Un cuento de amor a veces termina bien

José Manuel Fernández Argüelles

Ocurren historias de amor iniciadas con ternuras y caricias que más tarde devienen en ausencias y se pudren en la consabida historia de una sequía. La peripecia de los tiernos novios puede acabar en los aburridos silencios de pareja o, por el contrario, en la estulticia de conversaciones banales, donde la voz es una disculpa para encubrir el muermo. A veces ocurre. Pero no siempre. Puede que estos dos sean la excepción a las inmensas novelas tristes. Porque algunas historias de amor tienen el privilegio de dar a buen fin. Que esta, entonces, sea feliz.

Ella y él, desde el primer asombro, pasaron noventa días encontrándose con la frecuencia que les permitían los incordios de la vida familiar y estudiantil; tres meses de cortejo trémulo y radiante. Toda la extrema juventud de los dos enamorados había madurado lo que cualquier rosa en una semana de primavera. El proceso de las flores es bien conocido: el puño que dibuja el capullo se abre al esplendor por la necesidad íntima de brindar a la luz.

Después de esos noventa días de citas resueltas con besos y caricias, donde la ropa se convertía en frontera y la contención dolía, el milagro ocurrió en la habitación de ella.

Fingidos estudios a dúo alejaron a los padres crédulos, y los libros cómplices guardaron el silencio habitual cuando no son leídos.

En apariencia comenzó él, apartando el pelo de ella y depositando en su cuello las yemas de unos dedos incendiados y tan inseguros como los de una hoja al viento. Pero antes fue ella la que sentó su cuerpo de espera al borde de una cama que aspiraba a ser desecha. Y ella fue la que inició el silencio y la mirada. El silencio que proclama la necesidad, la mirada que consiente.

Quizá lo más complejo fue llegar a la desnudez. Quitarse la ropa el uno al otro no se aprende en los institutos, y la torpeza del primer intento les provocó la risa boba que el ansia empuja sin más sentido que el desconcierto.

Después apareció el asombro de los cuerpos desnudos y todo fue ceguera y susto. El camino de la piel no requiere erudición ni enseñanzas. La incertidumbre y la cadena del temor los perdieron al borde de la cama, junto al amasijo de ropas entrelazadas. Y los dos se abalanzaron sobre su propia impericia con el ímpetu de quien sigue los dictados milenarios, aquellos que abren las rosas.

El suave grito de ella, ninguno de los dos lo escuchó. Ambos fueron sordos también a sus jadeos largos e interminables: contenidos los de ella, furibundos los de él.

Cuando se separaron, no encontraron palabras con las que explicar la maravilla. No eran necesarias; más al contrario, el silencio reposado de aquel instante precisaba de la mudez infinita.

Sobre la sábana quedó impreso un pétalo rojo. Tras la ventana de aquella habitación llovía como si el mundo fuera a licuarse y desaparecer.

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Extraído de “Microantología del microrrelato II”, de Ediciones Irreverentes.

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