Patricia Highsmith
1
El tren avanzaba impetuosamente, con ritmo furioso y entrecortado. Tenía que detenerse, cada vez con mayor frecuencia, en estaciones de poca monta donde permanecía unos momentos esperando con impaciencia la señal para volver a embestir la pradera. Pero su avance apenas se notaba. Diríase que la pradera ondulaba solamente, como una inmensa manta, rosada y ocre, que alguien estuviese sacudiendo. Cuanto más rápido iba el tren, más vivaces y burlonas eran las ondulaciones.
Guy desvió la mirada de la ventanilla y se retrepó en el asiento.
« Miriam daría largas al divorcio en el mejor de los casos —pensó—. Tal vez ni siquiera deseaba divorciarse, sólo dinero. ¿Llegaría realmente a concederle el divorcio alguna vez?» .
Se dio cuenta de que el odio empezaba a paralizar sus pensamientos, a convertir en simples callejones sin salida los caminos que su sentido de la lógica le había hecho ver en Nueva York. Podía sentir la presencia de Miriam más allá, ya no muy lejos ahora, sonrosado y pecoso el rostro, irradiando una especie de calor malsano como el de la pradera al otro lado de la ventanilla. Hosca y cruel.
Automáticamente alargó la mano para coger un cigarrillo y, por décima vez, recordó que estaba prohibido fumar en los coches Pullman. Lo cogió, de todos modos, y lo golpeó ligeramente dos veces contra la esfera del reloj, consultando la hora al mismo tiempo: eran las 5.12.
« Cualquiera diría que la hora importaba algo hoy » , pensó.
Se puso el cigarrillo en un ángulo de la boca y luego lo encendió, ocultando la cerilla en el hueco de la mano. Entonces el cigarrillo pasó a ocupar el sitio de la cerilla. Fumaba lentamente, con chupadas regulares. Sus ojos descendían una y otra vez hacia el terreno, difícil y fascinador, que se deslizaba al lado del tren. Se le estaba levantando una de las puntas del cuello blando de la camisa. La luz del crepúsculo hacía que su imagen se reflejara en el cristal de la ventanilla y el retazo de tela blanca al lado de la mandíbula hacía pensar en alguien vestido a la usanza del siglo pasado, lo mismo que su pelo negro, alto y lacio en la coronilla y pegado a la nuca. La elevación del pelo y la inclinación de su larga nariz le daban un aire de gran resolución y, de algún modo, sugerían un movimiento hacia adelante, aunque, vistas de frente, las cejas y la boca, rectilíneas y gruesas, daban impresión de quietud y reserva. Llevaba unos pantalones de franela que necesitaban un buen planchado, una chaqueta oscura que cubría holgadamente su delgada figura y que mostraba unas desvaídas tonalidades carmesíes a efectos de la luz, y una corbata de lana color tomate, anudada descuidadamente.
No creía que Miriam fuese a tener un hijo a no ser que lo deseara. Lo que querría decir que su amante pensaba casarse con ella. Pero ¿por qué le habría hecho venir? Ella no le necesitaba para obtener el divorcio. Y él, ¿por qué estaría ahora pensando en las mismas cosas que habían pasado por su mente cuatro días antes, al recibir la carta? Las cinco o seis líneas de letra redonda decían solamente que Miriam iba a tener un hijo y que deseaba verle.
« El que esté embarazada me garantiza el divorcio —había pensado Guy—. ¿Por qué ponerse nervioso, entonces?» .
Por encima de todo le atormentaba la sospecha de que, en lo más profundo y recóndito de su ser, se sentía celoso porque ella iba a dar a luz al hijo de otro hombre cuando, tiempo atrás, había abortado un hijo suyo.
No, no era más que vergüenza lo que le estaba irritando, se dijo a sí mismo. La vergüenza de pensar que una vez había amado a alguien como Miriam.
Aplastó el cigarrillo en la rejilla que cubría el radiador de la calefacción. La colilla cayó rodando a sus pies y de una patada la arrojó debajo del radiador.
Tenía tantos motivos para esperar el futuro con ilusión. Su divorcio, el trabajo en Florida (era prácticamente seguro que la junta aprobaría sus proyectos y que sabría el resultado aquella misma semana) y Anne. Él y Anne podrían empezar ya a hacer planes. Llevaba más de un año esperando, impacientándose en espera de que sucediese algo… esto… que le devolviera la libertad. Sintió en sus entrañas como una agradable explosión de felicidad, y se arrellanó en una esquina del asiento afelpado. Durante los últimos tres años, realmente, había estado esperando que pasara esto. Claro que con dinero hubiera podido pagarse el divorcio, pero jamás había logrado reunir lo suficiente. Tratar de hacerse un nombre como arquitecto, sin contar con la ventaja de trabajar con un grupo de profesionales, no le había resultado fácil, ni se lo estaba resultando ahora. Miriam nunca le había exigido una pensión alimenticia, pero le había importunado de otras maneras: hablando de él en Metcalf como si sus relaciones no dejasen nada que desear, como si él estuviera en Nueva York solamente para labrarse una posición y, una vez conseguida, fuese a llamarla a su lado. De vez en cuando ella le escribía pidiéndole dinero, cantidades pequeñas pero molestas que él no dudaba en mandarle porque a ella le hubiera resultado muy fácil (y tan propio de su forma de ser) montar una campaña para difamarle en Metcalf, donde, además, vivía la madre de Guy.
Un joven alto y rubio, vestido con un traje marrón rojizo, se dejó caer en el asiento vacío delante de Guy y, con una sonrisa vagamente amistosa, se acomodó en un rincón. Guy miró de soslayo su rostro, pálido y más pequeño que lo normal. Había un grano enorme exactamente en el centro de la frente del desconocido. Guy volvió a mirar por la ventanilla.
El joven sentado frente a Guy parecía estar reflexionando sobre si entablar conversación o descabezar un sueñecillo. Su codo resbalaba por el antepecho de la ventanilla y cada vez que sus espesas pestañas se abrían sus ojos grises e inyectados en sangre le estaban mirando, y en su rostro volvía a dibujarse una sonrisa meliflua. Probablemente estaba algo borracho.
Guy abrió su libro, pero a media página su mente empezó a divagar. Alzó la vista cuando titilaron los tubos fluorescentes del techo del vagón, dejó vagar los ojos hasta que se detuvieron en el cigarro, aún sin encender, sostenido por una mano huesuda que se agitaba siguiendo la conversación, detrás de uno de los respaldos, y luego sus ojos siguieron su curso hasta detenerse nuevamente, esta vez en el monograma que colgaba de la fina cadena de oro que cruzaba la corbata del joven sentado delante de él. El monograma decía CAB, y la corbata era de seda verde, decorada a mano con unas palmeras de un ofensivo color anaranjado. El largo cuerpo, enfundado en el traje marrón rojizo, estaba tendido ahora, vulnerable, con la cabeza echada hacia atrás de tal modo que el voluminoso grano o divieso de la frente parecía una cumbre que hubiese entrado en erupción. Era un rostro interesante, aunque Guy no sabía por qué. No parecía joven ni viejo, inteligente o estúpido del todo. Entre la estrecha y abultada frente y la prominente mandíbula inferior, el rostro se ahuecaba anormalmente, hundido allí donde se dibujaba el fino trazo de la boca y aún más hundido en las azuladas concavidades que daban cobijo a aquellos pequeños festones que eran las pestañas. La piel era tersa como la de una muchacha, pálida como la cera incluso, como si todas sus impurezas hubiesen sido desviadas para alimentar la erupción del grano de la frente.
Guy volvió a leer durante unos breves momentos. Las palabras tenían sentido y empezaban a disipar su ansiedad.
« Pero ¿de qué te va a servir Platón cuando veas a Miriam?» , le preguntó una voz interior.
Ya se lo había preguntado en Nueva York, pero, pese a todo, se había traído el libro consigo, el viejo libro de texto que conservaba del curso de filosofía de su bachillerato. Era una pequeña satisfacción que se había concedido a sí mismo, tal vez para que le sirviera de compensación por tener que hacer aquel viaje para ver a Miriam. Miró por la ventanilla y, al ver su imagen reflejada en el cristal, se arregló el rebelde cuello de la camisa. Anne siempre lo hacía por él. De pronto se sintió indefenso sin ella. Cambió de postura y sin querer rozó el pie del joven dormido. Vio fascinado cómo sus pestañas se agitaban y finalmente se abrían. Diríase que los ojos inyectados en sangre habían estado clavados en él todo el rato detrás de los párpados cerrados.
—Perdón —murmuró Guy.
—No tiene importancia —dijo el otro.
Se incorporó en el asiento y agitó la cabeza vivamente.
—¿Dónde estamos?
—Entrando en Texas.
El joven rubio sacó un frasco dorado de uno de los bolsillos interiores de la americana, lo abrió y alargó el brazo con ademán amistoso.
—No, gracias —dijo Guy.
Guy observó que la mujer al otro lado del pasillo, que no había levantado la vista de su labor de calceta desde St. Louis, les miraba ahora furtivamente al oír el ruido metálico del frasco.
—¿Cuál es su destino?
La sonrisa se había convertido en una media luna, delgada y húmeda.
—Metcalf —respondió Guy.
—Oh. Hermosa ciudad, Metcalf. ¿Negocios?
Sus ojos tristones parpadearon cortésmente.
—Sí.
—¿De qué clase?
Guy levantó a regañadientes la vista del libro.
—Arquitecto.
—Oh —dijo el otro con interés afectado—. ¿Construye casas y todo eso?
—Sí.
—Me parece que no me he presentado.
Se levantó a medias.
—Bruno. Charles Anthony Bruno.
Guy le estrechó la mano brevemente.
—Guy Haines.
—Encantado de conocerle. ¿Vive en Nueva York?
La voz, ronca y abaritonada, sonaba a falso, como si estuviera hablando para despertarse.
—Sí.
—Yo vivo en Long Island. Voy a Santa Fe, a pasar unas breves vacaciones. ¿Ha estado alguna vez en Santa Fe?
Guy negó con la cabeza.
—Gran ciudad para descansar.
Sonrió mostrando unos dientes en mal estado.
—Casi todo es arquitectura india allí, me imagino. Un revisor se detuvo a su lado, en el pasillo, manoseando un fajo de billetes.
—¿Ése es su asiento? —preguntó a Bruno.
Bruno se arrellanó en el asiento con gesto posesivo.
—El coche salón, en el vagón contiguo.
—¿La suite número tres?
—Eso creo. Sí.
El revisor prosiguió su camino.
—¡Esos tipos! —murmuró Bruno.
Se inclinó hacia adelante y se puso a mirar fijamente por la ventanilla, con expresión divertida.
Guy reemprendió su lectura, pero el importuno aburrimiento del otro, la sensación de que iba a decir algo de un momento a otro, le impedían concentrarse en el libro. Guy pensó en marcharse al vagón restaurante, pero sin saber por qué se quedó sentado. El tren volvía a aminorar su marcha. Cuando le pareció que Bruno iba a decir algo, Guy se puso en pie y se retiró al vagón contiguo, desde donde saltó la escalerilla y se halló de pie sobre el crujiente suelo, antes de que el tren se hubiese detenido por completo.
El aire, más orgánico y agobiante, de la noche le golpeó el rostro como un almohadón asfixiante. Flotaba un olor a grava polvorienta y recalentada por el sol, a petróleo y a metal caliente. Tenía hambre y se entretuvo cerca del vagón restaurante, caminando con pasos lentos y las manos en los bolsillos, aspirando profundamente el aire aunque no le gustase. Una constelación de luces rojas, verdes y blancas cruzó zumbando el cielo en dirección al sur.
« Ayer mismo —pensó—. Anne pudo haber pasado por esta misma ruta, camino de México. Hubiera podido ir con ella» .
Anne había deseado que fuesen juntos hasta Metcalf y él hubiese podido aprovechar para pedirle que se quedara un día y conociese a su madre de no haber sido por Miriam. O, a pesar de Miriam, si él hubiese sido otra clase de persona, si hubiese sido capaz simplemente de mostrarse indiferente. Había hablado de Miriam con Anne, y se lo había contado casi todo, pero la idea de que ambas se encontrasen le resultaba insoportable. Había querido viajar solo en tren para poder pensar.
¿Y en qué había pensado hasta ahora? ¿Es que alguna vez el pensar y la lógica le habían servido de algo cuando se trataba de Miriam?
Se oyó la voz del revisor llamando a los pasajeros, pero Guy se quedó paseando hasta el último minuto y luego se encaramó al vagón que iba detrás del coche restaurante.
El camarero acababa de anotar su encargo cuando el joven rubio apareció en la puerta del restaurante. Se tambaleaba y su aspecto era un tanto truculento debido a la colilla que llevaba pegada a los labios. Guy había logrado olvidarse de él y ahora, al ver su figura alta y vestida de marrón rojizo, le pareció que se trataba de un recuerdo vagamente desagradable. Vio que sonreía al divisarle.
—Creí que se le habría escapado el tren —dijo Bruno alegremente, acercándose una silla.
—Si no le importa, míster Bruno, me gustaría estar a solas un rato. Hay algunas cosas en las que debo pensar.
Bruno aplastó el cigarrillo, que le estaba quemando los dedos, y le miró inexpresivamente. Estaba más bebido que antes y su rostro se hacía borroso en los contornos.
—Podríamos estar tranquilos en mi compartimiento. Y también podríamos cenar allí. ¿Qué me dice?
—Gracias, pero preferiría quedarme aquí.
—Oh, insisto. ¡Camarero!
Bruno dio unas palmadas.
—¿Me hará el favor de mandar la cena de este caballero a la suite número tres?… Y tráigame un bistec, no muy cocido, con patatas fritas, y una tarta de manzana. Ah, y dos scotchs con soda, tan rápido como pueda, ¿eh?
Miró a Guy con una sonrisa meliflua y pensativa.
—¿De acuerdo?
Guy reflexionó un instante, entonces se levantó y se fue con él.
¿Qué más daba, bien pensado? ¿Acaso no estaba ya absolutamente asqueado de sí mismo?
Los scotchs no hacían ninguna falta a no ser por los vasos y el hielo. Cuatro botellas de scotch, con sus etiquetas amarillas, alineadas dentro de una maleta de piel de cocodrilo eran el único vestigio de orden dentro del pequeño compartimiento. Maletas y baúles roperos obstaculizaban el paso por todos lados a excepción de un espacio exiguo y laberíntico situado en medio de la habitación, y, desparramadas sobre todo ello, había prendas y utensilios de deporte, raquetas de tenis, una funda con palos de golf, un par de cámaras fotográficas y una cesta llena de fruta y botellas de vino medio hundidas en papel rojo cortado a tiras. Todo un muestrario de revistas de actualidad, publicaciones humorísticas y novelas cubría el asiento junto a la ventanilla. Había también una caja de bombones con una cinta roja de un extremo a otro de la tapa.
—Esto parece una carrera de obstáculos, me imagino —dijo Bruno con un inesperado tono de excusa.
—No importa.
Lentamente, Guy empezó a sonreír. El compartimiento le hacía gracia y le provocaba una grata sensación de aislamiento. Al sonreír, sus oscuras cejas se relajaron, transformando toda su expresión. Sus ojos miraban ahora hacia fuera. Con ágiles movimientos se abrió paso por los pasadizos bordeados de maletas, examinándolo todo con aire de gato fisgón.
—Nuevecita. Aún no ha probado pelota —le informó Bruno tendiéndole una raqueta de tenis para que la palpase—. Todo esto es obra de mi madre. Cree que así no me acercaré a los bares. De todos modos, siempre puedo empeñarlo cuando se me acaba el dinero. Me gusta beber cuando voy de viaje. Es un buen aliciente, ¿no cree?
Llegaron los whiskies con soda y hielo y Bruno los reforzó con el contenido de una de sus botellas.
—Siéntese y quítese la americana.
Pero ninguno de los dos se sentó ni se quitó la americana. Pasaron varios minutos embarazosos, sin saber qué decirse. Guy tomó un trago de su bebida, que parecía consistir exclusivamente de scotch, y contempló el desorden del suelo. Se fijó en que Bruno tenía unos pies extraños, aunque quizá fuese debido a los zapatos, pequeños y de color marrón claro, con puntera alargada y sin adornos cuya forma se parecía a la prominente mandíbula inferior de Bruno. Por alguna razón, aquellos pies parecían anticuados, de otra época. Y Bruno no estaba tan delgado como había creído. Sus largas piernas eran gruesas y tenía un cuerpo rechoncho.
—Espero no haberle molestado —dijo Bruno cautelosamente— cuando entré en el restaurante.
—Oh, no.
—Me sentía solo. Ya sabe.
Guy dijo algo sobre cuán solitario debía de ser el viajar solo en un compartimiento y entonces estuvo a punto de caerse al enredarse los pies con algo que había en el suelo: la correa de una cámara Rolleiflex. Había un arañazo reciente, de color blanco, en una de las caras del estuche de piel. Se daba cuenta de que Bruno le miraba tímidamente.
« Voy a aburrirme mortalmente, está claro —pensó—. ¿Por qué habré venido?» .
Sintió un remordimiento que le hacía desear el regreso al vagón restaurante. Entonces se presentó el camarero con una bandeja cubierta con una tapadera de peltre y en un instante les instaló la mesa. El aroma de la carne asada sobre carbón vegetal le dio ánimos. Bruno insistió tanto en pagar la cuenta, que Guy accedió a ello sin oponer más resistencia. Para Bruno había un enorme bistec cubierto de setas; para él, una hamburguesa.
—¿Qué está construyendo en Metcalf?
—Nada —dijo Guy —. Es que mi madre vive allí.
—Oh —dijo Bruno con acento de interés—. ¿Va a visitarla? ¿Es usted de allí?
—Sí. Allí nací.
—No tiene mucho aspecto de ser tejano.
Bruno inundó su bistec y sus patatas fritas con salsa de tomate, después extrajo delicadamente el perejil y lo sostuvo en el aire con perfecto equilibrio.
—¿Hace mucho que no va por casa?
—Unos dos años.
—¿Su padre vive allí también?
—Mi padre murió.
—Oh. ¿Se lleva bien con su madre?
Guy dijo que sí. El sabor del scotch, pese a no gustarle demasiado, le resultaba agradable porque le recordaba a Anne. Cuando bebía, tomaba siempre scotch. Era como ella: dorado, lleno de luz, hecho con cuidadoso arte.
—¿En qué parte de Long Island vive?
—Great Neck.
Anne vivía en una zona de Long Island más alejada.
—En una casa que llamo « La perrera» —prosiguió Bruno—, porque todos los que la habitan, hasta el chófer, llevan una vida de perro.
De pronto se echó a reír con verdadero gusto y volvió a inclinarse sobre el plato.
Al mirarle ahora, Guy podía ver solamente la parte superior de su estrecha cabeza, escasamente cubierta de pelo, y el abultado grano. No se había fijado en el grano desde que Bruno se había dormido, pero ahora volvía a reparar en él y le parecía algo monstruoso, ofensivamente llamativo.
—¿Y por qué? —preguntó Guy.
—Por culpa de mi padre. ¡El muy cerdo! Mi madre y yo hacemos buenas migas también. Mi madre vendrá a Santa Fe dentro de un par de días.
—Eso está bien.
—Así es —dijo Bruno como si le contradijese—. Lo pasamos muy bien juntos…, haraganeando por ahí, jugando al golf. Hasta asistimos juntos a las fiestas.
Se rió, avergonzado y orgulloso a medias, repentinamente inseguro e infantil.
—¿Le parece que eso es gracioso?
—No —dijo Guy.
—Ojalá tuviera dinero propio. Verá, tenía que empezar a recibir mi renta este año, sólo que mi padre no quiere que la reciba. Se está forrando los bolsillos con ella. Tal vez no me crea, pero ahora no tengo más dinero del que tenía cuando estaba en la escuela, con todos los gastos pagados. De vez en cuando tengo que sablearle cien dólares a mi madre.
Sonrió con aire de perdonavidas.
—Debió permitirme que pagase la cena.
—¡Ni pensarlo! —protestó Bruno—. Lo único que quiero decir es que es una vergüenza que a uno le robe su propio padre, ¿no cree? Ni siquiera se trata de dinero suyo, sino que procede de la familia de mi madre.
Hizo una pausa esperando un comentario de Guy.
—¿Es que su madre no pinta nada en todo ello?
—¡Mi padre puso el dinero a su nombre cuando yo era un crío! —gritó Bruno con voz ronca.
—Ya veo.
Guy se preguntó a cuántas personas habría invitado a comer Bruno para largarles la misma historia sobre su padre.
—¿Por qué lo hizo?
Bruno alzó las manos con gesto desesperado, luego las escondió rápidamente en los bolsillos.
—Ya le dije que era un cerdo, ¿no? Roba a todo el mundo si tiene ocasión de hacerlo. Ahora dice que no quiere darme mi dinero porque yo me niego a trabajar, pero eso es mentira. Cree que mi madre y yo nos lo pasamos demasiado bien con lo que ya tenemos. Siempre está tramando cosas para meterse en nuestros asuntos.
Guy podía imaginárselo en compañía de su madre, una dama de la buena sociedad de Long Island, de aspecto aún juvenil, que usaba demasiado maquillaje y a quien, al igual que a su hijo, le gustaba mezclarse con gentes de dudosa reputación de vez en cuando.
—¿A qué universidad fue usted?
—Harvard. Me echaron al segundo año. Por beber y jugar. Hizo un gesto de indiferencia retorciendo sus estrechos hombros.
—No soy como usted, ¿eh? No importa. Soy un golfo, ¿y qué?
Sirvió más scotch para los dos.
—¿Quién le ha acusado de serlo?
—Mi padre. Le hubiera gustado tener por hijo a un buen chico, como usted. Entonces todo el mundo hubiera estado satisfecho.
—¿Qué le induce a pensar que soy un buen chico?
—Quiero decir que usted es una persona seria, que ha escogido una profesión. La arquitectura. Pero yo…, yo no tengo ganas de trabajar. No tengo por qué hacerlo, ¿comprende? No soy escritor, ni pintor, ni músico. ¿Hay alguna razón por la que deban trabajar quienes no lo necesitan? Prefiero que mis úlceras las produzca la buena vida. Mi padre tiene úlceras. ¡Ja! Todavía no ha perdido la esperanza de que yo ingrese en su negocio de hierros. Yo le digo que su negocio, como todos los negocios, no es más que una degollina legalizada, de la mismísima forma que el matrimonio no es otra cosa que la fornicación legalizada. ¿No tengo razón?
Guy le miró torcidamente, espolvoreando con un poco de sal la patata frita ensartada en su tenedor. Comía despacio, saboreando la compañía de Bruno, como hubiera disfrutado viendo un número de variedades cómodamente sentado en su butaca. En realidad, estaba pensando en Anne. La débil imagen de la muchacha a veces le resultaba más real que todo cuanto le rodeaba, de lo cual no tenía más que una noción fragmentaria, una serie de imágenes inconexas que incluían el arañazo en el estuche de la Rolleiflex, el largo cigarrillo que Bruno había clavado en la mantequilla, el cristal, ahora hecho añicos, que había cubierto el retrato del padre de Bruno y que, según éste le estaba refiriendo, había acabado estrellado contra el suelo del vestíbulo… A Guy se le había ocurrido que tal vez le quedaría tiempo para ver a Anne en México después de entrevistarse con Miriam y antes de partir para Florida. Si conseguía terminar pronto la entrevista con Miriam, podría tomar un avión hasta México y desde allí otro hasta Palm Beach. Antes no se le había ocurrido porque no disponía de medios suficientes. Pero si el contrato de Palm Beach le salía bien, podría permitirse el gasto.
—¿Se imagina algo más insultante que cerrar con llave el garaje donde guardo el coche, mi propio coche?
La voz de Bruno se había enronquecido y ahora parecía un quejido prolongado.
—¿Por qué? —preguntó Guy.
—Simplemente ¡porque sabía que aquella noche me iba a hacer muchísima falta! De todos modos, me recogieron mis amigos; así que ¿de qué le sirve hacerme esto?
Guy no sabía qué decirle.
—¿Se ha quedado las llaves?
—¡Cogió mis llaves! ¡Las cogió de mi habitación! Por eso me tenía miedo. Se marchó de casa aquella noche, de tanto miedo como le daba.
Bruno estaba sentado de lado, respiraba con dificultad y se mordía una uña. Algunos mechones de pelo, oscurecidos por el sudor, se le movían sobre la frente, como si fueran las antenas de un insecto.
—Mi madre no estaba en casa, de lo contrario nunca hubiera sucedido, claro está.
—Claro —dijo Guy, haciéndole eco sin querer.
« Toda la conversación no ha sido más que el prólogo de esta historia —pensó—, de la que he oído sólo la mitad. Ahí estaba, acechando detrás de los ojos inyectados en sangre que me miraban en el Pullman, detrás de la sonrisa tristona, otra historia de odio y de injusticia» .
—¿Así que arrojó el retrato en el vestíbulo? —preguntó Guy por decir algo.
—Lo arrojé de la habitación de mi madre —dijo Bruno, recalcando las últimas tres palabras—. Mi padre lo había colocado allí, en la habitación de mi madre. A ella el « capitán» le gusta tan poco como a mí. ¡El « capitán» ! ¡Yo no le llamo de ningún modo, hermano!
—Pero ¿qué tiene él en contra de usted?
—¡En contra de mí y de mi madre también! ¡Es distinto de nosotros o de cualquier otro ser humano! Todo el mundo le cae mal. No le gusta nada, sólo el dinero. Ya ha degollado a suficientes personas como para amasar una fortuna, eso es todo. ¡Si será listo! ¡Muy bien! ¡Pero estoy seguro de que la conciencia le está devorando ahora! Por eso ahora quiere que yo entre en el negocio, ¡para que tome parte en la degollina y me sienta tan cochino como él!
Bruno cerró su rígida mano, luego la boca, después los ojos.
Guy creyó que estaba a punto de echarse a llorar, pero los hinchados párpados se abrieron y la sonrisa volvió a aparecer, vacilante.
—Aburriéndose, ¿eh? Sólo trataba de explicarle por qué salí de la ciudad tan pronto, adelantándome a mi madre. ¡No tiene usted idea de lo alegre que soy ! ¡De veras!
—¿No puede marcharse de casa, si le apetece hacerlo?
Al principio pareció como si Bruno no hubiese entendido la pregunta, pero luego, calmosamente, respondió:
—Claro que sí, pero es que me gusta estar con mi madre.
« Y ella, a su vez, no se marcha a causa del dinero» , pensó Guy.
—¿Un pitillo?
Bruno lo cogió, sonriendo.
—¿Sabe? La noche que se marchó de casa fue la primera vez que salía, puede que en diez años. Me pregunto adónde diablos iría. Estaba tan furioso que le hubiese matado, y él lo sabía. ¿Alguna vez ha tenido ganas de matar a alguien?
—No.
—Yo sí. A veces estoy seguro de que podría matar a mi padre. —Bajó la mirada hacia el plato, sonriendo reflexivamente—. ¿Sabe cuál es el hobby de mi padre? ¡Adivínelo!
Guy no deseaba adivinar nada. Le había acometido un aburrimiento repentino, un deseo de estar solo.
—Pues ¡colecciona moldes para hacer galletas!
Bruno se rió burlonamente.
—¡En serio! Tal como se lo digo. Los tiene de todas clases…, de Pennsylvania, de Baviera, de Inglaterra, de Francia, una gran cantidad de Hungría. Los hay por toda la habitación. Sobre el escritorio tiene unos moldes para hacer animalitos de galleta… ¡enmarcados! ¿Sabe a qué me refiero? De esas que comen los niños. Escribió al presidente de la compañía que los fabrica y le mandaron un juego completo. ¡La era de las máquinas!
Bruno se rió, bajando la cabeza rápidamente.
Guy le miraba fijamente. Bruno le estaba resultando más divertido de lo que se figuraba.
—¿Los utiliza alguna vez?
—¿Eh?
—Que si alguna vez hace galletas.
Bruno lanzó un alarido de risa. Se retorció para quitarse la chaqueta y la arrojó sobre una de las maletas. Durante unos instantes pareció demasiado excitado para poder hablar, entonces, calmándose repentinamente, comentó:
—Mi madre siempre le está diciendo que se vaya con sus moldes y sus galletitas.
Su rostro se cubrió de un sudor fino como una capa de aceite. Lanzó una sonrisa solícita hacia el otro lado de la mesa.
—¿Qué tal la cena? ¿Le gusta?
—Muchísimo —dijo Guy sinceramente.
—¿Ha oído hablar de la Compañía de Transformadores Bruno, de Long Island? Fabrica chismes para corriente alterna y continua.
—Me parece que no.
—Bueno, ¿y por qué iba a conocerla? Gana dinero a espuertas, sin embargo. ¿Le interesa a usted hacer dinero?
—No exageradamente.
—¿Le importa que le pregunte qué edad tiene?
—Veintinueve.
—Ah, ¿sí? Le hacía mayor. ¿Qué edad cree que tengo yo?
Guy le examinó cortésmente.
—Tal vez veinticuatro o veinticinco —contestó, tratando de halagarle porque, de hecho, parecía más joven.
—Sí, así es. Veinticinco. ¿Lo dice en serio… que parezco tener veinticinco años con esta… esta cosa en medio de la cabeza? Bruno se mordió el labio inferior. En sus ojos brilló un destello de cautela y de pronto se tapó la frente con la mano, con gesto de intensa y amarga vergüenza. Se levantó de un salto, acercándose al espejo.
—Quería cubrírmelo con algo.
Guy dijo algo para tranquilizarle, pero Bruno siguió mirándose en el espejo, desde varios ángulos, con ganas de atormentarse.
—No podía ser un simple grano —exclamó, nasalmente—. Tenía que ser un divieso… nacido de todo el odio que llevo dentro. ¡Es como una de las llagas de Job!
—Oh, vamos —dijo Guy, riendo.
—Empezó a salirme el lunes por la noche, después de la discusión. Y cada vez está peor. Apuesto a que me dejará una cicatriz.
—No, no lo hará.
—Le digo que sí. ¡Vaya modo de presentarme en Santa Fe!
Se había sentado otra vez, apretando los puños, con una de sus piernas echada hacia atrás, como un personaje folletinesco.
Guy se acercó a la ventanilla y abrió uno de los libros que estaban sobre el asiento. Era una novela policíaca. Como todos los demás. Trató de leer unas cuantas líneas, pero las letras le bailaban en los ojos y cerró el libro.
Pensó que debía de haber bebido mucho, pero aquella noche le daba igual.
—En Santa Fe —dijo Bruno—, quiero de todo. Vino, mujeres, canciones. ¡Ja!
—¿Qué es lo que quiere?
—Algo.
Bruno torció la boca hacia abajo, con una desagradable mueca de indiferencia.
—Todo. Tengo la teoría de que una persona debería hacer todo cuanto sea posible hacer antes de morirse, y tal vez morir tratando de hacer algo que sea realmente imposible.
Algo dentro de Guy reaccionó súbitamente ante la afirmación, y luego se retiró cautelosamente. Con voz queda, preguntó:
—¿Como por ejemplo?
—Irse a la Luna en un cohete. Batir un récord de velocidad en coche… con los ojos vendados. Ya lo hice una vez. No batí ningún récord, pero llegué a los ciento sesenta.
—¿Con los ojos vendados?
—Y también cometí un robo.
Bruno miraba fijamente a Guy.
—Un robo de los buenos. En un apartamento.
Una sonrisa de incredulidad empezaba a pintarse en los labios de Guy, aunque en realidad creía en las palabras de Bruno. Bruno era capaz de ponerse violento; también de enloquecer.
« Desesperación —pensó Guy—, más que locura» .
El desesperado aburrimiento de los ricos, del que a menudo le hablaba a Anne. Una tendencia a destruir en lugar de crear. Y capaz de conducir al crimen tan fácilmente como la miseria.
—No fue porque quisiera algo determinado —prosiguió Bruno—. Lo que cogí no me interesaba. De hecho, procuré coger precisamente lo que no deseaba.
—¿Qué se llevó?
Bruno se encogió de hombros.
—Un encendedor de mesa. Y una estatuilla de la repisa de la chimenea. Vidrio de color. Y algo más.
Volvió a encoger los hombros.
—Usted es el único que lo sabe. Soy poco hablador. Aunque sospecho que usted cree lo contrario.
Sonrió.
Guy dio una chupada a su cigarrillo.
—¿Cómo se las arregló?
—Estuve vigilando un bloque de apartamentos en Astoria hasta que me hice una idea exacta de las idas y venidas de los inquilinos, después entré tranquilamente por una ventana. Salí por la escalera de incendios. Bastante fácil. Una cosa que ya taché de mi lista dando gracias a Dios.
—¿Y por qué « gracias a Dios» ?
Bruno sonrió tímidamente.
—No sé por qué lo dije.
Llenó de nuevo su vaso, luego el de Guy.
Guy contemplaba las manos temblorosas que habían robado, las uñas mordisqueadas hasta la carne viva. Las manos jugueteaban torpemente con una carterita de cerillas que dejaron caer, como las manos de un niño, sobre el bistec salpicado de ceniza.
Qué aburrido es en realidad el crimen, pensaba Guy. Y cuán falto de sentido a menudo. Cierto tipo de gente era propensa al delito. Y, a juzgar por las manos de Bruno, por sus modales o por su cara fea y tristona, ¿quién iba a suponer que había robado?
Guy se dejó caer de nuevo sobre el asiento.
—Hábleme de usted —le invitó Bruno amablemente.
—No hay mucho que contar.
Guy sacó una pipa de un bolsillo de la americana y la golpeó vigorosamente contra el tacón de su zapato; contempló las cenizas caídas sobre la alfombra, y luego se olvidó de ellas. El hormigueo del alcohol penetró aún más en su carne. Pensó: Si el contrato de Palm Beach saliera bien, las dos semanas antes de empezar a trabajar pasarían volando. Un divorcio no tenía necesariamente por qué durar mucho.
En su mente empezaban a danzar las conocidas imágenes de los bajos edificios blancos sobre el verde césped que había en el proyecto definitivo, con todo detalle, sin que ni siquiera tuviese que esforzarse en recordarlas. Se sentía sutilmente halagado, inesperadamente lleno de una inmensa seguridad en sí mismo, y dichoso.
—¿Qué clase de casas construye? —preguntó Bruno.
—Oh… de las que llaman modernas. He hecho un par de almacenes y un edificio pequeño para oficinas.
Guy sonreía sin sentir ni rastro de la reticencia, de la leve vejación que generalmente le asaltaba cuando la gente le preguntaba sobre su trabajo.
—¿Casado?
—No. Bueno, sí, sí lo estoy. Separado.
—Oh. ¿Por qué?
—Incompatibilidad —respondió Guy.
—¿Mucho tiempo de separación?
—Tres años.
—¿No le interesa el divorcio?
Guy titubeó, frunciendo el entrecejo.
—¿Ella está en Texas también?
—Sí.
—¿Va a verla?
—La veré, sí. Tenemos que hablar del divorcio. —Apretó los dientes. ¿Por qué lo habría dicho?
Bruno hizo una mueca de desprecio.
—¿Con qué clase de chicas se puede casar uno por allí abajo?
—Chicas muy bonitas —contestó Guy —. Algunas de ellas.
—Pero casi todas estúpidas, ¿eh?
—A veces lo son.
Sonrió. Miriam pertenecía al tipo de muchacha sureña a que probablemente se refería Bruno.
—¿Qué clase de chica es su esposa?
—Bastante bonita… —dijo Guy prudentemente—. Pelirroja. Algo llenita.
—¿Cómo se llama?
—Miriam. Miriam Joyce.
—Hum… ¿Lista o estúpida?
—No es una intelectual. No quise casarme con una intelectual.
—Y la quería con locura, ¿eh?
¿Por qué? ¿Acaso se le notaba?
Los ojos de Bruno estaban clavados en él, sin que se les escapara ni un detalle, sin el más leve parpadeo, como si su agotamiento hubiese dejado ya atrás el momento en que la necesidad de dormir se hace irresistible. A Guy le daba la impresión de que aquellos ojos llevaban horas y horas escudriñándole.
—¿Por qué dice eso?
—Es usted un tipo simpático. Se lo toma todo en serio, incluidas las mujeres, ¿no es así?
—¿Qué significa tomarlas « en serio» ? —replicó Guy bruscamente. Pero sentía un súbito afecto por Bruno, porque Bruno había dicho lo que pensaba de él. La mayoría de la gente, Guy lo sabía bien, nunca le decía lo que pensaba de él.
Bruno dibujaba pequeños círculos en el aire con las manos y suspiraba.
—¿Qué quiere decir « en serio» ? —repitió Guy.
—Sin ninguna reserva, con el corazón repleto de esperanzas. Luego ellas le dan una patada en la boca, ¿me equivoco?
—No mucho.
Pero Guy sintió una oleada de autocompasión, y se puso en pie, sin soltar su vaso. En la habitación no quedaba espacio para moverse. El vaivén del tren hacía que incluso permanecer erguido resultara difícil.
Y Bruno seguía mirándole fijamente, con una pierna cruzada sobre la otra, un anticuado pie balanceándose en el aire. Sostenía el cigarrillo sobre su plato y una vez tras otra lo golpeaba ligeramente con los dedos. La lluvia de ceniza iba cubriendo poco a poco el bistec a medio comer, rojizo y ennegrecido.
Bruno parecía menos amistoso, sospechaba Guy, después de enterarse de que estaba casado. Y también más curioso.
—¿Qué le hizo su esposa? ¿Empezó a acostarse con otros?
Eso le irritó, la precisión de la sospecha de Bruno.
—No. Sea lo que fuere, ya ha pasado todo.
—Pero sigue casado con ella. ¿Es que no pudo divorciarse antes?
Guy se sintió avergonzado inmediatamente.
—No me he preocupado mucho por el divorcio.
—Y ahora, ¿qué ha sucedido?
—Simplemente que ella ha decidido que quiere divorciarse. Creo que va a tener un hijo.
—¡Caramba! Bonito momento para decidirse, ¿eh? ¿Es que ha estado acostándose por ahí durante tres años y finalmente ha pescado a uno?
Justo lo que había ocurrido, por supuesto, y probablemente había sido preciso lo del niño para que así fuera. ¿Cómo lo sabría Bruno?
Guy sintió que Bruno estaba descargando en Miriam el odio que le inspiraba otra persona. Guy se volvió hacia la ventanilla. La ventanilla se limitó a devolverle su propia imagen. Sentía que los latidos de su corazón agitaban su cuerpo, más intensamente que el traqueteo del tren.
Tal vez, pensó, el corazón le latía debido a que nunca antes le había contado a nadie tantas cosas sobre Miriam. Jamás le había dicho a Anne ni la mitad de lo que Bruno ya había logrado sonsacarle. Sólo que hubo una vez en que Miriam era distinta… dulce, fiel, sin compañía, con una tremenda necesidad de estar con él y de librarse de su propia familia. Al día siguiente la vería, podría tocarla al tenderle la mano. Le resultaba casi insoportable la idea de tocar aquella carne tan suave a la que una vez había amado.
De pronto se sintió invadido por una sensación de fracaso.
—¿Qué pasó con su matrimonio? —le preguntó Bruno con voz afable, detrás de él—. Me interesa muy de veras, como amigo suyo. ¿Qué edad tenía ella?
—Dieciocho.
—¿Empezó a acostarse con otros en seguida?
Guy se volvió con expresión reflexiva, como dispuesto a cargar con las culpas de Miriam.
—Eso no es lo único que hacen las mujeres, ¿sabe?
—Pero ella sí, ¿no es cierto?
Guy apartó la mirada, molesto y fascinado al mismo tiempo.
—Sí.
¡Qué desagradable parecía esa palabra, corta, silbándole en los oídos!
—Conozco a esas pelirrojas del sur —dijo Bruno, hurgando en su tarta de manzana.
Guy volvía a ser consciente de una vergüenza lacerante y absolutamente inútil. Inútil porque nada de lo que Miriam había hecho o dicho lograría turbar o sorprender a Bruno. Bruno parecía incapaz de sorprenderse, sólo de sentir aumentar su curiosidad.
Bruno bajó la vista hacia su plato con expresión de estar divirtiéndose. Sus ojos se agrandaron, tan brillantes como podían estar pese a hallarse inyectados en sangre y ojerosos.
—¡Matrimonio! —exclamó con un suspiro.
La palabra « matrimonio» quedó flotando en los oídos de Guy. Le resultaba una palabra solemne, con la solemnidad primordial de la santidad, el amor, el pecado. Era la boca redonda, color terracota, de Miriam diciéndole:
—¿Por qué me iba a sacrificar por ti?
Y era también la expresión en los ojos de Anne al echarse el pelo hacia atrás, levantando la mirada hacia él, tendida en el césped de su casa, allí donde cultivaba azafranes. Era Miriam apartando la mirada de la ventana, alta y estrecha, de la habitación de Chicago, alzando su rostro pecoso, alargado como un escudo, y mirándole directamente a los ojos, como hacía siempre que iba a soltarle una mentira. Y la cabeza morena y alargada de Steve, sonriendo insolentemente. Los recuerdos empezaban a amontonarse sobre él y sintió deseos de levantar las manos y ahuyentarlos.
La habitación de Chicago donde había ocurrido todo…
Sentía su olor, el olor del perfume de Miriam y el calor que se desprendía de los radiadores pintados. Se quedó de pie, sin reaccionar: la primera vez desde hacía años en que no trataba de apartar de sí la imagen del rostro de Miriam, hasta dejarlo reducido a una mancha rosácea, apenas perceptible.
¿Qué le ocurriría si permitía que todo ello volviese a invadir su mente, ahora? ¿Le daría fuerzas para enfrentarse con Miriam, o por el contrario, minaría su entereza?
—Lo digo en serio —dijo la voz de Bruno, lejana—. ¿Qué sucedió? No le importa que se lo pregunte, ¿verdad? Me interesa.
Lo sucedido se llamaba Steve. Guy volvió su vaso. Veía aquella tarde en Chicago, enmarcada en la puerta de la habitación, negra y gris la imagen, como en una fotografía. La tarde que les había encontrado en el apartamento, distinta a cualquier otra tarde, con sus propios colores, sabores y sonidos, un mundo aislado del exterior, como una obra de arte pequeña y horrible. Igual que una fecha histórica grabada en el tiempo. Aunque tal vez fuese algo que iba siempre con él, porque lo estaba sintiendo ahora, tan claramente como lo había sentido siempre. Y, aún peor, se sentía impulsado a contárselo todo a Bruno, el extraño del tren que le escucharía comprensivamente para olvidarlo luego. La idea de contárselo a Bruno empezaba a confortarle. Bruno no tenía nada del extraño que es normal encontrarse en el tren. Bruno era lo bastante cruel, lo bastante corrompido, como para saber apreciar una historia semejante; la historia de su primer amor. Y Steve era solamente la sorpresa final, el elemento que daba sentido a todo lo anterior. Steve no había sido la primera traición. El orgullo de los veintiséis años, eso y no otra cosa, era lo que le había estallado en el rostro aquella tarde. Mil veces se había contado la historia a sí mismo, una historia clásica y dramática, pese a su estupidez, que simplemente la hacía parecer cómica.
—Esperaba demasiado de ella —dijo Guy, sin darle importancia—, sin tener derecho a ello. Dio la casualidad de que a ella le gustaba que la gente estuviese pendiente de ella. Probablemente flirteará toda su vida, no importa con quién vaya.
—Lo sé. Es el eterno arquetipo de universitaria. —Bruno agitó la mano—. Ni siquiera es capaz de fingir fidelidad a un solo individuo.
Guy le miró, pensando que Miriam sí había sido capaz, una vez.
De pronto desechó la idea de contárselo a Bruno, avergonzándose de haber estado a punto casi de hacerlo. Bruno ya no parecía interesado, en realidad, y diríase que le dejaba indiferente oír la historia o no. Medio echado sobre el asiento, Bruno trazaba dibujitos en la salsa de su plato con una cerilla. Visto de perfil, el gesto de su boca, hundida como la de un viejo sin dientes, parecía decir que la historia, fuese cual fuese, no era digna de que él la escuchase.
—Las mujeres de esa clase atraen a los hombres como la basura atrae a las moscas —masculló Bruno.
2
La sacudida causada por las palabras de Bruno le arrancó de su ensimismamiento.
—Seguramente usted mismo habrá tenido algunas experiencias desagradables —comentó.
Aunque resultaba difícil imaginarse a Bruno preocupándose por las mujeres.
—Oh, mi padre tuvo un lío con una de esa clase.
Pelirroja también. Se llamaba Carlotta.
Alzó la vista y el odio que sentía hacia su padre iluminó como un reflector su semblante desvaído.
—Muy bonito, ¿no? Los hombres como mi padre son los que hacen prosperar a esas mujeres.
« Carlotta» …
A Guy le pareció que empezaba a comprender por qué Bruno odiaba a Miriam. Le parecía vislumbrar la clave de toda la personalidad de Bruno, del odio por su padre y de su adolescencia retardada.
—¡Hay dos clases de hombres! —anunció Bruno con una voz que parecía un bramido, y se interrumpió.
Guy se vio fugazmente en el estrecho espejo de la pared. Sus ojos aparecían atemorizados, la boca torva, e hizo un esfuerzo premeditado para relajarse. Su espalda topó con uno de los palos de golf. Acarició con los dedos la fría superficie barnizada. El metal incrustado en la madera oscura le recordaba la bitácora del velero de Anne.
—¡Y esencialmente una sola clase de mujeres! —siguió diciendo Bruno—. Las que te ponen cuernos. En un extremo el adulterio, en el otro las putas. Escoja el que prefiera.
—Y ¿qué me dice de las mujeres como su madre?
—Jamás he visto a otra mujer como mi madre —declaró Bruno—. Jamás he visto una mujer con semejante aguante. Es guapa, además, y tiene amistad con muchos hombres, pero no tontea con ellos.
Silencio.
Guy golpeó otro cigarrillo sobre su reloj y vio que eran las diez y media.
Tendría que irse en un momento.
—¿Cómo se enteró de lo de su mujer?
Bruno le estaba escudriñando desde su asiento.
Guy se entretuvo con su cigarrillo.
—¿Cuántos tuvo?
—Bastantes. Antes de que yo lo supiese.
Y justamente mientras se aseguraba a sí mismo que tanto daba que hubiesen sido varios como uno solo, que no importaba reconocerlo ahora, notó que algo se removía en su interior, confundiéndole. Algo insignificante, pero más real, sin saber por qué, que todos los recuerdos.
¿Orgullo? ¿Odio? ¿O simple impaciencia consigo mismo ante la esterilidad de seguir pensando siempre en lo mismo?» .
Desvió la conversación hacia otro tema.
—Cuénteme que más quiere hacer antes de morir.
—¿Morir? ¿Quién habla de morir? Tengo en la mollera unos cuantos planes a prueba de bomba. Puede que algún día los ponga en marcha en Nueva York o en Chicago, o tal vez me contente con vender la idea. Y también tengo muchas ideas sobre cómo cometer unos cuantos asesinatos perfectos.
Bruno levantó la vista otra vez, con aquella expresión fija que parecía lanzar un desafío.
—Espero que el haberme invitado aquí no forme parte de alguno de sus planes.
Guy se sentó.
—¡Cristo, me gusta usted, Guy ! ¡Se lo digo de veras!
La mirada anhelante parecía implorar que él, Guy, confesase que Bruno le caía simpático también. ¡Aquellos ojillos atormentados, llenos de soledad! Guy bajó la vista, mirándose las manos con embarazo.
—¿Es que todas sus ideas acaban en crimen?
—¡Pues claro que no! Simplemente son cosas que me gustaría hacer, como… regalar mil dólares a algún desgraciado. A un pordiosero. Cuando tenga mi propia pasta, ésa es una de las primeras cosas que pienso hacer. Pero ¿es que jamás ha sentido ganas de robar algo? ¿O de matar a alguien? Por fuerza que sí. Todo el mundo las tiene alguna vez. ¿No cree que hay algunos que se lo pasan en grande matando gente en las guerras?
—No —dijo Guy.
—Bueno, nunca lo confiesan, por supuesto. ¡Les da miedo! Pero en su vida habrá existido alguien a quien le hubiera gustado quitar de en medio, ¿no?
—Pues, no.
« Steve» , recordó de pronto.
En cierta ocasión había llegado a pensar en matarle.
Bruno echó la cabeza hacia un lado.
—Seguro que sí. Se le nota. ¿Por qué no lo reconoce?
—Puede que haya tenido alguna idea de ésas, fugazmente, pero jamás he tratado de ponerlas en práctica. Eso no está hecho para mí.
—Ahí es exactamente donde se equivoca. Cualquier persona es capaz de asesinar. Es puramente cuestión de circunstancias, sin que tenga absolutamente nada que ver con el temperamento. La gente llega hasta un límite determinado… y sólo hace falta algo, cualquier insignificancia, que les empuje a dar el salto. Cualquier persona. Su mismísima abuela, incluso. ¡Me consta!
—Pues, sucede que no estoy de acuerdo —dijo Guy secamente.
—¡Le digo que estuve en un tris de asesinar a mi padre una y mil veces! Y usted, ¿a quién ha sentido ganas de eliminar alguna vez? ¿A los tipos que se la pegaban con su mujer?
—A uno de ellos —murmuró Guy.
—¿Estuvo muy cerca de hacerlo?
—No, nada de eso. Sólo me cruzó por la mente.
Recordaba las noches, centenares de noches, pasadas en blanco, y recordaba el haber desesperado de hallar la paz en tanto no se hubiese vengado.
Tal vez sí. Tal vez algo pudiera haberle decidido a dar el paso fatal en aquella época, pensó.
Se oía la voz de Bruno musitar:
—Estuvo muy cerca, ya lo creo, muchísimo más cerca de lo que se imagina. Eso es todo lo que puedo decirle.
Guy le miraba perplejo. La figura de Bruno tenía el aire enfermizo, nocturnal, de un croupier encorvado sobre la mesa, apoyándose en los brazos en mangas de camisa, colgante la cabeza.
—Lee demasiadas novelas policíacas —dijo Guy.
Y al oírse a sí mismo, no hubiera sabido decir de dónde habían salido aquellas palabras.
—Son buenas. Demuestran que hay gente de toda clase capaz de asesinar.
—Pues precisamente siempre he creído que por eso son malas.
—¡Se equivoca otra vez! —dijo Bruno indignado—. ¿Sabe usted cuál es el porcentaje de asesinatos que llegan a salir publicados en los periódicos?
—No lo sé ni me importa.
—Pues, un doce por ciento. ¡Un doce por ciento! ¡Imagínese! Y ¿quién cree que comete el resto? Pues una gran cantidad de gente insignificante, gente que no importa para nada. Toda la gente que la poli sabe que jamás llegará a atrapar.
Hizo ademán de servirse más scotch, pero se encontró con que la botella estaba vacía y se puso en pie trabajosamente. Un cortaplumas de oro, suspendido de una fina cadenita también de oro, brilló al sacarlo del bolsillo del pantalón. El objeto agradó a Guy, por lo que tenía de estético, como podría agradarle alguna joya hermosa. Y, mientras contemplaba cómo Bruno cortaba el precinto de la botella de scotch, se encontró pensando que algún día tal vez Bruno cometería un crimen con el pequeño cortaplumas, que probablemente su crimen quedaría impune, simplemente porque le importaría poco el que le echasen o no el guante.
Bruno se volvió, sonriente, con la nueva botella de scotch.
—Véngase conmigo a Santa Fe, ¿eh? A descansar un par de días.
—Gracias. No puedo.
—Estoy forrado. Será mi invitado, ¿eh?
Se le derramó whisky sobre la mesa.
—Gracias —dijo Guy.
Por sus ropas, pensó, Bruno creía que no iba muy bien de dinero. Pero éstos, los de franela gris, eran sus pantalones preferidos. Pensaba llevarlos en Metcalf y en Palm Beach también, si no hacía demasiado calor.
Se recostó en el asiento, con las manos en los bolsillos, y se dio cuenta de que en el fondo de uno de ellos había un agujero, en el de la derecha.
—Y ¿por qué no?
Bruno le entregó el vaso.
—Me cae usted muy bien, Guy.
—¿Por qué?
—Porque es una buena persona. Una persona decente, quiero decir. Conozco mucha gente, pero pocos que se le parezcan. Le admiro —dijo Bruno de sopetón.
Y hundió el labio en el vaso.
—Usted también me cae bien —dijo Guy.
—¡Véngase conmigo!, ¿eh? No tengo nada que hacer durante dos o tres días, hasta que llegue mi madre. Podríamos pasarlo en grande.
—Tendrá que buscarse a otro.
—¡Caramba, Guy !, ¿qué se imagina? ¿Que voy por ahí recogiendo compañeros de viaje? Usted me gusta, de modo que le pido que se venga conmigo. Aunque sea un día solamente. Me iré directamente desde Metcalf, ni siquiera me detendré en El Paso. Tengo que visitar el Cañón.
—Gracias, pero tengo trabajo que hacer tan pronto termine en Metcalf.
—Oh.
Otra vez la sonrisa tristona de admiración.
—¿Edificar algo?
—Sí, un club de deportes en el campo.
Las palabras seguían sonándole extrañas incluso a él mismo; era lo último que, hacía sólo dos meses, hubiese creído que iba a construir.
—El nuevo Palmyra de Palm Beach.
—¿De veras?
Bruno, por supuesto, tenía noticia del Palmyra Club, el más importante de los de Palm Beach. Hasta había oído decir que iban a levantar uno nuevo. Había visitado el antiguo un par de veces.
—¿Usted lo proyectó?
Dirigió la vista hacia Guy con cara de admiración, como un niño ante uno de sus héroes.
—¿Puede dibujármelo?
Guy trazó rápidamente un boceto de los edificios en la cubierta posterior de la agenda de Bruno, y lo firmó como éste quería. Le dio explicaciones sobre la pared que descendería para convertir el piso bajo en una gran sala de baile que llegaría hasta la terraza, sobre las persianas abiertas que esperaba le fuesen autorizadas y que harían innecesaria la instalación de un equipo para acondicionar el aire. Iba sintiéndose feliz a medida que hablaba y a sus ojos afloraron lágrimas de excitación, aunque hablaba sin levantar la voz.
¿Cómo podía hablar tan confiadamente con Bruno, se preguntó, revelándole lo mejor de sí mismo? ¿Quién podía ser menos apropiado que Bruno para comprenderle?
—Parece algo grandioso —dijo Bruno—. ¿Quiere decir que le basta con decirles cómo va a ser la obra una vez terminada?
—No. Siempre hay que contentar a mucha gente.
Guy echó repentinamente la cabeza hacia atrás y se echó a reír.
—Se va a hacer famoso, ¿eh? Puede que ya lo sea ahora.
Saldrían fotos en las revistas ilustradas, tal vez incluso en los noticiarios de los cines. Todavía no le habían dado el visto bueno a los proyectos —se recordó a sí mismo—, pero estaba seguro de que se lo darían. Myers, el arquitecto con quien compartía un estudio en Nueva York, estaba convencido. También Anne. Y lo mismo sucedía con míster Brillhart. El mayor encargo de su vida.
—Puede que sea famoso después de esto. Es una de esas cosas que dan que hablar.
Bruno empezó a contarle una larga historia sobre la vida que había llevado en la escuela superior, sobre cómo hubiera llegado a ser fotógrafo si en un momento dado no le hubiese sucedido algo con su padre. Guy no prestaba atención. Sorbía su bebida distraídamente, pensando en los encargos que le harían después del de Palm Beach.
« Pronto, tal vez, un edificio para oficinas en Nueva York» . Ya tenía pensado un proyecto para un edificio de oficinas en Nueva York, y anhelaba ver cómo se convertía en realidad. « Guy Daniel Haines. Un hombre» .
Se acabaría la desagradable conciencia de tener menos dinero que Anne.
—¿No le parece? —repitió Bruno.
—¿Qué?
Bruno aspiró profundamente.
—Si su esposa organizase una marimorena sobre el asunto del divorcio. Digamos que, por ejemplo, se opone a ello mientras usted esté en Palm Beach y le hace perder el encargo. ¿No le parece que eso sería motivo suficiente para el asesinato?
—¿De Miriam?
—Claro.
—No —dijo Guy.
Pero la pregunta le turbó. Temía que Miriam se hubiese enterado del trabajo de Palm Beach a través de su madre, y que tratase de meter las narices en ello por el simple gusto de causarle daño.
—Cuando ella le era infiel, ¿no sintió ganas de asesinarla?
—No. ¿Es que no puede cambiar de tema?
Durante unos segundos Guy vio las dos facetas de su vida, matrimonio y carrera profesional, puestas una al lado de la otra, como jamás las había visto antes. Su cerebro divagaba febrilmente, tratando de averiguar cómo podía ser tan estúpido e inútil en una y, al mismo tiempo, tan competente en la otra. Miró furtivamente a Bruno, que seguía contemplándole fijamente, y, sintiéndose levemente ofuscado, dejó el vaso sobre la mesa, apartándolo con los dedos.
—Tiene que haberlas sentido alguna vez —insistió Bruno, con suave insistencia de beodo.
—No.
Guy quería salir y dar un paseo, pero el tren seguía avanzando sin parar, en línea recta, como si jamás fuera a detenerse.
¿Y si Miriam le hacía perder el encargo? Iba a pasarse varios meses viviendo en Palm Beach y se esperaría de él que alternase socialmente con los directivos del club. Bruno comprendía muy bien las cosas de esa índole.
Se pasó la mano por la frente sudorosa.
Lo malo, claro está, es que no iba a saber qué tramaba Miriam hasta que la viese.
Estaba cansado, y cuando se sentía así, Miriam se apoderaba de él como si de un ejército invasor se tratase. Ya le había sucedido con mucha frecuencia durante los dos años que le había costado librarse del amor que sentía por ella. Y ahora le estaba sucediendo de nuevo. Estaba harto de Bruno. Bruno sonreía.
—¿Quiere que le cuente una de las ideas que he tenido para asesinar a mi padre?
—No —dijo Guy.
Cubrió con la mano el vaso que Bruno estaba a punto de volver a llenar.
—¿Cuál prefiere, la que trata de la bombilla trucada en el cuarto de baño o la del garaje lleno de monóxido de carbono?
—¿Por qué no lo hace, en vez de seguir hablando de ello?
—¡Lo haré, no crea que no! ¿Y sabe qué más voy a hacer algún día? Suicidarme, si tengo ganas de suicidarme, y dejar las cosas de modo que parezca un asesinato y echen la culpa a mi peor enemigo.
Guy le miró con cara de asco. La figura de Bruno parecía desvanecerse por sus contornos, como un fenómeno de delicuescencia. Diríase que había quedado reducido a una voz y a un espíritu, el espíritu del mal.
Todo lo que él despreciaba, pensó Guy, lo representaba Bruno. Todo aquello que él no quería ser, lo era Bruno, o lo sería.
—¿Quiere que le prepare un asesinato perfecto para su esposa? Tal vez algún día le sea de utilidad.
Bruno se retorcía, consciente de sí mismo, bajo la mirada escrutadora de Guy. Guy se puso en pie.
—Tengo ganas de pasear.
Bruno juntó las manos dando una palmada.
—¡Oiga! ¡Menuda idea se me ha ocurrido! Un asesinato por delegación, ¿comprende? ¡Yo mato a su esposa y usted se encarga de mi padre! Nos encontramos en el tren, ¿comprende?, y nadie sabe que nos conocemos. ¡Nadie! ¡Una coartada perfecta! ¿Qué le parece?
La pared latía rítmicamente delante de sus ojos, como a punto de saltar en pedazos.
« Asesinato» .
La palabra le ponía enfermo, le daba miedo. Quería alejarse de Bruno, salir del compartimiento, pero se lo impedía una angustiosa sensación de pesadez, como en un mal sueño. Trató de sobreponerse, de afianzarse, enderezando antes la pared, comprendiendo lo que Bruno estaba diciendo, porque presentía que había algo lógico en ello, como en un problema o en un acertijo que tuviera que resolver.
Las manos de Bruno, manchadas de nicotina, daban palmadas y se agitaban sobre las rodillas.
—¡Un par de coartadas a prueba de bomba! —chilló—. ¡La mejor idea de toda mi vida! ¿No lo ve? Yo me encargaría de hacerlo cuando usted estuviese ausente de la ciudad y usted, a su vez, haría lo mismo.
Guy lo comprendía. No había ninguna posibilidad de que alguien llegase a descubrirlo, ninguna.
—Sería un gran placer para mí poner fin a una carrera como la de Miriam y hacer algo en pro de la suya.
Bruno apenas pudo disimular una risita histérica.
—¿No le parece que ya es hora de que alguien le pare los pies, antes de que destroce más vidas? ¡Siéntese, Guy !
« La mía no la ha destrozado» , quiso decirle Guy.
Pero Bruno no le dejó tiempo de hacerlo.
—Supongamos que nos hemos puesto de acuerdo y que éste es el plan. ¿Sería capaz de ponerlo en práctica? Usted me daría toda clase de detalles sobre el sitio donde ella vive y yo haría lo mismo por usted. Le parecería conocer el lugar de toda la vida. ¡Podríamos dejar huellas digitales por todas partes! ¡Los sabuesos acabarían por volverse locos!
Se rió burlonamente.
—Habría un intervalo de varios meses, claro está, y no habría ni el menor contacto entre nosotros. ¡Cristo, qué fácil resultaría!
Se levantó y al ir a coger su vaso estuvo a punto de caerse. Entonces, con una seguridad abrumadora, echando las palabras al rostro de Guy, dijo:
—¡Pues claro que sería capaz!, ¿eh, Guy ? Todo saldría a pedir de boca, se lo juro. Yo lo arreglaría todo, se lo juro, Guy.
Guy lo apartó de sí con más fuerza de la que quería. Bruno se levantó ágilmente del asiento junto a la ventanilla. Guy miraba a su alrededor en busca de aire. Pero las paredes no ofrecían ni el más insignificante resquicio. La habitación se había transformado en un pequeño infierno.
¿Qué estaba haciendo allí? ¿Cómo y cuándo habría bebido tanto?
—¡Estoy seguro de que sí sería capaz!
Bruno fruncía el ceño.
« ¡Váyanse al diablo, usted y sus condenadas teorías!» , quería gritarle Guy por toda respuesta.
Pero en vez de ello, su voz surgió apagada, como un susurro.
—No puedo más.
Entonces vio cómo el semblante de Bruno se contraía de un modo extraño… una bobalicona expresión de sorpresa, una expresión casi sobrenatural, horrible, que le daba aspecto de saberlo, de comprenderlo todo. Bruno encogió los hombros afablemente.
—Como quiera. Sigo creyendo que mi idea es buena y nos ofrece un plan absolutamente infalible. Y pienso ponerlo en práctica. Sólo que entonces me ayudará otra persona, por supuesto. ¿Adónde va?
Finalmente Guy había reparado en la puerta. Salió por ella y abrió otra que daba a la plataforma. El aire, más fresco allí, le azotó el rostro como una reprimenda y el ruido del tren creció de tono, como una voz cargada de reproches. Empezó a maldecirse a sí mismo, uniendo sus maldiciones a las que le lanzaban el viento y el tren, y deseaba vomitar con toda su alma.
—¿Guy ?
Al volverse vio que Bruno atravesaba penosamente la pesada puerta.
—Lo siento, Guy.
Guy se apresuró a responderle al ver la cara de humillación que ponía Bruno.
Parecía un perro.
—No tiene importancia.
—Gracias, Guy.
Bruno bajó la cabeza y en aquel momento el ruido de las ruedas empezó a extinguirse y Guy tuvo que agarrarse para no perder el equilibrio.
Se sentía lleno de un agradecimiento inmenso porque el tren estaba parándose. Dio a Bruno una palmada en la espalda.
—¡Bajemos a tomar un poco el aire!
Al apearse se encontraron en un mundo silencioso envuelto por una oscuridad total.
—¿Dónde estamos? —preguntó Bruno gritando—, ¿en el infierno? ¡Ni una luz!
Guy alzó la vista. No había luna tampoco. El aire frío hizo que su cuerpo se tensase, como dispuesto a un ataque por sorpresa. Oyó el ruido de una puerta de madera al cerrarse en algún lugar. Delante de ellos brilló una chispa que se convirtió en una linterna, y un hombre echó a correr hacia la parte posterior del tren, donde se dibujó un cuadrado de luz al abrirse la puerta del furgón. Guy empezó a caminar lentamente hacia la luz, y Bruno le siguió.
Más allá, en la lisa y negra pradera, se oyó el quejido incesante de una locomotora. Luego otra vez, más lejos. Era un sonido que recordaba desde la infancia, bello, puro, solitario. Como un caballo salvaje agitando su blanca crin. En un arrebato de camaradería, enlazó su brazo con el de Bruno.
—No quiero andar —chilló Bruno, forcejeando para desasirse y parándose en seco.
El aire frío le sentaba tan mal como a un pez recién pescado. El tren empezaba a reanudar la marcha y Guy empujó el corpachón de Bruno para que subiese a la plataforma.
—¿Una copa antes de acostarse? —sugirió Bruno frente a la puerta de su compartimiento.
Parecía abatido, a punto de desplomarse de cansancio.
—Gracias, pero no la resistiría.
Las cortinas verdes envolvían sus voces susurrantes.
—No se olvide de venir a buscarme por la mañana. No echaré la llave a la puerta. Si no respondo, no dude en entrar sin llamar, ¿eh?
Guy daba tumbos contra las cortinas verdes mientras se encaminaba trabajosamente hacia su cabina.
La costumbre hizo que al acostarse se acordara de su libro. Se lo había olvidado en el compartimiento de Bruno. Su Platón. No le gustaba la idea de que el libro pasase toda la noche en el compartimiento de Bruno, ni pensar en que Bruno podía tocarlo y abrirlo.
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