Reencuentro

Francisco Segovia

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Ilustración de Agustín García Espina

¡Tras tanto tiempo ausente volveré a ver a mi amada! La niebla que cubría mis recuerdos ha desaparecido y, con la memoria recuperada en parte (porque aún quedan detalles que deberán rebrotar en el yermo que fue mi cerebro), sé que mi destino está junto a ella, para siempre, con nuestro amor renovado. El pasado no importará, y el futuro se nos presenta lleno de oportunidades.

¿Qué es la extraña sensación que recorre mi cuerpo en esta noche oscura y ominosa? ¿Acaso no son más que engaños de mi mente, ya castigada por tantos y tan añorados recuerdos del pasado? ¿O, tal vez, sea que hoy hace un año que él se marchó definitivamente de mi lado? No puedo reprimir un escalofrío que recorre todo mi cuerpo, ni evitar esa sensación de ahogo que me invade desde hace horas. ¿Qué extraña razón ha hecho que pierda el sueño y me desvele? Estoy tan sola, y me siento tan perdida…

Veo en la lejanía la casa en la que vivimos y donde la voy a encontrar esperándome, a pesar del tiempo que ha pasado. Sé que nunca habrá otro en su vida, y que su corazón está anhelante por encontrarse con el mío. En esta noche oscura y silenciosa contemplo también la ventana iluminada del primer piso, donde está la habitación en la que ella debe de descansar en estos momentos. Quizá se pregunte por qué no regresé de mi largo viaje pero, cuando me vea aparecer por el marco de la puerta, sus pesares habrán desaparecido para siempre. No me pedirá explicaciones, y no harán falta porque el encuentro apagará cualquier reproche y mis labios, mis manos, todo mi ser hablará del tiempo en que estuvimos juntos y que recuperaremos. Nos besaremos, volveré a mesar su suave y larga melena rubia con dedos impacientes, y contemplaré de nuevo sus profundos ojos zarcos como el cielo que tantas veces nos ha acogido en nuestros éxtasis amorosos. Tomaré sus manos entre las mías, las besaré con pasión, y sentiré ese cálido tacto que he echado de menos aunque no supiera a quién pertenecía esa carencia. Ella ha permanecido dentro de mí incluso cuando ni yo mismo me encontraba.

En esta habitación, que es testigo ahora de mis inquietudes, me siento protegida del mundo, de la realidad que no quiero vivir. El mismo dormitorio donde nos besamos con pasión innumerables veces. El lecho nupcial, la cómoda en la que reposan sin abrir los frasquitos de colonia que él me regalaba cada aniversario, el gran espejo en el que me miro y en cuyo reflejo limpio mis lágrimas. La luna parece desvaída, cubierta por una mortaja de color ceniza que hace que su luz tenga una tonalidad lánguida que me llena de tristeza y pesadumbre. Desde la ventana puedo observar, inundado por esa luminosidad triste y lúgubre, el jardín que nuestras manos plantaron con amor… ¿qué me ha parecido ver ahora? ¿Una sombra? ¿Un sueño? No sé. Me aparto de la ventana, sobresaltada. Quizá haya sido un travieso y cruel rayo de luna. Mi corazón palpita veloz, desordenadamente. Dudo de mis sentidos, y uno mis manos, entrecruzando los dedos para evitar que tiemblen, pero no puedo evadir miedos que orbitan en mis pensamientos, ni ilusiones recreadas en realidades horribles de contemplar. Una furtiva y veloz lágrima recorre mi mejilla.

Traspaso la verja de madera que delimita nuestra querida casa, y atravieso el pequeño jardín. Paso junto a los rosales que plantamos los dos hace tiempo, una primavera brillante y espléndida, entre risas y promesas de amor eterno. Mis pasos hacen crujir la hierba marchita y siento que mi corazón se acelera ante la cercanía del encuentro más querido. Transito junto al tronco grueso del roble centenario, e imagino en él trazadas, con tesón de enamorados, las iniciales de nuestros nombres que bordean un corazón torpemente dibujado. La senda, corta y empedrada, se me hace larga, eterna, como si las piernas me pesaran y llevara un dogal atado al cuello que me impidiese caminar con soltura. Aun así, avanzo sin pausa, con la ilusión de contemplar el rostro de mi mujer y recrearme en su visión.

Él se fue, eso es todo. ¿Por qué, entonces, tiemblo? Mis recuerdos vuelven a ese pasado: a los tiempos en los que los dos nos amábamos sin límites; creando proyectos, dibujando mundos futuros de felicidad y dicha infinitas. Me miro al gran espejo de la habitación y contemplo mis desordenados cabellos rubios; mis tristes ojos, azules como el mar o la más profunda pena; mi piel, toda entristecida y pálida por su ausencia, que ahora tiembla descontroladamente. ¿Soy yo la misma que fui? Creo que he cambiado más en este año que en toda mi vida anterior, porque habita en mí la angustia más desesperada, y no ansío vivir de esta forma, aunque mi cuerpo —torturador que exige su mantenimiento— me fuerza a continuar a pesar de mis propios deseos.

Oigo pasos fuera, firmes, seguros… Esa sensación del principio… crece todavía más, de forma incontrolable. Debería gritar, huir, arrojarme al vacío desde la ventana en la que se dibuja la luna muerta, y acabar con mi desvarío, pero no puedo. ¿Acaso, me pregunto, aún tengo esa vana esperanza? ¡Loca!, me digo, y en esa demencia arrojo mi ira contra el reflejo de un rostro abatido.

Me acerco y llamo a la puerta. Golpeo dos veces, tres, con impaciencia apenas contenida y aguardo nervioso, con la mejor de mis sonrisas, a que ella, la mujer a la que amo sobre todas las cosas y por la que soy capaz de cualquier sacrificio, abra y me acoja otra vez entre sus blancos brazos. ¡Amor, aquí está tu amado!

He oído los ruidos más cerca, casi en la puerta de entrada. Bajo las escaleras y me recrimino por hacerlo, pero quiero comprobar si hay en verdad alguien fuera o son todo imaginaciones desbordadas, anhelos de una mente ofuscada. En el trayecto, a mitad de la escalinata que desciende hacia el infierno, llaman a la puerta: una, dos, tres veces, con un ritmo cadencioso, que reconozco enseguida. Me agarro a los pasamanos porque temo desvanecerme pero, pasado el fugaz momento, llego a los últimos escalones…

Oigo el sonido de sus pies que descienden las escaleras, y sus mismos pasos, suaves, inquietos, ignorantes de la sorpresa que le aguarda. Ardo en deseos de verla aparecer en el quicio de la puerta y poder, al fin, besarla largamente y apretarla contra mi cuerpo hasta ahora desconsolado. Golpeo de nuevo con la llamada que ella conoce.

Llaman de nuevo… como sólo hacía el antes de morir en aquel horrible accidente hace justo un año. Bajo los últimos escalones y me acerco a la puerta de la entrada. Tomo el picaporte, y empiezo a abrir con una mezcla irracional de angustia y deseo incontenible…

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Relato recogido en el libro “Lo que cuentan las sombras”, Editorial Alkaid, 2010

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