Alberto Ernesto Feldman
Este texto, escrito a mano en un cuaderno Rivadavia de tapa dura , fue encontrado bajo toneladas de escombros, dentro de una mochila destrozada y parcialmente quemada, veinte días después del atentado a las Torres Gemelas.
«Nunca estuve tantas horas sentado en un avión, y nunca estuve tan feliz como ahora, así que voy a tratar de describir esto que siento mientras estoy en el aire, rumbo a Nueva York. Seguramente esta sensación será irrepetible, pero escribirlo será la forma de refrescar mis recuerdos en el futuro, para compartir mis emociones con los muchachos del café y mis compañeros de oficina, ya que no tengo familia.
Siempre hay un primer día para todo, y por eso, hubo también un día para empezar a soñar con el espacio y con la altura, un despertar para mis deseos de volar.
Ya tenía treinta años y nunca había viajado en avión. Un vecino, con el que había alcanzado cierto grado de confianza por ser pasajero frecuente de mi taxi, me propuso que viajara a Rosario en su lugar, para efectuar varios trámites sencillos, volviendo a Buenos Aires en el mismo día. Era un comerciante muy apremiado por sus obligaciones; le faltaba tiempo y tenía terror a los aviones.
Tuve que contenerme para disimular mi alegría ante su pedido, además me pagó por adelantado dos días de trabajo y se hizo cargo de todos los gastos, yo solo estaba pendiente de que por primera vez volaría.
Me acompañó a sacar los pasajes, me dio las últimas instrucciones y partí a las ocho de la mañana dejando mi taxi en el estacionamiento del Aeroparque.
¡Había llevado tantos pasajeros allí, pero esta vez me llevaba a mí mismo hacia un maravilloso viaje!
De pronto me vi cómodamente sentado, disfrutando en un cielo totalmente despejado, primero del despegue y luego de una magnífica vista del Río de la Plata, el Delta del Paraná y, pocos instantes antes de aterrizar, del Monumento a la Bandera al lado del ancho río, y más atrás, los rascacielos del centro de Rosario. ¡Estuve veinte o veinticinco minutos en el Paraíso, volví a ser como un niño deslumbrado por la maravilla de lo desconocido, como un entusiasta estudiante de Arquitectura en el País de las Maquetas!…
Poco tiempo después, cambié el taxi por el trabajo en una oficina con un horario muy bueno; de las siete de la mañana a las dos de la tarde. Para acrecentar los ingresos en una época difícil, pero también para disfrutar de una motocicleta que tenía, comencé a trabajar por la tarde en una agencia de correo privado. Se hacían dos o tres viajes desde el Puente Saavedra hasta las numerosas empresas de los recientemente construidos rascacielos de Las Catalinas, cerca de Retiro y de la City porteña.
Era una delicia ir y volver por Libertador y Figueroa Alcorta, pasar por los Bosques de Palermo, sobre todo en primavera y tomar la curva de Dorrego, detrás del hipódromo a toda velocidad; ¡era casi como volar!
Pero lo mejor de todo era pedir permiso al personal de vigilancia de esos gigantescos edificios, gente que ya me conocía, y contemplar desde las terrazas, extasiado, la ciudad a mis pies y el Río de la Plata en toda su anchura.
Más tarde tuve la suerte de tener dos amigos aviadores, que me llevaron a pasear por el aire, uno en Balcarce, en un pequeño aparato fumigador, rociando los campos sembrados de papas, y otro, un arriesgado deportista, que me llevó a volar en su avión ultraliviano, algo así como una bicicleta voladora; un placer inenarrable.
Pero volar, lo que se dice volar en grande, es lo que estoy haciendo en estos días: cuando estoy cumpliendo sesenta años y me premio viniendo, casi llegando el otoño, a Nueva York, mi vieja aspiración, y de yapa, mañana, 11 de setiembre, día de mi cumpleaños, tengo una visita guiada a la terraza de una de las Torres Gemelas.
¡No puedo creer que esto me esté pasando a mí, es increíble el poder del deseo; debe ser cierto lo que dicen, que para que se cumpla un deseo, sólo hay que desearlo fuertemente!…”
