Sergio Coello
Aquel espejo no era el de Alicia ni el de la madrastra de Blancanieves. Tenía un agujero central -ni negro ni blanco sino todo lo contrario- por el que se escapaba sin reflejarse todo aquello que no era de una fealdad manifiesta. Su bruñida superficie, limpia hasta la insolencia, devolvía únicamente los aspectos más repulsivos del rostro que se contemplaba en él. Como si un abismo, situado en aquel ojo bruno sin fondo, robara toda la belleza de enfrente destinándola a quién sabe qué lugares vampíricos de la hermosura ajena.