Tomás Savador
Día primero / de Murias a Vagarienza
Las sombras se estiraban y encogían pegadas a sus talones. Las suyas, naturalmente, iban quedando detrás, pero la del preso, dos pasos adelantado, quedaba bien a la vista y oscilaba grotescamente, obligándole a reír, aunque malditas las ganas que tenía de hacerlo.
Caminaba el hombre arrastrando los pies, salvo cuando alguna rodada le obligaba a saltar. Entonces era cuando la sombra parecía querer despegarse de la suela de sus alpargatas, como si quisiera escaparse… escaparse… ¿Escaparse? ¿También ella? El preso, bueno, ¿pero la sombra…?
Y se sorprendió conteniéndose las ganas de saltar a pie juntillas y clavar con las botas la mancha huidiza. Reprimió una carcajada y le salió un extraño gorgorito. Pedroso le miró, sin comprender.
El sol quedaba en aquellos momentos de frente, quemándoles los ojos. Todo era según las revueltas del camino. Paciencia… No tardaría en quedar a sus espaldas, o a un costado. Y más tarde, al correr de las horas, acabaría por esconderse definitivamente detrás del murallón cántabro, al otro lado de los dos mil y pico de metros del Pico Catoute y de los centenares de picachos menores que sembraban de laderas sinuosas el camino de Villablino…
Rió otra vez. Pedroso preguntó:
—¿Qué te pasa, hombre?
—Nada.
Y es que se le había ocurrido la idea de que quizá fuera otro pico u otras montañas las que ocultasen el sol aquella noche y las venideras. No, nada cambiaría, solamente que ellos no estarían dos días en un mismo lugar…
—¡Cuidado!
La advertencia era para el preso. Había tropezado y caído… ¡Y acababan de empezar, como quien dice…! ¿En qué iría pensando? Que se dejase de tonterías. Andar y sólo andar era lo que importaba. Pie derecho, pie izquierdo…, paso corto, paso largo…, paso misí, paso misá… el de alante corre mucho y el de atrás…
Entonces sí que no pudo reprimir la risa, una serie de carcajadas un tanto chillonas que le dejaron avergonzado.
—¿Tienes ganas de reír? —inquirió Pedroso.
—Son tonterías…
—¡Ah, bueno! —apostilló Pedroso, como si todo quedara explicado.
El preso reanudó la marcha, previo toque de atención con la culata del fusil. Llevaba las manos a la espalda, sujetos los brazos por los grilletes como mandaba el Reglamento. Las manillas eran de Pedroso. Por estar más usadas tenían un color negruzco, sudor de muchas manos y babeo de muchas bocas.
Criminal… criminal… ¿Criminal…? Un paso, y otro… alargar la pierna Si bajaba un poco la vista se encontraba con la puntera de las botas, llenas de polvo… ¡Señor! Dos horas antes, apenas, relucían de puro limpias. El cabo Morales así lo hubo de reconocer.
El mosquetón… El demonio pesaba como un plomo… ¡El Reglamento! ¡Vaya cochinada! Le hubiera gustado ver a quienes mandaron y legislaron que el fusil debía llevarse al hombro, tieso, la mano a la altura del tercer botón apretando firmemente la culata contra el pecho, en todas las conducciones, como si estuvieran desfilando. ¡Vaya un desfile! Tragar polvo por senderos y carreteras durante horas enteras, viéndole el fondillo de los pantalones a un desharrapado cualquiera, con siete kilos de madera y acero —sin contar la dotación— manchando de barniz las solapas del uniforme.
Miró de soslayo a su compañero. ¡El viejo Serapio…! Le gustaba salir de correrías con el veterano Pedroso. Tenía lo menos cincuenta y tres años y pronto lo jubilarían. Nunca sería cabo, ni falta que le hacía. ¿Qué haría entonces? Abandonar el cuartel, desde luego, y arrear para otro lado con la mujer y los chicos.
Le gustaba. Y no podía por menos de preocuparse ante la idea de que un día sería igual que él. La disciplina y la intemperie volvían iguales a todos los guardias civiles.
Después de todo… era un buen espejo; delgado, anguloso, tenía la piel de las manos y la cara convertida en una pura costra, renegrida y llena de cortaduras, como aquellos terrenos por donde pasaban, plagados de baches y hondonadas donde las ralas gramíneas, alimento de estúpidas ovejas, se estremecían ante el malhumorado bufido de los vientos aquilones. Bajo el tricornio, ahora defendido por la cubierta verde y la haldilla que caía sobre la nuca, se apelmazaba su cabello gris ceniza, corto, híspido, fuerte como el alambre.
Mirándole de perfil el bigote parecía sobresalir enormemente, haciéndole piruetas al aire santo. Casi le tapaba la boca, descuidado, gris también, teñido de amarillo por el tabaco. Nunca conociera la tijera. Estaba seguro —en realidad, lo había visto más de una vez— de que Pedroso se servía de los dientes para cercenar los pelánganos que sobresalían demasiado. Por eso estaban tan mellados. Y se sabía; cuando asomaba la punta de la lengua y hacía «paff» un trozo de bigote caía al suelo y desplazaba a una piedra.
¡Caramba! Sin darse cuenta acababan de entrar en Senra. El lugarejo estaba, como siempre, casi solitario. Pedroso se adelantó hasta tocar con la mano los codos del detenido. Le imitó. En lugar quebrado y en terreno habitado… la pareja en el costado, decía el refrán.
En seguida, otra vez en el campo. Cuesta arriba y cuesta abajo; andar, sudar y dar frescor a los labios mordiéndolos alternativamente. El preso jadeaba. Llevar las manos a la espalda era, desde luego, más penoso que estar maniatado por delante. Pero el viejo Serapio había dicho que solamente en terreno llano se podía hacer tal cosa. ¿Quién sería el detenido?
—Parece un pastor, ¿verdad? —preguntó.
—Un caballo padre, es lo que parece —contestó Pedroso, sin andarse por las ramas. Y aún añadió—: Dicen que es un criminal así de grande. Como se escape…
¿Escapar? ¿Por qué había de escapar y por qué ellos tenían que prepararse en caso de que escapara? Se encogió de hombros y el fusil le rizó una oreja. Contuvo una maldición y basculó el armatoste hasta encontrar una postura más cómoda, aunque menos reglamentaria. ¿Y qué…? Ya rectificaría cuando encontrasen a alguien por el camino.
La manta… ¡Maldita manta! Pura lana y todo eso… La trajera de casa, si… y le gustaría que continuara allí. La mochila… ¡las cartucheras…!, ¡la esclavina…! Siempre que emprendían una marcha le pasaba igual. Tenía que luchar con la impedimenta hasta acostumbrarse, lo que, muchas veces, no era nada sencillo.
El preso, en cambio, pocos estorbos llevaba. Un zurrón de pordiosero a las espaldas, donde los cascotes de pan seco bailaban y crujían, y un cacho de manta sobre los hombros. Pero no caminaba demasiado seguro. Quizás, como ellos, necesitaba acostumbrarse.
De ser cierta la denuncia de aquella vieja… ¡Bah! Todo se aclararía. Parecía un cazurro… Las manos tenía de campesino. Estaba rasurado, o, por lo menos, lo había estado días atrás.
—Pedroso —llamó—. ¿Por qué los labradores o braceros no llevan bigote?
—No sé…, costumbres —contestó Pedroso vagamente, llevándose la mano libre al mostacho.
Le imitó, acariciándose el suyo, un bigotillo cuyas guías apenas rebasaban las comisuras de la boca. El gesto le recordó que el bigote era atributo de los señores y los militares.
El pueril razonamiento de que el apéndice capilar tenía mucha más importancia de la que parecía le puso de buen humor. Se prometió dejarlo crecer.
Había levantado la mano porque conocía bien el camino. Hasta media legua más adelante, pasada Villanueva, no encontrarían un lugar semejante para descansar…
¿Media legua…? Bien, dos kilómetros y pico… Hacía veinte años que se había establecido obligatoriamente el sistema métrico decimal y aún no acababa de entrarle en la cabeza. ¡Y buen cuidado tenía el cabo Morales de repetírselo infinidad de veces, sobre todo cuando se acercaba la fecha de la visita del jefe de la Línea!
—Un guardia civil tiene que saber las equivalencias. ¿Acaso piensa usted jubilarse sin saber cuántas varas tiene un metro?
¡Demonio! Conocía las dichosas equivalencias, desde luego. Pero el trato con los gañanes y arrieros, que seguían —y seguirían hasta su muerte— midiendo los áridos por celemines y fanegas, y calculando las distancias por pies, estadales, varas y leguas, o comprobando los pesos por arrobas, libras, onzas, adarmes o tomines, le tenía revuelta la sesera. ¡Veamos…! Una vara equivale a 0,8359 metros…, un kilómetro son mil metros…, una legua son 6666 varas, o sea, cinco kilómetros y pico ¡Recuerno!
—¿Qué dices? —preguntó Silvestre, que le había oído, sin duda.
Esquivó la respuesta largando la petaca.
—Fuma.
Y mientras Silvestre liaba el cigarro procuró quitarse de encima los números y la mala sombra. Aunque a regañadientes fueron cediendo las prevenciones. ¿Leyes de caza y pesca, contrabando, defraudación, pastos, vehículos públicos? ¿Por qué había un guardia civil de saber más que un notario?
—Toma —Silvestre le devolvía la petaca—. ¿Le damos a ése?
Se refería al preso. Le darían también. Como tenía las manos atadas y no era cosa de aflojar el candado habría que colocársele ya hecho en la boca. Un momento…
—Toma, tú.
—Gracias, señor guardia.
Aspiró profundamente el humazo. Silvestre se había quitado el tricornio y dejado al descubierto los rubios cabellos. Aquellos pelos de maíz estaban volviendo locas a las chicas de Murias. Lo malo era que…
¡Bah! Silvestre tenía derecho a divertirse y, si a mano viene, soñar un poco. No sería él quien le despertara. Siempre y cuando no soñara por la carretera, se entiende. El muchacho había reído dos o tres veces, ¿por qué? Estaba sudando. Los jóvenes siempre sudan cuando andan dos pasos; él, en cambio, no sudaba nunca, pocas grasas tenía para ello.
Silvestre… No llegaría a la treintena. Ojos alegres y gesto de muchacho asombrado. Bueno… quizá no fuera tan muchacho, de la misma forma que él no era tan viejo como parecía. Pero al ir juntos no podía por menos de establecer esa diferencia y de pensar en lo que nunca diría. Los hombres nunca dicen sus sentimientos a otros hombres, sobre todo cuando son débiles. Y la ternura lo era…
Precisaba cubrirla de gestos rudos y palabras malsonantes. Y sin embargo allí tenía al buen camarada, compañero de polvos y lodazales. Porque era viejo recordaba; días y días de andar y andar, como el Reglamento lo exigía: uno al lado del otro, pero separados por lo ancho del sendero, para que los caminantes pasaran por en medio y se sintieran seguros.
—A la paz de Dios, señores.
Y con la paz de Dios quedaban.
Se sorprendió cuando el cigarro le quemó la punta de los dedos. El tiempo no perdonaba. Otra vez en marcha. El camino rebasaba un peñasco doblándose en profunda cortadura. Se adelantó y ató la cuerda llamada de presos a los codos del viejo, según se acostumbraba en terreno quebrado. Nunca estaban de más las precauciones, aunque por ir dos vigilando a un solo preso podían ceder un poco al rigor de la rutina.
Otro riacho. Se franqueaba de un salto, sin necesidad de ensuciarse las polainas. Menos mal. Mala era aquella jornada, aunque fuese corta en comparación a las que aguardaban. Las últimas estribaciones de la Sierra de Murias de Paredes, con el puerto de la Magdalena al fondo, les acompañarían hasta más allá de Vagarienza. Monte y llano. Pero el llano quedaba a la derecha, sobre el valle del Orbigo, que flanqueaban sin meterse adentro.
No tardarían en llegar a Omañón, dejando atrás las miserables casuchas de Villanueva de Omaña, concejo sin alcalde, sin iglesia, casi sin vida. No tardarían las nieves en sepultarles y durante cuatro o cinco meses sólo serían puntos en el mapa. ¿El invierno? ¿Acaso en verano llevaban mejor vida?
Sólo tenía que mirar en derredor: quebrachos, tierra de carbón y piedras rojas, laderas escabrosas con repechos labrados donde sólo los trigos fuertes y resistentes, el escanda, el mocha, el escaña menor o la asprilla se daban con alguna dificultad.
El camino era apenas un deslizarse entre abrojos, roquedas y desfiladeros apuntando entre montañas gemelas.
Los guardias tenían los fusiles preparados, al hombre, le parecía. Tenía miedo. Toda su vida le asustaron, incluso en aquella época, cuando vivía muy tranquilamente en Alegría, casado con la «Zurrumbona». ¡Buena mujer la «Zurrumbona»! Como viuda sabía lo suyo… Cinco hijos y diez años de tranquilidad. Pero le dio por morirse un mal día, allá por el año 63, si los recuerdos no le traicionaban.
Después, la otra pendeja, sucia, asquerosa, le echó los hijos de casa y le hizo la vida imposible. Ella y las otras. Paciencia. Todo quedaba demasiado atrás y no convenía removerlo. Necesitaba ir serenando sus ideas, pues los demás tenían las suyas bien firmes, al parecer. Como aquellos dos guardias que oía respirar y gruñir a sus espaldas. Dos guardias civiles… Y andando; lo iban a llevar andando. A Vitoria, claro. No lo decían, pero él lo sabía mejor que ellos.
Le escocían los labios. Le habían dado un cigarro metiéndoselo en la boca. Pero no se habían acordado de quitárselo y al arrojar la colilla se había despellejado un labio. Molestias…
Agradecía el estar caminando. Cuatro días había pasado en el pueblo, aguantando las mismas cadenas. Ahora, por lo menos, movía las piernas y respiraba aire libre. Los primeros momentos de llevar continuamente los grilletes, teniendo que arrastrar los pies para poder andar dos pasos, le habían puesto al borde de la locura. Incluso, había pensado en romperse la cabeza contra la pared. Pero no lo hizo y ahora estaba caminando… Lo que viniera, tenía que venir. Y eso iba ganando.
El guardia viejo parecía el jefe de la pareja. Se cuidaba más que el otro de observarle. No podía engañarle. Cuando intentaba separar los codos para que las cadenas quedasen flojas, el maldito le obligaba a entrar en vereda. Le dolían los brazos. Tenía que acostumbrarse.
Aunque había llegado hasta aquellos parajes andando un día y otro día, escapando de las terribles horas de la cuesta de Zaitegui y el sendero de Mungía, las jornadas de camino formaban una nebulosa indescifrable en su cabeza. Había andado mucho, mucho… No sabía cómo, ni por dónde… Y cuando ya se creía seguro, le obligaban otra vez a caminar para volver al mismo lugar. ¿Cuántos días…? ¿Más…? ¿Menos…? No recordaba… no recordaba…
Toda la mañana había notado sus miradas taladrándole las espaldas. El guardia joven se había caído. Y él se había detenido para esperar a que se levantara. Con ello descubrió que, en realidad, la iniciativa del camino la tenía él.
—¿Está usted bien, señor guardia?—preguntara.
—Muy bien, señor preso —le contestaron, riendo a más no poder.
Se reían del tratamiento, indudablemente. Pero ¿cómo tenía que llamarles? Señores guardias, naturalmente. Dos guardias civiles, dos…
El más viejo tenía aire de cazurro. Parecía duro, aunque amigo de darle a la lengua. Tendría que examinarle más a fondo. No podría hacerlo mientras fueran detrás… ¿Cuándo?
Se encogió de hombros. Tiempo habría… De andar, de cansarse y hasta de conocerse sin quererse conocer. Lo único firme en aquellos instantes era que estaba detenido. ¿Tendría él la culpa?
La vieja… La mendiga de la carretera de Castilla, junto a Gomecha. No había olvidado, aunque se guardara los sesenta reales que le dio para que no le denunciara. Claro que entonces no había ocurrido «lo otro»… La maldita pelleja se enteraría y viéndole en la carretera de Murias le había denunciado. Debía de haber sucedido así, pondría la mano en el fuego.
¿Y qué haría la vieja en aquellos parajes…? Iba con un ciego. Por lo visto aún le gustaban los hombres. Pero con él no había querido. Era viejo y feo, por lo visto. Recordó, con un escalofrío sacudiéndole de pies a cabeza, el susto y el llanto de la chiquilla de Alegría.
—¡Madre! ¡El criado nuevo se parece al «Sacamantecas»!
Todos habían reído, menos él, claro. Porque daba la casualidad de que la chiquilla había adivinado… ¡Bah! ¿Reír? ¿Quedarse allí y escuchar continuamente lo mismo, para que fuesen atando cabos y lodo…?
Las minas de Somorrostro. Si se hubiese quedado allí no le habrían asaltado los demonios precisamente en el día que regresaba, cuando por el camino de Amurrio tenía a su alcance las puertas de su casa.
Pero las minas no eran para él. Aunque estuviera fuerte, no podía resistir doce horas de trabajar como una bestia, si bien, era la verdad, como una bestia trabajara toda su vida.
A sus espaldas, sin un desmayo, resonaban las pisadas de los guardias. Alguna piedrezuela, impulsada en un tropezón, se adelantaba hasta rebasarle. A cada piedra seguía un gruñido. Le hubiera gustado contestar de la misma forma. Pero tenía que ser respetuoso, muy respetuoso.
Un río. No sabía su nombre. El camino daba una vuelta muy lápida y la corriente se alineaba a la derecha, siguiendo el sendero hasta el final de una prolongada bajada. El terreno ayudaba y tenía que refrenarse para no caminar demasiado de prisa.
—¡Cuidado!
Otro tropezón. Había sido él. Una mano se encargó de sujetarle rápidamente. No se dormían, no, los civiles… Recobró el equilibrio. En el zurrón le bailaban los mendrugos de candeal. ¿Comer? ¿Cuándo comería? ¿Le desatarían entonces?
Los guardias hablaban. Eran sus voces las únicas que escuchara en toda la mañana. Algunas mujeres, silenciosas, en el camino. Ninguna historia que recordar… Una revuelta del sendero, y el río a veinte pasos.
Había exteriorizado, sin darse cuenta, sus pensamientos. Quedó sorprendido cuando el guardia joven lo agarró del brazo.
—Baja por aquí —le dijo.
Al río, pues; para beber sólo era preciso dejarse caer de rodillas y abrevar como los animales, hundiendo la cara en el agua…
—Podemos comer aquí, ¿te parece? —insinuó, escurriéndose los bigotes, húmedos, lacios, pegados a la papada después de beber.
—Me parece bien. ¿Qué hora es?
Pedroso sacó su enorme reloj de bolsillo.
—Son las doce.
—¿No es demasiado pronto?
Se encogió de hombros.
—Estamos a mitad de camino. Lo mismo da llegar a las cuatro que a las cinco. Llegaremos con sol, de todas formas.
El preso se había levantado y les miraba. Apoyó el fusil en el suelo y esperó. Al fin y al cabo, Pedroso era el jefe del servicio. El lugar le parecía bien. La carretera quedaba cerca. Le interesaba ver llegar a Juan Morros el Corsario. Siempre llegaba a Muñas a las tres de la tarde, luego, estando ellos a mitad del camino, no lardaría en aparecer.
—Siéntate…
La orden era para el preso, que se dejó caer al suelo. Pedroso buscó un tocón y se sentó, con el mosquete entre las rodillas, de cara al preso. Le imitó.
—Tendremos que darle de comer —insinuó.
—Comerá solo —respondió Pedroso—. Ponle tus hierros en los tobillos.
Cuando lo hubo hecho, el veterano se acercó a su vez y con una pequeña llave desprendió el candado que sujetaba las cadenas.
—Así está bien.
El viejo aprovechó para frotarse las muñecas, sin levantar los ojos del suelo. Después acarició su zurrón. Tenía hambre… Tenía cara de haber tenido hambre toda la vida.
Se quitó el tricornio, la manta terciada, el morral de espaldas. Pedroso hacía lo propio, parsimoniosamente, dejando todo cuidadosamente amontonado.
—Silvestre… —le llamaba.
—¿Qué sucede?
—¿Recuerdas aquel día por los montes de Robledo?
¿Recordar? Lo difícil era particularizar un solo día. Muchos de ellos, y muchas noches también, habían pasado juntos, de correrías por las sierras de Venta de Robledo y Puerto de la Magdalena.
—Me refiero al día que mataste al conejo…
—Fue un buen disparo.
—¡Ya lo creo!
El preso llevaba un socorro del Ayuntamiento, a razón de un real por día. De este dinero se había hecho cargo él. También guardaba quince o veinte reales encontrados en la faltriquera de Garayo.
Con este dinero compraría en las ventas del camino el pan, los higos, las cebollas y el tocino rancio que permitirían al preso reponer las fuerzas hasta el final, mejor dicho, conservar las que tenía hasta que dejara de recaer sobre ellos la responsabilidad de la custodia.
La cuestión de los alimentos le tenía preocupado. En anteriores conducciones, de demarcación a demarcación, o cuando más de provincia a provincia, no era particularmente difícil proveer lo necesario. Media docena de mendrugos y un puñado de higos secos en el zurrón del conducido bastaban y sobraban, sin contar las dádivas de las almas generosas, no permitidas pero toleradas al resguardo de un oportuno quebrar el pescuezo.
En realidad, quienes peor lo pasaban eran los conductores, ellos mismos, obligados por un día o dos a prescindir del familiar condumio, devorando poco más o menos los mismos alimentos que el preso, oportunamente preparados en los alojamientos o adquiridos donde buenamente se podía.
Pero en aquella conducción, cuya duración no podía determinar sino por aproximación, el problema se presentaba, cuando menos, con malas perspectivas. Lo mismo él que Silvestre llevaban en la cartera de espaldas unos cuantos chorizos, escabeche y el pan necesario para la jornada. Con todo ello almorzarían donde los alaridos del estómago lo demandasen, en una cuneta o al borde de un arroyo donde refrescar la garganta. Por las noches, procurarían mejorar la pitanza con algún guiso caliente, al calor de una chimenea, pagándose ellos lo que rebasara lo obligado por la ley, o sea, los mismos derechos de los militares en campaña: sal, agua y asiento a la lumbre.
Le sobresaltó, despertándole de sus cavilaciones, el mucho ruido que Silvestre hacía con los dientes. Mirando al muchacho comer, observando su despreocupación ante los problemas, nimios problemas, en realidad, que le atosigaban, comprendió que se estaba haciendo viejo y se reblandecía. ¿Cuándo le había importado comer o ayunar estando de servicio?
Suspiró y atacó a su vez el chorizo y la hogaza que tenía destinada para aquella sentada. Estaba bueno… Con el primer bocado en la garganta recobró su equilibrio. Nadie hablaba. Raramente los que saben el valor de los bocados hablan cuando comen. Es decir, los pobres, los campesinos, los vagabundos que ingieren la pitanza del día. Cuando el pan es el producto del sudor el devorarlo es un rito. Se mueven los dientes y la lengua, pero sólo para triturar y ensalivar. Lo demás huelga.
Ni Silvestre ni Juan Garayo tenían la intención de pronunciar palabra. Bastaba, para saberlo, contemplar la unción con que paladeaban cada pellizco de pan. Únicamente, dejaban vagar los ojos, pues el hambriento nunca mira lo que come, por todos los rincones del improvisado campamento.
En los ojos de Silvestre se veía una pueril satisfacción y la tierna rudeza del compañero agradecido. Garayo… ¿qué expresaba la mirada de Juan Garayo? Sería imposible identificarle por la mirada. Ahora que paraba mientes recordaba que nunca había sorprendido sus ojos mirando de frente. ¿Quién sería aquel hombre?
Sabía su nombre porque el sobre con la documentación que llevaba, para entregar al juzgado, lo decía, como decía también otras cosas. ¿Un monstruo? Dedicó su tiempo a examinarle detenidamente.
Parecía un bracero. ¿Sesenta años? Sí, aproximadamente, pero sin ser viejo, ni muchísimo menos. Allí estaba la raíz de su mal: un vigor desproporcionado a su edad y a su inteligencia.
Tipo vulgar, ordinario, repulsivo. Quizá la repulsión fuese debida a lo que, más que saber, sospechaba. En todo caso, allí estaba, inmóvil, cazurro, dirigiendo furtivas miradas al fondo del valle. Vestía como un campesino de las riberas bajas del Ebro: boina azul, vieja y mugrienta, remendada chaqueta de color oscuro y pantalón de percal.
Su rostro predisponía en contra suya. Nada había en él de agradable, de regular; angosta la frente, marcada en su parte alta por una cicatriz medio oculta por el apelmazado cabello de greñas ásperas, lisas, grumosas; pobladas cejas, adustas, protegiendo dos pequeñísimos ojos, bizco el derecho, ambos profundos y sin reflejos; nariz abultada en la base y afilada en el puente; pómulos muy marcados sobre la tostada piel; apretada la boca, limitada por profundas arrugas laterales, tenía, en fin, lo necesario para asustar a quien lo encontrara a solas por un camino.
Además, la cabeza, examinada en conjunto, ofrecía muchas irregularidades, siendo más ancha que larga y elevada en el centro, formando una cima semicalva cubierta apenas por unos mechones de pelos cenicientos. Cuando se quitaba la boina y alargaba el pescuezo, comúnmente arrugado como el de una tortuga, notábase claramente que el parietal derecho estaba más desarrollado que el izquierdo y que la parte posterior carecía de cogote, estando tallada sobre un cuello musculoso, corto y potente…
Parecía hombre fuerte y resistente. Siempre es mejor conducir a un hombre lleno de vigor que a un chiquilicuatro, enfermo cada dos por tres y al que habríase de llevar en un carro mientras ellos caminaban pegados a las ruedas…
—¿En que piensas, Pedroso?
Respingó violentamente. Silvestre le estaba mirando, entre burlón y curioso.
—En nada. ¿Has terminado?
—Sí. Pero fumaremos un cigarro.
Y al levantarse aventó de un manotazo las migajas de pan que salpicaban la negra tersura del uniforme.
No necesitaba levantar los ojos para verlos. Los guardias habían terminado de comer y esperaban. ¿Qué esperarían? A él le hubiera gustado esperar, dejar pasar el tiempo sin saber a ciencia cierta por qué, bien la llegada de la noche, bien la terminación del día, que sería un día más, o un día menos según las cuentas de los viejos.
Nada temía. No alcanzaba a razonar enteramente. Posiblemente porque se negaba a traer a la memoria los recuerdos cuya virulencia podía salirle a los ojos, irrumpir en la piel de las manos, de la cara. Aquellas manos que…
Sacudió la cabeza. Necesitaba dejar pasar las horas en blanco. Cuando se va andando no es difícil. Basta mirar al suelo, dejar oscilar los pensamientos al compás de los pies; en seguida se duermen. Pero al estar sentado, esperando el final de una tregua, se rompía un tanto la vieja añagaza. Aunque no quisiera, en breves sacudidas, tenía que levantar la cabeza. Y entonces…
Podía mirar, entregarse al instante. Veía, entonces, el fondo del valle. Le hubiera bastado dejarse caer rodando para alcanzar el final de la pendiente. Pero los guardias no le quitaban la vista de encima, aun en los momentos en que parecían entregados al placer de trocear el pan y el queso.
¿Los guardias? Los tenía enfrente. Se habían quitado las mantas, la mochila y el tricornio —distinguía perfectamente el límite de la piel tostada por el sol y el viento allí donde el sombrero encajaba sobre la frente—. No tenían prisa. Esa impresión causaban. Todos sus movimientos parecían calculados, medidos.
Si le hubieran pedido que expresara con palabras lo que estaba pensando no hubiera sabido hacerlo. Pero aunque le faltaran las palabras para ello, lo cierto era que un sexto sentido le obligaba a sorber, como si fuera viento, sensaciones que no tenían forma de expresión.
Empezaban a conocerse. Él y los guardias. Mientras estuvieran andando él iría delante y sólo podría escucharles. Las palabras ayudan a conocer al hombre. Pero mejor se le conoce cuando está callado, indeciso y empezando también él a comprender.
Dos eran los guardias. El joven llamaba al viejo, Pedroso. Y el viejo a su compañero, Silvestre. Pedroso era el que mandaba, aunque no llevaba galones. Pero era el veterano. Pedroso le desconcertaba. Algunas veces, sobre todo cuando miraba a su camarada, sus ojos se ablandaban y parecía estar a punto de decir alguna cosa, no importaba cuál, sin trascendencia. Pero cuando le miraba a él, Juan Garayo, reo con las manos atadas, sus ojos se endurecían y la lengua se le atascaba en el paladar.
Aprovechó un instante, mientras encendía el guardia un cigarro para examinarlo. ¿Cincuenta años? Estaba muy delgado, consumido y el pelo le blanqueaba las sienes. La piel de la cara y las manos estaba muy tostada por el sol. Quizá fuera la opresión del cuello —cuatro dedos sobre la raíz de la garganta— pero llevaba la cabeza demasiado levantada, como si le costara trabajo mirar al suelo. No podía «ver» más. Quizá más adelante aprendiera a conocerle mejor, a conocerle a secas.
Silvestre era diferente. No habíase fijado mucho en él porque una extraña sensación de jerarquía le obligaba a seguir con todos los sentidos los gestos de Pedroso, mientras los del joven quedaban envueltos en una curiosa penumbra. Tendría alrededor de treinta años, ojos claros, cabellos castaños tirando a rubios, bigote bien recortado y…
—¿Qué estará pensando este animal?
Había sido Silvestre, precisamente, posiblemente expresando en voz alta un pensamiento. ¿Se conocerían en su frente los pensamientos? Bajó, sumisamente, los ojos al suelo.
Un hombre con una caballería. El preso fue el primero en advertirlo. Se le divisaba al final de la cuesta, con la cabeza gacha, como todos los que caminan.
—Es Juan Morros —comentó Pedroso.
Sí. Llevaba las cuentas del día y estaba esperando el encuentro del trujimán. Se descubrió sin querer.
—Viene retrasado.
Pedroso le lanzó una mirada de soslayo, pero no abrió la boca hasta que el arriero recorrió cuesta arriba la mitad del camino que ellos llevaban cuesta abajo.
—A la paz de Dios.
Un cigarro… Sin hablar, pero complacidos. De no contar a las mujerucas que la curiosidad llevara a su encuentro al pasar por Senra, Villanueva y Omañón, Morros era la única persona encontrada en todo el día. Seguramente él no habría encontrado muchas más. Pedroso formuló la pregunta de rigor, la que siempre acompaña a la Guardia Civil.
—¿Algún sospechoso? ¿Alguna novedad?
—Están talando monte allá abajo.
—Es de Vagarienza. Nosotros llevamos a este pájaro.
—Ya lo veo.
El cigarro se terminaba. Morros arrojó la colilla.
—Me tengo que marchar. Ya nos veremos luego.
Y chasqueó la lengua para animar al caballejo que estaba engañando la barriga entre cardos y matojos.
Antes de que se alejara mucho, pero lo suficiente lejos para que Pedroso no pescara la onda, se decidió.
—Un momento —avisó—. Tengo que darle un recado.
—Por mí que no quede…
Alcanzó al carretero unos pasos más arriba.
—Esta conducción durará muchos días. No sé cuándo volveremos.
—Mala suerte.
—Muy mala.
Juan Morros era hombre de pocas palabras. Pero estaba descubriendo que a él tampoco le sobraban. ¿Cómo debía de empezar…? La moza, a fin de cuentas, no le había dado pie para nada serio. No obstante, se lanzó:
—Me gustaría que se lo dijeses a Camino. Que me encontraste y que te dije eso.
—Muy bien. Adiós y buena suerte.
Volvió al grupo, Pedroso le aguardaba, socarrón.
—Muy corto fue ese recado. ¿Para alguna moza? ¿Rompes los hilos? ¿O es que los dejas colgando, con un cebo?
Debió de hacerle gracia su agudeza y rió, enseñando los dientes amarillos. Le increpó.
—¿Por qué ríes?
—Por nada, hombre; nada…
Reemprendieron la marcha. Le había molestado la risa de su camarada. Cuando se emprendía un largo camino, ¿no se preparaba uno el equipaje? Magras pertenencias eran las suyas.
Sólo un secreto, secreto a voces, naturalmente.
Se prometió no volver a pensar en dichos asuntos hasta que todo hubiera terminado.
Sentíase contrito por haberse burlado de Silvestre. Un poco ingenuo se le antojaba, estando entregados al servicio, pensar en una mujer. Él también la tenía, e hijos. Y procuraba que su recuerdo no aflorara demasiado. Sabía lo que se sufría cuando… ¡Bah! Pero el muchacho estaba en la edad de los suspiros y tuercecuellos al paso de las mozas. Quizás fuera mejor, para la tranquilidad de los días posteriores, obligar a Silvestre a que vomitase sus añoranzas. Después…
¡Otra cuesta! El valle al fondo y grietas en los repechos.
Cuando llegaron arriba, ligeros de pies, Juan Morros se perdía en la distancia. Acertó a volverse y viendo que le miraba, saludó levantando la mano por encima del sombrero.
Correspondió al saludo. Le era familiar la silueta del arriero, arrebujado en su manta en invierno, los membrudos brazos al aire en verano, arreando su caballejo sobre el fondo boscoso de la Sierra de Murias.
Conocía, por decir verdad, muchos arrieros, muchos caminantes. También le conocían a él. Veinte años por carreteras nacionales, caminos comarcales o malos senderos vecinales le habían deparado tantos encuentros que empezaba a dudar existiera tipo humano que no conociera. Gitanos, mendigos, vagabundos, profusos del Ejército, braceros, segadores gallegos, arrieros en eterno cambalache, viajeros con coche propio, titiriteros, bandidos, cazadores furtivos, facciosos, carboneros, torerillos buscando las ferias, pastores trashumantes, colonos sin tierra y sin esperanza, licenciados de presidio, soldados con permiso, ladrones de corrales… ¡Cuántos más, Señor! No podía presentar una lista completa, pero si cerraba los ojos los veía a todos… ¡Todos eran iguales!
Excepto los viajeros en diligencia o galera el resto tenía el sello común de la intemperie: cara costrosa, renegrida, sucia de polvo y sudor. Todos caminaban igual, con la cabeza baja, sin ver el paisaje… ¿Quién dice que se mira el paisaje cuando se anda? Queriendo ver y sólo viendo el polvo o el barro del camino… ¿mirar adelante? ¡Para lo que se podía ver…!
—¿Decías algo, Silvestre?
—Nada…
Caminantes… El hombre que anda es que lleva una maldición sobre las costillas. Una maldición que le ha vuelto duro, seco y del color de la tierra que pisa. Hasta las mujerucas, cubiertas de harapos, casi siempre con un chiquillo escuálido agarrado a los pechos, semicerrados los ojos por las legañas, eran amarillas y verdes, resistentes y adheridas a la tierra como las malas hierbas.
Siempre igual… Caminar…, caminar…, caminar de sol a sol y dormir en una cueva… Una cueva. ¡Existían tantas cuevas a lo largo de los caminos de España! Cuevas, agujeros de topo, guaridas de alimañas, socavones en la tierra, refugios todos de vagabundos y miserables.
Tenía para las cuevas una especial animadversión. Sin contar las innumerables que había visto sepultadas por los desprendimientos de tierra en las noches de tormenta, le molestaba el olor de fiera humana hacinada, que despedían los habitáculos en los que algunas veces se había visto obligado a penetrar a gatas, buscando, precisamente, a alguna de aquellas piltrafas con nombre cristiano.
Les obligaba a marcharse de las cuevas. ¿Y qué importaba? Llegar, permanecer…, volver atrás… ¡Nada! Era preciso andar y se andaba, sin responder, sin levantar los ojos, sin comer, sin vivir.
¿Vivir? La palabra le hizo dudar. No recordaba un solo mendigo, un solo trashumante que no viviera intensamente, agarrado a los harapos de la vida con las dos manos, con las manos del hambre, de la lujuria, de la ira impotente. Precisamente porque tenían pocas necesidades podían alimentar grandes pasiones. Desgraciadas había visto, llegadas de nadie sabía dónde, que se refugiaban en un pajar y en una noche recibían a todos los mozos del pueblo, abrasadas por una extraña calentura…
¡Bah! ¿Para qué pensar en ello? Nada podía hacerse por ellos, salvo dejarlos pasar. Y comprenderlos, porque la Guardia Civil también era vagabunda de muchos caminos, servidora de muchos amos y arca de todas las incomodidades.
Juan Morros seguía su ruta. Como otros muchos arrieros; unos en demanda de los terrenos llanos de Palencia, otros en busca de Leitariegos y Villablino para entrar en las Asturias y después bajar a Ponferrada, en tierras de la maragatería.
El preso caminaba pesadamente. Silvestre, a su lado, los ojos entornados y las mandíbulas bien encajadas, parecía ir pensando en las musarañas. ¿Las musarañas? Le costó un esfuerzo no soltar el trapo de la risa. ¿Camino Carro-Tórcoles una musaraña? Y, volviendo a la seriedad, aunque fuera una muchacha preciosa, ¿qué importaba? Poquita cosa era una mujer para llevar su recuerdo como bagaje de camino.
Claro que eso lo pensaba él… Silvestre pensaría otra cosa. Convenía seguirle la corriente. Mal compañero podía resultar quien hubiera de esconder el recuerdo insatisfecho, la inquietud de lo que se queda a las espaldas.
¿Camino…? Nada serio, en verdad, harto estaba de saberlo, había ocurrido. Y lo más seguro, que ocurriera. De todas formas, la soledad del camino y su experiencia le obligaban a meter los dedos en la boca de Silvestre.
—¿Te has disgustado conmigo? —preguntó.
Silvestre recogió en seguida la pelota. Sonrió, un poco tristemente, pero con aquella mueca suya que hacía volver la cara a las mujeres.
—¿Por qué? ¿Acaso soy ciego? Estoy perdiendo el tiempo, ya lo sé. Se la llevará cualquiera. Lucas, seguramente.
Lucas Matzet era el alcalde de los mozos y el más rico del pueblo. Pero tenía que entrar en quintas.
—Es un crío…
—Pero se la llevará. Son las raíces, las costumbres. Esperará él y esperará ella.
Sacudió la cabeza y agregó, al cabo de un rato:
—Yo me iré acostumbrando.
Rumió un instante aquellas palabras.
—¿Acostumbrarse…? Remedio tonto y eficaz. No puedo hacer otra cosa. Un guardia civil no puede tener noviazgo. No puedo llevar a una moza al baile, ni esperarla en la fuente, ni…
—En la oscuridad se pueden dar buenos empujones…
—¿Y cuándo encontramos nosotros la oscuridad, excepto que estando de servicio la noche nos sorprenda en los pinares? ¿Pasear? Dignidad del uniforme…, disciplina, hora de lista…, permiso del superior para ir a c…, ¿qué puede hacer un hombre en estas condiciones?
—Silvestre… Te contaré una historia.