Y ASÍ SE CUENTA LA HISTORIA: ¨La primera vez que engañé a la muerte¨

Ítalo Costa Gómez

 

 

Queridos y gentiles amigos de Periódico Irreverentes. En una de mis columnas pasadas les prometí que les contaría detalles acerca de la primera vez que me libré de morir siendo muy pequeñito y aquí honro mi promesa.


Desde piojo he sido antojadizo y lo soy hasta el día de hoy. Siempre he sido un poco caprichoso hasta para comer. Yo como cual pajarito, cantidades pequeñas, pero trato de que las raciones estén muy bien balanceadas; que tengan todo lo que necesito para sentirme bien y que no se me “apague la tele” a las tres de la tarde.

Entre esos antojos que les cuento, los helados son reyes y el afán por conseguir uno cuando era muy chiquitito, en una tarde calurosa, se marcó en mi vida como “la vez que estafé a la muerte – primera parte”.

Cuenta la historia que yo tenía cinco años y vivía con mis papás en un edificio grande en Armendariz, Miraflores. Justo al frente de lo que hoy es el famosísimo centro comercial Larcomar y que en esa época era un parque grande pero modesto, donde ni monumento había, sin embargo, a mí eso poco me importaba ya que estaba lleno de heladeros; y por eso me encantaba cuando mis papás me mandaban a patinar allá, ya que ellos – lindos, hermosos – me daban propinas generosas que yo dilapidaba en sustanciosos helados.

Vivíamos en el séptimo piso. Desde el cuarto de mis papás se podía ver el parque. Un domingo, me cuenta mi mamá, pues yo no lo recuerdo, ellos tuvieron una pequeña discusión – que raaaaaaro, ¿no?– y yo me escurrí debajo de la mesa.

Ellos argumentaron y discutieron por no sé cuánto rato. Yo había desaparecido. De mí no habían señales y nadie se había dado cuenta. Al ratito se me escucha gritar desde la ventana hacia la calle:

– ¡¡Heladeroooooooooo!!, ¡¡Heladerooooooooooo!!

Mamá me cuenta que han dejado de pelearse por cojudeces y palidecieron. No había forma de que yo alcanzara la ventana si no era trepado en algo.

Efectivamente, había empujado un puf hasta la ventana y me había trepado en él. He tenido medio cuerpo fuera cuando en eso, en mi afán de que el heladero escuchara mis plegarias, hice un esfuerzo mayor y mi cuerpo casi llega a vencerse por completo.

Iba a caer siete pisos y estrellarme contra el pavimento.

Mi papá ha dado un salto de canguro y me agarró de uno de los piecitos para evitar que me sacara la mierda. Si caía moriría sin lugar a duda. Fue tan fuerte el tirón que me lastimó la pierna y el pie. Él me ha cogido en el aire y acostado en el piso de la habitación con desesperación.

Papá, mamá y yo llorábamos a gritos abrazados en el piso de la habitación (creo recordar eso, no estoy muy seguro). Un segundo más tarde, literalmente amigos, un segundo más y yo hubiera quedado ahí. Hubiera muerto simplemente por huir de gritos innecesarios y por el antojo de un Jet de chocolate.

Nos hemos quedado los tres en el suelo durante mucho rato hasta que llamaron al doctor de cabecera de la familia, el Dr. Farías, – que fue nuestro vecino y amigo durante muchos años – para constatar que yo estaba bien y que no necesitaba que me llevaran a la clínica ya que me quejaba de dolor en la pierna.

No pasó de un susto, pero vaya susto.

Yo soy hueso duro de roer. Soy como la Alejandra Guzmán, digamos. Soy mala hierba y la mala hierba nunca muere, cariño.

Y así se escribió la historia de cómo “le metí la yuca” a la Parca por primera vez.

¡¡¡Heladerooooooooooooo!!!, ¡¡¡Socoooooorro!!!

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