Alberto Ernesto Feldman

En aquel lejano 1954, éramos cuarenta o cuarenta y dos casi niños que parecíamos caballos desbocados. Pese a tener muy buenos profesores en ese primer año, algunos verdaderamente notables, no siempre aprovechábamos todo lo que nos transmitían, en parte porque perdíamos mucho tiempo haciendo las travesuras que podíamos. Todavía no teníamos muy en claro la diferencia entre la picardía y la falta de respeto.
Una de las “gracias” que cometíamos, era la de interrumpir y demorar el comienzo de cada clase. Al volver del recreo, siempre quedaban dos rezagados, escondidos en el baño o en algún recoveco del viejo edificio del Colegio Nacional “Manuel Belgrano”. Cuando el profesor llegaba, el celador abandonaba el aula, y la clase comenzaba, en medio del ruido del picaporte sacudido y las bisagras chirriantes de una puerta entreabriéndose con lentitud para cerrarse ruidosamente, y esto repetido varias veces, escuchábamos a buen volumen el siguiente diálogo:
-¡Pasá vos, por favor!
-¡De ninguna manera, vos primero!
-¡Por favor, vos llegaste antes que yo!
-¡No faltaba más!
-¡Disculpame, pero hasta que no entres vos, que es lo que corresponde, yo no entro!
Y así, hasta que la interrupción y las risas de toda el aula ponían verde al profesor de turno, que, la primera vez que lo oía, no podía creer lo educado que eran sus alumnos.
Nos habíamos cebado especialmente con madame Craviot, la anciana profesora de francés, porque era muy tolerante y abusábamos de ello. Repetimos muchas veces la función, hasta que la última vez, perdida la paciencia, en vez de enojarse, llamó al frente a los dos actores, que eran casi siempre los mismos, y sacando un grueso libro con tapas de cuero rojo y letras doradas, nos dijo que en los primeros veinte minutos de cada clase, ellos leerían para sus compañeros, hasta el último día de clase, “Etiqueta y buenas maneras”, un famoso libro de Protocolo Social, de moda en Versailles durante el reinado de Luis XIV, en su idioma original, así aprendíamos francés y a comportarnos en sociedad .
Como todos protestamos, ella fue muy clara: “A los que se vayan a examen, les preguntaré sobre buenas maneras en francés, a ver si además de pasar la puerta, son capaces también de pasar de año”. De allí en adelante, ella cumplió su amenaza y durante la mitad de la hora de Idioma nos aburrimos como ostras, pero nadie molestó en la clase y nadie se fue a examen. Ella era muy buena profesora y una buena mujer.
Al año siguiente, volvimos a tener nuevamente a madame Craviot al frente de la clase de Idioma, pero en esta segunda oportunidad, nos portamos como caballeritos franceses; habíamos aprendido la lección.
