Tango final en Saavedra

Alberto Ernesto Feldman

Pareja tangoEnterados de la trágica desaparición de Elvira y Ángel, SADAIC  y la Asociación de Bailarines y Coreógrafos del Tango se hicieron cargo de los gastos de sepelio y de participar la noticia a los medios.  La iglesia de Santa María de los Ángeles, en  Rómulo Naón, entre Manuela Pedraza y Tamborini, estaba  llena de vecinos, enterados  a medias de  qué  y quienes eran los  fallecidos, pese a que  los medios radiales y televisivos difundieron ampliamente  la tragedia.

Su sobrino, el único familiar que tenían, pidió permiso al cura párroco para remplazar al organista, y tocó con su bandoneón  “Responso”,  el tema que  Aníbal Troilo había creado  a  la muerte de Homero  Manzi.

A pesar de que ellos vivieron durante más de sesenta años  aquí,  pocos sabían  que Elvira y Ángel  habían formado una pareja de bailarines de Tango,  famosa en la noche de Buenos Aires  entre los años 1950 y 1970.

Sólo los recordaban  algunos  de los pocos  vecinos  que quedan, tan viejos como ellos,  en las casas bajas ubicadas en el  cuadrado, en realidad un trapecio,   limitado por  las vías,  las calles Iberá ,  Larralde,  y en diagonal,  la avenida Balbín, estas dos últimas, llamadas en su tiempo  Republiquetas  y  avenida del Tejar.

En la época del  apogeo de la pareja, cuando  iban  entre semana  por la tarde a ver tres películas al  cine  Aesca o al Cumbre, se saludaban con mucha gente. Claro, Saavedra era más pequeño  y toda la gente se conocía.

Volviendo a casa, se encontraban  algunas veces  en  “La Sirena”, el café de la esquina de Núñez y la avenida, con  el “polaco” Goyeneche,  otro tanguero de Saavedra, que hacía  sus  primeros  “pininos” cantando  en la   orquesta de “Pichuco”  Troilo, y le  daban los consejos que su  conocimiento del ambiente  les sugería.

Ya retirados,  pasaban  casi desapercibidos cuando salían a la calle,  y  limitaban su recorrido a una vuelta a la manzana, desde  que Ángel, a causa de la debilidad de sus piernas,  comenzó a  movilizarse en silla de ruedas,  aunque propulsándola con la fuerza de sus propios brazos. Elvira, a pesar de sus ochenta y cuatro años conservó su figura  siempre estilizada,  caminaba  erguida como una princesa.

Hace unos años,  cuando andaban un poco mejor de salud, iban los sábados por las noches, muchas veces en  primavera,  pero siempre en verano,  a cenar unas  pizzas  o unos formidables ravioles regados con  tinto  en el “Tren mixto” o en  “La facha de Aurelio”,  uno a  cada  lado de la Estación Saavedra,    o  en  “Los Picapiedras”, en la esquina de Manzanares y la avenida.

Volvían a casa temprano y en el patio, debajo de la parra,  con los olores mezclados del jazmín y el chocolate de la  fábrica  Nestlé,  preparaban su función privada;  sacaban los  long- plays  de Pugliese, ponían el wincofón arriba de la mesa, la mesa contra la pared, y las seis sillas intercaladas entre las grandes macetas con malvones, rodeándolos,  como  cuando  el público que  bailaba en el Chantecler o en el Salón La Argentina, despejaba  la pista , y la pareja  hacía maravillas  mientras las orquestas de Pugliese,  Di Sarli o  D’Arienzo,  tocaban sólo para ellos.

En su patio,  al son de  “La yumba”, “Recuerdos”,  o  “Mala junta”,  recreaban los pasos, giros y quebradas que los habían hecho famosos,  después de vestirse  con la  vieja ropa tanguera que sacaban del ropero, prolijamente enfundada con hojas de laurel.

La corta pollera de terciopelo negro  le iba  ahora un poco holgada, y  además Elvira  giraba un poco más lento; ya  el  tajo no se abría tanto exhibiendo sus muslos, visión que  hizo  “ratonear”  a más de uno;  sin embargo, sus piernas lucían como antaño, destacadas por esos altísimos tacos de sus zapatos con pulsera.

Ángel siempre  privilegió la  mesura y la estética sobre la  velocidad,  así que  salvo una leve artrosis de columna que lo hacía  inclinarse un poco, llevó la cosa muy bien hasta que las piernas se cobraron los abusos  del alcohol y el cigarrillo.

Ese trágico sábado de otoño,  se levantó de la silla  con cuidado, y con varios minutos de  pausa entre tango y tango,  pudo “hacerle pata”  a Elvira para complacer a su sobrino, ese sobrino que  remplazó  a los hijos que no tuvieron y que insistía en que bailen algo de Piazzolla.

Les trajo “Tango Final”, en una versión del mismo Ástor,  “ Tíos – les dijo-  no se queden sin hacer una coreografía  a un Tango como éste…¡Den un pasito al futuro antes que el futuro se los trague!…,  practiquen hoy, – les dijo  –  los quiero ver mañana después de los ravioles, ¡traigo una botella de  chianti !…” Los tres  rieron y prometieron.

El muchacho, bandoneonista y fanático de Ástor, no sabía  que  Piazzolla había puesto en ese tema toda la  pasión de los años en que  todo lo suyo era  combatido por  quienes lo veían como un revolucionario que destruiría el Tango tal como hasta   entonces  era conocido;  el genio de Mar del Plata había doblado la apuesta:  el “Tango Final”   no era un  Réquiem  para lo antiguo, pero sí marcaba su derecho a compartir  sus creaciones con el Tango tradicional.

Elvira y Ángel pusieron el disco una  y otra vez;  bailaron y crearon,  incansables;  sintieron que estabna completando algo que había comenzado muchos años antes, con  Pugliese y con Pichuco…y los dos entendieron al mismo tiempo la Magia de   Piazzolla.

Entraron en calor; Ángel se sacó el sombrero negro y el pañuelo blanco  del cuello;  no se sentó nunca y no paró de bailar hasta que su corazón le  dijo ¡basta!.. Ella se quitó el chaleco de pana roja y lo arrojó al suelo.

“¡El pibe tenía razón! – le dijo él, entrecortado – con sus últimos latidos;   mañana, después de los ravioles, le mostraremos  lo que hicimos con “Tango Final”. ¡Ojalá no se olvide de traer la botella de  “chianti” que prometió!..”.  Elvira no lo terminó de  escuchar,  su  propio corazón  se había apagado,  apenas  unos segundos antes.

El muchacho  fue quien los encontró al mediodía del domingo, abrazados,  como con frío, sobre el piso de cerámica colonial.  Cargado de culpa, la botella de Chianti  se le cayó de las manos,  mientras el  long play  seguía  girando aburrido en el plato del wincofón.

Pasaron  muchos años hasta que  el  sobrino  bandoneonista dejó de soñar con las pilchas  tangueras de sus tíos, vaciadas de sus dueños, que  bailaban solas  y lo invitaban  a ver la coreografía  creada por ellos  para  el “Tango Final” de Piazzolla.

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