Pedro A. Curto
El día que un adolescente, llamado Neftalí Ricardo Reyes Basoalto ,decidió adoptar el apellido del escritor checo Jan Neruda y ponerse el nombre de Pablo, para así huir de las represiones paternas en su vocación poética, estaba creando un mito. Cuando aún no había cumplido los veinte años, no podía explicarse por qué sus primeros poemas publicados eran recitados de memoria y corrían de boca en boca; lo atestigua en Confieso que he vivido: “En el sitio más inesperado me los recitaban de memoria o me pedían que yo lo hiciera. Aunque mucho me molestará, apenas presentado en una reunión, alguna muchacha comenzaba a elevar su voz con aquellos versos obsesionantes.”
Luego, con poco más de veinte años, publicaría los Veinte poemas de amor y una canción desesperada, de los que escribiría diversas versiones y que aún hoy se reeditan periódicamente en todos los lugares del mundo, siendo pocos los idiomas que no hayan pronunciado esos versos. De este modo, el tal Neftalí había arrojado los dados del destino para ser uno de esos poetas que se mueven en las sombras y zonas oscuras; precoz como Rimbaud, obsesivo e incorrecto como Baudelaire, a lo que se añadiría, a lo largo de su vida, una pulsión erótica que traspasaba las correcciones amorosas, poco respetuoso con los estilos y normas y poseedor de una ideología comunista defendida con ardor y de una vida sentimental irreverente que aún colea… “Como ciudadano, soy hombre tranquilo, enemigo de leyes, gobiernos e instituciones establecidas. Tengo repulsión por el burgués, y me gusta la vida de la gente intranquila e insatisfecha, sean artistas o criminales.” Proclamaba un joven Neruda, en el prólogo a El habitante y su esperanza, una pequeña novela poética y experimental, la única que escribió. A pesar de todas esas incorrecciones, de su rebeldía, se convertiría en el poeta de la luz.
Pablo Neruda es uno de los últimos mitos literarios, que aún persiste a cuarenta años de su muerte, en un momento que los mitos del posmodernismo son, en su mayoría, deportivos, tan fugaces, millonarios y adorados, como intrascendentes. Es por eso un enigma encontrar en cualquier parte de la red y otras redes, hasta en las no muy aficionadas a la poesía, esos versos de un hombre joven que amaba el amor con tanta pasión y cercanía, que reflejaba el dolor existencial como pocos; por eso la Canción Desesperada. Quizás en ese desasosiego está la respuesta: porque eso lo han vivido de una forma u otra, millones de personas, y lo que hace Neruda es algo tan simple como personificarlo y darle voz. Una voz exuberante y preciosista, llena de adjetivos y verbos, colocados y expresados de tal forma, que es imposible huir a sus visualizaciones. Es posible que ahí estén las claves del éxito nerudiano: la capacidad de ofrecer un espejo –lleno de colorido como un mural de Diego Rivera- donde la mayoría puedan reflejar emociones y sentimientos, sus sensaciones y vivencias. Y esto partiendo de un poeta que recitó para las multitudes, de los pocos que llenó estadios (sino el único) y que sin embargo habló ante todo de sí mismo.
Neruda fue capaz de crear unos lugares comunes, de asomarse ante un paisaje, de cantar a una geografía, sin apearse de su cuerpo de marino y sus viajes. Hizo mitología de esa voz nasal que recitaba con tono solemne de ultratumba. “Ahora me doy cuenta de que he sido/ no sólo un hombre sino varios,” proclamará en uno de sus poemas, y es cierto. Algo común al ser humano, pues todos vamos mudando con el tiempo y las circunstancias. Y el poeta Neruda lo va confesando en sus versos. Así el amor incandescente y abstracto de los Veinte poemas se convertirá en el concreto y ya maduro de Los versos del capitán. A la exuberancia sexual de El hondero entusiasta, le seguirá el amor cansino y la desesperanza de Residencia en la tierra, donde está El tango del viudo; allí, el cantor del amor, firma uno de los mejores y más oscuros poemas de desamor. Un libro que más tarde él mismo recomendará no leer a los jóvenes. Al militante del Canto General, le sucederá el hombre que pregunta, más intimista y dubitativo, en Estravagario, donde la muerte hace presencia. Al poeta más hermético, la palabra clara y directa en Odas elementales. Pero son etapas que se suceden dentro de una coherencia que comprende sus tres grandes “yos”: el yo cantor del amor, el yo militante político, y un tercer yo, el que pretende dar voz propia a una cultura americana diferenciada.
Pero al mito se lo invoca más de lo que se lee, como bien él sabía: “En efecto, los escritores, cuyas estatuas sirven después de su muerte para tan excelentes discursos de inauguración y para tan alegres romeras, han vivido y viven vidas difíciles y oscuras, a pesar de esclarecidas condiciones y brillantes facultades, por el solo hecho de su oposición desorganizada al injusto desorden del capitalismo”, y lo dijo en el senado, una de esas instituciones donde no suele entrar la palabra poética, aunque entrase la suya por un breve tiempo y siendo acallada por el poder. Por eso no es extraño que aún hoy se desconozcan las razones de su fallecimiento. Si murió gastado por la violencia de la historia y una solapada negación de tratamientos médicos o si fueron unas manos con traje militar escondidas tras las batas blancas. Las camas de la Clínica Santa María son mudas y claras como la desmemoria. Por desgracia estos también son lugares demasiado comunes y el vate, como si lo percibiese, habló de esa muerte: “La muerte está en los catres:/ en los colchones lentos, en las frazadas negras/ vive tendida y de repente sopla:/ sopla un sonido oscuro que hincha sábanas,/ y hay camas navegando a un puerto/ en donde está esperando, vestida de almirante.”
