Alberto Ernesto Feldman

Mi hermana Paulina, que vive hace unos cuarenta años en el norte de Brasil, vino a pasar, como lo hace cada cuatro o cinco años, unos días con nosotros. Como quería mostrarle alguna de las actividades que hacemos, me pareció muy oportuno aceptar la amable invitación de Irene, compañera en el Coro Comunitario, para concurrir al bar “La Facha”, frente a la estación Saavedra, donde se reúne los sábados a la tarde con su grupo de canto, en su mayoría veteranos integrantes de los talleres de Salud Mental del Hospital Pirovano, creados por el recordado licenciado Carlos Campelo.
Son gente muy contenedora con los nuevos. Todos cantan lo que más les gusta, en forma individual o en dúo. No todos se fían de sus memorias, así que muchos lo hacen leyendo la letra de sus canciones. Irene estaba en funciones de coordinadora y anotaba por orden a los que deseaban cantar.
Tenía una deuda con mi hermana menor desde hacía más de sesenta años y, de algún modo, esa tarde pude descontar gran parte de la misma. Por ello el título de este escrito; al que faltaría agregar el nombre de todos los presentes, que compitieron en calidez.
En casa se escuchaba Música todo el día. Papá, que trabajaba en su taller ubicado en el frente de nuestra casa “tipo chorizo”, le daba sin pausa a los tangos y a los boleros. Era alrededor de 1950, una época en la que se escuchaba cantar en castellano por la radio mucho más que hoy. A la hora de la siesta, él se dormía escuchando un programa de música lírica, con el que también nos dormíamos nosotros, pero a disgusto; por esa obligación que nos impedía ir a jugar y, por ese motivo, nos costó mucho más tiempo engancharnos con la Ópera y la Zarzuela.
Mamá cantaba cuando hacía la comida, cuando lavaba la ropa y cuando volvía de hacer las compras, y debían gustarle mucho Libertad Lamarque y Carlos Gardel, porque con su voz aflautada, creo que trataba de imitarlos. A pesar de que ella desapareció de nuestras vidas poco después de nacer mi hermano menor, durante varios años después seguimos oyendo en el patio su voz cantando “Madreselva” y “El día que me quieras”.
En ese entonces, Susi, mi hermana mayor, ya fallecida, tenía doce años, yo la seguía con once, luego venía Paulina con cinco, y todos jugábamos con Silvio, el menor, como si fuera un muñeco de juguete. Lo mimábamos mucho porque era el que más lo necesitaba: tenía menos de un año y no tenía mamá.
Susi y yo estábamos muy orgullosos de conocer muchos tangos y boleros que estaban de moda, y cuando venían de visita familiares o amigos, cantábamos para ellos con mucho entusiasmo, sin preguntar si querían escucharnos o no. Igual aplaudían y nos dejaban contentos.
Cierto día, Paulina, que con sus cinco años no podía competir con su hermano menor por los tiernos brazos de los visitantes, con un impulso irrefrenable, intentó cantar junto con nosotros. Nos causó mucha gracia su intervención y su temblorosa voz infantil. Susi y yo nos reímos con ganas, con esa crueldad sin intención que tienen los chicos.
Y desde entonces, Pauli no cantó más; quizás solo para adentro. Tal vez nos perdonó, pero seguro que nunca lo olvidó. Tampoco nosotros lo olvidamos.
Pero ese segundo sábado de enero de 2013, en Saavedra, al reclamo de ese maravilloso grupo de veteranos, se quebró su resistencia y cantó “Garota de Ipanema” en portugués, con una voz potente y melodiosa, desconocida hasta para ella misma -según dijo luego-, con el acompañamiento de varios de los integrantes del Taller de Canto, que tarareaban con gran entusiasmo en ritmo de “bossa nova”. Una pena que Susi no estuviera allí.
Gracias a la invitación de Irene, ocurrió esta maravilla y pude perdonarme a mí mismo, después de tanto tiempo. No creo exagerar cuando digo, una vez más, que hay Magia en el barrio de Saavedra.
