Ítalo Costa Gómez
Cuando yo era pequeñito y en la calle mis papás estaban asustados con el tema del terrorismo, los coches bomba y los atentados senderistas que destruían el Perú, yo vivía sumergido – para variar – en la fantasía.
“Nubeluz” aparecía para llenar mi infancia de magia y también para aislarla del dolor. Desde ese que apagaba vidas con un coche bomba hasta el que podía incubarse en mi propia casa. Mi mente se iba a esa nube imaginaria comandada por las dalinas Almendra Gomelsky, Mónica Santa María, Xiomy Xibillé y Lilianne Braun (acompañadas por esas fuentes de talento que eran las cíndelas y los golmodies) que tenían la tarea de llevarme a un lugar mejor, a uno más bonito. Formaban parte de un universo paralelo hecho únicamente para niños. Tenías que tener un corazón infantil para entender al mundo glúfico y más para apropiarte de él.
Cuenta la historia que corría el año 1996. Mi papá ocupaba un cargo importante en prensa en ese canal de la Avenida San Felipe que estaba invadido por programas que marcaron una época como “Contrapunto”, “Ayer y Hoy”, “Maritere”, “Diálogo”, entre tantos otros, mientras yo iba a esas instalaciones grises enormes y jugaba «Mundo» en el piso del switcher haciendo hora a que mi papá terminara de editar o con la esperanza de que se cruzara María Teresa Braschi por algún pasillo.
Nubeluz había emigrado a Venezuela y con ella gran parte de mi inocencia pero no toda. Almendra Gomelsky se había instalado en canal dos con programa propio y mi papá me llevó a los ensayos del programa antes de que saliera al aire. Era la primera vez que iba a ver a la Dalina Grande en vivo.
Me pararon en el estudio con varios niños, todos hijos de, sobrinos de… y apareció en escena esta espigada mujer. Altísima y bella. Ojos y cabello del mismo color y un ángel que me hacía paralizarme. Empezó el ensayo y se acercó:
Almendra: “¡Hola!, ¿Cómo te llamas?”
Yo: “Ehhh…. Eh….. Italo”
Almendra: “¿Listo para jugar?”
Ni le respondí. Estaba embobado y demasiado feliz. Mientras tanto mi papá estaba detrás de cámaras haciéndome señas para que me parara derecho ya que estaba encorvado (para variar). No le hablé mucho porque no tenía muchas palabras, estaba lleno de abrazos y ella los recibió todos. Uno por uno.
Su ternura me sirvió de guía y su sencillez de bandera. Era una figura conocida a nivel latinoamericano que se sentaba a escuchar a cada uno de los niños que se le acercaban como si tuviera todo el tiempo del mundo, como si de eso se tratara el Universo entero.
Me firmó un poster enorme que tengo hasta el día de hoy y fui a su programa dos veces cuando ya estaba al aire.
Hoy les puedo contar que ese hermoso ser humano es mi amiga y forma parte de cada una de mis mañanas. Lo que quiero hacer notar en este relato – además de mi buena fortuna – es esa primera impresión que me dejó. Me dio la sensación de que no había nada más que hacer en el mundo más que escucharme. Me marcó y decidí que esa energía me acompañara por el resto de mi vida.
Siempre busca hacer sentir bien a alguien, busca tocar su corazón. Esa persona quizá lo necesite más que nadie en el mundo y jamás pero jamás te olvide.
Les dejo, amigos irreverentes, la dedicatoria que firmó la protagonista de esta historia en uno de mis cumpleaños.
¡Grántico Pálmani Zum!