Teresa Galeote

Jaime se asustó al no encontrarse la mano izquierda cuando intentaba rascarse la nariz. Comenzó a buscarla entre las sábanas, levantó la almohada, incluso buscó debajo de la cama. ¡Nada!, no estaba. “Tiene que estar cerca”, murmuró mientras se levantaba del lecho. “Si anoche la tenía, no puede andar muy lejos”, pensaba a la vez que se calzaba las zapatillas con la única mano que le quedaba. Cuando sólo era un muchacho intentó ser ambidiestro, pero no consiguió su propósito.
Fue al cuarto de baño ante la necesidad imperiosa de vaciar su vejiga, pero cuando estaba frente al inodoro y dispuesto a miccionar, constató que también le faltaba la mano derecha; su predilecta. “¡Cáspita!”, exclamó. Ante dicha situación, los pies sustituyeron a las manos y, con gran dificultad, las perneras del pantalón cayeron al suelo. Se posicionó, se abrió de piernas y la vejiga comenzó a liberarse del minúsculo peso que la oprimía. Nada más terminar, intentó despojarse del resto del pijama, pero viendo la dificultad de dicha pretensión, se metió al baño. Después de muchos intentos y forcejeos desesperados, los antebrazos le sirvieron para abrir el grifo de la ducha. El agua tibia recorrió su cuerpo y se olvidó de la pérdida de sus manos, pero al ir a coger la esponja, se dio cuenta de la nueva condición de disminuido físico que había adquirido. El líquido seguía cayendo mientras intentaba cerrar el grifo, pero en esta ocasión no le fue posible manipular la válvula. Ante la imposibilidad de hacer cesar el agua, salió del baño bien mojado y con un enfado impresionante. No sabía qué hacer, a quién acudir. Estaba totalmente desarmado de sus principales herramientas; sus manos eran todo para él. ¿Qué iba a hacer ahora?
Sus vacilantes pasos le habían llevado hasta el lavabo y frente al amplio espejo de la pared. El cristal cubierto de azogue reflejaba nada más que su dorso desnudo y húmedo, pero él no se dio cuenta. Sintió que sus dedos comenzaban a moverse, que sus piernas eran suavemente arañadas. Su desconcierto fue aumentando. Echó un vistazo a sus manos y, aunque las sentía, no pudo verlas. ¿Qué estaba pasando? Sus manos comenzaron a explorar los miembros superiores. Los dedos de la mano derecha recorrieron el brazo izquierdo desde el hombro hasta las uñas, y su homólogo hizo lo mismo. No había ninguna duda. ¡Las tenía! Las dos pendían de sus antebrazos, pero, ¿por qué no las veía? Las elevó hacia arriba para comprobar que no sufría un espejismo. Quería sentir sus dedos danzando sobre su cuerpo. Las manos seguían jugando mientras continuaban su ascensión, mas al llegar al cuello el viaje exploratorio concluyó; se hizo el vacío. Sus extremidades superiores descansaron unos instantes. Después, trenzó y destrenzó los dedos, se pellizcó en un hombro, se dio palmaditas en la espalda. Ya no cabía ninguna duda. ¡Continuaban allí! Jaime respiró tranquilo.
¡Sólo había perdido la cabeza!
