Cupido vino de Galicia

Alberto Ernesto Feldman

Cupido

Hoy lunes, gran sorpresa para todo el  personal de “Don Antonio S.A.C.I.F.I.A”,  Carina y Andrés entraron  a la oficina tomados de la mano y mirándose a los ojos. Nadie hubiera imaginado que “la  Bruja”  y “el Rey de los tímidos”, como cariñosamente los llaman sus compañeros  a sus espaldas,  se hubieran “enganchado” después de ocho  años  en la  misma sección,  años  en los que aparentemente se ignoraron.

Carina, una secretaria muy eficiente, pero siempre  distante,  hablando sólo lo indispensable y únicamente lo relativo al trabajo. Todos saben de sus esfuerzos para criar a sus  dos pequeños hijos después de  separarse de un marido golpeador.  Todo  está registrado en su rostro tenso y su mirada dura,  lo que le valió su apodo.

Andrés, por su parte,  es exageradamente tímido. Es muy querido por todos, por amable y  colaborador, pero su cortedad de genio es un gran escollo para su relación con la gente, especialmente con  las mujeres. Siempre está pidiendo permiso. Siempre enrojece.

Por el momento, no sabremos si fue  un hecho casual o deliberado que don Antonio convocara a sus dos empleados preferidos  para adelantar trabajo atrasado el sábado por la tarde. Cuesta imaginar a Cupido metido en el grueso y peludo cuerpo de este  hombre  que aparenta severidad, aunque un aire bonachón sonría  siempre desde sus ojos.

Natural de  Galicia,  desembarcó en Buenos Aires a fines de los años cuarenta, “con una  mano atrás y otra adelante”, como se dice comúnmente, y vaya uno a saber de donde sacó tantas manos como para trabajar de  lava copas, chofer de taxi, albañil, hacerse su casita y formar una familia, todo al mismo tiempo.

Ahora, su vejez lo encuentra como un cómodo empresario, dueño de una exitosa empresa  que administra  propiedades.

Cuando pasada la cincuentena perdió a su compañera de toda la vida y sus hijos se independizaron y formaron sus propias familias, su tesón y su inteligencia natural, más el consejo de sus amigos lo llevaron a tomar un sencillo curso  de  contabilidad, en principio sólo para  “probar”,  tener la mente ocupada  y  combatir así  la soledad y la  depresión.  Fue el primer sorprendido por los resultados. Comenzó a hacer cursos de administración  y computación  y fundó una pequeña empresa que fue creciendo rápidamente gracias a su esfuerzo y a la confianza que generó entre sus clientes por su honradez, eficiencia y trato cordial.

Simultáneamente, desarrolló desde entonces una  pasión “famélica” por la Literatura. Se  interesaba por todos los temas y  disfrutaba de la lectura como de una golosina  largamente  anhelada, y  tenía por costumbre  escribir en  la gran cartelera situada en  la pared más despejada de la oficina, a última hora de los viernes, bien visible para sus veinte empleados, frases, poesías o  consejos que estimaba podían, por su belleza o su utilidad, beneficiar a sus colaboradores como lo hacían con él.

Esta semana escribió con letras  más grandes de lo habitual, con grueso marcador verde flúo, una larga frase de autor anónimo que lo deslumbró y que presintió sería de  gran  utilidad para dos  de sus colaboradores, a los que tiene  una  particular estima. Siempre  se rodeó de empleados de absoluta confianza, a los que trata como si fueran de la familia y tiene buen ojo para evaluarlos y elegirlos. Él sabe de qué  trata la cosa.

 Las dos computadoras están encendidas, pero sólo una deja escuchar por sus parlantes la voz de Edith Piaf cantando “Himno al amor”  Al lado de cada máquina, las bandejas están llenas de planillas  vomitadas por las impresoras,  fruto de  tres horas de trabajo de cálculo.

Bailando, Carina, la secretaria de don Antonio,  treinta y cinco años, dos hijos, bella y tierna, dañada  por  diez años de violencia doméstica, y Andrés,  el contador de la firma, divorciado de cuarenta, sin hijos, con una historia  afectiva colmada de  fracasos.

Años de mirarse, escondiéndose detrás de las computadoras para no ser vistos por el otro, años de temblorosos besos en la mejilla, sólo en reuniones impersonales  y  en las despedidas de fin de año. Los dos pensaban lo mismo: “¿Para qué?,  igual no va a  resultar…”.  Pero don Antonio pensaba diferente. Los había observado largo tiempo, los aprecia mucho,  los quiere,  y los quiere juntos.

Los cuerpos desnudos bailan estrechamente abrazados,  girando fundidos uno en el otro como una estatua sin terminar,  tropezando  suavemente  con las ropas y los zapatos  desparramados  sobre la alfombra, entre los escritorios, ojos  cerrados para no ver el pasado y  leves sonrisas en  las bocas  prometiendo  futuro.

Se visten con dificultad al no poder separar sus labios ni sus manos, y al apagar las luces  para irse, se ven sorprendidos  por la  fluorescencia  titilante de unas grandes letras que desde la pared les dicen: “Trabaja como si no necesitaras el dinero, ama como si nunca te hubieran herido, baila como si nadie te estuviese mirando”

En su casa, don Antonio se despierta de su siesta de los sábados, mira la hora, se frota las manos y sonríe con picardía.

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