Muerte: El dilema de ser mujer

Lucía del Mar Pérez

Mujer, muchacha, doncella, hembra, chica, señorita, moza, fémina. El dilema de nacer bajo el signo del férreo sexo débil, símbolo de la continuidad de la especie, azote de machos incrédulos y temerosos que empañan el destello de estrellas rutilantes, titilando aun bajo la amenaza de la ignorancia y de la subyugación de su personalidad.

Madre de brazos amorosos redentora del desatino de sus hijos, empeñados en rasgar los ropajes de la individualidad. Evas caminando entre los jirones de la decepción, resbalando con la asiduidad de los amaneceres, tropezando con los yerros de los hombres, y de algunas hembras ancladas en una oscuridad  tan antigua como el propio universo.

Santa, bruja, monja, ramera, alcahueta, beata o profetisa, cargada con el fardo de la incomprensión, durmiendo arropada por el juicio del hombre implacable que recorre su cuerpo dormido con los dedos del sometimiento.

Y entonces  Ella decidió ser Muerte, y comenzó a caminar sola, perdida en la oscuridad. Frágil, pero necesaria. Desfila envuelta en un silencio adormecido, ancestral, violáceo… Al principio su presencia no fue necesaria, cuando el cosmos estaba poblado por exiguas especies, seres heterogéneos alimentados por nubes de insectos de melancolía. En aquel momento, su alma se mostraba vacía de elementos exógenos que perturbaran su paz.

Sin embargo, un día todo cambió: toneladas de desprecio masculino cubrieron su anciano rostro de mujer, surcado por todos los pliegues de la tierra. El cielo se obscureció; intentó aferrarse a quienes, al comienzo de la vida, le mostraron su respeto. Tan solo los seres luminosos se libraron por su incandescencia, después, aquellos que resbalaban entre sus dedos en un goteo infinito, deslizándose por la superficie de la tierra. Era un agua dulce; el mar vendría después, constituido por las lágrimas del hombre.

Quiso salvar a las piedras, quiso salvar al rayo, quiso salvar la luna. Pero, ¡No pudo salvarte! No eres más que un ser finito, diminuto, insignificante, con ínfulas de inmortalidad. Eres más lento que el rayo y más oscuro que la luna, ínfimo y absurdo en tus ambiciones que confluyen en un maremágnum de fracasos.

Tratas de detener el devenir de los acontecimientos alzando los brazos extendidos, que junto al resto de tus miembros, te lanza hacia el infinito. ¡Corre, vuela, reza! Siempre podrá alcanzarte, pues Muerte camina erguida, mientras compone su largo hábito de secuencias robadas a almas dañadas. Cada sufrimiento, te arroja a sus brazos, que esperan  acunarte desde tu nacimiento.

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