Mariano Margarit

Paradise (1909)-Mikalojus Konstantinas Ciurlionis
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El acuerdo fue sencillo. Lo propuso el Padre. El Otro lo aceptó sin objeciones. Sabía que no tenía chances de oponerse (aún recordaba el castigo de su última rebeldía), sin embargo, le pareció un buen gesto que después de tantos siglos de ignorarse mutuamente el Padre lo invitara a una reunión. Se fijaron las pautas de la ceremonia. Entraría el Hombre y se pararía frente al Padre. Luego de unas vagas formalidades para solemnizar el evento, el Padre tomaría la palabra y se explayaría a gusto y sin limitación alguna. Terminada su exposición, el Otro (prefiero evitar los muchos de sus alias por la simple superstición que sugiere no nombrarlo) tendría derecho a decir solamente seis palabras. El número lo eligió el Padre en complicidad con uno de sus ángeles, haciendo un juego gracioso con el número de la Bestia. El Otro agradeció la ocurrencia y, en cierto modo, le pareció apropiada. Aún recordaba su expulsión de la Corte, la batalla final con el Arcángel, la caída a los abismos. Todos hechos lamentables. Una simple burla numérica no le ofendía en absoluto.
La ceremonia se inició de acuerdo a lo planeado. Entró el Hombre. El Padre lo tomó de su brazo y lo llevó gentilmente al borde de una hermosa fuente de mármol que se levantaba en el medio del salón blanco. Hizo un gesto suave con su mano y las aguas comenzaron a moverse, proyectando imágenes de las palabras del Padre.
–Aquí te entrego, creatura dilecta, el sol y la noche. Para calentar tus días y acompañar tus sueños. Ahí tienes también la tierra y el mar. La tierra recordará tus huellas y creará caminos en tu nombre. El mar abrazará tus suelos a lo largo y ancho del mundo, para que te aventures a otros horizontes.
»Allí ves a los árboles, fuertes, serenos, que te darán sombra en verano y calor en invierno. Ellos darán cobijo a los pájaros que poblarán tu cielo y te alegrarán con su canto, y en su vuelo te animarán a abrir tus alas al cielo.”
»Te entrego en cuidado las bestias que caminan la tierra y aquellas que nadan las aguas profundas.
»Te ofrezco también las artes, las letras, los colores y la música. Te doy el metal, el oro y el hierro. Te obsequio la transparencia y dureza del vidrio. Te regalo, sin más, la arena infinita y la ciencia futura. Te ofrezco el techo, la cama, la mujer y el vino. Son tuyas las horas, las manos, el sabor y las flores. Te pertenecen los barcos, castillos y teatros, las nubes y el viento, la roca y el río. Te concedo la risa, el amigo, la cena, el fuego y la semilla. Te obsequio un cielo infinito poblado de estrellas.
»Y el misterio.
El Hombre, admirado, en silencio, observaba extasiado aquella fuente todas las formas que dibujaban sus aguas. Se sintió lleno, pleno, confiado. Se hinchó en gratitud. Se sintió parte de aquel Paraíso. Orgulloso de ser él mismo obra del Padre, lo miró fijo a los ojos y le agradeció con una fidelidad marcial.
El Otro contempló la escena en silencio. Llegado su turno, se acercó despacio. Caminó hacia la fuente en zigzag, arrastrando los pies, como danzando un valsecito burlón. Echó un vistazo a las aguas y observó tantas maravillas que casi logró conmoverse, pero prefirió seguir fiel a su estilo. Lo miró al Padre, que no abandonaba su mirada del Hombre, nunca. El otro siguió su bailecito y se detuvo a un costado del Hombre. Le arrimó su boca al oído. Trató de formular una frase pero se contuvo. Volvió nuevamente su mirada a la fuente y su rostro no pudo ocultar la envidia. Como un látigo, hizo la vista a un lado. Caminó por detrás del Hombre, giró graciosamente sobre sí mismo y se paró en puntas de pie, posando sus morados y pestilentes labios en su oído derecho. Abrió la boca pero no emitió palabra. Miró al Padre y confirmó:
–¿Seis palabras?
El Padre asintió con su silencio. El Otro se mordió los labios. Cerró los ojos y atajó su respiración. Los abrió muy lentamente mientras una sonrisa perversa se dibujaba en su rostro. Se paró a espaldas del Hombre y susurró a su oído, señalando la fuente, mientras contaba con los dedos cada palabra que decía.
–¿No tienes miedo de perderlo todo?
El Padre suspiró. El Otro se relamió en su victoria. El Hombre conoció el Miedo.
Luego de unos minutos de eternidad, el Otro levantó sus cejas y se dio vuelta.
–Conozco el camino –dijo y se retiró por los mismos lugares por donde había entrado.
El Padre ordenó a sus ángeles apartar al Hombre de aquel sitio. Ese Adán permanecía en shock, sudando, cubierto de una nube gris. Tuvieron que forzarlo para moverlo de la fuente. Balbuceando, señaló hacia las aguas, creyendo ver que faltaban algunas formas. Uno de los ángeles lo acarició paternalmente en la espalda para tranquilizarlo y lo empujó suavemente para seguir camino. El Hombre se fue temblando, volteando su rostro continuamente hacia la fuente, alzándose en puntas de pie para ver si todo permanecía intacto. La puerta se cerró detrás de él.
La historia oficial sería otra. El Padre delegó en un viejo y sabio Arcángel la construcción del relato. Al buen anciano lo conmovió tanto la escena que prefirió dibujar un Hombre soberbio que uno temeroso. También le pareció ocurrente una historia sobre un fruto y una serpiente. Al Padre le pareció simpática.