José Manuel Ramallo
– Valdemar – dije – ¿sigue usted durmiendo?
– Sí…no…estuve durmiendo y ahora…estoy muerto
(E. A. Poe “La verdad sobre el caso Valdemar”)
A la verdad, es complejo abarcar una obra literaria que se ha escrito de una manera poco recurrente. El escritor es estratega, en este caso. Utiliza un técnica narrativa ausente de tópicos convencionales. Su fijación parece estar apuntada hacia una misma y única temática, pero también lo que hace es trabajar la ubicación, el tiempo y el modo en que se relatan los hechos. De a momentos parece coquetear con la novela policial. Pero es claro que en un grupo de relatos breves inconexos no se puede introducir el misterio y la trama que requiere aquél género literario. Entonces hay que reformular lo dicho anteriormente, aquello del juego investigativo tiene que ver con lo dicho al principio, Miguel Rodríguez Otero escribe sus historias de una manera poco habitual. Esto significa que se ubica en un ángulo contrario al que se acostumbra, para crear confusión y desconcentración en el lector. Lo diré de otra manera, para que quede un poco más acorde al libro que se está presentando aquí. Cuando comencé a leer esta obra tuve la sensación de estar parado frente a un espejo y observar que tenía la piel puesta al revés. Algo no estaba bien en mí, no era normal verme así. Y es así como llegué a dos primeras conclusiones. La primera de ella fue el título escogido para esta reseña, y lo segundo fue la cita textual.
No es un libro de cuentos que hable sobre la muerte como algo trágico ni triste. Más bien es una obra que a través de varios relatos cortos expresa el enfoque que le puede otorgar un difunto, sobre el modo en que llegó hacia aquel lugar, de los ya sin vida. En un principio los relatos parecen ser poco claros y bastante abstractos. Pero a medida en que se avanza sobre la lectura de los demás textos, las historias van obteniendo mayor cuerpo y luminosidad. De algún modo, Miguel Rodríguez Otero, insinúa lo innecesario que resulta volver al lugar que te vio morir. Se ha dicho – ya casi de manera trillada – que el asesino siempre vuelve al lugar del crimen. Pero el cadáver, el difunto, la víctima o el suicida ¿pueden hacerlo? ¿Y con qué necesidad harían tal cosa, llegado el caso? Esta es la estrategia del autor del libro “La mujer que huele a café” escribir historias que hablen sobre lo que nadie puede saber, porque aún no han cruzado el umbral que divide la vida de la muerte, y conocer así cómo se siente aquello de ponerte la piel al revés. Se escribe desde otro ángulo, desde otro tiempo, y desde otra dimensión. Es por ello que todos los relatos que enmarcan este libro parecen ser confusos y tan solo se logra resolver el paradigma al concluir la última oración. He dicho, al comenzar este texto, que “La mujer que huele a café” coqueteaba con la novela policial. Ahora, con un poco más de claridad, puedo confirmar que aquél género literario se ve superado, por la escritura de Rodríguez Otero. Porque en la novela policial siempre se llega a la resolución de un caso – ya sea muerte o robo – pero en la obra que aquí se expone se habla del final de una vida, sin tristeza ni terror. No hay una sola gota de angustia. No hay congoja en las palabras escogidas, sino que más bien se habla sobre aquello con mucha naturalidad. Virtud del escritor es haber logrado esto, sin derramar excesiva tinta en ello. Sus cuentos son breves, pero logran aturdir. Creo que cada relato merece volver a ser leído una vez concluido cada episodio, porque la comprensión de sus lecturas no se logra de manera inmediata, si acaso se está acostumbrado a entender la literatura de una manera lineal.
¿Y si acaso el personaje que escoge volver al lugar que lo vio morir, en realidad no vuelve, sino que más bien lo que está haciendo es manifestarse a través de otro lugar, ignorado por la mente humana? ¿Si acaso su cuerpo permaneciese en un lugar pero su mente y espíritu estuviese en otro? En “La verdad sobre el caso Valdemar” – relato de Edgar Allan Poe – se cuenta la historia de una persona que acepta ser hipnotizada, con el fin de aliviar su dolor (a causa de una enfermedad terminal) y de esta manera alcanzar la muerte sin tener que verse forzado a sufrir por ello. En la medida en que avanza la noche, el paciente es consultado varias veces si aún continúa durmiendo y si siente dolor. A lo que va respondiendo que duerme y que no sufre. Llegado determinado momento, y ante la misma pregunta, responde que ya no duerme. Sino que estaba muerto. No obstante, podía continuar hablando.
Y este es el punto de conexión que quiero unir, respecto a los cuentos cortos de “La mujer que huele a café”. ¿Miguel Rodríguez Otero propone una idea similar? ¿Acaso los personajes vuelven al lugar que los vio morir, o será que acaso exponen sus historias desde aquél esotérico lugar, ignorado por la ciencia médica? Insisto aquí con la idea de que, al leer estos relatos, el lector se encontrará con la sensación de estar parado frente a un espejo y conmoverse al ver que se ha puesto la piel al revés. Lo comprensivo de este libro, son los hechos, lo confuso – la virtud – es entender cómo es que fueron narrados. ¿Desde qué lugar? Es la pregunta más inmediata. Pero la que le sigue es más contundente aún, como si acaso no existiese suficiente confusión hasta aquí, esta pregunta será demoledora e invitará a la lectura del libro de Rodríguez Otero. Haciendo alusión al relato “La mujer que huele a café” la pregunta es ¿cuántas vidas se pueden vivir en una sola, y cuántas de ellas podemos explicar con meras palabras, sin por ello tropezar con las que son verdaderas y las que son ficticias?
Borges y Cervantes asoman también por aquí.
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Muchas gracias por el viaje a lo largo de este libro, Estefanía. José Manuel, gracias por el agua en la llegada.