El Doctor y Witchy Woman
Fotografía de Robert Capa
.
Nadie nos previno que entraríamos en combate,
nadie ni siquiera nos informó que estaríamos en la misma unidad.
Nos reconocimos al instante:
dos nazis camuflados entre las filas aliadas.
De pronto estábamos participando
en el movimiento de tropas, embarcaciones y maquinaria bélica
más espectacular de la historia.
Sentados uno frente al otro en la lancha de desembarco
hicimos un primer contacto calibrando armas y municiones.
Al caer la rampa saltamos gritando al agua,
estremecidos por la adrenalina del pánico.
Agazapados, corrimos juntos
esquivando nuestros propios ataques.
Hundiéndonos en la arena bañada de sangre,
atravesamos la playa sin pisar minas amigas.
La onda expansiva de un obús
nos sorprendió lanzándonos a una zanja.
Magullados,
ilesos,
caminamos confusos entre cuerpos mutilados.
El ajetreo se tornó infernal.
Nuestros frecuentes asedios
eran resistidos sin misericordia.
La trinchera era el mejor lugar para sobrevivir.
Escondidos,
acechamos día y noche
buscando una fisura en las patrullas de vigilancia.
Protegidos por el fuego de cobertura
incursionamos
intentando dejar atrás el horror
de la bayoneta calada.
Rampando,
reptando,
llegamos al acantilado.
El enemigo,
sin saberlo,
nos estaba ayudando.
Encontramos las cuerdas instaladas.
Trepamos como pudimos,
escalamos sin amilanarnos
y ganamos la cima.
El rugido amenazante de las bestias mecanizadas
indicaba que avanzaban
aplastando todo a su paso,
haciendo temblar el suelo manchado de rojo.
La ferocidad del oponente
masacraba a nuestros soldados.
Sólo nos quedaba una opción:
aferrarnos el uno al otro,
cruzar el charco,
mirar hacia adelante,
disfrutar el día.
Habíamos ganado la batalla
en nuestro interior.
