Beatriz Fiotto
Se alejó corriendo, aprovechando el alboroto de la escondida. Dejó atrás el sonido de las risas y los gritos de los demás, y, sin que noten su ausencia, cruzó la calle desierta y llegó a la vereda de la iglesia.
A esa hora de la siesta sólo los niños parecían no estar tocados por el sueño.
Se paró frente a las pesadas puertas de madera con cruces talladas. Empujó una con ambas manos y entró rápido, dejándola cerrarse tras de sí.
Afuera, calor y ruido. Adentro, silencio y oscuridad y un olor húmedo, viejo, que sólo allí encontraba.
Se detuvo en el pasillo central y miró las largas hileras de bancos con reclinatorios vacíos.
Por los vitrales de la derecha, entraban ases de luz que agujereaban la oscuridad y caían, azarosos, entre los viejos bancos de madera barnizada.
El piso, un gran tablero de ajedrez blanco y negro, brillaba en la penumbra.
Aún resonaba en sus oídos el crujir de la puerta al cerrarse y sentía enfriarse el sol que todavía le quedaba pegado en la piel, de la escondida en la plaza. La recorrió un escalofrío que le produjo un leve temblor.
Avanzó lentamente hacia el altar, bañado por la luz de la última ventana. No hacía ruido. Sin embargo, en aquel silencio, escuchaba sus pasos.
Al llegar a la primera línea de asientos se detuvo, buscó en su bolsillo y sacó un pañuelo negro de su madre. Con un gesto casi religioso, con la veneración con que las viejas domingueras se persignan frente al Santísimo, se vendó los ojos, haciendo un fuerte nudo.
-Sé que nadie te puede ver, pero para que puedas confiar en que no lo voy a hacer, me vendé los ojos. Ahora podes venir. Sino, no sabré nunca si existís realmente -dijo con voz de tímida, casi susurrando…
Allí se quedó. Muy quieta.
.
Desde la oscuridad de la sacristía alguien la veía.
El joven cura, recientemente asignado, que con toda la ilusión y la fe intactas había asumido sus labores en la parroquia, con espíritu de obediencia y servicio.
Estaba justo ahí, buscando su Liturgia de las Horas, que había quedado en ese lugar desde la mañana. Eran cerca de las tres y lo necesitaba.
Nada rompía el silencio. La niña sintió claramente una brisa corriendo frente a ella y una tela suave rozando su mejilla y su mano derecha. Aún bajo el pañuelo, ella apretaba fuerte los ojos, su corazón empezó a galopar tanto que podía oírlo. Un calor, como escalofrío, la envolvió súbitamente mientras extendía una mano hacia adelante, como si la llevasen, y en el primer escalón del altar, se sentó. Su cabeza se inclinó hacia su hombro izquierdo y un haz de luz cayó sobre sus cabellos, su mejilla y su mano, que descansaba sobre la rodilla.
.
Pasó el tiempo y nadie la vió volver a la vieja iglesia más que los domingos con sus padres.
Seguía jugando a las escondidas. Pero más prefería el gallito ciego.
Era alegre como siempre lo había sido; nadie podría notar nada distinto en ella. Ni siquiera ese instante imperceptible en que se detenía a mirar la Iglesia desde la plaza, o la ausencia instantánea en la que caía por breves minutos.
.
Enfrente, en la soledad de la parroquia oscura, un joven cura, a las tres de la tarde, religiosamente, se arrodilla frente al altar y aprieta fuerte sus ojos. Algunas veces se acuesta boca abajo en el piso frío y extiende sus brazos en cruz, pero siempre, absolutamente, con los ojos cerrados.