría que te la chupe?

Una corriente eléctrica extraña, y que no recordaba haber sentido antes, me recorrió todo el cuerpo. Ya no podía responder, al menos no con palabras, por lo que me limité a asentir con la cabeza.

Andrea, entonces, me sonrió y se puso de rodillas. Me bajó los pantalones (algo que no le costó demasiado, ya que tenía puestos unos joggins) y se metió mi pene, cada vez más duro, aunque todavía no al tope, dentro de su boca.

Hacía años que Andrea no me practicaba sexo oral. No sé cuántos, pero los suficientes como para olvidarme de lo que se sentía. O a lo mejor no es que lo había olvidado. A lo mejor lo que pasó fue que ella nunca antes me la había chupado de la forma en que me la chupó esa noche, y otras noches a partir de ésa, cuando el uso de la peluca, los lentes de sol y el labial rojo se volvieron frecuentes.

En fin, esa noche no lo hicimos. Andrea hizo lo que hizo y, después de que yo acabara (sobre una remera de mi cajón, debo decir), fue al baño. Cuando volvió ya no tenía puesta la peluca ni los anteojos, y su boca estaba completamente al natural. Se acostó en la cama, donde yo ya estaba, y, con los ojos cerrados, me dijo:

—Si querés que se repita lo de hoy, nunca hables de la Andrea con peluca cuando no la tenga puesta. Hacé de cuenta que somos dos mujeres distintas.

Acepté y, desde entonces, me cuidé mucho de mencionar a una Andrea en presencia de la otra.

Ni siquiera hoy lo hice, y eso lo dice todo.



Hace dos años que empezó esta especie de juego de roles entre mi esposa, Andrea, y yo. Desde aquella primera vez en que me practicó sexo oral, todo ha ido a mejor. La frecuencia, que por un tiempo breve se mantuvo en una vez por mes aumentó rápidamente a una vez cada quince días hasta, en lo que se mantuvo más o menos todo este último año, una vez por semana. En todas las ocasiones siempre estuvo presente el disfraz.

Con el tiempo, aparecieron las prendas eróticas, las obscenidades, las distintas posiciones (algunas impensadas antes), el sexo anal, las eyaculaciones en la boca y, lo que más me sorprendió de todo, la doble penetración (Andrea me hizo ponerle un preservativo a una zanahoria, para que se lo metiera por atrás mientras ella me montaba. También quiso usar esa especie de «juguete» conmigo, y todo lo que puedo decir es que me resistí por un tiempo…). Como ya dije, en esos encuentros jamás se sacó ni la peluca ni los anteojos. Yo tampoco se lo pedí. Temía que hubiera algún tipo de retroceso y todo se echara a perder. En cierta forma, temía que la magia se rompiera y que la otra Andrea desapareciera. Ahora, ante las revelaciones del día, me pregunto si eso no hubiera sido mejor.

Todos los otros aspectos de nuestras vidas siguieron exactamente igual. Los chicos siguen creciendo. El mayor ya está en la secundaria y los dos menores en la primaria. Andrea sigue cocinando, conectándose con «El Grupo Pedagógico» por Zoom una vez por semana y va a la casa de alguna de las chicas una o dos veces al mes. Yo sigo con mis pasatiempos. Vendí el Falcon, ya que quiero empezar a enseñarle a mi hijo mayor los principios básicos para manejar, y un Ford Falcon con la palanca de cambios en el volante no es el mejor auto para eso. Fue difícil, pero todo sea por la familia. Ahora tenemos un Ford Focus 2015, en un estado impecable.

Y todo iba así, bien. A veces, incluso, más que bien. Hasta la noche de hoy, en que Andrea se juntó con sus amigas. Según me dijo, le tocaba a Romina hacer de anfitriona, por lo que se fue para allá a eso de las diez de la noche, en remís, como suele hacer siempre que sale (ella no sabe manejar y nunca quiso aprender, lo que, a fuerza de ser honesto, no me molesta para nada). Yo me quedé en casa con los chicos. Cenamos pizza, yo me tomé una cerveza y ellos una Coca-Cola y vimos un capítulo de Sherlock en la tele. Después, cada uno fue a sus dispositivos y yo miré Rápido y furiosos 6. Para la una de la madrugada, los chicos ya dormían y yo me fui a acostar. Nunca espero a Andrea cuando sale. A veces llega a las cuatro, a veces incluso a las cinco. Lo que nunca hace es llegar antes de las tres. Y esa hora es ya demasiado tarde para mí.



Me despertó el ruido de la ducha. Abrí los ojos y miré mi celular. Eran las cuatro menos cuarto de la madrugada. Por la puerta de mi habitación me llegaba la luz escasa del baño, que salía por la rendija que dejaba la puerta entreabierta. Noté entonces que tenía muchas ganas de hacer pis, producto de la cerveza que me había tomado para la cena y de los dos vasos de Coca-Cola que le habían seguido mientras miraba la película. Me levanté, entonces, y fui al baño «de invitados», que está en la planta baja y que no tiene más que un inodoro y un lavamanos.

Hice pis y salí, con el fin de hacerme un café mientras Andrea se terminaba de bañar. Nunca antes la había esperado, y hoy no había sido la excepción, pero ya que me había levantado, no me costaba nada aguardar a que terminara de bañarse y cruzar unas cuantas palabras. Al menos eso me dije en ese momento, hace más o menos una hora.

Mientras esperaba a que se hirviera el agua para el café, vi en el living la cartera de Andrea, sobre el sillón de dos cuerpos. Jamás se me hubiera ocurrido revisar su interior. Somos dos personas que pueden dejar sus celulares activados y sin clave sin sentir que los nervios nos traicionan. Y no es que no vayamos a encontrar nada en el celular del otro, simplemente no lo revisaríamos, así de sencillo.

Y lo mismo ocurre con la cartera, los bolsillos, las cuentas de la tarjeta o cualquier otra cosa que le corresponda al otro. Pero esta vez… Esta vez fue el destino el que se interpuso ante mis ojos. La cartera simplemente estaba ahí, sobre el sillón, con el cierre abierto y unos pelos amarillos brotando de ella como si se tratara de pasto emergiendo de la tierra. Me acerqué, confundido, y miré en su interior, todavía con las dos manos colgando a ambos lados de mi cuerpo. En efecto, era la peluca rubia la que salía de la abertura que dejaba el cierre abierto.

«No es nada —me dijo mi mente, como si de pronto se hubiera desdoblado y yo también me hubiese convertido en dos personas—. No es nada. Seguro llevó la peluca para bromear con sus amigas. Si mirás dentro, vas a encontrar los anteojos de sol, pero eso tampoco significa nada. Nada».

Miré adentro (ahora sí, usando mis dos manos para abrir la cartera y ver mejor) y, en efecto, me encontré con los anteojos negros. Hasta ahí, ninguna sorpresa (bueno, sorpresa sí, pero una sorpresa esperable, para decirlo de alguna manera). Lo que no me esperaba era la caja de preservativos Prime de nueve unidades, que sólo contenía dos…

En ese momento escuché cómo se cerraba la canilla de la ducha. Guardé todo en la cartera y volví a la cocina. El agua ya hervía, por lo que empecé a hacerme un café.

Andrea bajó con el pijama puesto y una toalla alrededor de la cabeza. La toalla era azul, por lo que no permitía pensar, ni siquiera por aproximación, en la peluca rubia.

—¿Qué hacés despierto? —me preguntó.
—Nada —le respondí al instante—. Me despertó la ducha y bajé a hacer pis. Una vez acá, me dieron ganas de tomarme un café. ¿Querés uno?
—Dale —me dijo, y se apoyó contra la pared.

Me di media vuelta y puse café instantáneo en otra taza. Traté de tapar mis manos con mi espalda para que no viera que me temblaban un poco. De cualquier manera, estaba mejor de lo que hubiese imaginado que podía llegar a estar.

—Ahora vengo, me voy a sacar la toalla —me dijo Andrea, mientras yo echaba el agua desde la pava a las tazas. Le agradecí mentalmente, ya que así podía hacer el café sin temor a que se notara que estaba nervioso.

A los pocos segundos, volvió Andrea y se sentó a la mesa de la cocina. Tenía la cabeza descubierta, y su pelo negro le caía en mechones húmedos a ambos lados de la cara.

—¿Todo bien? —le pregunté. Mi voz salía serena, normal.
—Sí, tranqui. Nos reímos mucho —Andrea le dio un sorbo a su café—. ¿Le pusiste chuker?

Negué con la cabeza.

Ella se paró y se acercó a la alacena. Sacó el edulcorante, le puso un chorro a su café y volvió a sentarse.

—¿Vos todo bien con los chicos? —me preguntó antes de darle un nuevo sorbo a su bebida.
—Sí. Todo bien. Ya sabés cómo son. Ellos hacen la suya.

Andrea asintió.

Tomamos el café en silencio. Cuando terminamos, salimos de la cocina y nos acercamos a la escalera. Miré hacia el sillón y vi que la cartera ya no estaba ahí. Supe, entonces, que sacarse la toalla de la cabeza no había sido el único objetivo de su breve ausencia de la cocina.

Nos acostamos. Andrea se durmió en cuestión de minutos. Yo todavía sigo despierto. No puedo dejar de pensar en nuestro matrimonio. ¿Cuánto hay del otro que uno no sabe? ¿Cuándo se termina el misterio entre las personas? Con seguridad, no a los veinte años de relación. De cualquier manera, vuelvo a afirmar lo mismo que dije en un primer momento. El secreto de todo buen matrimonio radica en saber ignorar algunas cosas y entretenerse con otras.

Mañana voy a empezar con las lecciones de manejo para mi hijo mayor.

Ya está en edad.

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