Juan Alberto Campoy

Recuerdo que era una tarde desapacible; el frío, de tan intenso, se diría que se metía en los huesos; y las nubes, que habían adquirido la típica formación en panza de burro, amenazaban tormenta. No obstante, mi ánimo era optimista. Y tenía motivos: Oscar me había invitado a su casa para tomar el té y presentarme a su nueva pareja. Me alegré mucho de que mi amigo hubiera rehecho su vida y, por fin, dejara atrás el tiempo de las reiteradas suplicas y humillaciones con las que, en vano, había intentado ablandar el corazón de Alma, su antigua novia. La ruptura de su relación había sido especialmente traumática. Nada más volver del frente de guerra, él se enteró de que su novia había aprovechado la situación para abandonarle y casarse con un antiguo amante. Como consecuencia, no sé si lógica pero sí bastante habitual, cayó en la más honda de las depresiones, aunque, a decir verdad, a su novia no le habían faltado razones para actuar como actuó. Los tres años de noviazgo no pudieron haber sido más turbulentos. Desde que se conocieron, la pasión de Oscar había sido absorbente y posesiva en grado máximo, como absorbentes y posesivos en grado máximo habían sido sus celos y su afán de control. Pero aquella ruptura había sido tan cruel, tan inhumana, justo cuando su novio se jugaba la vida defendiendo a la patria…
Cuando llegué a su casa, me entretuve un rato en el rellano para prestar atención a las voces que salían. No pude enterarme de qué palabras eran aquellas, pero sin duda eran palabras cariñosas, palabras de amor. Quizá había llegado demasiado pronto a la cita y había sorprendido a los dos tortolitos en pleno cortejo amoroso. Consulté mi reloj de bolsillo y comprobé que no era el caso: sólo faltaban cinco minutos para la hora convenida. Lo que me sorprendía era que sólo se oyera hablar a mi amigo. Al poco de llamar, Oscar me abrió la puerta. Como hacía tiempo desde la última vez que nos habíamos visto, nos saludamos con un abrazo efusivo y prolongado. Al notar mi sorpresa por no ver a su novia, mi amigo me dijo que pasara dentro, que Alma (curiosamente su nuevo amor se llamaba igual que el último) nos estaría esperando en la sala de estar.
Y allí estaba ella. Reclinada en el sofá, apoyaba su cara en una de sus manos y me tendía la otra en señal de bienvenida. Pero Alma no sólo no se levantaba, ni efectuaba ademán alguno de hacerlo, sino que ni siquiera era capaz de mover uno solo de sus músculos. En cualquier caso, dada su naturaleza, dada la naturaleza de Alma, aquello no tenía nada de extraño. Lo raro, lo extraño, lo monstruoso (si hay que decir la verdad) no residía en la pobre Alma, sino en mi amigo, en el pobre Oscar. Los tres años que habían transcurrido desde que concluyera su anterior relación habían debido de destrozarle anímicamente. Sólo eso explicaba que hubiese escogido como nueva compañera a una muñeca. Una muñeca, eso sí, que guardaba un extraordinario parecido con su antiguo amor.
En seguida entablamos esta breve conversación.
-¿Qué? ¿Qué te parece mi chica? ¿A que no te lo esperabas?
-No sé qué decirte, Oscar, la verdad…
-Pues, dime lo que piensas. ¿A qué es guapa?
-No, si guapa, es un rato guapa, no te lo niego, pero…
-¿Pero qué? Todavía no la conoces y ya vas a poner pegas…
-Pegas, ninguna. Tú sabrás lo que haces. Sólo que, cómo amigo…
-¿Cómo amigo, qué? Te fastidia porque tú estás más solo que la una y yo en cambio…
-Mira, Oscar, no sé si lo entiendes –le dije, herido en mi amor propio- pero eso que hay en el sofá – escogí la palabra “eso” con toda la mala intención del mundo- no es sino una muñeca, una puñetera muñeca.
-¿Y?
-¿Cómo que “y”? Ella nunca te va a consolar cuando tú estés triste, nunca se va a alegrar en tus días de felicidad, nunca te va a decir “te quiero”.
-¿Te crees que soy tonto? ¿Te crees que no me he dado cuenta? Pero, ten en cuenta que nunca me va a llevar la contraria, nunca me va a ser infiel, nunca me va a montar escenas de celos…
-¿Qué quieres que te diga…?
-Pues que he tenido una idea maravillosa, una idea genial.
-Claro, es eso… como eres un pintor, como eres un maldito artista, o un artista maldito, que tanto da, te crees en la obligación de actuar de forma extravagante. Es eso, ¿no?
-Pues claro que es eso. Yo soy Oscar Kokoschka, un artista. Y de los mejores, si no el mejor. Y he hecho, hago y haré lo que me venga en gana. Y, si quiero tener como novia a una puñetera muñeca, pues tengo como novia a una puñetera muñeca y punto.
Poco más me quedaba por hacer en aquella casa. Me despedí lo mejor que pude de mi amigo. A ella le estreché la mano y le dije que se tapara un poco que iba a coger frío. Desde entonces no los he vuelto a ver. Ni a él ni a ella.
